lunes, 1 de enero de 2018

De la naturaleza  y lo bello 

en la estética hegeliana


David De los Reyes[1]



Camino al Dorado 13. DDLR2021




Hegel establece una afirmación desde un comienzo en sus lecciones de estética: la obra de arte es superior a cualquier producto natural. En la naturaleza  no  opera, en su devenir, por ningún estadio del espíritu libre; en su obrar es ciega. Es por lo que llega afirmar que  desde  el sentimiento y la perspicacia, y desde  lo que en el arte de la pintura, por ejemplo, se representa como naturaleza a un paisaje o a una naturaleza muerta, tal obra espiritual artística, adquiere una superioridad jerárquica sobre el paisaje o las mismas frutas y otros elementos meramente naturales.  Por ello, para Hegel, lo espiritual, en tanto creación simbólica,  la considera superior, mejor participante de una verdad contemplativa estética   que aquella otra que podamos obtener al contemplar cualquier  criatura u objeto natural contingente. En el fondo estriba  que nada  de la  naturaleza podrá representar ideales divinos conscientes como lo hace el artista con su proceder inventivo imaginario artístico[2].
También notamos entre sus propuestas atención al aspecto de duración temporal que otorga la obra artística a lo representado. La vitalidad natural es pasajera, evanescente y mutable,  está sometida a su declive y decadencia. La duración de la obra la extrae de su propio interior, se conserva, condición que pareciera ser una gran ventaja sustancial frente a la realidad efectiva natural; la obra no está sólo pergeñada únicamente por y para la duración,  sino por el realce adicional de la animación espiritual que muestra y provee a la sensibilidad humana.
Por otra parte, en Hegel encontramos su observación que integra la condición creacionista protestante de la naturaleza que contrapone ésta a las obras humanas.  Nos  muestra a los elementos que componen a la naturaleza que están, bajo la delirante e hipotéticamente opinión dogmática de ser creaciones de un Dios judeo-cristiano, concebidas gracias a su idealizada  bondad y sabiduría, etc., ser superiores a las forjadas  por el hombre. Esta  afirmación imaginaria de la consciencia creadora  humana, observa Hegel,   en la que los productos artísticos  son comprendidos   de ser sólo productos humanos, hechas por las manos humanas, gracias a su inteligencia hecha habilidad y forma, como una apreciación incompleta, confusa. Esta división la considera una mala interpretación pues establece una separación entre las obras de lo divino y las del hombre. La concepción protestante  hegeliana lleva a querer reformar esta división entre lo divino y lo humano. Para las propuestas religiosas comunes, monoteístas, Dios aparece como no operando a través del hombre, limitando el ámbito de su suficiencia a la naturaleza. Es la visión dualista entre las obras divinas y las humanas.  En la perspectiva hegeliana esta postura ha de ser desterrada, superada  respecto a su concepto de arte, ya que es lo opuesto, el espíritu desplegado por el hombre contribuye más a la gloria de dios que la eficiencia de las criaturas y formaciones de la naturaleza. Entramos en la concepción germana reformista,  para la cual  la conciencia del hombre contiene y posee lo divino, -y esto a partir de la  ilusión idealista cristiana germánica;  observa que la conciencia es poseedora de lo absoluto;  la mente humana posee  la cualidad y la forma de ser de lo divino y se comprenderse como espíritu consciente; produce en sí mismo de forma activa la idea de lo divino, desplegada por la acción decantada en la realidad del mundo objetivo, en tanto símbolos materiales representativos  de una supuesta cualidad de lo divino y humano (la imaginería humana creadora de imágenes plásticas religiosas o profanas, por ejemplo). La naturaleza obra inconsciente, sensible y exteriormente, y por tanto posee un valor inferior ante la consciencia en la reflexión hegeliana. La consciencia del hombre es lo que vendrá a darle un carácter superior a la condición artística  ante las creaciones de la naturaleza,  por el hecho de  tener la capacidad de obrar y elegir, crear e inventar formas que representan lo espiritual para él, universales; la naturaleza pasa por menos, al ser, bajo esta comprensión de ella,  prácticamente ciega  en su obrar, no puede actuar  de otra manera sino a través de un dictum inconscientemente, ajustada a su necesidad determinada a priori, por la fuerza interna que la anima;  a partir de lo ya  determinado implícitamente por su condición genética-orgánica o combinatoria de elementos-inorgánicos constitutivos; de esto obtiene sus resultados y acomodos, bajo la estela de la repetición casi infinita. Y es aquí, en esta identidad y ruptura de la naturaleza y de la conciencia  donde encuentra Hegel la identidad de lo divino, como espíritu, apareciendo en el hombre y en la naturaleza. La del hombre actuando  con plena consciencia,   en su despliegue de lo espiritual, y en este caso artístico, en tanto habilidad adquirida por la acción aprendida y repetida ante la utilidad, en un principio, con la materia y luego para crear símbolos y significaciones a partir de la materia exterior con los que vendrá a representar las fuerzas superiores que contempla y comprende como distintas y separadas, poderosas y  temerosas, influyentes e incontrolables contrapuestas a su ser. Encontramos en su propuesta filosófica idealista-religiosa un sentido de  la naturaleza que obra gracias a la sabiduría y la acción de Dios: voluntad divina que es eficiente en la producción artística como en los fenómenos naturales. Lo cual pareciera que una vez establecido el mecanismo creado por este impulso de lo divino,  obtiene un devenir reiterativo, repetitivo ad infinitum; un devenir en que ya no interfiere la mano de ese hipotético dios.  