Del Tirano en Jenofontes II
David De los Reyes
Observación: Este ensayo es la segunda parte del publicado con el mismo nombre en el mes de septiembre de este mismo años. La tercera parte y última se publicará en el mes de noviembre.
V
El Hieron: para una hermenéutica del tirano
El diálogo está
dividido en 11 epígrafes. En una primera
lectura rápida pareciera que tratara de un tema individual, la vida del tirano
y su comparación con la del hombre de a pie. Pero al entrar en detalle en cada una de esas secciones,
encontramos una sucesión de eventos y casos que serían pertinentes a Jenofonte
explorar y expresar la comprensión de sus
ideas sobre el buen gobierno y el gobierno desviado. En el primero priva cierto
sentido de justicia apegado a la ley, en el segundo la injusticia reina por
voluntad del que manda. Y más de cerca, nos abrimos a la entramada tela
narrativa de la desgraciada condición del tirano en general. Se pretende
construir un arquetipo del tirano en la antigüedad, de su soledad, sus
sufrimientos, sus angustias, su vida acorralada en palacio y, sobre todo, el
temor permanente a ser defenestrado y aniquilado. Situación que no deja de
modelar, a su vez, la vida social en
general y el tipo de relaciones humanas asentadas alrededor del comportamiento de un Estado
tiránico. Nosotros presentaremos una hermenéutica del tirano en la antigüedad
bajo la fisonomía espiritual de este
modelo. Descripción e interpretación que si la traemos a nuestro tiempo,
pudiéramos afirmar, que se asemeja y
contrasta con los gobernantes de ciertos estados totalitarios y democracias populares contemporáneas,
junto al control y sujeción de la vida
privada, la cual es manejada al antojo por una burocracia servil e interventora
en todos los órdenes de la sociedad. Además se puede agregar lo que implica hoy en día el desarrollo y la
intervención de la tecnología de control electrónica aplicada en todos los
estamentos de la vida, tanto pública como privada. Una sociedad que ha aceptado
ser tiranizada siempre tenderá a tiranizar el pensamiento individual y
colectivo.
Jenofonte nos da una
opción de entrada para abrir la puerta de la tiranía y no permitir asumir la
desgracia de los seres moldeados por el
comportamiento tiránico en nuestra
condición consciente de individuos que cultivan, de forma elitesca, la conciencia de libertad individual frente al mundo
conformista de las mayorías.
En todas sus páginas
encontramos un leit-motiv que va cobrando fuerza hasta su final: el tirano
no le va nunca bien porque está
enfrentado con toda la ciudad. Es un tipo de relación encontrada. Sabemos que
en la historia también estaría la aceptación del tirano por un gran número de
partidarios que vendrán a ejercer un control con respecto a todos aquellos que
se sienten acosados por el ejercicio del gobierno del tirano. Y siempre debe tomar medidas impopulares que
pueden ser consideradas criminales. Pero el tirano confesará que goza menos y
sufre más que el común. La ambición de tener el poder de forma absoluta es,
según la óptica jenofontina, que puede, en apariencia, disfrutar más placeres y
tipos de vida más abundantes y
variadas que cualquier otro; que, a la
luz pública y a la envidia eterna
humana, es favorecido en la
perspectiva de disfrutar múltiples placeres por encima de todos. Dada esta
introducción queda entrar al desarrollo del tema en cada una de las partes del
diálogo.
¿Cuál es la opinión
del hombre vulgar acerca de la tiranía? Podemos resumirla así: ella es mala
para la ciudad, pero buena para el tirano, ya que la vida del tirano es del
género de vida más gozoso, envidiable y
deseable. Es la visión que maneja el
poder bajo el manto de un fin hedonista personal, propio del hombre común y sin
criterio; los placeres del cuerpo y la
riqueza o el poder son más importantes que la virtud. A esta opinión se le
oponen los hombres probos que como tales,
no tienen que ser hombres sabios,
sino justos y valientes, es decir,
buenos ciudadanos; para estos
últimos, la tiranía es mala no sólo para la ciudad sino para el tirano mismo,
por carecer de moderación y autocontrol del hombre que sabe cuáles son sus
límites. Recordemos la leyenda de Zeus, quien recurría a introducir en su vida
la vanidad y la soberbia para aquellos que quería destruir…
VI
Disección de las partes del Hierón
El primer epígrafe
nos presenta el encuentro de ambos personajes. Situación que se da solo cuando ambos tuvieron tiempo libre. Frase que nos lleva a entender que el
poeta Simónides no visitó a Hierón por llegar a tener ese encuentro de forma
interesada, sino que ambas partes buscaron un intervalo a convenir de forma libre en sus días para verse. Ni Hierón lo mandó a buscar ni Simónides
ansiaba visitarlo, o porque éste fuera llamado a buscar por el tirano. El tirano aún puede reconocer que hay ciertos
hombres, y en este caso un extranjero, que pueden gozar de su tiempo por libre
decisión individual y no someterse a su dictamen y capricho. Esa consideración
hacia su invitado pudiera ser un punto a favor del gobernante y del tipo de
tirano que se nos da a conocer en la narración[1], quien atrajo a su corte
poetas, filósofos y artistas. Simónides no es su súbdito, sino un visitante
honorable. Es un hombre libre que el tirano no irrumpe, por mandato, en su
voluntad.
Esta primera parte del
diálogo el motivo principal gira en
torno a la posesión de bienes o riquezas, en la facilidad del tirano en
favorecer a sus allegados y hacer el mal a sus enemigos. Pero el tirano soslaya
estas preguntas centrándose en los placeres del ciudadano particular que son,
paradójicamente, mayores que los disfrutados por él: paz, viajes, seguridad, y
hasta las victorias de la guerra son proclives de causarles problemas. La
comparación se da por comprender que, antes que ser tirano, ha sido un mortal
común y posee la experiencia de ambas situaciones, pudiendo distinguir la
calidad de vida del tirano y la del
hombre particular en relación a gozos y sufrimientos humanos.
Aquí el placer y el
dolor adquieren un sentido de buena vida
o no para el tirano; el placer como máxima satisfacción humana; las acciones
persiguen el placer o pueden arrojar dolor: qué
vida de mortales o que tiranía es deseable sin placer. Sin él ni siquiera la
vida perdurable de los dioses ha de envidiarse, nos dice el poeta
Simónides. Placer y dolor presuponen un tipo de conocimiento, proporcionan un
grado de discernimiento o juicio, siendo una percepción de los sentidos (como
cuerpo) o del pensamiento (en tanto alma). Jenofonte pone en boca del poeta una cierta
inclinación hacia el hedonismo como tabla
y finalidad de la vida, e incluso
como inclinación filosófica. Hemos dicho cierta inclinación hedonista porque si
se entiende la tesis que lo placentero es idéntico a lo bueno, la concepción
presentada en el diálogo no es plenamente hedonista. Antes de mencionar al
placer nos habla de lo bueno. En la
enumeración de las variantes del placer se expone que lo placentero y lo bueno
definen esencialmente las cosas buenas.
Y las cosas malas son, a veces,
placenteras y otras dolorosas. Los placeres
obtienen su jerarquía en relación
a estar más o no en consonancia con la naturaleza humana, con lo cual se
pudiera tomar como un principio hedonista aceptada por el pensador. En relación
a esa consonancia con el sentido griego
de naturaleza humana, en tanto dadora de verdaderos y buenos valores, también
compara la cualidad de los hombres en tanto corrientes y verdaderos. Estos últimos se les tiene en mayor
estima, por haber desarrollado su naturaleza humana en tanto perfección, y
verdad, con lo cual podemos encontrar que no hay un único criterio hedonista
para referirse a lo bueno en sí.
En la obra hallamos
tres tipos de placeres en discusión: los del cuerpo, los del alma y los comunes
al cuerpo y al alma. Subdivide los del cuerpo en relación a un órgano particular (ojos, oídos, órganos
sexuales, etc.) y los relacionados con el
cuerpo en tanto totalidad. El alma no es
subdivida pues no posee partes como el cuerpo; el alma
siempre será una. El placer será cambiado en la segunda parte de la obra como
criterio de comparación como estilo de
vida superior. Será, para entonces, el sentido del honor como virtud deseable
que lleva actuar a los hombres públicamente por alcanzar poder.
Pudiéramos comparar
la postura del hedonismo en tanto bien
para Simónides con el criterio de Sócrates que
esgrime en su última conversación con sus amigos antes de tomar la
cicuta, y que Jenofonte suscribe en su Recuerdo
del maestro. En ese momento último el filósofo de la ciudad deja asentado que
el mayor placer no es tanto la
sabiduría o la virtud en sí misma, sino
tener conciencia del propio
progreso en seguir la búsqueda sin
termino de la sabiduría y de la virtud, correspondiente al principio socrático
del insistente conocimiento de sí mismo;
tal conciencia del progreso personal en esa búsqueda es el mayor placer y, por tanto, el bien supremo para el hombre.
En el caso del tirano, parte de su condición, es que es llevado a actuar por el gusto inequívoco del placer no sólo
corporal sino del poder y la riqueza; la
idea del bien no está en sus alforjas, y será indiferente a la virtud.
