jueves, 6 de octubre de 2022

                                               De la esperanza

David De los Reyes


Imagen: Fragmentación Psico-Vegetal. DDLR/2022


En todas estas tierras latinoamericanas, donde se ha asentado un cristianismo milenarista, surgen voces que articulan e invocan, una y otra vez, la esperanza como actitud que promueve la ilusión a transformar una realidad desesperante a través de un cambio definitivo. Esto puede ocurrir gracias a un vuelco afortunado, aportado por una fuerza celestial divina (Cristo, la virgen -en sus diversas modalidades locales-, los santos, etc.). Este ser numinoso vendrá a detener la frustrada e injusta realidad impuesta por un grupo dominante a través de la implementación del control, la fuerza, la tortura, la destrucción mental, y la muerte, como técnicas de contención a la población que reclama un cambio y una actitud de los saqueadores miembros que manejan el poder. Cosa que no es una ilusión para hispanoamérica, sino una crasa y permanente realidad en muchos países.

Para aquellos que promueven que gracias a la esperanza todo puede cambiar (la fe mueve montañas, como dice el texto bíblico), remiten a toda una serie de ritos y actitudes que buscan despertar la transformación deseada. La realidad cambiará mediante el rezo y el sacrificio, y aceptando la llegada del mensaje de la luz divina, (opacando la luz consustancial de la razón humana). De esta forma se vivirá bajo el lastre de una conciencia mítica, que explicará y reiterará la transformación política de una nación maniatada por medios trascendentes o celestiales. Ello nos muestra que no se ha llegado a comprender su posición existencial a partir de un grado de desarrollo gradual de la consciencia en tanto esperanza a realizar: el cambio vital será de una sola vez, por un golpe divino, como surgiendo de la espada reivindicativa de San Jorge contra el dragón, imagen de una irrealidad atroz e inhumana. Pero sustentada por la creencia que no duda ante la leyenda mítica, o recurriendo a la virgen, a los santos y a los ángeles. O tomando versículos bíblicos que aportarán a la fundación del mito de la esperanza desde una perspectiva de lo acontecido en un lejano pasado por la mano de un dios (el libro de Ezequiel, o el Apocalipsis, pero regionalizado, algo muy postmoderno, por sólo nombrar dos).
Se escuchará reiteradamente la manida frase popular: mientras hay vida hay esperanza, pues sin la creencia no se puede vislumbrar lo que deberá pasar a proyectarse a futuro (siempre el tiempo oportuno no es la comprensión de la acción en un aquí y ahora, en un tiempo presente; se mira al pasado para invocar al futuro, sin mediación del presente). Así, de forma individual y colectiva, la vida buena estará rodeada de la espera convertida en abstracta esperanza, en el sentido de la era que ha de venir o del todavía no. Son los mitos que se trasmiten desde las generaciones del pasado a las del presente. Sin cambiar un punto ni una coma.
Esta pasión cristiana se inició en los tiempos de San Pablo, cuando se comienza a inocular de forma expansiva la conciencia de esperanza para sí o en sí, anticipando todo el prodigioso y milagroso río ilusorio de la esperanza gracias a la luz divina -o al castigo: depende con el lente que se mire y de la acera en que estemos parados…- ante una situación determinada. La esperanza como una apuesta a un cambio parcial de la vida, a la superación de esto o aquello inaceptable, de un régimen, de una enfermedad, de un estado paupérrimo de estar, con lo cual se responde a una situación de angustia y de dolor mental y físico. Estado personal y colectivo que se amplía con el sentimiento de insecuritas, de inseguridad y miedo constante . Y prodigar de forma permanente ad infinitum, un mundo donde no se niegue la posibilidad de una vida auténtica invocada. Hay que esperar para llegar a ser auténtico, a que cambien los tiempos y no cambiar al asumir la existencia desde nuestra propia comprensión, autenticidad y habitar.
Ante la conciencia mítica, lo más usual y cómodo, sólo se puede superar la angustia surgida por la vivencia de una realidad inaceptable, negando ese mundo y despertando el sentido de la esperanza por venir, hacia un futuro que puede ser lejano más no cercano, comprendiendo que todavía no es el tiempo, todavía no es, o ha de llegar. No se confía en la razón, que, en principio, para la mitomanía del esperanzado, está destinada a fracasar, pues exige una actitud de afrontar el presente, del aquí y ahora.
