sábado, 1 de junio de 2019

Una poética teatral de la música.
Diversos enfoques estéticos
David De los Reyes

 Imagen relacionada
Línea transversal, Kandinsky


“Cuando las palabras fallan, la música habla”
Hans Christian Andersen
I
Podemos notar una fuerte diferencia entre la poesía y un parlamento teatral. El autor puede utilizar métricas poéticas para el desarrollo y ritmo de la escena, como se hizo en la antigüedad y hasta bien entrado el siglo XIX, cuando se llevó a la convención teatral de hablar en prosa a lo largo de la obra. Pero ¿podemos hablar de una distinción entre poesía como género literario y el sentido de una poética del parlamento y de la actuación del drama? La poesía, como expresión literaria, carece de presencia plena y externa, es sutil e inmaterial, escapa a inscribirse en la realidad sensible del mundo exterior. El drama, al contrario, sólo adquiere su fuerza en la medida que representa una acción actual sobre ese mundo externo. ¿Adónde nos conduce esta afirmación? Esta necesidad de acción hace que el personaje se vea colocado dentro de una realidad presente, en un ambiente y un lugar determinado: el escenario (o fuera de él), donde se mueve y actúa. Por esta condición la poesía dramática tiene necesidad de aliarse con las otras disciplinas artísticas: diseño, arquitectura, vestuario, iluminación, decorado y música. Con la reunión de todos estos elementos se nos lleva a que el escenario se transforme, al igual que un templo, en una artística realidad trascendente arquitectónica, donde la declamación se convierte en canto, la acción en una danza y el escenario, a través de su magnificencia y encanto plástico, se iguala por todo ello a una percepción única de arte. Hegel no deja de destacar en la sección de El drama como forma de arte poética en sus Lecciones de Estética[1], que para la ejecución de toda obra de arte dramática se deberá recurrir a todos los medios a nuestro alcance, sea de la música o de la danza, de la arquitectura o de la iluminación, permitiendo resaltar, si es necesario, cada una de ellas en forma independiente frente a la palabra poética, creando toda una estética de la escena en sí misma.
Por otra parte, el arte del actor fue, junto con la música, una de las dos únicas artes activas plenamente desarrolladas en la modernidad del siglo XIX, alcanzando su apoteosis en el drama wagneriano. Se concentra en representar los gestos, la acción, la declamación, la música, la danza, y el escenario, donde todos estos momentos permiten que permanezca el discurso, como un elemento preponderante. El discurso, junto a todos estos recursos escénicos, es lo que define y determina al arte del actor moderno. En nuestro siglo la mímica, el canto, la danza, la expresión corporal, la performance le han quitado, muchas veces, aunque no del todo, el sitial de honor al discurso dialógico y se han desarrollado otros sentidos poéticos del teatro o arte acción; la poesía del parlamento puede quedar reducida a medio y pierde el dominio que ejercía frente a las demás artes acompañantes. Quizá podemos hablar hoy de una fisonomía del arte del actor postmoderno en estos términos, en el desarrollo de otras poéticas implícitas en el arte teatral, de la poética del discurso del gesto corporal.

II
Los usos de la música en una obra teatral cambiarán con las perspectiva estéticas e históricas en relación con la época en que se escribió la obra y con las propuestas personales de los directores al dar respuestas escénicas a las necesidades actorales, simbólicas y significativas de los espectáculos en relación a las convenciones, al desarrollo cultural y técnico con que se aspira abordar la puesta en escena.
Una relación hermanada de estas dos modalidades artísticas que se juntarán en la acción dentro del espacio y temporalidad teatral, vendrán a poseer diferentes consideraciones, alcances, formas musicales o materia sonora, intensiones y gustos, acordes con el tono del espectáculo y sus espectadores, su comercialización y sus producciones.