En el diálogo, Simónides
nos da una lista de los disfrutes del hombre común para su época, en función de
los sentidos, del cuerpo en su totalidad y del alma; a cada una de estas partes
de la existencia del hombre refiere un tipo de afecto placentero o
displacentero. ¿Cuáles son tales placeres, que nos muestra un inventario de los
sentidos y sus hábitos en la vida cotidiana de la Grecia antigua? Los particulares disfrutan y se apenan con las imágenes al
percibirlas por los ojos, con los sonidos por los oídos, con los olores por la
nariz, con las comidas y las bebidas por la boca, y con el sexo por las partes que todos sabemos. Se nos
muestra que cada órgano y sentido humano tiene su correlación con el disfrute o
el pesar de su virtud placentera. Pero su
juicio no queda ahí: pero las
cosas frías o calientes, duras o blandas, ligeras o pesadas –dijo- me parecen
que las disfrutamos o padecemos captándolas con todo el cuerpo. El
cuerpo por ser un medio táctil y
sensible capta totalmente distintas sensaciones que lo hacen disfrutar. Al alma
están referidas las afecciones de orden moral, como experimentar lo bueno y lo
malo, aunque también puede darse que están presentes y en relación, a la vez,
sentidas junto al cuerpo. No deja de
lado al placer nocturno de los sueños, sin embargo es un disfrute ambiguo pues cómo, con qué y cuándo, esto –dijo- me parece que lo ignoro en mayor
medida. Distingue que ello no es para extrañarse puesto que las cosas nos ofrecen sensaciones más claras
en la vigilia que en el sueño.
La distinción que nos da Jenofonte entre el disfrute del
tirano y el hombre común será de orden
cuantitativo. Ambos tipos de humanos
gozan de la misma forma, pero el tirano,
por todo lo que representa, debe hacerlo en mayor cuantía: el tirano disfruta muchas más
veces con todas esas cosas, y padece menos dolores, lo cual es una gran
mentira o una verdad aparente. Placer y dolor, como hemos dicho antes,
constituyen el criterio último de preferencia entre los dos tipos de vida. La
mayoría dirá, sin pensarlo, que el
tirano tiene una vida más placentera que
cualquier mortal. Esta es la mirada que el común tiene respecto a la figura del
tirano, o al menos lo que se nos quiere hacer ver y creer respecto a todo aquel
que ocupa un cargo relevante de poder.
El transcurso del diálogo se nos mostrará, por confesión de Hierón, que no es así. Los tiranos
disfrutan mucho menos que los particulares que llevan una vida moderada,
experimentando un intenso y reiterado sufrimiento mayor que estos.
Ante semejante
respuesta Simónides reacciona asombrado.
La pregunta no se hace esperar. Entonces ¿cómo es que haya tantos
hombres que desean ser tiranos? Si no es así ¿por qué se iba a envidiar querer ocupar el puesto del tirano por todos?
Ello se debe a la
ignorancia. Hierón afirma que es por
falta de experiencia de ambos géneros de vida.
Su argumento se desarrolla en función de la relación de los placeres con
los sentidos del cuerpo. Respecto al placer de las imágenes con la vista,
confiesa que los tiranos están escasos de
ellas. Pues en todos los lugares hay cosas dignas de verse, y los particulares
van a todos esos lugares, así como a las ciudades que desean para ver los
espectáculos, y a las fiestas públicas, donde se reúnen las cosas que a los
hombres les parece más dignas de verse. Para el tirano ello está vetado. No
sacan mucho de asistir a un espectáculo por no sentirse seguros dentro del
círculo de asistentes y no pueden ser más fuertes que los presentes. Tampoco
controlan firmemente y de forma absoluta
los asuntos domésticos del estado en torno al poder. Siempre se manifiesta una
desconfianza en los otros e irse, si quisiera, de viaje: el temor de serle
arrebatado su mando no cesa nunca, como también que no sean capaces de castigar a los que han cometido esa injusticia.
Los pocos espectáculos que pueden disfrutar son los dados dentro de palacio a
precio alto, aquellos que los (…)
muestran exigen despedirse del tirano
habiendo ganado, en poco tiempo, mucho más de lo que ganan en toda su vida con
todos los demás hombres.
Si en todas estas
situaciones los tiranos llevan la de perder,
Simónides advierte que no debe ser
respecto a lo que es grato de oír, que en el caso del tirano se trata de
ser alabado, admirado, lisonjeado, pues de esto nunca están faltos los
gobernantes. Los presentes que lo acompañan, bien por temor o conveniencia,
siempre alaban lo que hace y lo que dice.
Siendo lo más duro de oír la censura, las críticas contra él, y de
ello los tiranos están libres: pues nadie quiere acusar al tirano ante sus
ojos. Situación que nos confirma que ante el tirano pocos pueden ser
realmente sinceros. Ante el hombre de poder absoluto nadie se siente libre;
nadie se muestra de verdad. Sólo puede hablar
libremente uno: el tirano. Los demás, como sabemos, tienen el temor de sacar
verdades con sus palabras y hieran su vanidad egocéntrica o critique los resultados y el estado de su gobierno. Cualquiera
se inhibirá de inferir críticas o
malestares públicos, en relación al
gobierno del tirano ante los
habitantes de la ciudad o Estado. En la tiranía, como bien sabemos, y sabía
Jenofonte, la censura es algo implícito
y consustancial a su existencia. El tirano controla la palabra de todos y nadie
puede controlar la de él. La palabra del tirano es la ley enunciada de forma
fluida y de acuerdo a las circunstancias que le convengan al poderoso. Una
palabra que termina siendo portadora de la mayor de las corrupciones del
lenguaje: convertir la verdad en mentira y hacer de la mentira verdad.
Hierón es, según la representación
jenofontina, un ser inteligente, sincero y, hasta se podría decir, sabio en su
condición; observa cuál es el horizonte
de la conciencia de los ciudadanos en que recae esta censura. Se pregunta qué
placer se puede sacar de aquellos que,
de forma hipócrita y temerosa, no dicen
nada malo de él, y todos guardan silencio tramando algo contra el tirano. ¿Qué
placer se puede tener de las alabanzas que no son sino adulación? Sólo las
palabras que se profieren por una
conciencia de manera libre agradan, son las que se aceptan. La brumosa
adulación es un termómetro para el tirano del temor y del odio que proporciona
su persona al resto.
Hierón
conoce de placeres y sabe que sólo aquello que sale de la rutina, de la
inercia cotidiana, de lo acostumbrado,
es lo que realmente nos agrada.
¿Por qué nos gustan y esperamos gustosos
las fiestas o los festivales, y los tiranos no sienten lo mismo? Estos últimos
siempre tienen la mesa a rebosar, no
presentan ninguna novedad… las fiestas. Ante tal placer quedan peor parados
que los particulares. Servir lo extraordinario de forma continua lleva a
convertirse en algo corriente, insípido, común, gastado y, por ende, aburrido.
Nada o pocas cosas despiertan el aguijón
del asombro o la curiosidad. El que se sirve muchas cosas obtiene menos placer que aquellos que viven modestamente. Afirma, el
tirano, que quien más disfruta de cada actividad es el que más deseoso está de
realizarla. La intensidad del deseo nos transmite la intensidad de sentir
placer.
Los tiranos acuden a
un banquete con más disgusto que el
hombre particular. Para que no decaiga en la mancillada costumbre, la
realización de los manjares se nos
refiere en el diálogo junto una observación interesante a tomar en cuenta. Los
manjares que les son presentados a éstos siempre vendrán alterados de su sabor
original. Poseerán un uso de especies
desbordantes y fuertes. Se agrega
una fuerte sazón artificial. Se prepararan con sustancias
picantes, sabores intensos, dulces, agrios o parecidos. Tal sazón es,
para Simónides, contrarias a la
naturaleza de los hombres. Tal perturbación gustosa en los alimentos es propia de almas blandas y débiles. Aquellos
que comen con gusto en absoluto necesitan de tales
artificios gustativos. El hecho es que quien posee todo tipo de comidas
termina por no comer ninguna con apetito. Lo contrario le ocurre a quien carece
de alguna, el cual lleva a hartarse con gusto, cuando se le ofrece la
oportunidad de saborearla.
Pasada toda esta
reflexión del gusto y los alimentos, Simónides nos suma otra
preocupación: sobre la sexualidad del
tirano. Zanjada la diatriba gatronómica entre la intensidad del placer para el
tirano y el hombre particular, pareciera
ser que lo que queda por envidiar e infundir deseos a cualquier mortal esta en
torno a la diversidad de los placeres del sexo, ya que estos pueden
llegar a tener relaciones con la persona más bella que veáis. Hierón
corrige. El tirano vive en una pobreza y una verdadera satisfacción de placeres
eróticos. Están escasos de sexo los
tiranos, por no decir casi nada. El sexo tampoco es por lo que el tirano aspira
serlo; el hombre particular medio lleva una gran ventaja en el disfrute del
cuerpo. Ni la alcoba nupcial se salva del tema.
Pocas son las oportunidades matrimoniales para un tirano: el primer tipo
de matrimonio puede ser aquel en que se contrae con los que son más grandes que uno mismo en riqueza y poder, el cual pareciera ser el más bello y proporciona al
que se casa cierta honra acompañada de placer; el segundo es el matrimonio
entre iguales; y tercero, el
matrimonio con inferiores, considerado
deshonroso y sin provecho. Para un tirano pocas elecciones quedan. Según la
óptica del personaje, tiene sólo una mediana opción: pues si no se casa con una
extranjera, tendrá que hacerlo con una mujer inferior a él. Ante tales
posibilidades ninguna es digna de
estimación para Hierón.
Respecto al tipo de mujeres
con que se rodea, observa que las
atenciones que prodigan las mujeres más
ambiciosas son las que más complacen, en cambio las ofrecidas por esclavas no son estimadas, y si omiten algo ocasionan
grandes irritaciones y molestias.
El relato tampoco deja
de lado la posible satisfacción homosexual, propia y aceptada abiertamente en
toda la cultura de la filia y del eros en la antigüedad griega y hasta
romana. De esto se nos dice que en los amores con muchachos el tirano carece de
placeres mucho más todavía que en los amores conducentes a la procreación.
Las relaciones son más intensas y agradan más las que tienen el sincero amor de
por medio. Y el amor es algo de lo que pareciera no disponerse para el tirano.
