jueves, 2 de febrero de 2017


Identidad cultural

Ezra Heymann




Camino al Dorado 5. DDLR2021





La acuñación "identidad" fue puesta en boga alrededor de 1950 por Erik Erikson. Formado en psicoanálisis, pero en contraste con la visión sombría de su fundador, Erikson daba voz, en el marco de una psicología evolutiva, a la ola de idealismo esperanzado que recorrió junto a otras olas la inmediata posguerra, e intentó caracterizar los logros peculiares de cada etapa de la vida.
A la adolescencia, señalaba Erikson, le corresponde la formación de un proyecto de vida, de ideales de amistad, de amor y solidaridad, proyectos e ideales que el joven siente como lo más íntimo suyo, como el núcleo de su personalidad. A esta lealtad ideal, más pensada y sentida que comprobada, Erikson la llamaba "identidad".
Esta noción de identidad, estrictamente personal, mantiene relaciones difíciles y complejas con la noción de identidad colectiva. En tanto que se estructura alrededor de la idea de una lealtad, invita a ser pensada como un núcleo de agrupación de correligionarios. Pero esta agrupación pensada y ensoñada implica, al mismo tiempo, un distanciamiento con respecto a los órdenes sociales existentes.
IDENTIDAD Y PERTENENCIA
En realidad, la noción de identidad podría deber su fortuna precisamente a una cierta indefinición que se remonta a su olvidado origen en una psicología de la juventud: entre la identidad ideal alimentada por lecturas y la identificación con grupos, unidades sociales reales, que a su vez pueden representar una pertenencia efectiva —una trabazón de lazos— o una imaginaria.
Pronto se desplazó la noción de identidad. En una dirección llegó a coincidir con lo que en psicología social solía llamarse el auto-estereotipo, esto es, la imagen que tienen de sí mismos los integrantes de un grupo. En otra, más doctrinaria, la noción llegó a ser el emblema de un supuesto muy difundido en los estudios antropológicos: el supuesto de que a una comunidad le corresponde una determinada cultura, que a su vez determinaría la identidad de sus integrantes. De la idea obvia de que a una comunidad le pertenece un conjunto de múltiples actividades culturales, se pasa a la tesis, o al sobrentendido, de que a cada comunidad le corresponde una única y bien determinada cultura, es decir, se da por sentado que las actividades culturales de la comunidad pueden ser identificadas de manera unitaria, de modo que sus integrantes pudieran ser considerados como pertenecientes a una comunidad, y con ello mismo, a una cultura.
A través de esta pertenencia tendría su identidad.
Creo que hace falta señalar con claridad las falacias de esta visión, que merece llamarse totalitaria por cuanto hace colapsar las nociones de comunidad, cultura e identidad, y nos lleva hacia donde seguramente no queremos ir.
En primer lugar, nuestras pertenencias y nuestros lazos de solidaridad no implican una identificación cualitativa. Entre hermanos suele haber un sentimiento muy vivo de sus diferencias de carácter y de mentalidad; pueden adherir a corrientes de pensamiento violentamente opuestas y sin embargo pueden seguir sintiéndose estrechamente vinculados. El ser humano no pertenece a un solo grupo, sino a varios simultáneamente, sin que haya uno que pueda absorber las lealtades debidas a los otros. La pertenencia a una nación no coincide con nuestros lazos de familia, de modo que la misma legislación nacional prevé el respeto por los conflictos que puedan surgir entre ambas lealtades. Lo mismo se puede decir de nuestras amistades, aunque la lealtad a éstas no goza de la misma protección oficial.
Dentro de cada grupo, en particular dentro de aquellos que no se forman por elección propia y que más justifican que se hable de pertenencia, caben las mayores oposiciones culturales y reclamos de tradiciones opuestas entre sí. El sentido de la pertenencia tiene un eminente valor moral. Pero éste no implica la visión de los grupos a los cuales pertenecemos como homogéneos.
Por cierto, nuestras adhesiones culturales pueden a su vez originar agrupamientos, pero estas uniones no son precisamente aquellas en las cuales se piensa cuando se habla de comunidades. Hace falta notar con claridad que el culturalismo relativista, al confinar todos los criterios evaluativos dentro de cada cultura=comunidad, niega las diferencias y oposiciones cognitivas, morales y estéticas dentro de cada comunidad, o, si las reconoce, supone que se trata de comunidades en descomposición.
MORAL Y CULTURA
Se puede admitir, como hipótesis, que lazos de comunidad afectivos y un sentido fuerte de pertenencia robustecen la autonomía del individuo, pero entonces debemos aceptar también la consecuencia: autonomía, es decir, capacidad de juicio propio, implica a su vez elaboraciones culturales variadas y receptividad para influencias cognitivas, estéticas y morales, vengan de donde vengan, y la vida comunitaria se verá tanto más robusta cuanto más haya vida cultural vivieren, y esto quiere decir no la mera conservación de patrones, sino el debate, la lucha en la cual la argumentación, deliberativa y crítica, y la persuasión afectiva participan por igual.
La inclusión de lo moral en el debate cultural, en la cultura concebida como un debate, plantea una cuestión difícil y sustancial. Algunos autores, afines a la posición aquí defendida, protestan contra la consideración de un código moral como un código cultural. El pensamiento implicado es el siguiente: si concebimos la vida social como confrontación y debate entre tradiciones e iniciativas culturales diferentes, entonces debemos considerar el ámbito moral como aquel que permite precisamente esta concordia discordante, que es, por lo tanto, algo independiente de estas corrientes en pugna.
Sin embargo, no se puede desconocer que una moral de la convivencia y de la fraternidad practicada requiere más que una codificación; requiere el cultivo de la práctica misma y la dilucidación discursiva de su complejidad interna, es decir, es ella misma una actividad cultural que no está por encima de los enfrentamientos sociales y cívicos.
Desde luego, es de fundamental importancia la existencia de una moral mínima ampliamente compartida, una moral de la intersección de corrientes culturales diversas, pero la solidez de ésta no deja de ser limitada, y en ninguna época ha estado libre de zozobra.
No podemos, por lo tanto, admitir una moral independiente de la cultura. Lo que sucede es que un movimiento cultural está destinado de antemano a convivir y a pelear con otros; esto es parte de su cometido. La alteridad no le viene de afuera, como por accidente. La cultura propone un estilo de convivencia con la alteridad, que puede ser la de una cultura de la violencia, del amedrentamiento y del dominio, del aislamiento defensivo, o del diálogo y de la lucha fraterna. La moral es de este modo ella misma una propuesta cultural, lo que no está en contradicción con la posibilidad de que sea la propuesta de búsqueda de un terreno común, de intersección o encabalgamiento, aunque más que de un modus vivendi de culturas fijadas nos gustaría hablar de movimientos culturales que no tienen por qué estar ansiosos por su identidad.
La alteridad no está sólo en el otro. El estilo de la relación con el otro depende más bien, como se ha señalado acertadamente, de la manera como nos relacionamos con lo imprevisto en nosotros, con lo que es extraño a nuestras pautas culturales más habituales. La cultura no gira meramente alrededor de sí misma; ella es una manera de tratar con lo que no es cultura en nosotros, con lo que aflora espontáneamente y es capaz de hacerse eco de otras expresiones culturales.
Cabe pensar de este modo que los canales de comunicación intersubjetiva, que es en algún grado también intercultural (ya que no existen dos personas con idéntico fondo cultural), se desarrollan a la par con los canales de comunicación intrapsíquica.
La elaboración de estos sistemas "viales" y el ejercicio de la comunicación en ellos es quizás lo que más propiamente puede reivindicar el nombre de cultura.
Pero, de todos modos, lo inhumano de la cultura y de la lealtad únicas tienen que ser llamadas por su nombre. Hemos callado durante demasiado tiempo.