Pero en la obra de arte se  revela al ser engendrado por el espíritu, logrando que lo divino obtenga un  apropiado punto de tránsito a la existencia externa gracias al obrar del espíritu. En cambio en el ser-ahí  inconsciente de la naturaleza no termina de ser sino una manifestación adecuada y consciente  al establecido plan maestro  evolutivo de lo divino.
En este caso  la necesidad que tiene el hombre de producir obras de arte es,  en esta visión hegeliana, una aparición única por medio de un impulso superior, subvertido a necesidades superiores del ser-ahí inconsciente de la existencia de la naturaleza. Tales necesidades presentes en el espíritu humano se las representa como supremas y absolutas, ligadas a  concepciones generales del mundo y de intereses religiosos referidos a épocas y pueblos enteros. El arte no es algo contingente y espontáneo, sino que exige y expide una condición de lo absoluto y universal simbólico.
Esta disposición de la necesidad humana del arte tiene su origen  de ser consciencia pensante: es decir,  en el hecho de que sí mismo hace para-sí este aquello que él es  y lo que en general es[3].  Los seres y las cosas de la naturaleza sólo son inmediatas  y de una vez para siempre en tanto forma orgánica o inorgánica constituidas, que podrán mutar en su eterno y reconstruirse bajo la forma de nacer, morir y renacer a través del germen engendrador implícito que impulsa a todo ser vivo; o, en lo llamado en ese siglo como lo inorgánico, una mutación de elementos por la combustión, fusión de la conformación atómica en su devenir en relación y choques de fuerzas.  El hombre tiene la condición de la duplicidad: además  de ser  naturaleza,  y partícipe de los elementos que conforman a las cosas naturales,  que Hegel llama como ser-ahí (existencia), es, también, para-sí, es decir, se intuye, se representa, se piensa a sí mismo y a lo otro de sí dentro de su consciencia, y gracias a la actividad de ese ser-para-sí es que es, transmutando  en espíritu al realizar su acción negativa sobre el mundo positivo en tanto acción objetivada.
El hombre deviene en sí en tanto actividad práctica negativa; niega al mundo para reafirmar su acción dialéctica de construcción objetiva-positiva espiritual creativa de su propio mundo humano. Mediante su fin actuado modifica las cosas externas, a las que imprimirá su sello interior y en las que encontrará sus propias determinaciones expresadas; a partir de la negación dialéctica de las formas simples naturales dadas, encontrará la afirmación de su idea espiritual que se concibe en tanto mundo real; sólo se es a través de la acción desplegada, de sus capacidades, habilidades y conocimientos: somos lo que hacemos: todo negar creador se transforma en afirmación objetiva de su idea espiritual surgida en y desde su mente. Considera que somos un  sujeto libre al desplegar su interioridad en una objetividad concreta; con su libertad le quita al mundo exterior su extrañeza, su carácter implícito de necesidad y en la figura  establecida (representación de imagen o símbolo, sonoro, literario-poético, plástico, etc.), vendría a disfrutar de una realidad externa  en que se reconocerá a sí mismo. Esta condición está presente desde nuestra niñez y sus sucesivas etapas evolutivas orgánicas y racionales por las que pasa el hombre; el adolescente se satisface al tirar una piedra al lago y ver cómo se difuminan los círculos concéntricos por el choque  de aquella con la superficie del agua: disfruta de su acción.  Esta necesidad humana de agrado y gozo era para Hegel una multiformidad manifiesta  de las cosas  gracias a un modo de producción que surge del sí mismo hacia las cosas externas, de la figura natural material  que ha sido modificada deliberadamente.  Y ello lo encontramos  hasta las modificaciones insertadas sobre sí mismo, sobre nuestra  corporalidad, a través del adorno y del atavío, hasta presente en el mal gusto que para él representaba la decoración del cuerpo de las culturas bárbaras. De ello da como ejemplo la condición desfiguradora  como perniciosa que, por ejemplo, encuentra en los zapatos que desfiguran el pie de las mujeres formadas para ser geishas  o de las perforaciones y tatuajes del cuerpo y de las orejas de los africanos o nativos australianos. Para él, como bien sabemos de su sentido cultural euro-céntrico,  tal alteración en el mundo civilizado se justifica porque emana de  la formación espiritual, es decir, en contacto superior, consciente con lo divino. Intervenir el cuerpo con elementos distintos a los propuestos por la creación natural-divina estaría pervirtiendo lo establecido en un plan trascendente-religioso del que participa también  el mismo cuerpo del hombre.