El pequeño Cupido teme clavarle su flecha del enamoramiento: pues el amor no se complace en aspirar a las
cosas ya disponibles, sino a las que despiertan esperanza. Como aquel que
no tiene sed no disfruta con la bebida,
aquel que no siente amor tampoco puede experimentar las relaciones sexuales más
placenteras. El tirano es un impotente o carente respecto a las emociones gozosas comunes del
hombre moderado de la antigüedad. Su condición de poseer el poder lo limita, lo
separa, lo aísla en torno al cetro del poder. Queda sin obtener una real satisfacción en los simples y personales
placeres del hombre particular. Strauss (2005:78), observa que es aquí donde en el Hierón la inferioridad de la tiranía se
muestra con mayor claridad en lo relativo a los placeres del sexo, y en
especial a la homosexualidad.
El tirano desea
alcanzar y obtener no lo que puede disponer, por mandato y capricho. Él desea lo
que con menos frecuencia le acaece en su rutinaria y aburrida vida palaciega
resguardada y rodeada por los guardias de corps. Sin embargo en esta parte del diálogo sale a relucir un ser que para Hierón es altamente estimado. Nos da el
ejemplo del afecto que siente por su mancebo preferido, llamado Daíloco[2], a quien ama, y del que espera alcanzar su reciprocidad
afectiva, obteniéndola por la amistad y
el buen grado de la convivencia. Su emoción amorosa sabe que no debe poseerla
y arrebatarla por la fuerza. Con ello
vendría a sentir que se infringe a sí mismo
un mal. Situación donde Hierón
muestra algo que todo tirano no debe exteriorizar, es decir, tener compasión y
pasión amorosa por el otro. El amor como la única emoción que lleva a
conectar al tirano con su lado humano y
reconocimiento de cierta igualdad y trato con otro ser.
Lo contrario a lo
anterior es lo que pasa con los enemigos. Obtiene un gran placer cuando los ha vencido, siendo esta acción de fuerza
lo más satisfactorio. Así encuentra que los favores otorgados voluntariamente por los muchachos son los más
placenteros. ¿Qué es lo placentero para Hierón?
¿En dónde encuentra el tirano su placer de serlo? Hierón confiesa que está en las miradas que nos dirige aquel que
nos ama, sus preguntas formuladas, sus respuestas expresadas y, para que no
quede duda, aún más placenteras y
encantadoras son las disputas y las rencillas con estos muchachos de gusto y compañía carnal
afectiva. La conversación y el diálogo sincero como un motivo de gran placer
para aquel que no experimenta ningún trato sincero. Lo contrario sería disfrutar en contra de su
voluntad, lo cual tendría para él una
semejanza con el brutal saqueo, sin ser las relaciones sexuales gustosas
y amorosas. Es contrario al gozo hacer sufrir al amado, ser odiados al mismo tiempo que besamos y tocar a quien nos aborrece,
cómo no va ser esta pasión repulsiva y lamentable. Nos da su opinión sobre la diferencia
entre el amor vivido por el particular y
el del tirano. El particular, cuando su
amado le presta un servicio, considera prueba suficiente de que
le complace porque le ama el saber que se le prestó ese servicio sin que fuera forzoso hacerlo, el tirano nunca
puede estar seguro de ser amado…con estas palabras entendemos lo
decepcionante para Hierón de lo que
es su vida como tirano. La inseguridad es lo que nutre sus días de saberse
poderoso por encima de los demás, sin tener una regla ni ley a seguir, sino la
suya propia del momento. Y esto se prolonga en la convivencia humana que
nutre su mandato. Una mayoría temerosa por un hombre temeroso de todos. Quedando
sólo en su aislamiento. Vigilado por su
guardia de corps de forma permanente,
pasa sus atemorizados y fatídicos días acechantes e intranquilos. Convertirse
en tirano es condición para dejar de disfrutar
los placeres comunes de los hombres. Lo inunda la emoción permanente de
temor, el aguafiestas de todos los placeres.
Notamos en el desarrollo del diálogo que siempre nos
hablará de las cosas que carece el tirano, a pesar de mostrarse como aquel que
tiene más placer y control sobre todas las cosas. Simónides siempre referirá lo
que el tirano disfruta o puede llegar a disfrutar. Lo cierto es que sea uno u
otro el tirano siempre suelen ser más
odiado que amado, aunque reciban honores.
Concluye este epígrafe con la voz de Hierón.
Dice: los que prestan servicio por miedo imitan todo lo posible las acciones
de los que sienten amistad. Por eso de nadie proceden tantas intrigas contra el tirano como de los que fingen ser
sus mejores amigos.
En el segundo epígrafe nos encontramos con un
recorrido que amplía lo que se acaba de dialogar. De los bienes que disfruta
todo ciudadano: de paz, viajes, seguridad e incluso de la misma guerra, pero
que suponen siempre molestias o problemas para la tranquilidad del tirano.
Simónides
habla de quiénes son hombres
verdaderos. Son aquellos que se apartan de todo exceso, de alimentos, bebidas y condimentos
de cuidado y hasta de las relaciones sexuales. Sin embargo el tirano pareciera realmente distinguirse por la gran
cantidad de posesiones que puede disponer para él, además de llegar a cumplir y
hacer grandes acciones, el ejecutarlas, viviendo muchas cosas y situaciones
extraordinarias. Enumera: caballos que
destacan por su virtud, armas que destacan por su belleza, magníficos atavíos
para las mujeres, las casas más esplendidas y están provistas de los objetos más
valiosas, y además poseéis la servidumbre mejor por número y conocimientos, y sois los más capaces de
infligir daño a los enemigos y ayudar a los amigos. Obtener posesiones
pareciera ser su razón de vida. Es en lo único que puede sentirse más firme.
Las cosas materiales no sienten, sólo están y su vida se rodea de muerte, de lo estático, de lo que no se puede
manifestar y sólo posesionar. En el fondo nos encontramos con un gran sentido
de carencia afectiva y vital. Carencia propia de todo aquel que desata la acción de
su vida por poseer más que los demás; una rivalidad inútil. Al llegar su fin,
como el personaje de El Ciudadano Kane
de Orson Wells, el magnate tirano se encontrará sólo, enfermo y rodeado de cosas que no le pueden
devolver la alegría de vivir, la tranquilidad del momento final, la de sentirse
rodeado de los seres cercanos. Para este
arquetipo de hombre déspota tales pensamientos y emociones no suelen
presentarse para su conciencia. Aunque Hierón, como veremos, es un tirano
atípico. Reconocerá que lo mejor que puede hacer el tirano por el mismo será
suicidarse.
Tales
observaciones, miradas aduladoras y
envidias de los otros, sólo son un engaño. La mayoría tiene una mirada errónea
del fasto que rodea la vida al tirano. La muchedumbre sólo juzga por las
apariencias. La tiranía tiene la condición de exhibir, ante la vista de todos, posesiones que consideran de mucho valor,
un gran fasto, un gran lujo de oropeles. Y mientras tanto, mantiene en su fuero interior todas las adversidades con
las que convive su día a día. Carga
con preocupaciones insoslayables
por su condición de dominador y controlador perpetuo. Agrios eventos someten y viven en el alma del
tirano. Es ahí, en ese pequeño espacio interior, donde se debe prestar atención
para conocer la felicidad o la desdicha de los hombres. Hierón no le asombra que la mayoría pase esto por alto. Es un
problema de entendimiento y vista. Más que intentar comprender, la
muchedumbre se atiene solo a lo que ve.
Lo peor, advierte, es que en ello caen hasta los mejores dotados para
comprender: pero que ignoréis estas cosas
también vosotros, los que parecéis ver mejor con el entendimiento que con los
ojos la mayor parte de las cosas, esto me parece de lo más asombroso.
La
conclusión que da el tirano es a la final participa mínimamente de los grandes
bienes y padecen una permanente multitud de grandes males. Con ello pasa a hablarnos sobre los pormenores de la
paz y las tribulaciones de la guerra. Si la paz es uno de los grandes bienes
para todo hombre, es igualmente un estado del que menos participan los tiranos.
La guerra en cambio, se tiene por el
peor de los males, y el tirano no puede
dejar de participar en ella. No hacerlo puede por ello perder su vida. Los
ciudadanos, si no están participando en una guerra
colectiva, pueden seguir el ritmo de su vida cotidiana. Tienen la
posibilidad de viajar a donde quieran sin el temor de que alguien les quite la
vida. Cosa distinta en los tiranos cuando viajan. La inseguridad se presenta
para él en todos sus matices. Siempre van armados y custodiados por los
esbirros o guardaespaldas cercanos. Sienten que en todas partes están sometidos a enfrentar una guerra: creen que es necesario vivir armado y llevar siempre consigo a gente
armada. Tampoco los ciudadanos tienen
que temer por su seguridad al regresar de una guerra. Los tiranos, no más
llegar a su ciudad, de inmediato se les despierta la inquietud. Imaginan
que están en medio de numerosísimos enemigos.
El tirano, pues, no se siente ni está seguro cuando está en casa. Le asalta la obsesión de
tener que protegerse al máximo. Los hombres particulares disfrutan del cese de
la guerra en virtud de los armisticios y de la paz. El tirano no siente nunca del todo la paz ante aquellos que ha sometido, tampoco se confía
de las treguas concertadas.
Hay
situaciones en la guerra que padecen tanto los ciudadanos como los tiranos. Hay guerras que las ciudades emprenden y
guerras que emprenden los tiranos contra los que ellos someten. La dureza de
estas guerras las sufre en igual medida el que está en la ciudad como el tirano. Ambos deben estar con suma atención, armados
y defenderse de todo posible ataque y
peligro. Y si son derrotados sufren el peor mal, ambos padecen al perder la
guerra.
Son
distintos los placeres que obtienen los hombres de una ciudad al luchar contra otra. Sin embargo, los tiranos
nunca. Los hombres particulares, nos dice, obtienen cierto placer al conquistar
un sitio, poniendo en fuga a los enemigos, cuánto
perseguidos, cuándo matarlos, de qué modo se ufanan de lo hecho, cómo cobran
fama resplandeciente, cómo disfrutan al pensar que han engrandecido su ciudad.