Notamos ya antes la justificación y necesidad de la música en la tragedia griega dentro del arte actoral del Siglo V a.n.e. Quizás la distancia del actor con el público, quizá la acústica del teatro al aire libre, quizás la lejanía para captar los detalles completos del actor, y, por supuesto, quizá la preponderancia de lo intelectual por encima de la expresión corporal o facial (acordémonos de la utilización de máscaras para identificar a los personajes y amplificar su voz), en la tragedia, darán su característica y regla al teatro griego. Se proveen de música con un fin: para resaltar la declamación agregan el acompañamiento musical con instrumentos de cuerda, viento y percusión, como la lira, el aulós y los tambores, entre otros. Acentuaban así el ritmo métrico poético, dando una expresiva modulación más plena a las palabras, permaneciendo éstas como el elemento preponderante, resaltante, importante a captar. Los diálogos serán hablados y pocas veces acompañados musicalmente. Pero los coros de la tragedia se llenan con música sus recitados; éstos se interpretaban de un modo lírico musical. Gracias al canto se hacía más comprensible el sentido del discurso. Sin ese elemento, afirma Hegel, resultaba casi imposible entender los coros de Esquilo y de Sófocles[2].

III
El teatro moderno rechazará, a diferencia del teatro antiguo, a la música y a la danza como un elemento preponderante para su comprensión; estará bajo la mirada de la funcionalidad escenográfica. Se concentra en lo específico de la exteriorización espiritual del personaje dado por el discurso o parlamento. El dramaturgo intensificará una relación limpia con el actor; se aferra a los límites y potencialidades de su cuerpo: brotará en él su arte declamativo, su mímica, su fisonomía y su gestualidad; se busca la riqueza en el matiz de la voz; las pasiones se representarán como objetivamente vivas e internas, casi reales; las características del personaje se particularizan gracias al arte del actor y su grado de virtuosismo alcanzado.
No por ello, dentro del teatro de finales y principios del siglo XX, la música dentro del teatro, perdió atención y cabida escénica; conforma un elemento esencial que, usando las palabras de Kostantín Stanislavsky (1863-1938), podemos comprender su justo puesto en el plato del montaje teatral. Con la música el actor encuentra la posibilidad de superar determinados vacíos tanto de actuación, de espacialidad temporal que puedan encontrarse en la obra, para despertar la emocionalidad adecuada que vivirá el espectador en la medida que la música forme un elemento de la naturaleza orgánica creadora de la acción teatral[3].
Un caso particular de la relación música y teatro la encontramos con las propuestas estética y actoral del director ruso Vsévolod Meyerhold (1874-1940), continuador del gran arte teatral ruso, quien  emprenderá una opción artística distanciándose del realismo y del naturalismo de la época. Este creador asumió una postura acorde a un teatro de experimentalismos formales y estilísticos apropiados a un proceso de transformación radical en la sociedad rusa, para quien la música será un elemento imprescindible en su técnica del actor: la biomecánica[4]. En su participación e influencia con la estética del movimiento simbolista, mostrará en su práctica y montaje, parte de las ideas experimentadas y concebidas en su atelier Estudio Laboratorio: búsqueda de una posición frontal de los personajes, nueva dicción, cambios en la iluminación (para suprimir decorados), y una relación con la música muy fundamental dentro de este período: resultados de sus hallazgos entre el ritmo y la interpretación del actor. Música y ritmo concuerdan exactamente con los movimientos, las líneas, los gestos, las palabras, los colores de los decorados.
Meyerhold, en parte, estuvo decepcionado de sus experimentos y esto lo llevó a plantearse la noción de un teatro que contemplase un espectáculo total, surgiendo así el interés por indagar tanto en la concepción del circo como del music-hall, sintiéndose, además, atraído por la espectacularidad y el fenómeno popular de la fiesta. En sus montajes suprimirá las barreras entre el escenario y el público, creando un espacio de cercanía y participación mayor.
