Consideraciones intempestivas de
un
bicentenario en un país condenado a
morir.
Caso Venezuela
Por: David De los Reyes.
El sueño de la razón produce monstruos
(1799)
de los Caprichos de Francisco de Goya.
En la última década, en nuestro país
Venezuela, pareciera volver, en tiempos de celebrar su bicentenario de
independencia, a un mundo que no tiene
ni la fisonomía de la modernidad y sí algunas pinceladas cibernéticas de la
postmodernidad, animado con una ignorancia (i-que revolucionaria) o de una
impotencia (democrática) de cambio generalizada respecto a un conocimiento del
curso de los acontecimientos y de la situación inabarcable de la realidad
nacional. La modernidad vivida ahora como ruina y desecho. Encontrándonos en
una alienación de la población por el discurso presidencialista, una crisis por
la insistente condición omniabarcante y totalizadora de la ideología
pseudo-revolucionaria que ha sido una involución en todos los terrenos que
constituyen la realidad humana de la nación, con una importación excesiva de
todo, y en especial énfasis de artefactos eléctricos de comunicación
inalámbrica, reduciendo, eso sí la razón política dialéctica de la
alternabilidad en los cargos públicos, saturando la imaginación con un discurso
instrumental ideológico único y un ejercicio del poder que no da terreno a la
imaginación ni la permite. Una religión secular con un politeísmo patriótico
revolucionario aunado a un cristianismo a la carta según la interpretación de
la mente hegemónica del caudillo en todos los ámbitos de los valores a topar
como los únicos y correctos con el proceso de cambio planteado. Presentándose
un deterioro constante de la realidad del territorio en lo ambiental y urbano,
junto a una reducción de calidad de vida en la población, estableciendo parámetros
de un mundo premoderno, feudal, donde hay un señorío que abroga una permanente
destrucción de la naturaleza, un empobrecimiento del hombre a nivel material y
espiritual amputándole la libertad, bolsas de pobrezas y delincuencia
galopante, asesinatos al orden del día, destrucción del parque industrial y de
la industria petrolera, entre otras situaciones. Una condición premoderna se ha
instaurado en la concepción general de las mayorías dentro del proceso nacional
en curso. Se ha establecido un creciente desierto respecto al saber, al poder,
al trabajo, a la familia, a las instituciones políticas, religiosas y
culturales, a los partidos; todo ello ha dejado en la nación de funcionar como
principios valederos e intangibles, dejando de creer en ellos por la mayoría
parasitaria con sed de dólares baratos y de dádivas del estado; las creencias
políticas que constituyeron a la condición moderna de la nación han caído con
todo su peso, la putrefacción ya estaba en ello y el germen de la destrucción
los vino a corroer por completo, sólo se requería el bárbaro y buen salvaje
militar que se levantase con una ilusoria luz para las mentes míticas de la
población mayoritaria resentida y frustrada, sin formación ni condición para el
aprendizaje, para hacerse realidad la irrealidad y convertir a una irrealidad
revolucionaria en la realidad que alimenta el curso hacia el vacío y la
negación de toda huella de civilidad y de respuesta exitosa a los problemas que
tenemos planteados y abiertos en el horizonte de nuestra territorialidad
política, económica, social y cultural; sólo se ha deja un ícono floreciente:
la condición militar que constituye por el mando, la destrucción, el control,
el sometimiento, el silencio, la agresión delictiva, el orden mafioso, la
corrupción en nombre de la revolución, el asalto a la propiedad, la extirpación
de la libertad de expresión ciudadana y de medios, el abuso del poder siempre
que esté a favor del caudillo.
Hemos
vuelto a la imposición de la necesidad del estar-juntos a través de una
concepción religión patriótica (bicentenaria) heroica revolucionaria,
imponiendo el mito de una revolución eterna donde el progreso está en la medida
que la realidad se conforme al dictamen del proyecto individual del líder, que
funge como monarca absoluto y libre ante sus súbditos que han claudicado a su
libertad individual moderna y la defensa de la propiedad particular. No se pide
racionalizar el juego de las relaciones productivas sino apoyarse en la fuerza
aséptica que borra toda realidad diversa y deforme al modelo constituido como
único. Es una economía de la expropiación a través del saqueo de riquezas no
producidas, minerales, ambientales, personales, colocándolas a la orden del
funcionario de turno para el haber del grupo tribal oficial. Es la voluntad del
poder para la dominación, el aborto cultural, la permanente condición violenta
de las relaciones del tráfico de drogas, la instauración de la humillación y la
degradación de la condición humana para la libertad.