Ante ese hecho la mayoría se jacta de lo acometido y de formar parte del plan,
o también del burdo y asesino placer de ufanarse por haber matado a muchos. Así de hermosa les parece la victoria total.
El tirano, ser que está picado por el germen de la permanente y persistente
desconfianza hacia todo lo que hace con su vida, no duda si tiene que matar a
los que se le oponen en cualquier momento. Sabiendo que con ello no engrandece
el espíritu de la ciudad. Estas acciones de represión certifican que ahora
tiene menor control de mando. Gobierna con menor efectividad. Su mandato está
debilitado. Situación para no estar contento y tranquilo, ni evanecerse de los
hechos cometidos. Trata de minimizar su angustiosa realidad disculpándose, al
mismo tiempo que comete injusticia.
Tiene conciencia que su hacer no tiene
nada de noble. Habita en él la simple
pero persistente desesperación y temor por su existencia. Emoción que lo lleva a negar toda vida que se oponga a su
mandato. Y cuando mueren los que
él tenía, no se muestra más audaz, sino
que se protege más aún que antes. Y sumido en una guerra como esta que te muestro pasa la vida el
tirano.
La
condición del gobernante déspota, a diferencia de quien ha decidido en
practicar la vida del sabio, ha de tener y desarrollar fuertes inclinaciones
bélicas e instintos de crueldad. Por encima de todo, sabe que la paz es un gran
bien. La guerra genera lo contrario, pero es necesaria tenerla en cuenta.
Independientemente de lo escrito antes respecto a los placeres que puede darla guerra a los
hombres, tanto ayer como hoy y siempre,
hay una conexión intrínseca e insoslayable entre tiranía y guerra. Jenofonte en su Ciropedia al tratar este asunto considera que un punto de crueldad es un elemento
esencial para el gobernante en
general. De ahí que no asombre que todo tirano siempre tenga a
flor de labios palabras bélicas, amenazas posibles, tiranicidas por doquier,
críticas escamosas penetrando sus oídos. Vida plagada de martirios y desgracias tras un telón gris erguido por
amarguras y sospechadas persecuciones asentadas en sus entrañas. El mal como
persecución perpetua que arrastra su desgraciada vida que desgracia, a la vez,
a otras vidas.
El tercer epígrafe nos llevará a uno de
los temas más recurrentes de la antigüedad, el de la amistad (filia), del amor a los amigos y los familiares. Se advierte lo poco que puede
disfrutar quien de forma permanente es
víctima de conspiraciones reales o imaginarias.
Hierón
pasa a tratar estas relaciones y se pregunta cómo participa el tirano de la amistad, siendo
ella un gran bien para todos los hombres. Por la amistad se es amado por otros
y se complacen verlo y beneficiarlo, echando de menos su ausencia, e igual recibirlo con
el mayor gusto al regresar. Los amigos
se alegran por los bienes que posee. Lo ayudan y acompañan si sufre desgracia. Igual para los hombres de
la ciudad la amistad no pasa inadvertida. Es
un placentero bien.
Se sabe lo beneficioso de la amistad en tanto un bien mayor
y un mayor placer. Tiene un valor más alto que el amor a la ciudad o a la
patria. La amistad es entendida por el amor al ser amado o el cuido por un
pequeño número de seres humanos que se conocen íntimamente (los familiares o
amigos más próximos). Se suma la amistad a uno de los intensos placeres. Diferencia la amistad con el sentido de la confianza.
Confiar en otros es un gran bien, pero un hombre en que se confíe (un criado,
un esclavo, un conocido), no es todavía un amigo. El tirano prácticamente
no posee verdaderos amigos. Sus súbditos
son sus enemigos.
Condena
al adulterio. Los adúlteros rompen el lazo
de compromiso y unión entre parejas y amigos. Señala esto como una acción a
castigar para aquellos que pueden llegar a romper la amistad entre las
parejas. En la antigüedad los adúlteros,
en algunas ciudades, eran castigados, llegándolos a ejecutar o matarlos impunemente por el individuo
afectado. Los adúlteros corrompen la amistad de las mujeres hacia sus maridos.
Una esposa puede ser violada, pero no por ello su esposo la estimará menos si
persiste la amistad (filia) entre
ellos.
Hierón juzga que ser amado es un gran
valor. Es uno de los bienes más grandes. Al ser amado le acaecen inmediatamente bienes de parte de los dioses y de parte de
los hombres. Respecto a esta posesión los tiranos participan menos
que cualquier otra persona, aunque aparenten
lo contrario. Los tiranos no viven ni tienen firmes amistades como las que se
constituyen entre padres e hijos, entre hermanos, o las mujeres con sus
maridos, o entre camaradas. Por ello no duda afirmar que los particulares son
amados verdaderamente más en todas estas
relaciones filiales antes dichas. ¿Qué se observa en la historia de los
tiranos? Hierón, que conoce del tema,
nos dice una cruenta realidad histórica. Muchos tiranos han matado a sus
propios hijos, y muchos hermanos al establecer y convivir dentro del régimen
tiránico, se han convertido los unos en
asesinos de los otros. Igualmente muchos tiranos han sido destruidos por sus propias mujeres y compañeros que parecían ser los de mayor
grado de amistad.
El
epígrafe tres termina con esta confesión: Así
pues, siendo odiados de esta manera por quienes son más propensos por
naturaleza y están más obligados por la ley a tenerles el mayor amor, ¿cómo
podrán creer que son amados por algún otro? El tirano se labra su propia
condición. El odio de los demás lo rodea. Nadie se siente seguro ante él. Tampoco
con nadie puede sentirse seguro. Pensar que es amado por alguien es caer en una
debilidad que puede terminar en su desaparición física. En definitiva es un
ser infrahumano. Carece de verdadera amistad, confianza,
sentimiento patriótico y de recibir genuinos honores. Siempre con la sombra
permanente del agudo temor de perder su vida.
El cuarto epígrafe trata sobre la condición
de la confianza en el régimen del tirano. En conseguir, por la fe en los demás, (confianza, del griego:
εμπιστοσύνη/ empistosúne; del latín confidere: con: junto, todo; fidere: lealtad, fe, seguridad con o junto a: con lealtad), una
paz social entre los seres de una comunidad. Tal sentimiento no está presente
en el tirano. Teme, como ha confesado, hasta de los alimentos que ingiere. Se
halla permanente expuesto al temor de
ser envenenado. La confianza surge con ese vínculo que implica sentirse con
plena seguridad de algo o de alguien. Y confianza política es lo menos que
posee un tirano. La mutua confianza es el cemento para las relaciones y
cohesiones sociales. Se encuentra en el núcleo de todos los procesos políticos.
Y está asociada con la participación social. Vendrá a ser un elemento central
en el complejo círculo virtuoso que alimentan la continuidad y cohesión de una
comunidad.
También habla sobre la fortuna material requerida por
el tirano. Se convierte, en todo momento, por sus permanentes arribismos y ambiciones, en un ser constantemente
carente de suficiente fortuna, pobre.
La
confianza es otro gran bien para Hierón.
En la prioridad que da el diálogo al tema encontramos que es la base de las
íntimas y alegres relaciones entre mujer y
hombre. De igual forma, ¿qué sirviente es agradable si se desconfía de
él? El tirano no participa de ello. Falta del poder fiarse de los otros. Desconfianza es la
emoción más sentida en todo tiempo: en las reuniones, en los seres cercanos, en
los banquetes, en los alimentos habituales, etc. En los sacrificios a los
dioses, se encuentra otra vez con el acecho del envenenamiento, siendo él quien
debería llevar la pauta de las libaciones en honor a las divinidades: primero ordena a los criados que lo prueben,
recelando comer o beber algo malo con ellas.
Otro punto
de atención en este epígrafe es la ciudad, las
patrias, es decir, el lugar donde se habita. Se convive ahí con los
cercanos familiares y amigos. Se produce en ese espacio lo que se necesita para
la vida, y cohabita con el recuerdo y los restos de los seres ya idos y
enterrados bajo ese suelo protector. En
una ciudad bien llevada sus habitantes
pueden defenderse contra esclavos, malhechores, enemigos y, de esta
forma, evitar morir violentamente. Las patrias deben otorgar protección a quienes
la construyen y le dan vida a ese recinto geográfico espiritual y cultural. La
idea de patria alberga implícitamente un gran placer a quienes la habitan. La verdadera patria debe garantizar una
vida segura. Otorgar sentirse libre de temores es la conditio sine qua non de
todo placer, y el suelo patrio no escapa a esa norma. De ahí la atención a los
que considera no patriotas, pues ponen esa seguridad y libertad ciudadana en
peligro. Advierte del rechazo social con
los que tienen trato con asesinos. A estos se les niega purificarlos en sus
ritos funerarios, quedando, dentro de su mitología religiosa, condenados el
resto de su vida futura. Gracias a las patrias todos viven en un redil de
relativa seguridad creativa y
vivificadora. Esto a los tiranos también
le es negado. Dando una máxima esclarecedora del odio hacia la mayoría de los
tiranos por la ciudad antigua. Reconoce que las ciudades terminan honrando al tiranicida: y en vez de excluirlo de los
recintos sagrados, como hacen con los que matan a particulares, las ciudades
erigen en los templos estatuas de los que así obraron.
Luego
pasa hablar de las posesiones del tirano. El común de los mortales afirma que
deben ser más que las de cualquier otro particular. Y tienen que disfrutarlas más, opinión falsa.
De igual manera que los atletas no disfrutan más por ser más fuertes que
cualquier gente corriente, se afligen rotundamente cuando resultan más débiles
que sus competidores. De similar forma el tirano no disfruta por tener más
posesiones que los particulares. En cambio sufre por su envidia a otros gobernantes.