Para él, el arte significa simplicidad. Tomando la concepción estética de la pintura japonesa pudiéramos decir que Meyerhold, al igual que estos artistas nipones que dibujan sólo una rama florida y ésta contiene toda la primavera, sus montajes querrán buscar esa simplificación para intensificar su significación y fuerza teatral. Nosotros, sobre todo en las puestas realistas, notamos que dibujamos (y reconstruimos…), toda la primavera y no significa lo mismo que una rama florida de la estética simbólica y sugerente japonesa.
Los primeros inicios de este artista ruso con el arte se los debe a su madre; ella lo inicia en la música. Posiblemente esto hizo que Meyerhold sintiera una fuerte atracción por las artes sonoras, planteándose estrechar las relaciones entre música y teatro. Pero no en una interacción complementaria y desigual, sino de conformación sustancial con el arte del actor y su acción en la escena. Para este director de principios del siglo XX, el teatro dramático era un teatro musical. Concebía que el público de masas estaba lo suficientemente desarrollado para montar espectáculos musicales complejos. Su grito de artista fue el de renunciar a aquel antiguo lema de ¡No al esteticismo sobre el escenario! Su apreciación lo lleva a manifestar que en todos los actos de la vida cotidiana deberíamos sentir la música. Su fórmula personal de la puesta en escena se reducía a que la interpretación del actor es la melodía y la representación general, la armonía[5].
Meyerhold, en colaboración con el pintor Golovin, participó por un tiempo como director de la ópera (en la parte dramática, como director de escena), lo que le abrió puertas para experimentar libremente con algo siempre deseado: la música. De este período surgirán grandes montajes como el de Tristán e IsoldaDon JuanEl príncipe Constante y El Baile de Máscaras. La música será para él la manifestación humana de expresar, en toda su amplitud, el mundo interior y simbólico de nuestra alma.
En sus postulados sobre la formación del actor, la idea del ritmo en la actuación tiene un lugar importante. De hecho, el manejo del tiempo es precioso y de rigor en el escenario. Si una escena, que debe ser rápidamente realizada, dura demasiado tiempo, pesará sobre la escena siguiente que, posiblemente en el espíritu del autor, tenía una importancia distinta. Ello fatiga al espectador para adentrarse en la escena principal. Repitamos su principio estético, lo esencial en el arte es la simplicidad.
En las prácticas de estudio, Meyerhold concibió el ritmo como un apoyo a los movimientos del actor. La música -dada o supuesta- era quien suministraba el bosquejo a los movimientos, el actor al moverse no deja de estar consciente de ella. Forma una unidad con un fondo musical continuo, aprendiendo a dominar el cuerpo y a situarse en el espacio. Pareciera que en sus técnicas de preparación del actor todo estaba subordinado a la música y al ritmo. Su actitud hacia el arte de los sonidos corresponde al papel de una corriente que acompaña las evoluciones del actor en el escenario y sus momentos de parada; música y actuación presentan en su líquido flujo una especie de polifonía. Pantomima donde la música reinará en su propia esfera y los movimientos del actor le son paralelos; los actores sostenidos por el metro musical buscarán tejer directamente una red rítmica; donde las pausas del actor no significan ausencia de movimiento sino, como en la música, el rasgo para el inicio de una progresión continua y significativa. Y en la ausencia de la música prolonga su presencia al establecer una relación con el silencio, como lo pedía la expresión ibseniana de oír al silencio.
A sus actores les exigió, aparte de ese entrenamiento corporal y biomecánico, el comprender técnicas tan diversas pero afines para el movimiento escénico, como lo es la danza, la esgrima, el atletismo ligero, pero también conocimientos musicales: tocar un instrumento o saber cantar. La voz del actor debía poseer fortaleza y claridad como también extensión y riqueza de timbres, con una tesitura de barítono medio con tendencias a los registros bajos; en la mujer los tonos sombreados de contralto serían los indicados.