Esta acción artística única en el ser del hombre es una alteración que emana del foro interno  humano  hacia lo externo, elevando al hombre su consciencia de sí, reconociéndolo como una emanación de su sí mismo. Un reconocimiento de lo que se es en sí y para sí hacia una exteriorización  en tanto duplicación intuible y cognoscible de lo que portamos dentro como ser libre y de formas que comprenden al pensamiento y la acción. Gozando el arte de un proceso que él considera necesariamente, a la vez,  racional: “Esta es la libre racionalidad del hombre, en la que también el arte, como todo obrar y saber,  tiene su fundamento y necesario origen”[4].
Su planteamiento del arte considerado bello está en que ésto suscita un determinado  sentimiento de perfección, y en concreto, de la emoción de lo agradable. Estudiar la condición del arte es introducirnos en una investigación estética de los sentimientos que nos despierta y coloca, nos modifica y construye nuestro imaginario emocional.  Las obras de arte pueden suscitar miedo, compasión, la angustia, el terror, la alegría, el placer, justicia, sentimiento ético, lo sublime religioso, etc.,  pudiendo ser estos también agradables, al presentarlos, por la contemplación del evento artístico. La recreación de una desgracia, en tanto tragedia o drama, por ejemplo, pueden participar de la aceptación contemplativa por la forma en que se recrea tal evento por medio de la representación artística.
Pero en Hegel los sentimientos no quedarán en el reducido espacio  de las formas más abstractas  subjetivas de lo singular en el individuo. Son expresiones de sus relaciones sensitivas con la  representación que absorbe del mundo en tanto otredad y que, en tanto representación, las convierte en algo perteneciente a su propia interioridad en tanto en sí. Es por ello  que la conciencia nunca es una identidad absoluta, única; somos un yo que es un nosotros y un nosotros que es un yo, mostrado en su fórmula nuestra compenetración simbólica e imaginaria participante de un colectivo social cultural-simbólico implícito en la evolución de la mente en tanto espíritu  y autoconsciencia en que se  presenta lo universal a través de lo particular del individuo y su pensamiento representativo.  
Pero lo bello  no es solo concebido como un sentimiento peculiar sino que en el romanticismo y en la condición del mundo decimonónico  a la europea, se  está determinado por un sentido para lo bello. El cual no parte de un instinto ciego, fijamente determinado por la naturaleza que ya es en y para sí distinto de lo bello humano. Captar ese sentido de lo bello requiere apartar la ceguera del hombre en tanto ser solo natural y abordarse por medio de la educación o formación, es decir, por lo llamado por cultura,  para el sentir estético inmediato de lo bello, que en el momento se establecía  en tanto gusto. Y todo gusto tendrá un marco referido a las apetencias constituidas en un intervalo histórico y temporal; los gustos son  apreciaciones determinadas por un devenir, una clase hegemónica y una distinción que establece  el uso o vivencia de los sentidos. Es la posibilidad de construir un juicio estético que no surge por instinto ni por espontaneidad, tampoco únicamente por hábitos tradicionales, sino por mediación y el devenir de la experiencia y consciencia del gusto y del sentimiento agradable de lo tomado como bello.
El gusto, todo un tema recurrente en el pensamiento artístico del siglo XVIII y XIX,   solo establecía, bajo la concepción kantiana,  una ligera profundidad con  las relaciones externas, y la cosa en sí del kantismo seguía siendo inaccesible, y para ello se reclama, ahora en el campo del hegelianismo, no el sentido de reflexiones abstractas, sino de la razón plena y el espíritu sólido. El gusto sólo es remitido a la superficie externa del mundo y de las cosas artísticas o naturales, en la que pueden actuar los sentimientos y hacerse valer los principios unilaterales[5]. Para Hegel el gusto no es lo determinante para establecer lo placentero y quedar sólo en tanto juicio subjetivo.