Saber que tiene menos que otros tiranos, se
consideran rivales de su propia riqueza. El temor a perder lo que se posee
es mayor que la de un hombre corriente. Más, pareciera aquí, ser menos.
Tampoco
consigue más fácilmente que un particular las cosas o seres que desee. Un
ciudadano si desea poseer una casa o un criado, y tiene los medios, se dirigirá
a obtenerlos. Un tirano no quiere cosas tan simples y sencillas, comunes a
todos. Desea poseer ciudades, muchas tierras, muchos puertos, ciudades
fortificadas. Posesiones más difíciles de obtener que las anheladas por un
hombre particular. Además, verás pocos
pobres entre los particulares y muchos entre los tiranos. Esto por no
juzgar lo mucho y lo poco por la categoría de cantidad, sino por la de
necesidad, de modo que lo que rebasa de
lo suficiente es mucho, y poco lo que no llega a bastante. La aparente
abundancia del tirano no le basta para sus gastos; los particulares pueden
recortar gastos, hacer economía en sus vidas si es necesario. Para los tiranos
eso no es posible por la creciente cantidad de gastos personales continuos y, sobre todo, en lo que
se refiere a su protección y el mantenimiento de su guardia personal.
Prescindir de ello sería su ruina.
Finalmente
el epígrafe trae una comparación entre personas diligentes e indigentes. A los
primeros, los diligentes, son definidos como personas capaces de proveerse lo
necesario para sus vidas, de tener los medios justos para cuanto necesiten. La indigencia, como ha
señalado Tucídides en la Oración Fúnebre
de Pericles, es un mal mental que impide salir de tal condición, siendo la
pobreza una de las condiciones para arrastras tras sí todos los males. La
pobreza es vista no solo como una condición carente de bienes materiales sino
de una condición mental, espiritual, cultural
que puede arrastrar a vivir
tramando algo malo y vil. Los tiranos son catalogados dentro de este perfil
humano, viéndose llevados a asaltar
templos, propiedades y hombres por la necesidad
de permanentes riquezas para satisfacer sus gustos suntuarios. Los
tiranos (como muchos políticos y militares contemporáneos), no saben producir
riqueza. Saben vilipendiarla. Su condición primordial es gastar, expropiar,
saquear las riquezas producidas por otros. Y esto Hierón lo conoce bien, pues los tiranos están siempre en guerra
(real o imaginaria). Se ven forzados a
mantener un ejército. Lo contrario es su perdición; facilitaría ser aniquilados.
En el quinto epígrafe plantea la admiración,
con cautela, de los hombres sabios, valientes y justos por los tiranos. Por su
condición y temor, están obligados a apartarse de estos. Se rodean de personas
injustas, corruptas y serviles, que puedan ser utilizadas, manipulas. Y, si se
requiere, fácilmente aniquiladas sin temor a un escarnio público por tal tipo
de asesinato. Cualquiera de esas tres condiciones existen en las huestes que
habitan el palacio del régimen. No sólo
en la antigüedad, sino en todos los
tiempos.
Su admiración
a los hombres virtuosos está limitada por el temor que causan en él. Los
valientes, por defender su libertad frente a su opresión permanente; los
sabios, por tramar algo en su contra; los justos, porque una mayoría preferiría
ser regidos por ellos. A quienes le queda acudir son los que pueden ser utilizados a su
capricho e interés personal, ¿quiénes pueden ser estos? Los injustos, los
incontinentes y los que tienen alma de esclavos. De cada uno ellos se nos muestran
sus cualidades:
“Los
injustos son fiables porque le temen, al igual que los tiranos, que las ciudades lleguen hacerse libres y se
apoderen de ellos; los incontinentes, a causa de su licencia actual; los que
tienen alma de esclavo porque no se consideran a sí mismos dignos de ser
libres”.
El
tirano, existiendo la posibilidad de rodearse por los mejores hombres, se ve
forzado a elegir los peores de su especie y de los que esgrimen una
inteligencia para el establecimiento y el ejercicio del mal en función del
dominio y la neutralización de la
mayoría. Para rodearse por hombres de bien, debería poseer el tirano un
amor por su ciudad. Sin ello no podría ser feliz, ni vivir en cierta y relativa
armonía colectiva. Pero toda tiranía
tiene como finalidad y dominio causar permanentes molestias hasta en su propia patria. Mejorar la
condición de sus conciudadanos no está dentro de sus planes. Eso podría llevar
a exigir ciertas condiciones por las que él no quiere verse reducido su poder.
De hecho, los tiranos no se complacen procurando una buena vida y ampliando
condiciones materiales y espirituales a
su ciudad. Esto porta el peligro de volver valientes algunos y se armen. Su preferencia recae en los extranjeros. Los hace más fuertes que los nativos de la
ciudad. O acomoda su régimen junto a huestes y consejeros extranjeros, valiéndose
de ellos como guardia de corps. Ni en los años de buenas cosechas o de altas
producciones materiales el tirano se
congratulará agraciándose con la ciudad.
La regla es esta: Los tiranos creen que
cuanto más necesitados estén los hombres, más se someterán a ser utilizados.
La carencia, la escasez de lo necesario para la vida normal, como quiebre del
alma de los hombres para su sometimiento. Todo régimen totalitario moderno
conoce y aplica esa regla. Atenas, por
esto, siempre se nos presentó como una ciudad absolutamente contraria a la
tiranía.
En el sexto epígrafe nos encontramos con la
añoranza de los placeres que disfrutan comúnmente los ciudadanos. La amistad y la
conversación entre amigos, el ir a banquetes, la embriaguez compartida, el sueño reparador
son algunos. El temor le niega al tirano hasta esos simples placeres de
cualquier ciudadano de a pie. Hierón, por serlo, y como ha de
suponerse, su vida no es ni fácil ni grata.
Vive en el perpetuo miedo de ser asesinado.
El tirano
se ve constreñido ante los goces comunes de un particular. No se puede reunir
con sus contemporáneos. Tampoco disfrutar
la simple soledad cuando desea tranquilidad. Ni celebrar banquetes para apartar
los momentos grises de la vida. O anegar
el alma en los festines, con cantos y
danzas. De llegar a despertar el deseo de tener relaciones sexuales entre los
presentes al festín, cosa común en la antigüedad. Todas esas oportunidades
particulares están alejadas de él. Está
privado de todos esos momentos que gustaría compartir o sentir. ¿Quiénes
son ahora sus compañeros de celda palaciega?
Tiene por compañeros a sus esclavos, con los que ni si quiera puede reunirse
gratamente con ellos, ya que no encuentran en ellos benevolencia ni ecuánime
compañía. Todo se desenvuelve entre los pasillos del temor permanente:
“Temer a
la muchedumbre y temer también a la soledad, temer la falta de protección y
temer a los mismos que nos protegen, no desear tener en torno tuyo a la gente
desarmada, y tampoco ver con gusto que llevan armas, ¿cómo no va a ser una
situación terrible?”
Pareciera
que el tirano viene a ser un allegado del hijo del dios Ares y de Afrodita: el
dios Phobos, el miedo (φοβος: el temor, pánico, huída), personificación del
horror y del temor. El tirano es habitado, de manera permanente, por Fobos
(el miedo). Es sometido, por tal condición, a decantar destrucción humana y
amenazas constantes. Sin embargo hayamos una rebelión de Fobos contra las ordenanzas de su padre Ares. Al plantearle éste
las órdenes que debe cumplir no las lleva acabo. Se mantiene al margen. Salva entonces la raza humana. Es lo que intentará Simónides
de mostrarle a Hierón el camino a seguir para vencer toda sensación de temor y
rodearse del aprecio y del afecto de sus
ciudadanos. Hierón no lo admite, sólo
escucha. Su suerte está echada. Su destino parece estar cerrado de antemano por
ser tirano.
Al tirano
todo lo que le rodea lo lleva a tener desconfianza y miedo. Opta por una
solución transitoria. Pero puede convertirse en permanente. Como se dijo, pasa a confiar, para sus cargos y asesores, de extranjeros, de mercenarios y no de los habitantes de su ciudad. Hasta ve la
necesidad de hacer a los esclavos más cercanos
libres. El alma del tirano está, por lo pronto, siempre espantada por
sus temores permanentes. El miedo recurrente
y ante todo, es lo que destruye al tirano. Pareciera vivir una larga
condena. Su vida es un permanente
sobresalto y delirante pánico. Así las
apariencias en exhibe en sus salidas públicas pareciera lo contrario, ser todo poderoso. El miedo, en efecto, cuando está en las almas, no sólo es doloroso,
sino que echa a perder todos los placeres concomitantes. Compara la vida
precaria del tirano con el sufrimiento de los soldados al ser colocados en la
primera línea de combate, obteniendo
malos alimentos y menos posibilidad de tener un reparador sueño. Aún los
tiranos de apariencia más fuertes (¿los habrá después de comprender esta
desdichada confesión?) sufren y padecen estos dolores. El miedo imaginario y
real, se incrusta en su mente. Se hace insoslayable.
Esa idea obsesiva lo fija a ver en todas partes enemigos que quieren ponerle
fin.
No hay
ley, no hay seguridad, por lo que el tirano siempre tendrá que contratar
soldados a sueldo. No hay guardianes fieles. Son escasos. Son más difíciles encontrarlos que cualquier otro tipo de trabajador. Incluso
sabe la traición de quienes lo protegen y cumplen en razón de las dádivas pagadas.
Pueden ganar mayor riqueza en menos tiempo cometiendo un tiranicidio que lo
obtenido a fuerza de tener servir por tiempo
al tirano.