miércoles, 1 de febrero de 2017



De la comunicación en Kant
David De los Reyes

Resultado de imagen para COMUNICACION PINTURA

I

Del sentido común, superstición  e ilustración

Kant en su Crítica del Juicio[1] nos da una serie de apreciaciones sobre la comunicación normativa.  Para conocerlas podemos comenzar con   un término que  aparecerá junto al sentido del gusto: el  de sentido común, como comunidad afín a ciertos criterios y sensibilidad estética. La condición del gusto puede  verse como una especie de sentido común. Esto último Kant lo  relaciona con  el común entendimiento humano. ¿Qué entiende por  ello? El entendimiento  común  es asumido  como meramente sano, es decir, no cultivado; es de menor consideración que  el desarrollado mediante la educación. Es el que posee  cualquier ser que aspira al apelativo de hombre. Kant  nos da  otro modo de dirigirse a dicha condición, referencia un tanto mortificante al  nombrarse también como sentimiento común (sensus commnunis). Sentido común, sentimiento común, común entendimiento, es la condición primordial de cualquiera. Todo hombre que no ha desarrollado su juicio al menos posee  esta cualidad, la capacidad de operar y relacionar con las otras dentro de un mínimo margen en tanto humano. La palabra común  contempla un significado  de bajeza, de vulgaridad por encontrarse por doquier y tal posesión no es  obtenida merecidamente por esfuerzo o  como algo que proporcione ventaja. Es la condición mínima para  que un ser se comprenda en tanto hombre, que opere y se comunique en tanto  humano.
Sensus communis   habrá que entenderse como  sentido común a todos. No hay diferenciación mayor por ser una cualidad vulgar, común.  Es la facultad de juzgar que tiene presente el pensamiento representativo  del resto para poder ejercer un juicio que se dirija  a la entera raza humana. Es un juicio que se separa de cualquier  ilusión subjetiva, la cual vendría a ser una personalización del juicio y que si bien pudiera parecer  un juicio objetivo sobre algo, arrastraría  quizás una desventajosa  influencia respecto al juicio mismo. De aquí surge  la condición de los juicios reales  y los juicios posibles. Unos  atienden al llamado del sensu communis y se  coloca en el lugar de los otros: reales; en los posibles la separación de lo común  es su condición y se adentra dentro de la difícil postura  subjetiva del juicio.
Kant señala que los juicios que operan mediante una referencia al entendimiento meramente sano, es decir, común,  surgen por su condición de referencia abstracta en relación con lo material. Abstracta por  superar  las restricciones que surgirían si asumiéramos las condiciones causales de nuestro personal modo de enjuiciar. De  ahí que deba omitirse toda condición material  o de sensación en el estado representacional del juicio. La atención se fija en sus peculiaridades  formales de la representación.  Pareciera que esta posibilidad de enjuiciar sería  muy artificiosa y por tanto lejana a lo que entendemos por sentido común. Pero para poder arraigarse  en la condición común hay que  expresar el juicio  bajo fórmulas  abstractas, retirando   cualquier atractivo o emoción  personal pues lo que se persigue,  es servir como juicio de regla  universal, es decir, de una regla común a todos, de un juicio que pueda comunicarse a todos.
Por esta condición  universal que  provee el juicio  propio del entendimiento común, Kant se permite inferir que el sentido  común tiene la cualidad de superar la pasividad  del entendimiento. ¿A qué se refiere con ello? A superar la condición de la superstición  del entendimiento pasivo  mediante la negación  de la mente ilustrada. Veamos como lo distingue este autor.
Se nos habla de tres máximas propias del común entendimiento humano. Estos principios son: 1.- el pensar por sí mismo; 2.-  poder pensar en el lugar de cada uno de los otros;  3.- y el  pensar siempre acorde consigo mismo. Refiere que la primera es el modo de pensar desprejuiciado, la segunda es la de lo amplio del pensar que incluye a los otros y la  última la condición consecuente, la fidelidad a su visión de mundo. Gracias a  esa postura  individual del pensar por sí mismo  es que el pensamiento se deslastra de permanecer  pasivamente.   Permanecer en  una razón pasiva  es remitirse a  asentarse en una razón  prejuiciosa.  El mayor  prejuicio  es  para Kant  el de representarse la naturaleza   como  no subordinada a las reglas del entendimiento,  éste  deja fuera del margen de su obrar el fundamento de la naturaleza,  manteniéndose el juicio al nivel de la superstición. Es aquí cuando  Kant argumenta y compara este entendimiento  supersticioso con el entendimiento ilustrado.  Liberarse de la superstición Kant lo llama ilustración. Ser ilustrado es servirse de su propio entendimiento, es decir, corroborar la primera máxima antes que  el resto, por consiguiente, pensar por sí mismo.
Si bien la ilustración del individuo pareciera cosa fácil in thesi, in hypothesis es difícil pues estamos más  llevados a ser  pasivos que legislativos   con el uso de nuestra razón.  Sería fácil si siempre quisiéramos adecuar  nuestro juicio a  su fin esencial y no  trascender  por encima del entendimiento, es decir, de llevar nuestros juicios   hasta lo universal. Pero ello es casi imposible  y siempre habrá, dice Kant, cualquier otro que  prometa con mucha confianza poder  satisfacer  este deseo de saber,  mantener  o establecer   el modo de  cómo se deba pensar (sobre todo, el público); lo meramente negativo, asumir nuestro propio pensamiento (que constituye  la Ilustración propiamente como tal) debe, entonces, ser muy difícil.
Pero lo que  determina la condición de  poseer un  entendimiento ilustrado es  haber desterrado los prejuicios en general, liberarnos de la ceguera que ello arrastra; esa ceguera es la rica cantera común de la superstición. Esta condición exige la obligación de  tener que ser guiados por otros y por ello  permanecemos bajo la condición de una razón pasiva. Lo contrario es reconocerse y esforzarse por adquirir la condición legislativa  de  perseguir nuestros propios fines a partir del pensar por sí mismo nuestra condición humana.
Respecto  al segundo principio: “pensar  en el lugar de cada uno de los otros”, Kant lo aborda de la siguiente manera.  Carecer de tal condición es lo que vendría   a definir  a aquellos que están cortos de alcance, cortos de entendimiento, (lo contrario de amplio), es decir,   las  personas cuyos talentos no alcanzan ningún mayor uso.  Un hombre de pensar amplio es el que puede superar las condiciones subjetivas  privadas del juicio a las que  una gran cantidad de personas están  como atrapadas. Esta amplitud comunicacional nos lleva a poder  elevar  nuestro propio juicio de y desde un  punto de vista universal; la condición de lo  universal  hace que tengamos que lograr una determinación colocándonos   no sólo a partir de nuestra  postura personal sino incluyendo a los otros.
El tercer principio, respecto al  modo consecuente del pensar es para nuestro autor la más difícil de lograr y sólo se puede obtener  si se  mantiene la unión de las dos primeras y sólo así se  llega a convertir en  destreza. Kant finaliza que estas máximas del pensamiento ilustrado  pueden  comprenderse  refiriéndoles que la primera es la máxima del entendimiento; la segunda: la facultad de juzgar y la tercera la de la razón.