Los teóricos de la postmodernidad planteaban
que la voluntad de poder ahora se le daba, gracias a la generalización de la
estetización de la vida, constituir la vida como obra de arte. Lo que hemos
visto es que la fuerza ciega colectiva manejando un único concepto de lo que es
la verdad nacional lo único que produce es miseria, pobreza, destrucción
ecológica, injusticia y desigualdad legal y nunca una obra de arte dentro de la
vida social y sus distintas manifestaciones como prometían aquellos. El proceso
de tal voluntad de fuerza tribal no produce una aestesis ni kantiana ni
de ningún otro tipo que podamos admirar en la obra de arte social ni en el
mismo proceso de su constitución pues no existe; lo bello y justo del bien
social postmoderno lo que produce es la estampida a la caverna de la oscuridad
junto a su fracaso social. La revolución bonita es un garabato
inexpresable. Ni es bella, ni es artística sólo pulsiones que dan contra la
pared de la realidad del presente emancipado de modelos que no sea el de la
deformación de lo constituido. Hay evolución a situaciones que parecían
extinguidas. La naturaleza no es nuestra compañera imprescindible
(Mafessoli) si no únicamente el objeto a explotar a como dé lugar, y sus
consecuencias irreversibles para las generaciones futuras. El hombre individual
se le pide perderse entre las multitudes doctrinadas, propio de una estética de
la recepción que impone una moda, un hedonismo patriótico y nacionalista
militaresco, a la medida que se expande la insalubridad (dengue, malaria, sida,
comida putrefacta), la basura, la podredumbre mental y física, material y
espiritual. Todo ese conjunto establece una lógica de la identidad (sexual,
ideológica, profesional, etc.) que pretende ser correctiva a la diversidad de
la tendencia occidental que contrarresta los efectos de la contrarrevolución de
la postmodernidad hedonista e individualista. Un intento desesperado de actuar
una búsqueda del bien del hombre general a través del dictamen del imaginario
patriótico decimonónico conservador.
Sin embargo seguimos encontrándonos con una
respuesta que se revela ante esta unidad patriótica en pos de la revolución
redentora, es una actitud transversal a todo ello que se inscribe en una variedad
del look, en la unisexualización galopante, en el bricolaje ideológico,
al decir de Maffesoli. Ante esto queda asomar una actitud ante el mal como la
configura el discurso estoico de Séneca, quien advirtió que para combatir el
mal no tenemos que actuar con la pretensión de hacerlo desaparecer sino para
tenerlo a raya; se nos pide una resistencia valerosa e inteligente ante la
irrefutable adversidad. Esta religión social de lo patriótico colectiviza el
sentido de la vida y la muerte idealizando un mundo optimista en el más allá
del devenir de la historia y borra toda crítica y mirada desencantada, cruda
arrojada ante el mundo real. Este optimismo revolucionario cree que puede por
siempre reconstruir a los hombres, reeducarlos para el bien de
ellos, aceptar a la naturaleza humana fijada y única e infinitamente maleable,
capaces de ponernos una personalidad como ponerse el lado interior de una escafandra.
Personalmente me encuentro incómodo en
este mundo, mi pesimismo deriva de renunciar a todo modelo social y político,
cultural y vivencial que pretenda ser único y definitivo para la obtención de una
salvación, donde sabemos que la muerte siempre tiene sus cartas escogidas
de antemano: estamos convencidos que no habrá redención ni reconciliación
definitiva, no habrá fin de los tiempos contradictorios. Ya Chamfort advirtió
que on trouve le bonheur rarement en soi, jamais ailleurs (la felicidad
raramente la encontramos en nosotros, jamás más allá de nosotros).