Por la música se traduce el compás del tiempo en compás de espacio. Mientras la música no sea llevada a escena crea tan solo una imagen ilusoria y abstracta en la dimensión temporal, pero sólo llevada a escena es que domina y se funde con el espacio. Gracias a la mímica y a los movimientos del actor, regidos por el dibujo musical, lo ilusorio se vuelve real, lo que flotaba en el tiempo se materializa[6].
Lo anterior, por ejemplo, lo llega a presentar en el montaje de la comedia musical El Maestro Bubus de A. Faiko. Montaje en donde hizo un giro en el ritmo dinámico y cinematográfico de sus representaciones anteriores. Toda la puesta dependió del uso del ritmo musical al ralentí, compuesto de 46 fragmentos de Liszt y Chopin, junto a otros fragmentos de jazz, interpretados por un pianista situado al fondo del escenario. Para ello se remontó a la dicción musical (en griego: parakatalogé), de la tragedia antigua como también al tipo de recitación del teatro chino, el cual tiene como fondo musical una orquesta autóctona ensordecedora, compuesta sobre todo por un instrumento de viento o de percusión. Toda su interpretación se ciñó a la melodía, con largas pausas y el ritmo lento conjugaba admirablemente con la representación de las dudas del intelectual del maestro Bubus, que quiere aunar el capitalismo con el proletariado. De esta forma la música organizaba la parte verbal del espectáculo y se amalgamaba con ella en una partitura donde sólo era obligatoria la coincidencia del elemento musical y escénico. De resto el actor era libre.

IV
Otro de los interesantes autores vanguardistas de la modernidad en la relación a música y teatro, fue el francés Antonin Artaud (1896-1948), quien tuvo  entre su propuesta del teatro de la crueldad, a la música como uno de los elementos que conformaría su nuevo andamiaje estético. De ahí su preocupación y estudio por todos los recursos sonoros de la palabra. La entonación facilita distintos modos de proyectarla en el espacio y las palabras tienen la facultad de crear su propia música según cómo se las entone.
Pero las ideas personales de este visionario avangarde para un tratamiento distinto de la tradición teatral y del universo sonoro establecidos, se debió al fulgurante teatro balinés. En este teatro de las islas Bali del Pacífico, participan tres elementos al unísono: danza, canto y pantomima. Con lo que el teatro se convierte en una ceremonia de probada eficacia, en una lección de espiritualidad en la cual, desde las alturas milenarias de esa cultura, la representación se fundía en una perspectiva ritual, alucinante y temerosa, una propuesta insólita en la unión de aquellos elementos. La música arrastra su propia metafísica. Su prolongación, balbuceo y fragilidad sonora parecieran surgir de soledades profundas, cayendo como lloviznas de cristales. Sonidos y gestos están entrelazados; todos los sonidos están en armonía con los movimientos, se vuelven la consumación natural de los gestos, conformando un análogo musical, donde el fin del espíritu de la representación se descubre surgiendo de la amenazante confusión perceptual. Al punto de manifestarse en la escena dentro de los marcos de una expresión que remiten al secreto impulso psíquico del lenguaje corporal anterior a la palabra. Su propio lenguaje está en la delirante y equilibrada combinación de música, gestos, movimiento y palabras. Artaud comprendió la sincronización perfecta de los ritmos de madera y del metal junto a los gestos, donde la música acentuaba el vacío de los miembros frágiles y huecos de los artistas. Más que un teatro que abrigara la muestra de los conflictos psicológicos humanos amparados en el medio del lenguaje, quería emerger hacia la implicación y proyección de todas las consecuencias objetivas del gesto, de una palabra, de un sonido, de una música y sus combinaciones; un teatro más de hechicería, alquimia y magia objetiva y animada que de escritores teatrales. Teatro de la crueldad, donde el espectador queda en el centro de la representación y el espectáculo a su alrededor. Un espectáculo donde la sonorización es constante; los sonidos, unidos a gritos y otras posibilidades onomatopéyicas y líricas de la voz, debían ser escogidos por su calidad vibratoria que afectasen a nuestra sensibilidad. Gracias al sonido y a la luz, dos elementos vibratorios esenciales, es que llega a la acción y su dinámica, donde la magia teatral se traduce en una total exploración de nuestra sensibilidad y en intensos matices emocionales corporales. Exploración insinuada por los sonidos, la música, las palabras, las resonancias, los balbuceos, nacida de una técnica que debía permanecer sin divulgarse para mantenerse dentro de un conocimiento casi sagrado, místico, ritual y secreto del arte que afectase profundamente nuestro espíritu y lo despertase de la pasiva y onírica realidad que domina a nuestra adormecida consciencia mundana.