 

 

II

De la comunicación de nuestros pensamientos. Del gusto y del entendimiento

La condición permanente de los juicios en tanto universales es su cualidad comunicativa.  La condición  del gusto en Kant plantea diferenciar los juicios intelectuales de los juicios estéticos. Estos últimos están emparentados  con el sensus communis aestheticus  o comunidad del gusto; y los juicios propios del común entendimiento humano serían los expresados como sensus communis logicus.  Estos dos modos, el  estético  (modus aestheticus) y el  lógico (modus logicus) se diferencian entre sí  en que el primero  no tiene ningún otro criterio más que el del sentimiento de unidad de representación, y  el otro,  en cambio, sigue principios determinados dentro de una causalidad conceptual.
De hecho, todo juicio estético  lleva el nombre de un sentido a todos común, donde se entiende la palabra sentido  bajo la perspectiva de que este tipo de juicios nos vendrían a dar un efecto sobre el ánimo donde entendemos que  tal sentido está emparentado con el sentimiento de placer o de lo bello según el contexto cultural en que se desarrolle.
Para ello se requiere  no sólo del uso del entendimiento sino de la imaginación. Gracias a esta última  es que llegamos  a asociar las intuiciones a los conceptos y  los conceptos a que tengan un basamento legal, es decir, un carácter universal. La libertad de imaginación debe  despertar al entendimiento para abordar los conceptos con los cuales se logran la comunicabilidad de nuestros sentimientos. Sin  los conceptos, nos quedamos dentro de la esfera del gusto subjetivo, donde la facultad de juzgar a priori  la comunicabilidad  de los sentimientos  está ligada a una representación dada pero sin la mediación de un concepto.
En el caso de Kant la sociabilidad del hombre y el desarrollo del juicio es lo que lo convierte en apto para llegar a obtener un grado de comunicabilidad para transmitir a otros nuestros gustos[2],  apreciaciones y sentido de lo bello y el placer que  comporta. La convivialidad social  lleva la capacidad de poder compartir e interactuar con otros, de identificarse y transmitir los mismos gustos o el mismo sentimiento de placer que es  tomado como fineza (y desarrollo de juicio) del individuo  para sentir  y no sólo apreciar  lo estético del asunto; ciertos grados de fineza, es decir, de costumbres, de civilización, de cultura, de gusto, etc.  hace que podamos hablar de  un sentir en comunidad la complacencia  de lo que se vivió al nivel individual: para Kant sólo la civilización –y aquí hablamos expresamente de la europea del siglo XVIII- es la que puede dar a un conjunto de objetos un sentido estético y un grado de comunicación universal; sólo la universal comunicabilidad  del placer estético vendrá a agrandar su valor  significativo casi infinitamente. De resto, sin ese grado de comunicabilidad, quedaría replegado el sentido común dentro de un campo reducido de apreciaciones particulares.
Toda representación sensible, sea placentera en el caso del arte o  de los productos referidos a los sentidos, contiene  la universal comunicabilidad  mediante el juicio; su concepto, que nombra a la emoción estética no pretende  el placer del goce sino la capacidad de reflexión que pueda arrastrar tal condición estética del placer (un goce sin fin), o de la afectación sensible de los objetos del mundo. Kant  advierte que todo objeto de la naturaleza que nos atraiga bien por su belleza o por otra condición que dignifique al hombre en su sensibilidad, debe estar en consonancia a una idea  moral; la verdadera belleza no escapa a un sentimiento moral. Y de allí juzgar a algo como agradable  o placentero no está exento de identificarse con la facultad de juzgar  reflexionante y no reducirse únicamente  dentro de las variables sensaciones  de los sentidos[3]. La condición de lo estético debe estar referido no a la sensación sino a la reflexión que comporta la universal comunicabilidad de la obra o del evento estético.