Tampoco la actitud racional ofrece una seguridad absoluta, que sí promete la visión mítica. Comprendiendo el mitómano de la esperanza que no está solo y que vive en tanto ser social, apuesta en superar esa inseguridad por medio de la ayuda fantasmal de imágenes míticas sociales religiosas. Ello le permite a trascender la situación; y a no vivir en la inmanencia de la desbordante y rotunda realidad inhumana, gracias a la imagen redentora celestial. Se coloca, como sucedáneo, a las representaciones de un mítico estado o reino absolutamente feliz, próspero, inclusivo, con cierto sentido de igualdad, en los espacios de la ecuánime democracia o en la justicia social del socialismo aún no realizado. Pero tal esperanza está condenada al fracaso, pues es una imagen y no una construcción de realidad material concreta, trazada por la comprensión de la razón.
Toda esta conciencia mítica del principio esperanza (a lo Ernest Bloch), ha desarrollado un larguísimo halo de movimientos sociales en el cauce de la historia, y no menos en las décadas del presente siglo. El mito se mantiene y continua: el hombre es un animal de sed insaciable de crearlos y consumirlos: les da, a la final, una guía existencial. En este sentido podemos observar que el mito ha servido de palanca integradora por un lado de voluntades, y de esperanza desintegradora de un mundo atroz por otro lado.
Baruch Spinoza, en su Ética, habla de la esperanza no como virtud, sino dentro de la teoría de los afectos: la esperanza no es sino una alegría inconstante surgida de una imagen de una cosa futura o pasada, de cuyo resultado dudamos (Ética, III, prop.18, esc. 2). Toma la esperanza como falta de conocimiento, falta de seguridad, sin poder actuar para superarla; conduce a la falta de la presencia de ánimo: a la final es una afectación sensible opresiva en el estambre de nuestras emociones.
Los estoicos antiguos, en su indiferente lucidez, afirmaron que el conocimiento del sabio conduce a una vida asentada en la serenidad de la desesperanza, afianzándose y aceptando las posibilidades que le ofrece el presente y desplazando todo llamado que tienda a un futuro esperanzador. El desesperado tiene un punto a su favor, puede llevar una vida más equilibrada y sensata, puede obtener cierta felicidad, ello por estar desligado del autoengaño: no espera nada. La esperanza es una falta de conocimiento y de aceptar no enfrentarlo: es la ignorancia que la imaginación la impone como una verdad incomprobable. Los estoicos sostuvieron que la esperanza es una pasión, no una virtud y, por tanto, una carencia de sabiduría, que oportunamente no otorga seguridad ni autoafirmación. Es, por otra parte, no tener conciencia de libertad, entendida en tanto conciencia de una necesidad a satisfacer. El temor, para estos filósofos, es también un efecto ligado a la gelatinosa esperanza anímica. El estoico Hecatón de Rodas crea una fórmula que dice: Dejarás de temer si has dejado de esperar. La postura del sabio es que ha superado los temores, solo desea lo que es, no lo que puede ser; el estoico busca, como fin, liberarse de toda pasión, y la esperanza es una de las más corrosivas, un opio ideológico del ánimo. En esto encontramos semejanza con las prácticas del budismo.
También notamos en este movimiento estoico antiguo, y como hemos ya dicho antes, la afirmación de lo contrario a esta pasión teologal. Vivir sin esperanza. Que no es lo mismo de albergar en cierta desesperanza en tanto negación de sí, y caer en la depresión perpetua hasta un desenlace: o actúas contra ella o aceptas la comodidad de la lástima personal y de los otros, por la muerte convocada. Los estoicos eran círculos de pensadores cultos, que profundizaron en el conocimiento y en la sabiduría, que asumieron otra regla de vida, sin la expectativa de la esperanza y sin miedo, nec spes nec metus. Esta actitud siempre fue, ¡y es!, propia de una elección individual y grupal histórica marginal. No se trata de vivir a la suerte, con la pérdida de la voluntad, con la tristeza a cuestas, con una baja autoestima, con la paralización de la existencia personal, sino asumir que la vida es una única oportunidad para seguir siendo vital por encima de los obstáculos que se te imponen tanto física como, sobre todo, a nivel mental personal. Esta postura sin esperanza, de un desesperado, comprende la exigencia humana de saber tener el control de sí, que si bien puede distorsionar en cierto grado los alcances del entorno en que se asienta la realidad, no deja que este le reste fuerzas por la caída mental en la negatividad, en el nihilismo o en la esperanza no cumplida.
Demócrito advirtió con insistencia: la esperanza de los insensatos es de irracionales (Diels-Kranz, 68 B 292).