Una idea constante en Artaud fue la necesidad de atención al ritmo físico de los movimientos, aunado a toda una atmósfera sonora de gritos, quejas, ruidos extraños, músicas evocadoras, rumores con ritmos y ecos específicos, entrelazados a efectos sorprendentes de toda especie. Donde la música se convertía, -por la calidad vibrátil de sus densidades sonoras, producto de repeticiones de incisivos ritmos y de diferentes intensidades y disonancias-, en un personaje más de la obra. Este teatro es un intento de recuperar todos los antiguos y probados medios mágicos, místicos y casi sagrados para alcanzar y despertar agria y dulcemente nuestra sensibilidad[7].
Otro gran renovador del arte de la puesta en escena del siglo XX fue la rigurosa propuesta estética del teatro pobre del polaco Jerzy Grotowski (1933-1999), para quien una obra de teatro debía ser una orquestación dinámica. Partiendo de la máxima estética del grupo de la Bauhaus menos, es más, podrían darse sus consecuencias en su profunda realidad y verdad en las visiones teatrales concretas de este director-actor. Así encontramos que vestidos, decorados, música, luces y hasta el texto serán vistos como elementos accesorios al espectáculo, como posibles guías para llegar a una representación convencional y sin riesgos. Su sentido estético y ético está en la sustracción y no en la adición de los elementos; en una eliminación intransigente de todo lo que hemos creído imprescindible para darse el hecho teatral. Los sonidos serán referidos a los resonadores corporales que desarrollará el actor bajo la influencia de los usos de los tonos y sonidos lingüísticos provenientes de distintos dialectos africanos; una investigación particular, donde buscaba la música del cuerpo a través de los tonos surgidos a partir de distintas partes de los resonadores naturales de ese cuerpo actoral, desde el torso, desde el bajo vientre, desde el centro de la cabeza, etc., utilizando cada una de estar partes como cámara de resonancia con un significado preciso en cada una de sus acciones actorales extremas.

V
Finalmente, en esta breve presentación de la música en el teatro para algunos directores importantes para la evolución del arte actoral y escénico de la modernidad, queremos presentar una apreciación de esa relación en uno de los directores de escena para quien la música no se encontrará separada de la escena. Hablamos de la propuesta estética surgida del drama musical que nos presenta el maestro y teórico suizo de la escena wagneriana, Adolphe Appia (1862-1928)[8], bajo una estela romántica e idealista, que nos da una cercanía más rigurosa con la música desde su concepción del montaje  musical-teatral de la obra de arte del futuro de Wagner. Advierte primero, y haciéndose eco del sentido de Schopenhauer, que la música por sí sola nunca expresa el fenómeno, sino la esencia íntima del fenómeno[9], manifiesta junto a la personal  del  cuerpo humano, el cual  era visto como portador o médium de toda acción dramática. Para este puestista de escena la música la encuentra, ante todo, como una disposición del alma; disposición que se puede poseer sin dominar forzosamente su procedimiento técnico: “la música implica un sentido particular de contemplación, que permite comprender el alcance artístico de algunas proporciones y sentir espontáneamente la intensidad y armonía que contiene”[10].