III
Del buen habla. El arte de la oratoria y la retórica.
En el caso de la comunicación mediante el habla  se nos dice que  es el  modo de  expresión con que se sirven los hombres para  comunicarse  unos  a otros y de la mejor  forma posible  no sólo deben poder transmitirse  sus conceptos sino también sus sensaciones. El habla  comprende no sólo a la palabra sino  que habrá que integrarle  el gesto  y el  tono (articulación, gesticulación y modulación  son elementos de toda comunicabilidad  mediante la palabra) para  descifrar su intención y  su acto. La combinación de estos tres modos   de la expresión constituye  la completa comunicación  del hablante. Gracias a ello habrá  resonancia, reciprocidad comunicativa;  toda comunicación constituye  una acción de  acercamiento y vínculo que en el caso de la palabra   transmite  toda su carga  significante  cuando se dan en ella conjuntamente  el pensamiento, la intuición y la sensación. En esto estriba la  completa comunicación del hablante[4].
En el  ars poetica  el discurso viene a sucederse de manera franca y  sincera, según la expresión del genio y su habilidad  con  el juego de la imaginación  que nos sugieren sus obras. El caso del uso de la retórica, en tanto comunicación, vendrá a estar nivelada por Kant dentro de la superchería artificiosa, que usa la palabra para el embellecimiento u ocultamiento del vicio o del  error,  y con el fin de obtener un provecho personal.
La retórica, en tanto arte de persuadir, se nos muestra como la capacidad de engañar por medio de la bella apariencia (como ars oratoria, propia de la mayoría de los políticos). La retórica no está  sólo en función del  hablar bien sino que es una dialéctica que toma prestado  del arte poético  lo necesario con el fin  de ganarse, en provecho del orador, en el auditorio, los ánimos  antes que el enjuiciamiento o la reflexión del escucha, quitándole la libertad de decidir por la bella y eficaz afectación del ánimo gracias a las direcciones que ha tomado su discurso.
A diferencia de Aristóteles y Hume, para Kant la retórica no es bien vista  ni en tribunales ni  frente al público. Todo lo que tenga que ver con el tratamiento de leyes civiles, del derecho de las personas individuales o de la enseñanza y determinaciones duraderas de los ánimos en función de un mejor conocimiento de los asuntos  públicos y su observancia del deber y de la recta conducta para con éste sobra, respecto a ello, todo rastro de exuberancia de ingenio e imaginación.  En relación con esto, su abuso contempla la condena moral, que debe  ser absoluta, pues  está por debajo de la dignidad de un  asunto tan importante como el  utilizar el arte de persuadir para tomar ventaja respecto a cualquiera. Si  bien Kant lo deja  claro sabemos que  nuestro mundo no toma para nada en cuenta tal recomendación y la retórica vendrá a ser un arte que bien se debe saber manejar si queremos presentarnos no sólo como orador, político o animador de un programa ante un público sino que  las reglas precisas de una retórica mediática forman parte del  juego de las formas de  los medios de comunicación contemporáneos. La retórica tiene su trono en los medios no por el uso, -puede que sí-, de dirigirse mediante una buena expresión del habla (uso de las reglas de la eufonía de la lengua o de la decencia de la expresión, una buena dicción, buen tono, etc.),  para transmitir las ideas a comunicar, sino que encontraremos distintos niveles retóricos  (habla, estética de la imagen, etc.), para afectar los ánimos a quienes van dirigidos y  de acuerdo a niveles de gustos sociales, del nivel de  educación de la audiencia y de organizaciones civiles, políticas, etc., presentes en la  esfera de lo social. La retórica oculta los fines  de la comunicación cuando sólo  van dirigidos a exacerbar los ánimos del auditorio y con ello justificar la corrupción de su condición manipuladora. Estos usos de la acción retórica  en  tanto  manipulación de ánimos, son los que  llevan a Kant a colocarla dentro de la esfera de las construcciones de la superchería artificiosa y propiciar su condena moral.  Es el uso del bello discurso para ocultar el vicio, el error, la mentira y corrupción de la práctica del derecho establecido. La retórica se convierte entonces en una máquina de la persuasión.
Kant plantea que se puede hacer uso  de este arte con propósitos legítimos y loables, pero se corrompe  al utilizar máximas y sentires para transformar  cualquier hecho objetivamente legal. No sólo basta hacer  lo que sea propio del derecho sino que habrá que ejercitarlo por la razón  que  es de derecho.
 En una nota aclaratoria Kant habla de sus gustos entre lo poético y lo retórico; entre el discurso literario y el discurso político.  Nos confiesa que prefiere la lectura de un bello poema, del que siempre ha podido obtener un deleite puro, que al mejor de los discursos  de un orador del pueblo romano o de un parlamentarista de su tiempo. Estos discursos siempre los ha sentido mezclados con el incómodo sentimiento de desaprobación de un arte astuto de afectar  a los sentimientos –condición por excelencia del político; en su juego retórico el orador “sabe mover a los hombres como a máquinas, hacia un juicio que en la tranquila meditación tiene que perder ante ellos  todo peso”[5]. Facundia y buen hablar son, en conjunto, la condición de toda retórica y pertenece al uso del arte de la palabra;  la elocuencia (ars oratoria) no es, en tanto arte la ocasión para servirse de la debilidad de los hombres con el fin de alcanzar los propios intereses del orador (por bien intencionados que éstos sean); los juicios de Kant en nuestro entorno parecieran de una ingenuidad absoluta pero sin embargo son de una seriedad extrema  pues reflejan la condición  moral y civil del derecho civil común por encima de la condición individual y particular de los buenos hablantes  políticos.
En el mundo griego y romano la retórica se elevó  a su más alto grado cuando el Estado  se apresuraba hacia su ocaso y se habían extinguido los  verdaderos modos de pensar en función de los fines colectivos y civiles. Finalmente  alega que el uso correcto del lenguaje político persuasivo por parte del orador estriba, tanto su función como su intencionalidad, en guardar  en su corazón un bien verdadero respecto a los asuntos públicos  a expensas de su arte de la oratoria: “Quien, con clara visión de los asuntos, tiene en su poder el lenguaje y, con una imaginación eficaz y fructífera para la presentación de  sus ideas, pone vivazmente  su corazón en el bien verdadero, es el vir bonus dicendi peritus, el orador sin arte, pero pleno  de energía como quiere Cicerón tenerlo, sin, empero, haber permanecido él mismo siempre fiel  a este ideal”[6]. En la posición kantiana  en relación con el arte de hablar y la retórica nos encontramos ante una postura bien diferente de la esgrimida por el inglés Hume.


IV
Kant  y la publicidad del derecho común
Entre las propuestas que  suscribe Kant en relación con  la  comunicación social   está una función importante  respecto al derecho y a su acción legal pública. Es la condición moderna del deber público de todo hombre el estar informado  de los derechos por los cuales se rigen sus acciones políticas y para ello se requiere mantener el principio de publicidad  de las leyes en forma constante e inalterable. Para Kant no hay derecho real si no va acompañado de su publicidad, es decir, de hacerlo del conocimiento público efectivamente; ello  está acorde con su postura de pensador defensor de la Ilustración la cual consiste en  sacar al hombre del estado natural o de su minoría de edad, es decir, de la tutela del Estado o del amo, para que él mismo sea responsable  y libre de sus actos al atreverse a usar su propio entendimiento y cumplir las leyes prescritas.
En su  escrito de 1784, Idea  de una historia universal desde  el punto de vista cosmopolita,  manifestaba  que  el ejercicio de la justicia  requiere que el derecho adquiera su existencia y realidad pública en tanto  segunda naturaleza humana; para ello   debe mantenerse la condición de comunicarlo  a la sociedad en donde se aplica para el conocimiento de todos los miembros que la conforman.  Cualquier  acción e intencionalidad   que trate con el derecho de los hombres si ella no es compatible  con la publicidad   no es una acción que se atenga a derecho[7]. Igualmente  observó  que toda constitución de una sociedad civil  internacional,  al asumir el derecho como un eslabón universal para el conjunto de sus miembros, no puede quitarles a los hombres  “la libertad de comunicar en público su pensamiento”[8], lo cual equivale a asumir la condición y el derecho de manifestar y  ejercer la libertad de pensamiento y opinión respecto a las cosas públicas.
Para Kant la condición moral de servirse cada individuo de su propio entendimiento lo lleva a esclarecerse en tanto ciudadano y por ello  requiere que se haga públicamente nuestro  uso  propio de la razón; que se comuniquen las ideas para que se propaguen universalmente con el fin de mejorar o perfeccionar, en la medida de lo posible, una más justa redacción de la legislación; un uso público de la razón individual,  que bien pueda afirmar  como negar o criticar  las leyes que están en vigor.
Kant afirma que una  condición del mundo moderno respecto al derecho está en su condición pública, en hacer del conocimiento público por los medios de comunicación  de que se dispongan el conocimiento de las leyes para una mejor observancia  crítica, si es necesaria, de las mismas; la realización del derecho está acompañado no sólo de su publicidad sino también de elevar a los ciudadanos por medio de la educación social  a que hagan uso de su entendimiento y ejerzan la libertad del pensamiento y  puedan comunicar sus ideas sin temor a  represión y libremente,  y no únicamente manifestadas en privado sino de manera universal y pública.