Se nos
habla también de la envidia que surge contra él. Por favorecer a los amigos y
someter a los enemigos no encuentra sosiego. Al asistir a algunos amigos sabe
que sólo desapareciendo de su lado, de su vista, de su espacio vital, es que pueden disfrutar de las riquezas
obtenidas. Desparecer de la forma más
rápida para poder obtener mayor disfrute de sus posesiones. Mientras estén junto al tirano creen que sus
propiedades nunca las poseerán y disfrutarán de manera segura. Respecto a los
enemigos advierte que una buena parte están entre las filas de la mayoría de su
ciudad, lo cual hace imposible de eliminarlos a todos. Y si pudiera hacerlo se
pregunta ¿a quién mandaría entonces? Debe valerse de sus vidas a la vez que
debe defender la suya. Simónides le da esta conclusión: a aquellos ciudadanos que temes es duro verlos con vida y es duro
también matarlos.
En el séptimo epígrafe, Jenofonte se adentra
en el terreno de los honores, que por sí solos, justifican a la tiranía. El
honor (timé), en griego tiene varios
significados: estimación, valor, que significa riqueza; pero dentro del ámbito
político viene a tener el significado de rectitud, decencia, gracia, fama,
respeto; es la condición indispensable para ejercer un cargo público en una
polis ordenada por leyes, es decir, bajo un régimen democrático y no tiránico..
Pero Hierón reconoce que los honores
extendidos a su persona no son tales. Simple halagos; no hay verdadero respeto,
no hay reconocimiento de ninguna dignidad, pues toda relación con el tirano
está motivada por el miedo, lo cual hace que todo honor se diluya. No sea real
sino ficticio. Ni siendo así, ficticio, el tirano disfruta. Todo tirano
gobierna por miedo, por el terror. En
consecuencia los honores y los homenajes recibidos por parte de los súbditos no
están dictados sino por ese mismo miedo que les inspira. Tales homenajes por
miedo no son honores, simplemente denotan un acto servil. Y el acto de un esclavo súbdito no significa mayor
relevancia para el sentimiento de satisfacción de ese amo aristócrata
autoritario, que es el tirano de la antigüedad clásica. Evidente, por sus
actos, de por sí, no puede engendrar ni amor, ni afecto, ni felicidad, pues
estos tres fenómenos implican elementos
que no tienen nada que ver con la política, aunque sean usados para
ello. Un político mediocre puede ser objeto de un afecto auténtico e intenso por parte de sus
conciudadanos. Del mismo modo, un hombre
de Estado puede ser universalmente admirado sin suscitar amor de ningún
tipo. Esto nos da a comprender, en el
caso del Hierón, que el éxito
político más completo es perfectamente compatible con una vida privada
profundamente desdichada.
Simónides formula una pregunta clave: ¿por qué el
tirano sigue manteniéndose en el poder como tal, pues ni siquiera de honores
goza con su vida el tirano?
Puede ser
que el tirano nunca vino a sentir ni
tener realmente la condición y experiencia del honor. De por sí no es un hombre verdaderamente honorable. La
palabra honor en la antigüedad tenía,
además del significado habitual del que es recto, decente, digno, respetado y
famoso por sus obras, significaba la condición primordial de un ciudadano o
súbdito que fuese a ocupar un cargo público. En latín honoris es el premio público
que se le da a la persona que es recta, decente y por ello merece ocupar un
cargo de Estado. Honos significa
cargo público. Los honesti son
aquellos ciudadanos que el pueblo honra, otorgándole un puesto dentro del gobierno de la ciudad. Un tirano
no recibe su cargo por lo decente, digno
o recto, sino que lo asume, por la fuerza; toma el lugar del poder absoluto por
medio de su voluntad y sus esbirros. El pueblo no lo premiará fácilmente por
sus méritos. Si lo reconocen es motivado por una doble condición. La primera,
por miedo. La segunda, por la
oportunidad de lo que pueden obtener y beneficiarse. Nunca es por la condición virtuosa o recta que representa, a los ojos
de todos, su persona. El tirano, por condición, no es un ser honorable en este
sentido. Se le puede proclamar como un ser
honorable. Pero tanto él, en su foro interior, como quienes lo
rodean, en el foro externo, tienen conciencia de su deficiencia de honradez personal. Por ello, en principio,
Hierón no puede aceptar que un tirano
busque honores como los descritos aquí. Su ambición de poder lo lleva a otras
latitudes. Donde el honor no es un
premio que se busque por proclamación pública. Todo pueblo mandado por un tirano
está sometido a su voluntad única, a un mandato absoluto. En toda tiranía la
ciudad se convierte en una prisionera del gobierno. Para ser honrado debería
esa mayoría sentirse libre de proclamarlo. Tal situación no está en las miras
de ningún régimen de este estilo, el cual siempre está conectado con un juicio
moral negativo.
El
diálogo nos ofrece una serie de reflexiones en torno a la búsqueda de
honores por los hombres. Por honor los hombres son capaces, en el mejor de
los casos, de soportar todos los males, de enfrentarlos, arrastrando penalidades y
soportar peligros por doquier. Se lleva a cabo actos heroicos, donde se expone
la vida por la obtención de un bien general y restituir el orden social
perdido. El poeta Simónides parte de una
concepción de esta condición humana de forma equívoca. Piensa que el tirano
obra como tal por los honores que obtendrá. El sabio, recuerda en el diálogo, que los tiranos
parecieran lanzarse a soportar tantos
inconvenientes por el reconocimiento general de ser honrados, y aspiran a que
todos les sirvan sin pretextos por
admiración, que se levanten de sus
asientos, cedan el paso, y todos los presentes
os honren con palabras y obras. Es el sentimiento común en aquellos que nos despierta darles
reconocimiento por su supuesto honor. Aquí introduce una distinción respecto a los hombres. Habrán hombres comunes, particulares, y los que son llamados como hombres verdaderos o de verdad. Estos
son los propios a otorgarles la condición de honorables. Son aquellos que, por
sus acciones, su vida se ve honrada por
los demás. Los hombres de verdad se diferencian de los animales porque desean
honores, es decir, ser reconocidos universalmente. Son, como hemos referido
antes, los premiados por el pueblo. Admirados por su valía y rectitud,
otorgándole el premio de ocupar un cargo público acorde a su personalidad.
Simónides
sigue departiendo con Hierón,
llevando sus palabras por caminos sofísticos. Compara las acciones de los tiranos con la de los hombres verdaderos. Observa que el
tirano padece y soportan todo tipo de situaciones en su vida, y por ello recibe
honores por parte de los demás. Tal admiración el poeta lo considera como uno
de los mayores gozos divinos que todo
humano desea.
Hierón no tiene la misma opinión. Es un
tirano realista y no admite falsos
silogismos. El tipo de honores que recibe, son humo de adulación, volutas
enfáticas. Los compara con sus vaporosas
e inestables relaciones sexuales. Que no son sinceras, ni poseen un carácter amistoso. Son dadas por
conveniencia, miedo y comercio. No son gratos placeres los que dan aquellos que no corresponden por
decisión personal. Tampoco placenteras y plenas las obtenidas mediante
relaciones sexuales forzadas. Los
honores arrojados por conveniencia se
obtienen por temor y no por libre elección de quienes pueden
honrarlo. Sus palabras son lúcidas: la muchedumbre hace regalos a quienes odia,
y sobre todo cuando teme recibir algún mal de ellos. Son acciones serviles.
El miedo a los males lleva a someterse
ante el déspota. ¿Cuál es el concepto de
Hierón de aquel que debe ser honrado?
Hierón no desconoce la condición del
hombre en todas sus opciones. Es un tirano que no está esperando ser engañado
con bellas y oportunas palabras. Carga con su desdicha, pero de forma
consciente. Considera que el hombre de verdad es el que beneficia a los demás, sintiendo que participan de sus
buenas obras. Eso hace hablar afirmativa de él. De esta manera voluntariamente le ceden el paso
y se levantan de sus asientos. Todo por amor y no por miedo: y… le imponen coronas por su virtud pública
y su beneficencia, y quieren hacer regalos. Por los servicios que le ha
prestado a los súbditos obtendrá el reconocimiento de ser honrado. Considera
que debe obtener tal premio. Este hombre verdadero no teme por su
vida. Se le cuida para que no corra ningún peligro. Se prodiga que lleve una vida relativamente feliz. Apartado
del corrosivo miedo latente. Vive sin sombra de envidia por los demás. Condición
que no puede disfrutar el tirano. Que vive
noche y día temiendo ser condenado a muerte por todos los hombres gracias a las
injusticias que ha cometido y sigue cometiendo. El tirano es el señor del
miedo. Un representante permanente del dios Fobos.
Lo infringe continuamente a los
demás por estar sometido permanente por el miedo en sí mismo.
La ciudad gobernada por el tirano no dejará tener la condición de vida del
tirano, el miedo. El miedo ejercido sistemáticamente como cohesionador de un
orden injusto, brutal, involutivo y particular contra todo. El miedo en las
tiranías es la emoción más cercana. Lo siente todo el que habita en las celdas
de su ciudad bajo la apariencia de libre movimiento.
En este
epígrafe da una confesión determinante y conclusiva de Hierón en relación a la condición del tirano. Se nos presenta
cuando Simónides formula la siguiente
pregunta a la decepcionante vida del desdichado y acorralado gobernante.
“-Y si
ser tirano es así de penoso, Hierón, y tú te has dado cuenta ¿por qué no te libras de un mal tan grande, sino que
ni tú ni ningún otro ha estado nunca dispuesto a dejar la tiranía una vez la
hubo adquirido?”
Un tirano
se le conoce de lejos por no querer abandonar, por propia voluntad y de forma
pacífica, el mando del Estado. Se perpetúa en el mando por todas las opciones
que tenga a su haber. Y, lo peor, aunque quisiera, no puede librarse de ella.