Propuso que el drama debía ser comprendido como la reunión armoniosa (o enarmónica, si esa es la intención de la puesta en escena), de diversos artificios, cuyo único fin es comunicar a un gran número de elementos la concepción de un sólo sentido al que se circunscribe la obra. Para ello los artificios técnicos teatrales a emplear deben derivar de la concepción inicial, sin que ello quiera decir que no deba conservar una integridad, en la medida que sus elementos de expresión, no pertenezcan estrictamente y potencialmente a la propuesta de su autor. Nos dice lo que sabemos todos en el arte teatral y sus posibles y diversos montajes de una obra, que su autor no puede determinar los medios de expresión artificiales que se requieran para darle a la puesta en escena una unidad completa. Aunque en el caso del drama wagneriano, especialidad de Appia, bien se tiene que acoger el director de escena el asumir la relación entre música y parlamento de forma bastante rigurosa. Reconoce que con la música, en su vano instinto de misión destinada a acompañar diversas combinaciones  de uno u otro uso, (como es cuando la música se manifiesta en ceremonias religiosas, fiestas, espectáculos más o menos dramáticos), no deja de ser, en su forma, un acompañamiento arbitrario yuxtapuesto a los diversos episodios públicos que realza[11].
Se han comprendido otros derroteros de la música para su expresión particular o funcional dentro de una puesta en escena (o en realzar y complementar, por ejemplo, un montaje cinematográfico), comprendiendo que los elementos que son la base de toda combinación de sonidos y el uso de determinados giros melódicos y rítmicos, estarían estrechamente conexos con los elementos esenciales de nuestra vida interior, con la vida de nuestros sentimientos y emociones. La combinación de éstos, directamente conocidos por nuestra conciencia íntima, podían dictar las integraciones de la música, conciliando así la función expresiva de la música con la necesidad del desarrollo de sus formas dentro del ámbito teatral. Es cómo la música en el drama vino a expresar parte de la vida interior de sus personajes, pues de esa vida es que recibe y construye su forma expresiva en función de tal necesidad poética, estética y artística. Y así creará, en muchos casos, el uso del leitmotiv respecto al carácter de un personaje e identificar su aparición (o su constricción o alegría, por ejemplo) con un tema sugerente del compositor.
Con lo dicho respecto a las propuestas de Appia queremos dar una pequeña muestra de cómo el arte musical y el teatral han estado presente en distintas propuestas estéticas, donde cada una tuvo una relación pertinente e íntima con el uso de la música en sus diversas connotaciones estéticas.


La próxima entrega, en el mes de julio, ofreceremos una apreciación final para llegar a ciertas conclusiones abiertas en torno al binomio artístico en cuestión, música y teatro, y sus empleos complementarios con el arte de las tablas.



[1] Hegel, G. 2011: Lecciones sobre Estética. Ed. Akal. Madrid, p.831s
[2][2] De los Reyes, D. 2008: El teatro y su gesto. Ed. Comala, Caracas, p.38.
[3] Ver: Stanislavski, K., 1980: El arte escénico. Ed. Siglo XXI. México.
[4] Ver: Meyerhold, V., 1972: Textos teóricos, 2 vol. Ed. Alberto Corazón, Madrid.

[5] Ídem, p.62
[6] Ver: Meyerhold, V, 1986: Teoría Teatral. Ed. Fundamentos, Madrid.
[7] De los Reyes, 2006, p.67.
[8] Appia, A. 2014: La música y la puesta en escena. La obra de arte. Ed. ADE. Madrid.
[9] La cita completa de Schopenhauer (1978) es así: Al exponer estas analogías, tengo la obligación de recordar que la música sólo establece una relación indirecta del fenómeno, ya que nunca expresa el fenómeno, sino la esencia íntima, el interior del fenómeno, la voluntad misma”. En: Le monde comme volonté et représentation, t. III, Presses Universitaires de France, p.334.
[10] Appi, 2014:85.
[11] Ídem, p. 101.