[1] Kant, I.: Crítica del juicio. Monte Avila, Caracas, 1991, pág.153ss.
[2] Cuando Kant nos habla del gusto debe entenderse como facultad  enjuiciadora y no  como una facultad productora de lo bello. El gusto es el carácter de la univesal comunicabilidad de lo bello en este caso, o del evento estético, desde un punto de vista más  amplio.
[3] Op.cit. pág.215.
[4] Idem, pág.229.
[5] Idem, pág.235
[6] Idem.
[7] Kant, I. Vers la Paix perpétuelle. Que signifie s´orienter dans la pensée? Qu´est-ce que les Lumièrés, Garnier-Flammarion, Paris, 1991, pág.124-25.
[8] Idem, pág.69, también se puede consultar el ensayo Qu´est-ce que les Lumiéres?, pág.43ss.
Pensamiento nómada 

(Sobre Nietzsche)

Gilles Deleuze


Resultado de imagen para mitologia schelling



Si nos preguntamos qué es o en qué se ha convertido Nietzsche hoy, sabemos bien en qué dirección hemos de buscar. Hay que mirar hacia los jóvenes que están leyendo a Nietzsche, descubriendo a Nietzsche. Nosotros, la mayor parte de los presentes, somos ya demasiado viejos. ¿Qué es lo que un joven descubre hoy en Nietzsche, que no es seguramente lo mismo que descubrió mi generación, como eso no era ya lo mismo que habían descubierto las generaciones anteriores? ¿Por qué los músicos jóvenes sienten hoy que Nietzsche tiene que ver con lo que hacen, aunque no hagan en absoluto una música nietzscheana, por qué los pintores jóvenes, los cineastas jóvenes se sienten atraídos por Nietzsche? ¿Qué está pasando, es decir, cómo están recibiendo a Nietzsche? Todo lo que en rigor podemos explicar desde fuera es el modo en que Nietzsche siempre reclamó, para sí mismo tanto como para sus lectores contemporáneos y futuros, cierto derecho al contrasentido. Da igual qué derecho, por otra parte, puesto que posee reglas secretas, pero en todo caso cierto derecho al contrasentido, del que hablaré enseguida, y que hace que no venga al caso comentar a Nietzsche como se comenta a Descartes o a Hegel. Me pregunto: ¿quién es, hoy, el joven nietzscheano? ¿El que prepara un trabajo sobre Nietzsche? Quizá. ¿0 es más bien aquel que, poco importa si voluntaria o involuntariamente, produce enunciados singularmente nietzscheanos en el curso de una acción, de una pasión o de una experiencia? Hasta donde yo sé, uno de los textos recientes más hermosos, y uno de los más profundamente nietzscheanos, es el que ha escrito Richard Deshayes, Vivir es sobrevivir, un poco antes de ser alcanzado por una granada en una manifestación (a). Quizá una cosa no excluye la otra. Acaso sea posible escribir sobre Nietzsche y además producir enunciados nietzscheanos en el curso de la experiencia.
Somos conscientes de los riesgos que nos acechan en esta pregunta: ¿qué es Nietzsche hoy? Riesgo de demagogia («Los jóvenes están con nosotros…»). Riesgo de paternalismo (consejos a un joven lector de Nietzsche). Y, sobre todo, el riesgo de una abominable síntesis. En el origen de nuestra cultura moderna está la trinidad Nietzsche, Freud, Marx. Da igual si todo el mundo se ha deshecho de ella de antemano. Puede que Marx y Freud sean el amanecer de nuestra cultura, pero Nietzsche es algo completamente distinto, es el amanecer de una contra- cultura. Es evidente que la sociedad moderna no funciona mediante códigos. Es una sociedad que funciona a partir de otras bases. Si consideramos, pues, no tanto a Marx y Freud literalmente, sino aquello en lo que se han convertido el marxismo y el freudismo, vemos que están inmersos en una suerte de intento de recodificación: por parte del Estado, en el caso del marxismo («es el Estado quien te puso enfermo y el Estado es quien te curará», porque ya no será el mismo Estado); por parte de la familia, en el caso del freudismo (la familia te pone enfermo y la familia te cura, porque no es ya la misma familia). Esto es lo que sitúa ciertamente, en el horizonte de nuestra cultura, al marxismo y al psicoanálisis como las dos burocracias fundamentales, una pública y otra privada, cuyo objetivo es realizar mejor o peor una recodificación de lo que no deja de descodificarse en nuestro horizonte. La labor de Nietzsche, en cambio, no es ésa en absoluto. Su problema es otro. A través de todos los códigos del pasado, del presente o del futuro, para él se trata de dejar pasar algo que no se deja y que jamás se dejará codificar. Transmitirlo a un nuevo cuerpo, inventar un cuerpo al que pueda transmitirse y en el que pueda circular: un cuerpo que sería el nuestro, el de la Tierra, el de la escritura…
Sabemos cuales son los grandes instrumentos de codificación. Las sociedades no cambian tanto, no disponen de infinitos medios de codificación. Conocemos tres medios principales: la ley, el contrato y la institución. Los hallamos bien representados, por ejemplo, en las relaciones que los hombres han mantenido con los libros. Hay libros de la ley, en los cuales la relación del lector con el libro pasa por la ley. Se les llama precisamente códigos en otros lugares, y también libros sagrados. Hay otra clase de libros que tienen que ver con el contrato, con la relación contractual burguesa. Ésta es la base de la literatura laica y de la relación comercial con el libro: yo te compro, tú me das qué leer; una relación contractual en la cual todo el mundo está atrapado: autor, editor, lector. Y hay, luego, una tercera clase de libros, los libros políticos, preferentemente revolucionarios, que se presentan como libros de instituciones, ya se trate de instituciones presentes o futuras. Y hay toda clase de mezclas: libros contractuales o institucionales que se tratan como libros sagrados…, etcétera. Todos los tipos de codificación están tan presentes, tan subyacentes, que los encontramos unos en otros. Tomemos otro ejemplo, el de la locura: los intentos de codificar la locura se han llevado a cabo de las tres formas. Primero, bajo la forma de la ley, es decir, del hospital, del manicomio - la codificación represiva, el encierro, el antiguo encierro que está llamado a convertirse, andando el tiempo, en una última esperanza de salvación, cuando los locos empiecen a decir: «Qué buenos tiempos aquellos en que nos encerraban, porque ahora nos hacen cosas peores». Y hay una especie de golpe magistral, que ha sido el del psicoanálisis: se sabía que había quienes escapaban a la relación contractual burguesa tal y como se manifiesta en la medicina, a saber, los locos, ya que no podían ser parte contratante por estar jurídicamente «inhabilitados». La genialidad de Freud consistió en atraer a la relación contractual a una gran parte de los locos, en el sentido más lato del término, los neuróticos, explicando que era posible un contrato especial con ellos (de ahí el abandono de la hipnosis). Fue el primero en introducir en la psiquiatría - y ello ha constituido finalmente la novedad psicoanalítica- la relación contractual burguesa, excluida hasta ese momento. Y después nos encontramos con las tentativas más recientes, en las cuales son evidentes las implicaciones políticas y a veces las ambiciones revolucionarias, las tentativas llamadas institucionales. He ahí el triple medio de codificación: si no es la ley, será la relación contractual, y si no la institución. Y en estos códigos florecen nuestras burocracias.
Ante la forma en que nuestras sociedades se descodifican, en que sus códigos se escapan por todos sus poros, Nietzsche no intenta llevar a cabo una recodificación. Él dice: esto no ha hecho más que empezar, todavía no habéis visto nada («la igualación del hombre europeo es hoy el gran proceso irreversible: habría incluso que acelerarlo.). En cuanto a lo que piensa y escribe, Nietzsche persigue un intento de descodificación, no en el sentido de esa descodificación relativa que consistiría en descifrar los códigos antiguos, presentes o futuros, sino de una descodificación absoluta: transmitir algo que no sea codificable, perturbar todos los códigos. Esto no es fácil, ni siquiera en el nivel de la mera escritura y del lenguaje. Sólo le encuentro parecido con Kafka, con lo que Kafka hace con el alemán en función de la situación lingüística de los judíos de Praga: construye, en alemán, una máquina de guerra contra el alemán; a fuerza de indeterminación y de sobriedad, transmite bajo el código del alemán algo que nunca se había escuchado. En cuanto a Nietzsche, él se siente polaco frente al alemán. Se sirve del alemán para poner en marcha una máquina de guerra que transmita algo que no se puede codificar en alemán. Eso es el estilo como política. En términos más generales, ¿en qué consiste el esfuerzo de este pensamiento, que pretende transmitir sus flujos por encima de las leyes, recusándolas, por encima de las relaciones contractuales, desmintiéndolas, y por encima de las instituciones, parodiándolas? Vuelvo otra vez al ejemplo del psicoanálisis: ¿por qué una psicoanalista tan original como Melanie Klein permanece aún en el sistema psicoanalítico? Ella misma lo dice a la perfección: los objetos parciales de los que habla, con sus explosiones, sus caudales, etcétera, son fantasías. Los pacientes aportan estados vividos, experimentados intensivamente, y Melanie Klein los traduce como fantasías. Ahí tenemos un contrato, específicamente un contrato: dame tus experiencias vividas, y yo te devolveré fantasías. Y el contrato implica un intercambio de dinero y de palabras. Aún más, un psicoanalista como Winnicott llega auténticamente al límite del análisis porque tiene la impresión de que, a partir de cierto momento, este procedimiento no es conveniente. Hay un momento en el que ya no se trata de traducir, de interpretar, de traducir en fantasías o de interpretar en significados o significantes, no, no es eso. Hay un momento en el que hace falta compartir y meterse en el ajo con el enfermo, hay que participar de su estado. ¿Se trata de una especie de simpatía, o de empatía, de identificación? Como mínimo, es ciertamente más complicado. Lo que sentimos es la necesidad de una relación que ya no sea legal, ni contractual, ni institucional. Y eso es lo que sucede con Nietzsche. Leemos un aforismo o un poema del Zaratustra. Material y formalmente, estos textos no se comprenden ni mediante el establecimiento o la aplicación de una ley, ni por la oferta de una relación contractual, ni a través de la instauración de una institución. El único equivalente concebible podría ser «estar en el mismo barco». Algo de Pascal que se vuelve contra el propio Pascal. Estamos embarcados en una especie de balsa de la Medusa, mientras las bombas caen a nuestro alrededor y la nave deriva hacia los glaciales subterráneos, o bien hacia los ríos tórridos, el Orinoco, el Amazonas, y los que van remando no se aprecian entre ellos, se pelean, se devoran. Remar juntos es compartir, compartir algo, más allá de toda ley, de todo contrato, de toda institución. Una deriva, un movimiento a la deriva o una «desterritorialización»: lo digo de manera muy imprecisa, muy confusa, porque se trata de una hipótesis o de una vaga impresión acerca de la originalidad de los textos nietzscheanos. Un nuevo tipo de libro.
¿Cuáles son las características de un aforismo de Nietzsche para que llegue a producir esta impresión? Hay una que Maurice Blanchot ha esclarecido particularmente en El diálogo inconcluso (b). Es la relación con el exterior. En efecto, cuando se abre al azar un texto de Nietzsche, se tiene una de las primeras ocasiones de soslayar la interioridad, ya sea la interioridad del alma o de la conciencia o la interioridad de la esencia o del concepto, es decir, aquello que siempre ha constituido el principio de la filosofía. Lo que confiere su estilo a la filosofía es que la relación con lo exterior siempre está mediatizada y disuelta por y en una interioridad. Nietzsche, al contrario, basa su pensamiento y su escritura en una relación inmediata con el afuera. ¿Qué es un cuadro bello o un gran dibujo? Hay un marco. Un aforismo también está enmarcado. Pero ¿a partir de qué momento se convierte en belleza lo que hay en el marco? A partir del momento en que sabemos y sentimos que el movimiento, que la línea enmarcada viene de otra parte, que no comienza en el límite del cuadro. Como en la película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de ser una delimitación de la superficie pictórica, el marco es casi lo contrario, es lo que le pone en relación inmediata con el exterior. Así, conectar el pensamiento con el exterior, eso es lo que, literalmente, nunca han hecho los filósofos, incluso cuando han hablado de política, de paseo o de aire libre. No basta con hablar del aire libre o del exterior para conectar el pensamiento directa e inmediatamente con el exterior.