Todo por miedo a perder su vida, a la
fragilidad de su permanencia. Por ello Hierón le responde a Simónides así:
“-Porque,
Simónides, también en esto es sumamente miserable la tiranía: no es posible
librarse de ella. Pues ¿cómo podría tirano alguno alcanzar a devolver tanto
dinero como sustrajo, o sufrir tantas cadenas como impuso, u ofrecer en
compensación morir tantas veces como vidas quito? Así que si alguien,
Simónides, le conviene AHORCARSE, has de saber –dijo- que en mi opinión es el
tirano a quien más le convendría. Pues él es el único a quien no conviene ni
sufrir males ni ponerles término (mayúsculas de DDlR)”.
La
respuesta es rotunda. El tirano, si quiere librarse de sí, el único recurso que le queda es el suicidio.
O solicitar su propia ejecución. La muerte como única liberación. Ahorcarse
es lo que más le conviene. Decisión dura
y única por parte de Jenofonte, confesando el poco crédito que tiene a sus ojos
tal ser del sometimiento perpetuo a los demás y a él mismo. Declaración que
asombra por surgir en boca de este
personaje. Mostrando que este parágrafo cierra con una apreciación totalmente
contraria a la inicial. Se buscaba reflexionar del honor del tirano y el tirano
termina por declarar que si quiere dar una salida honorable a su vida,
solo le queda ahorcarse o suicidarse por libre elección. Es la mejor
opción para vencer los insoportables y persistentes miedos y vida inhumana que soporta en su malhadada consciencia. El
tirano es, indefectiblemente, tirano hasta con él mismo. Esa es la paradoja de
su nefasta situación, pretenciosa de dominio y absurdidad.
El octavo epígrafe nos presenta la propuesta final de Simónides. Se quiere enmendar
las acciones y situación del tirano en su búsqueda de ser reconocido, amado,
apreciado por el conjunto de los hombres de su ciudad. Simónides intenta convencer
al oscuro personaje, condenado y reñido
con el amor y el respeto de sus súbditos, cambiar sus actos hechos hasta entonces. Le
pide que ofrezca premios: regalos,
cuidado a los enfermos, tolerancia con la población mayor, etc. Ello contrastará con la visión del realismo
político que tiene el tirano en ejercicio. Debe imponer, para la subsistencia
de su régimen, mayores impuestos, controles, vigilancias, castigos, mercenarios. Es decir, un conjunto de elecciones y
mandatos que terminan de sobremanera ser costosos a los ciudadanos. Son gastos
suntuarios para alimentar el egocentrismo del poderoso en permanente temor.
Veamos el texto.
Hasta
este momento del diálogo notamos en las palabras de los personajes un desabrido
sabor y desánimo con la tiranía por
parte del hombre de poder. Afirma desear ser amado, pero el camino para su
obtención presenta muchos obstáculos. Simónides es insistente. Intenta mostrarle
que un tirano al gobernar no tiene
ningún impedimento para ser amado. En
esto saca ventaja a cualquier particular. Se vuelve a las comparaciones entre
el tirano y el hombre particular. Se quiere mostrar el peso de la sombra del
primero sobre el segundo en cualquier situación pública o doméstica. ¿Quién
será favorecido si alguien viene a dirigirles la palabra? ¿A quién querrán
escuchar? ¿Con quién querrán compartir? ¿A quién querrán honrar y alabar? El
tirano será siempre quien reciba mejor gratitud al propiciar cualquier acto que
provea de algún bien al que lo necesite. Si llegan a preocuparse por la salud
de un enfermo y ayudarlo a sobrepasar sus males, el tirano, por importancia y
condición, alcanzará mayor gratitud que el hombre particular.
Igual al
donar dádivas o regalar ocurrirá lo mismo.
Se quiere que el tirano se muestre como un hombre de verdad, con lo cual los
dioses le otorgan algún honor y gracia. El
hombre de gobierno atrae más que el hombre común al ser contemplado por
la mayoría. Siempre está en los hombres la permanente inclinación servil de creer
disfrutar más con los que han recibido honores que con nuestros iguales. El honor, así sea
aparente y falso, desiguala y somete
voluntades, arrastradas por el autoflagelo que da el sonido de la palabra muerte en los
laberintos de su consciencia.
Independiente
de su estado, vejez, bellosura o no del hombre, los honores es lo que más
adorna. Ante ese barniz, cualquier cualidad negativa desaparece como por arte
de magia e inmediatamente muestran la
faz del brillo. Por lo que otorgar beneficios más que nadie, dar regalos
en abundancia y publicitarlos ante el común de los hombres, conduce al gobernante ser más amados que el
resto de los particulares. Simónides no ceja ante esta solicitud de cambio de
actitud del tirano para enmendar los afectos
que dirigen ante (o contra) él.
Hierón siempre vuelve a echar de lado
lo andado por su interlocutor. Muestra
su inconformidad con lo dicho por el poeta. Habla de sus negros pensamientos
surgidos de su vida personal como tirano
experimentado. El hecho es que estos gobernantes
odiados se ven circunscritos a hacer muchas cosas que son censurables por los
particulares. Y serán más odiados que amados o admirados. Un factor que priva
para que surja esto está en el campo económico. La cantidad de dinero a
conseguir por el tirano es buscada de manera forzosa. Bien por la imposición de
mayores impuestos o bien por saqueo de los erarios privados o públicos. Requisito
para obtener lo necesario para su tren de vida y mantener su propio resguardo y
seguridad. Esto conduce a un tipo de injusticia permanente a todos aquellos que
quieran insolentarse o aplicar el castigo a los que son considerados injustos
por el régimen. Y cuando se presenta el
momento oportuno para lanzarse con prontitud por tierra o por mar, no hay que
ceder a los que llevan una vida fácil.
Y el referido hombre de verdad
en tanto tirano requiere de mercenarios, de soldados leales en razón de su paga. Este gasto es una pesada
carga para los ciudadanos pues, piensan que se mantienen a los mercenarios, no
a causa de la igualdad en honores con
otros tiranos, sino a causa de su ambición.
En el noveno epígrafe sigue con
el discurso de reconciliar del tirano con sus ciudadanos gracias por
acciones que muestren cierta benevolencia.
Simónides advierte que hay ocupaciones
gratas (como el alabar y otorgar premios), y ocupaciones incómodas (como
la de castigar y censurar, por decir algunas). Frente al público, el tirano
tendrá cuido con la imagen que da, presentando, así sea de forma teatral y
artificial, más una imagen positiva
que indeseable. Deberá dedicarse ante el
mundo, como ya se había aconsejado, a presentarse benevolente y reconciliador.
Mostrarse en gratas ocupaciones civiles
que deparen favorecer. ante los ojos particulares, su estima. Enseñar cosas
bellas y buenas. Elogiar y honrar a segundas partes. Realizar acciones que aparezcan como nobles,
resultando esas ocupaciones gratificantes para quienes las viva y quien las
observe. El hombre verdadero, tendrá
el cuido de encomendar a otros. Cualquier acción que cauce deficiencia de su
imagen, como el obligar, censurar, reprender y castigar debe ser evitada. Todas
aquellas situaciones que reflejan
de por sí enemistad o un sentimiento
negativo.
Pero
entregar premios deberá hacerlo el mismo tirano. Mantener una máscara de bondad
y utilidad, sensibilidad y benevolencia otorga credibilidad y cierta condición de honradez
por la mayoría.
El
ejemplo que nos da Jenofonte surge de las competencias que se daban entre los
coros en su época:
“…en
efecto, cuando queremos que nuestros coros compitan, el arconte concede los
premios, pero encomienda a los jefes de los coros reunirlos, y a otros
enseñarles y castigar a los que hacen
algo deficientemente. En consecuencia, de inmediato sienten éstos agrado por el
arconte, y repulsión por los otros. Así pues, ¿qué impide que también se
realicen así los otros asuntos de la ciudad?”
De la
misma forma deberá conducirse el tirano. Otorgará premios
a aquellos que sean diestros en las armas, mantengan la disciplina, sean
maestros en el arte de la equitación, que posean coraje en la guerra, hagan
mantener la justicia en las relaciones contractuales. Actos que puedan ser
practicados por todos con ahínco y emulación. También premios con beneficios
económicos a los agricultores probos, pues:
“… la
agricultura, la cosa más útil de todas pero la que menos suele hacerse por
emulación, progresaría mucho si alguien otorga premios por comarcas o por aldeas
a quienes más noblemente cultivasen la tierra, y a aquellos ciudadanos que se
dedicasen decididamente a esto les proporcionaría muchos bienes”.
Estos
reconocimientos tienen la finalidad, además de mejorar la imagen del tirano
ante su ciudad, de aportar una serie de beneficios, pues aumentarían los
ingresos, traerían cierta moderación y entusiasmo en las ocupaciones
laborales, sin importar perjuicio para
el gobierno de la ciudad. Concibiendo reducir las maldades gracias a que todos
estarían ocupados en sus faenas
personales. Es una postura inteligente
pero no convincente a Hierón. No pasa
por alto la importancia del comercio para la ciudad y mostrarse honroso ante aquellos que presentasen
buena industria, progreso y trabajo en esa área del quehacer citadino. El
comercio beneficia al conjunto de la ciudad y deberá también ser tomado en
cuenta en el momento del reconocimiento premiado. Aceptando que “quien llegue a descubrir alguna fuente de ingresos que no comporte
perjuicio para la ciudad será honrado, ni siquiera la especulación misma
andaría desocupada. Simónides pide
al tirano que premie a todo aquel que sea notorio en el desempeño mejor de la
ciudad. Otorgando el tirano las honras
debidas por sus aportes al buscar, con
su tarea, de hacer algo bueno individual y colectivamente, incitando al
conjunto a buscar muchas más. Y advierte, antes de terminar su propuesta, lo siguiente al interlocutor:
“Pero si
temes, Hierón, que al otorgar premios en muchas cosas surjan muchos gastos, has
de saber que no hay mercancías tan
baratas como las que los hombres compran con premios. ¿No ves que los concursos
hípicos y gimnásticos y de coro que permios pequeños incitan a grandes gastos y
provocan en los hombres muchos esfuerzos
y muchos desvelos?”