Con esto queremos detallar que la obra de arte no puede ser observada en ningún modo como un producto natural, ni en ciertos aspectos, en tener una vitalidad natural. La obra de arte debe  tener un ser-ahí, es decir, existencia,  en que existe para el espíritu del hombre, pero no que existe para sí misma  solo como algo sensible separado del vínculo estético humano. Sin el espectador, del artífice, del observador, la obra de arte no tiene sentido de existencia. Su vida requiere quitarle la distracción de la vida del espíritu humano por medio de la atenta captación y focalización espiritual que exige su presencia.
Una consideración determinante en la visión hegeliana de la obra de arte es que ésta no debe remitirse sólo a lo sensible, en manifestarse solo como superficie y apariencia de lo sensible. El espíritu no busca lo sensible en la obra de arte  ni la materialidad concreta. Tampoco la completud interna y la extensión empírica del organismo que el deseo demanda, ni el pensamiento universal, sólo ideal, solo requiere de la presencia sensible, requiere de ello pero liberándose del andamiaje de su mera materialidad para alcanzar la idea absoluta a la que remite la creación. Por eso en la obra de arte lo sensible,  en comparación con el ser-ahí inmediato de las cosas naturales, es elevado  a la mera apariencia, y la obra de arte se halla a medio camino  entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal [6]. La obra no es pensamiento puro, abstracto, ni tampoco pertenece a la materialidad natural de las cosas como las piedras,  las plantas, el aire, etc.  Es una especie de espectralidad su apariencia sensible, tienen la cualidad de provocar una asonancia y resonancia desde todas las profundidades de la consciencia. El arte espiritualiza lo sensible, ya que lo espiritual aparece sensibilizado.  En toda producción artística, según este recetario alemán, debe unificar los lados de lo espiritual y lo sensible, obteniendo con ello la actividad de la fantasía artística.
Lo sensible en el arte para Hegel está referido a los sentidos teóricos por excelencia,  que son el oído  y el ojo. El resto, el gusto (en tanto paladar), el olfato, el tacto, quedarían excluidos del goce artístico. Pues el olfato, el gusto y tacto tienen que ver con lo material como tal y sus cualidades inmediatas sensibles: el olfato con la volatilización material en el aire, el gusto con la disolución material de los objetos,  y el tacto con el calor, el frío, la tersura, etc[7]. Es por ello que considera que no tiene nada que ver con  los objetos del arte, los cuales tienen una autonomía  real y evitar toda relación sensible como la planteada antes.  Lo agradable para estos sentidos  no es lo bello del arte¸ declara. Bajo esta reflexión estética,  el paladar, la piel, el olfato no participa de la cualidad de lo bello sino de lo agradable en tanto lo placentero experimentado o sentido.  Apreciación que ha cambiado con el curso de la creación artística, donde todos los sentidos han sido convocados para lograr una sinergia artística a través de todos los enfoques de la vanguardia y de las posturas más actuales de la creación de los mundos virtuales y sus efectos (para bien o para mal) de la sensibilidad humana.  
Finalmente con esta  precisión entre la creación implícita de la naturaleza y de la explícita humana en la concepción hegeliana  damos una breve inserción en la visión dialéctica del espíritu artístico establecido en las lecciones de Hegel  acerca del arte y de la estética, de lo bello y espiritual del arte y  sus vinculaciones con la naturaleza, los sentidos y la conciencia en contraposición y complementación con lo material externo natural y las formas. Pero ambas experimentando grados distintos dentro de la hipótesis de lo divino.  Condición que está presente como un faro que enceguece la condición humana en su  trayecto de búsqueda  autónoma como ser creador de artefactos y símbolos a través de la imaginación artística por la idea humana y su vinculación con el mundo  natural e histórico del  que emerge.






[1] Docente activo de la Universidad de las Artes, Guayaquil,( Ecuador) y profesor titular  de la  Universidad Central de Venezuela.
[2] Hegel, G.W.F.:  Lecciones sobre la Estética . Ed. Akal. Madrid. 2011, pág. 26.
[3] Idem, pág. 27.
[4] Idem, pág.28.
[5] Idem, pág.29
[6] Idem, pág.32.
[7] Idem, pág. 29.