«[…] Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convicentes, demasiado distintos para ser ni siquiera odiados […] ». Éste es el célebre texto de Nietzsche sobre los fundadores del Estado, «esos artistas con ojos de bronce» (Genealogía de la moral, II, 17). ¿0 es el de Kafka sobre La muralla china? «Es imposible llegar a comprender cómo han llegado hasta la capital, que está tan lejos de la frontera. Sin embargo, aquí están, y cada día parece aumentar su número […] Es imposible conferenciar con ellos. No conocen nuestra lengua. […] ¡Hasta sus caballos son carnívoros!» (c). Pues bien: lo que decimos es que estos textos están atravesados por un movimiento que viene del exterior, que no comienza en esa página del libro ni en las precedentes, que no se mantiene en el marco del libro y que es completamente distinto del movimiento imaginario de las representaciones o del movimiento abstracto de los conceptos tal y como éstos tienen lugar habitualmente mediante las palabras o en la mente del lector. Hay algo que se sale del libro, que entra en contacto con un puro exterior. En ello reside, según creo, ese derecho al contrasentido en la obra de Nietzsche. Un aforismo es un juego de fuerzas, un estado de fuerzas siempre exteriores las unas a las otras. Un aforismo no quiere decir nada, no significa nada, no tiene ni significante ni significado. Esas son formas de restaurar la interioridad del texto. Un aforismo es una relación de fuerzas en la que la última, es decir, al mismo tiempo la más reciente, la más actual y provisionalmente la última, es también siempre la más exterior. Nietzsche lo plantea claramente: si queréis saber lo que quiero decir, hallad la fuerza que le da sentido, si es preciso un nuevo sentido, a lo que digo. Conectad el texto con esa fuerza. En este sentido, no hay problema alguno de interpretación de Nietzsche, no hay más que problemas de maquinación: maquinar el texto de Nietzsche, buscar la fuerza exterior actual mediante la cual transmite algo, una corriente de energía. Es aquí donde nos encontramos con todos los problemas que plantean algunos textos de Nietzsche que tienen resonancias fascistas o antisemitas… Y, tratándose de Nietzsche hoy, hemos de reconocer que Nietzsche ha sustentado y sustenta aún a muchos jóvenes fascistas. Hubo un tiempo en el que era importante mostrar que Nietzsche había sido utilizado, falsificado, deformado completamente por los fascistas. Eso se llevó a cabo en la revista Acéphale, con Jean Wahl, Bataille, Klossowski. Pero hoy ya no parece ser ése el problema. No hay que luchar en el terreno de los textos. Y no porque no se pueda luchar en ese dominio, sino porque esta lucha ya no es útil. Se trata más bien de encontrar, de asignar, de alcanzar las fuerzas exteriores que dan a tal o cual frase de Nietzsche un sentido liberador, su sentido de exterioridad. La pregunta por el carácter revolucionario de Nietzsche se plantea en el orden del método: el método nietzscheano es lo que hace que el texto de Nietzsche no sea ya algo acerca de lo cual hayamos de preguntarnos «¿Es fascista? ¿Es burgués? ¿Es revolucionario en sí mismo?», sino un campo de exterioridad en el que combaten las fuerzas fascistas, burguesas y revolucionarias. Planteado así el problema, la respuesta necesariamente conforme al método es ésta: hallad la fuerza revolucionaria (¿quién es el superhombre?). Siempre una apelación a nuevas fuerzas que vienen de fuera y que atraviesan y reformulan el texto nietzscheano en el marco del aforismo. Éste es el contrasentido legítimo: tratar el aforismo como un fenómeno que está a la espera de nuevas fuerzas que vendrán a «subyugarle», a hacerle funcionar o a provocar su estallido.
El aforismo no es solamente una relación con el exterior, sino que su se­gunda característica es estar en relación con lo intensivo, que es algo muy parecido. Sobre este punto, Klossowski y Lyotard lo han dicho ya todo. Esos estados vividos de los que hablaba hace un momento, cuando decía que no es necesario traducirlos en representaciones o en fantasías, que no hay que someterlos a los códigos de la ley, del contrato o de la institución, que no hay que canjearlos sino, al contrario, hacer de ellos fluidos que nos lleven siempre un poco mas lejos, más al exterior, eso es exactamente la intensidad, las intensidades. El estado vivido no es algo subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es individual. Es el flujo, y la interrupción del flujo, ya que cada intensidad está necesariamente en relación con otra intensidad cuando pasa algo. Eso es lo que sucede bajo los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con su escritura de intensidades, nos dice: no cambiéis la intensidad por representaciones. La intensidad no remite a significados, que serían como representaciones de cosas, ni a significantes, que serían como representaciones de palabras. ¿Cuál es entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de descodificación? Esto es lo más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene que ver con los nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia… Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a la vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio es siempre una máscara, la máscara de un agente.
Tercer punto: la relación del aforismo con el humor y la ironía. Quienes leen a Nietzsche sin reírse mucho y con frecuencia, sin sufrir de vez en cuando de ataques de risa, es como si no lo hubiesen leído. Y esto no vale sólo para Nietzsche, sino para todos los autores que constituyen ese preciso horizonte de nuestra contra- cultura. Lo que manifiesta nuestra decadencia, nuestra degeneración, es la manera en que tenemos necesidad de recurrir a la angustia, a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y a todo lo que hay de trágico en la interioridad. Sin embargo, hasta el propio Max Brod nos cuenta que el auditorio no podía evitar partirse de risa mientras Kafka leía El proceso. Y es como mínimo difícil leer a Beckett sin reírse, sin ir de un rato de alegría a otro. La risa, y no el significante. Risa, esquizofrénica o revolucionaria, es lo que emana de estos grandes libros, y no la angustia de nuestro narcisismo privado o de los terrores de nuestra culpabilidad. Podemos llamar a esto «la comicidad de lo sobrehumano» o «el payaso de Dios», pero los grandes libros siempre irradian una indescriptible alegría, aunque hablen de cosas horribles, desesperantes o terroríficas. Todo gran libro opera en sí una transmutación y constituye una salud futura. No es posible dejar de reír mientras se desbaratan los códigos. Al poner el pensamiento en relación con el exterior, surgen momentos de risa dionisíaca, y en eso consiste el pensamiento al aire libre. Nietzsche se encuentra a menudo ante algo que juzga repugnante, innoble, vomitivo. Pero le hace reír. Si es posible, lo exagera. Dice: vayamos mas lejos, aún no es lo suficientemente asqueroso; o bien: es admirable lo repulsivo que es, es una maravilla, una obra maestra, una flor venenosa, al fin «el hombre empieza a ponerse interesante». Así es, por ejemplo, como Nietzsche considera y trata la mala conciencia. Pero siempre hay comentadores hegelianos, comentadores de la interioridad, que tienen atrofiado el sentido de la risa, y dicen: he aquí la prueba de que Nietzsche se toma en serio la mala conciencia, hace de ella un momento en el camino de la espiritualidad hacia sí misma. Sobre el modo como Nietzsche concibe la espiritualidad pasan de puntillas, porque huelen el peligro. Vemos, pues, que si Nietzsche da lugar a contrasentidos legítimos, también hay contrasentidos enteramente ilegítimos, los que recurren al espíritu de la seriedad, de la gravedad, al mono de Zaratustra, es decir, al culto a la interioridad. La risa de Nietzsche remite siempre al movimiento exterior de los humores y las ironías, y este movimiento es el de las intensidades, el de las cantidades intensivas que han expuesto Klossowski y Lyotard: juego de altas y bajas intensidades, o bien una intensidad baja que puede socavar la más alta e incluso igualarla, y también al contrario. Este juego de las escalas intensivas es lo que gobierna los vuelos de la ironía y los descensos del humor de Nietzsche, desplegándose como consistencia o cualidad de vivencia en su relación con el exterior. Un aforismo es una materia pura hecha de risa y alegría. Si somos incapaces de encontrar en un aforismo algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese reparto de intensidades, entonces no hemos entendido nada.
Y aún queda un último punto. Volviendo al gran texto de La genealogía sobre el Estado y los fundadores de imperios: «Llegan igual que el destino, sin motivo, razón», etcétera (d). Podemos reconocer en él a los llamados «hombres de la producción asiática». Basándose en las comunidades rurales primitivas, el déspota construye su máquina imperial que todo lo sobre codifica con la burocracia y la administración que organiza las grandes obras y se apropia del excedente («en poco tiempo surge, allí donde aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo»). Pero también podemos preguntarnos si este texto no reúne dos fuerzas que pueden distinguirse en otro sentido - y que Kafka, por su parte, distinguía y hasta oponía en La muralla china- . Cuando se investiga el modo en que las comunidades primitivas segmentarias han sido sustituidas por otras formaciones de soberanía, cuestión que Nietzsche plantea en la segunda disertación de La genealogía, vemos que se producen dos fenómenos estrictamente correlativos, pero del todo diferentes. Es verdad que, en el centro, las comunidades rurales quedan atrapadas y regladas en la máquina burocrática del déspota, con sus escribas, sus sacerdotes, sus funcionarios; pero, en la periferia, las comunidades emprenden una especie de aventura, con otra clase de unidad, nomádica en este caso, en una máquina de guerra nómada, y se descodifican en lugar de dejarse sobrecodificar. Hay grupos enteros que se escapan, que se nomadizan: no como si retornasen a un estadio anterior, sino como si emprendiesen una aventura que afecta a los grupos sedentarios, la llamada del exterior, el movimiento. El nómada, con su máquina de guerra, se opone al déspota con su máquina administrativa; la unidad nomádica extrínseca se opone a la unidad despótica intrínseca. Y, a pesar de todo, son fenómenos tan correlativos y compenetrados que el problema del déspota será cómo integrar, cómo interiorizar la máquina de guerra nómada, y el del nómada cómo inventar una administración del imperio conquistado. En el mismo punto en el que se confunden, no dejan de oponerse.
El discurso filosófico nació de la unidad imperial, a través de muchos ava­tares, los mismos que conducen desde las formaciones imperiales hasta la ciudad griega. E incluso en la ciudad griega el discurso filosófico mantiene una relación esencial con el déspota o con su sombra, con el imperialismo, con la administración de las cosas y de las personas (se encuentran todo tipo de pruebas de ello en el libro de Léo Strauss y Kojève sobre la tiranía) (e). El discurso filosófico siempre ha permanecido en una relación esencial con la ley, la institución y el contrato que constituyen el problema del Soberano, y que atraviesan la historia sedentaria que va de las formaciones despóticas hasta las democráticas. El «significante» es en verdad el último avatar filosófico del déspota. Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el primero que concibe otro tipo de discurso a modo de contra- filosofía. Es decir, un discurso ante todo nómada, cuyos enunciados no serían productos de una máquina racional administrativa, con los filósofos como bu­rócratas de la razón pura, sino de una máquina de guerra móvil. Acaso sea éste el sentido en el que Nietzsche anuncia que con él comienza una nueva política (lo que Klossowski ha llamado el complot contra la propia clase). Sabemos bien que, en nuestros regímenes, los nómadas no tienen cabida: no se escatiman medios para regularlos, y apenas consiguen sobrevivir. Nietzsche vivió como uno de esos nómadas reducidos a no ser más que su sombra, de pensión en pensión. Pero, por otra parte, el nómada no es necesariamente alguien que se mueve: hay viajes imóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se mueven como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos. Sabemos que el problema revolucionario, hoy, consiste en hallar una unidad de las luchas puntuales que no reconstruya la organización despótica o burocrática del partido o del aparato de Estado: una máquina de guerra que no remitiría a un aparato de Estado, una unidad nomádica en relación con el Afuera, que no se sometería a la unidad despótica interna. Esto es quizá lo más profundo de Nietzsche, la medida de su ruptura con la filosofía tal y como aparece en el aforismo: haber hecho del pensamiento una máquina de guerra, una potencia nómada. E incluso aunque el viaje sea inmóvil, aunque se haga sin moverse del lugar, aunque sea imperceptible, inesperado, subterráneo, hemos de preguntar: ¿quiénes son hoy los nómadas? ¿Quiénes son hoy nuestros verdaderos nietzscheanos?