Tales gastos harán que mantengan concentrados
a todos aquellos que participen en obtener tales premios. Estarán ocupados y
concentrados en progresar para ser reconocidos. Y a la vez se incita la
inversión privada para arribar obtenerlo. Estos honores son una buena
manipulación del tirano. Proporcionando
fama, un reconocimiento de benevolencia y el acercamiento a su persona por
parte de los súbditos. Estos han creído en la honradez –cuestionable- de
los premios y del reconocimiento del amo-tirano por sus esfuerzos emprendidos.
Este es el consejo y la estrategia del jefe
de campaña de imagen Simónides que, desde la antigüedad, lanza a todos los
gobernantes déspotas (y no), de turno al timón, como Palinuros ante el embate
de los mares políticos adversos, sobre la nave del barco del gobierno.
En el décimo epígrafe el sabio poeta aconseja
que se conviertan los mercenarios en
protectores de la ciudad, de sus habitantes y sus bienes, en lugar de sólo
defender los intereses y la vida del tirano. Al incursionar en la vida civil
estos mercenarios se busca que surja la creencia y convicción de la necesidad
de su utilidad. Es aceptar por todos el gasto para su mantenimiento. Obtienen
la simpatía ciudadana. Se solapa con ese acercamiento el gasto que significan los mercenarios para el erario público. Se oculta su fin
principal sin mostrarlo abiertamente a la luz: su permanencia y pago en torno
al tirano como defensores y guardianes íntimos de su persona. El pago del
estamento militar es adornado y camuflado por estas obras menores de servicio
público respecto a la defensa, seguridad y protección a la ciudadanía. En el
fondo los hombres de armas, parásitos
de todos los tiempos, adquieren cierto lustre ante los ojos de los desarmados y
sometidos civiles. Llegan a adorar a quienes los somete; montan la bota en su cara y terminan
lamiéndola. Un dulce yugo que pretende proteger sus vidas y propiedades a costa de
haber perdido su libertad.
Este
apartado comienza con una pregunta directa de Hierón a Simónides. Pide un consejo al sabio asesor de tiranos. Pero en cuanto a los mercenarios ¿sabes
decirme cómo no ser odiado por ellos?¿O dices que el gobernante, al granjearse
amistades, ya no tendrá necesidad de guardia personal? La preocupación de Hierón hacia sus huestes se hace
presente. Hay un tufillo de desconfianza en su interrogante. Cuando lo ideal de
un gobernante aceptado y respetado vendría a poder permanecer y moverse a donde
quisiera ir, sin la necesidad permanente de sus guardianes de corps.
La
respuesta de Simónides no es distinta a la esperada. El tirano no puede dejar
de necesitar en torno a él los mercenarios. Advierte que los
hombres serán más insolentes cuanto más satisfechas estén sus necesidades
cubiertas. La abundancia, da seguridad; la escasez, sometimiento. La insolencia
se corrige para Simónides con el aguijón permanente de la inseguridad, aunado
al temor represivo que pueda influir la presencia de la guardia personal.
Y los
hombres de bien, aquellos que no tienen mayor reclamo ante el régimen,
igualmente les harán la vida más fácil a
la existencia de dicho cuerpo represivo mercenario. Son un freno para que
ningún esclavo ose asesinar a su amo, como que pareciera ocurrir. De esta
manera encuentra el poeta que la primera disposición de este cuerpo es, además
de mantener los que vendrán a defender en todo momento al tirano, pasar a
formar parte del orden y vigilancia a
todos los ciudadanos, socorriéndolos si se advierte tal situación semejante.
Tendrán la función, además de guardar la vida del gobernante, de custodiar
ciudadanos; sintiendo éstos últimos que participan también de su beneficio. Se
busca establecer confianza y seguridad a los familiares como a los habitantes
de la comarca. Ello proporciona la atmósfera
de tener más tiempo libre para
cuidar y procurar mejores bienes a los miembros de las familias, al verse
protegidos respecto a sus conveniencias personales. Se busca crear un cuerpo disciplinado, que
hoy pudiéramos llamar profesional, donde tienen una misión específica qué cumplir: la supuesta protección de
cualquier incursión enemiga o de romper el orden de convivencia en la paz
social. Tal visión optimista de los mercenarios pareciera ser completamente
ingenua. Simónides se nos muestra poco experimentado con los desmanes de un
cuerpo militar a las órdenes de un mando
único que se sobrepone por encima de cualquier objeción o crítica de los
gobernados. Su idea es que los mercenarios son
los más capaces para salvar las cosas de los amigos y hacer fracasar las de los enemigos. Son soldados que no
saben cometer injusticias, ni llevar ningún daño, serán los guardianes del pueblo, no delinquirán y socorrerán a los que
sufren injusticia. Una visión demasiado poética
para ser verdad. Si esa fuera la imagen
que dan a todos no tendrán ningún rechazo a su existencia ni a los gastos que
implican el sentirse siempre a resguardo: ¿cómo
no va a ser forzoso que gastar en éstos sea sumamente grato?
El último epígrafe del diálogo, el onceavo, pareciera un adelanto a la
visión keynesiana moderna al fomentar el
gasto público por parte del Estado. Esto presenta ventajas para el país y para
el gobernante en conjunto. Simónides, una vez más, exhorta a Hierón no ser mezquino con sus riquezas para la
construcción del bien común. Recomienda
al tirano, en tanto hombre de verdad,
realizar desembolsos sustanciosos a favor de la ciudad; estos son gastos
en cosas necesarias en su mayor medida. Gastos contrarios al desembolso del
erario público en acrecentar o mejorar
únicamente su propiedad personal. Una casa
bien ornada nunca podrá
compararse con el ornato que viene a ofrecer una ciudad provista de murallas,
templos, columnas, plazas públicas, parques, estadios, avenidas, aseo y
puertos. Tampoco está bien visto que el tirano y sus allegados estén bien
armados y protegidos, y que el resto de sus gobernados indefensos por falta de
armas ante cualquier ataque enemigo; se requiere tener el pueblo armado para su
defensa. La economía se acrecienta no mirando solo por el producto de los propios
bienes, sino atendiendo cómo puede llevarse a cabo un crecimiento de la
riqueza de todos los ciudadanos. El principio que se toma de esta reflexión es
que una mayor virtud se obtiene no pensando únicamente en la fortuna personal sino en cómo acrecentar la felicidad de la ciudad que dirige el gobernante.
Al
tirano, en tanto hombre de verdad, no aconseja competir con los simples
particulares. Todo lo que haga será
visto como teniendo una ventaja a priori frente a cualquiera. Ello hará que no
se le admire: se le mirará con malos ojos,
como quien se ha valido de muchos recursos
creando una ventaja ante todos. Lo peor para el tirano sería que llegase
a perder o ser vencido en cualquier contienda entre particulares, lo cual daría
pie para burlarse muchísimo de él. Así
que si Hierón, o cualquier tirano,
quiere rescatar el aprecio de sus
gobernados y reducir los temores de odio y rechazo, debe aprender a competir no con las
actividades que desempeñan los particulares sino con los dirigentes de otras
ciudades: si tú haces a la ciudad que riges la más feliz de estas,
los heraldos te proclamarán vencedor en la más noble y magnífica competición
entre los seres humano.
Este
consejo arroja inmediatas consecuencias para beneficio del tirano. En primer lugar, podrá conseguir ser amado
por sus súbditos, que es primordial para el gozo del mando del hombre de verdad. Su victoria sería
pregonar no sólo por su voz sino por el
conjunto de los hombres, cantando su
virtud. No sería únicamente amado por su ciudad sino por muchas más. Sería
admirado no por la riqueza personal acumulada, sino por su aporte a las mejoras
públicas establecidas. Una constelación
de eventos públicos que podría sentirse
libre de movimientos. De poder estar en cualquier espacio público sin temor, y
poder viajar para disfrutar de otras actividades en diversos lugares. El tirano
pasaría por ser un gobernante sabio, noble y bueno, y muchos querrían estar
bajo su servicio. Los presentes serían
sus aliados inmediatos; los ausentes estarían con el deseo de serlo. Amistad,
aprecio, respeto, amor de los hombres, seres dispuestos al amor
erótico-carnal, son algunos beneficios que Simónides podría
imaginar con semejantes cambios y actitudes de gobernante. Superaría su miedo, causando el
efecto en los otros que cuidarían de él
de forma voluntaria. Tendría en verdad
como tesoros todas las riquezas de tus amigos. Así que apresúrate Hierón, a
enriquecer a tus amigos: pues te enriquecerás a ti mismo; engrandece la ciudad:
pues te procurará poder a ti mismo; adquiere aliados para ella. Estos
buenos propósitos son los que pudieran cambiar en algo el gobierno defectuoso del tirano. Tomar a su
patria por casa, a los ciudadanos por compañeros, a los amigos como hijos
cercanos; la propuesta a realizar es en superar a cualquier haciendo el bien: Porque si
sobrepasas a tus amigos en hacer el bien, los enemigos no serán capaces
de resistirse a ti. Esto da al tirano la condición más noble y dichosa
entre humanos: ser feliz sin ser
envidiado.
Con estas
palabras cierra Jenofonte su diálogo.
[1] Reiteramos que
todas las referencias al diálogo Hierón de Jenofontes son tomadas de la edición Sobre la tiranía, de Leo Strauss, Ed.
Encuentro, Madrid, 2005. Págs.: 21-40. Este libro tiene de entrada todo el diálogo, además de la detallada
reflexión que inspirará a Strauss en su reflexión acerca de la condición del
tirano dentro de la filosofía política moderna y su presente.
[2] Daíloco, amante
del tirano por lo enfático de su nombradía en el texto, es la única referencia
de relaciones personales de Hierón que aparece en el diálogo.