Debate
André Flécheux.- Lo que me gustaría saber es cómo piensa Deleuze evitar la deconstrucción, es decir, cómo puede conformarse con una lectura monádica de cada aforismo, a partir de lo empírico y de lo exterior, porque esto me parece, desde un punto de vista heideggeriano, extremadamente sospechoso. Me pregunto si el problema de la «anterioridad» que constituye la lengua, la organización establecida, lo que usted llama «el déspota», permite comprender la escritura de Nietzsche como una especie de lectura errática que procedería en cuanto tal de una escritura errática, cuando Nietzsche se aplica a sí mismo una autocrítica y teniendo en cuenta que las actuales ediciones nos lo descubren como un excepcional trabajador del estilo para quien, en consecuencia, cada aforismo no es un sistema cerrado, sino que lleva implícita toda una estructura de referencias. El estatuto de un afuera sin deconstrucción, en su pensamiento, coincide con el de lo energético en Lyotard.
Una segunda pregunta, que se articula con la primera: en una época en la que la organización errática, capitalista, llámela usted como quiera, lanza un desafío que es, finalmente, lo que Heidegger llama el establecimiento de la técnica, ¿piensa usted, fuera de bromas, que el nomadismo, como usted lo describe, es una respuesta seria?
Gilles Deleuze.- Si le he comprendido bien, dice usted que, desde un punto de vista heideggeriano, yo soy sospechoso. Me congratula saberlo. En cuanto al método de deconstrucción de los textos, entiendo perfectamente de qué se trata, y siento gran admiración por él, pero no tiene nada que ver con el mío. Yo no me presento en absoluto como un comentador de textos. Para mí, un texto no es más que un pequeño engranaje de una práctica extratextual. No se trata de comentar el texto mediante un método de deconstrucción, o mediante un método de práctica textual, o mediante otros métodos. Se trata de averiguar para qué sirve en la práctica extratextual que prolonga el texto. Me pregunta usted si creo en la respuesta de los nómadas. Sí, creo en ella. Gengis Kahn no fue un cualquiera. ¿Resurgirá del pasado? No lo sé. Si lo hace, en todo caso, será bajo una forma distinta. Igual que el déspota interioriza la máquina de guerra nómada, la sociedad capitalista interioriza constantemente una máquina de guerra revolucionaria. Los nuevos nómadas ya no se constituyen en la periferia (porque ya no hay pe­riferia); lo que me preguntaba era de qué nómadas - aunque sean inmóviles- es capaz nuestra sociedad.
André Flécheux.- Sí, pero usted ha excluido, en su exposición, lo que llamaba «la interioridad»…
Gilles Deleuze.- Eso es un juego de palabras con el término «interioridad»…
André Flécheux.- ¿El viaje interior?
Gilles Deleuze- He dicho «viaje inmóvil». No es lo mismo que un viaje interior, es un viaje por el cuerpo, si es preciso por cuerpos colectivos.
Mieke Taat.- Si le he comprendido bien, Deleuze, usted opone la risa, el humor y la ironía a la mala conciencia. ¿Estaría usted de acuerdo en que la risa de Kafka, de Beckett o de Nietzsche no excluye el llanto por estos escritores, siempre que las lágrimas no surjan de una fuente interior o interiorizada, sino simplemente de una producción de flujos en la superficie del cuerpo?
Gilles Deleuze.- Probablemente está usted en lo cierto.
Mieke Taat.- Tengo otra pregunta. Cuando usted contrapone el humor y la ironía a la mala conciencia, no distingue una cosa de otra, como hacía en Lógica del sentido, donde el uno pertenecía a la superficie y el otro a la profundidad. ¿No teme usted que la ironía esté peligrosamente cercana a la mala conciencia?
Gilles Deleuze.- He cambiado de opinión. La oposición profundidad- superficie ya no me satisface. Lo que ahora me interesa son las relaciones entre un cuerpo lleno, un cuerpo sin órganos, y los flujos que circulan por él.
Mieke Taat.- ¿Eso no excluiría, entonces, el resentimiento?
Gilles Deleuze.- ¡Claro que sí!

Notas:
(*) En Nietzsche aujourd’hui?, Tomo I: Intensités, UGE 10/18, París, 1973. pp. 159- 174 y discusión (no se reproducen más que las preguntas dirigidas a Deleuze), pp. 185- 187 y 189- 190). El coloquio Nietzsche aujourd’hui? se desarrolló en julio de 1972 en el Centro cultural internacional de Cerisy­-la- Salle.
a. Estudiante de enseñanza media de extrema izquierda, herido por la policía durante una manifestación en 1971.
b. M. Blanchot, L’entretien infini, Gallimard, París, 1969. pp. 227 ss. (trad. cast. El diálogo inconcluso, ed. Monte Avila, Caracas, 1970, [N. del T.]).
c. F. Kafka, La muraille de Chine et autres récits. Gallimard, París, 1950. col. Du monde entier. pp. 95- 96 (trad. cast. F. Kafka, Obras completas, III, dir. J. Jovet. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003, [N. del T]).
d. La genealogía de la moral, II, 17.
e. L. Strauss, De la tyrannie, seguido de Tyrannie et sagesse de Kojéve, reed. Gallimard. París. 1997.

Texto extraído de “La isla desierta y otros textos”, Gilles Deleuze, págs. 321/332, editorial Pre-textos, Barcelona, España, 2005.