También podemos retomar y optar por el carácter
destructivo que proponía Walter Benjamín en un artículo que lleva el mismo
título[1]. Esa destrucción no huele a odio sino en la necesidad de hacer sitio,
de despejar, de la necesidad de aire fresco y espacio libre, de tiempo de ocio
para crear superando a todo nihilismo pasivo que queramos retomar. No se busca
con ello un código sustitutorio que legitime el odio pues al carácter
destructivo no le da vueltas en él ninguna imagen. Son pocas sus
necesidades, y la mínima estriba en saber con qué se va a ocupar el lugar
destruido (sea físico o espiritual). Esta poética del espacio vacío es la que
se aplica a los periodos de cambio cultural como es la nuestra, tanto por lo
que ocurre en los límites del país como en la externalidad del mundo
globalizado. Esta situación de la destrucción para Benjamín (ídem: 158s),
requiere de una primera tarea anti-institucional, antifixista y antidogmática
ante todo lo que tenga el tinte de revolución y de reacción desbocada,
estableciendo que no hay una esencia, ni un origen, ni un valor supremo en la
meta. Este carácter ve caminos por todas partes y por tanto se trata de
aprender a colocar nuestra vida ante una constante encrucijada: es habitar en
la incertidumbre y en lo contingente, pero con la certeza única que ningún
instante es capaz de saber qué traerá consigo el próximo. Los escombros son
reconocidos por los caminos que pasan a través de ellos. Tal vez nos toca
convivir con una permanente incomodidad ante lo establecido por la barbarie
desplegada en un mundo atiborrado de gentes y cosas, de ruinas y de asfixia
cultural mediática, en que ya no cabemos todos. Es un carácter de resistencia a
sostener por la experiencia particular y finita de nuestra existencia personal,
teniendo como condición permanente la de edificar la posibilidad sobre esos
escombros; en darle un hachazo a la ilusión de la verdad única y autoritaria
trastocándola por la verdad que podemos establecer mediante nuestra ilusión
personal al construirla por medio de la inspiración al permanente movimiento de
la creatividad continua y la invención constante. Sabiendo de antemano que la
opción del suicidio no es creativa, tampoco el descanso ni la parada sino el
pulso del camino sosteniendo a una existencia en permanente ebullición; de la
demanda humana de un constante experimentar ante ejercicios teóricos cuya pretensión
final no es estabilizarse en nuestras mentes y establecer así líneas de
pensamiento y escuelas. Como se dijo, abrir caminos en un horizonte donde el
asalto de la encrucijada siempre está frente a nosotros. No hay seguridad que
la elección a caminar sea transitable, quizás tendremos que recular pero es lo
que impone nuestra búsqueda al filosofar con el martillo. Se trata de un
pensamiento en disposición de partir permanente, de un alerta ante la comodidad
estéril, manteniendo nuestra capacidad de alerta y rechazo.
En ejemplo de ello es cómo aprendimos la
historia. Se nos hace aprender un incontable número de datos, de lugares, de
fechas, de nombres heroicos, de actos de liberación nacional y sin embargo
nunca nos enseñan cómo se desarrolló la vida, cómo se vivía, que era lo que motivaba
a las personas a seguir con un sentido de existencia, nunca cómo se
alimentaban, cómo se vestían, cuáles eran sus modos de vivir la sensualidad,
cómo era su sexualidad, cómo se prosperaba, cómo se sustentaba un estilo
artístico por los gustos del momento, etc. Sólo nos hablan de los héroes y sus
matanzas justificadas por el absoluto de una libertad invocada más nunca
construida, de los nobles parasitarios del sistema, de los gobernantes que solo
buscan su aprovechamiento personal del presupuesto, de los principales que lo
son por su capacidad de dominio, de los soberanos que no tienen sino la fuerza
como condición, en fin, de los que han proliferado más el fracaso que la
optimización de la vida en la Historia, etc. Es lo contrario de aquella
modernidad como proyecto, que esgrimiendo un saber pretendió obtener en su
culminación la desmitologización o de autonomía de creencias y sentimientos
colectivos en relación a la esfera de lo sagrado. La astucia de la
irracionalidad en el hombre ha vuelto a abrir la caja de Pandora de esa
conciencia pre-moderna pero que a la vez también siempre estuvo latiendo en el
presente y en el curso mismo de la expansión de la modernidad económica,
política, religiosa y cultural. Nos encontramos con un chusco politeísmo nacionalista,
caudillesco y chato que ha establecido un nuevo encantamiento del mundo
gracias a las dadivas populistas de una riqueza petrolera nunca ganada y
siempre malgastada. Donde se nos exige que no seamos más nunca ciudadanos sino
revolucionarios, militares o fieles guerrilleros contra el caído mundo burgués.
Adormeciendo todo pluralismo de valores (profetizado por D. Bell en su obra Modernismo
y capitalismo). Lo que nos hace especular de la condición creyente y
redentora que arrastra el hombre de estas latitudes que fue contraída su
cultura nativa gracias al civilizador mural castrador del evangelio católico.
Los hábitos permanecen por encima de los tiempos pero dirigidos ahora a un
suelo sagrado patriótico y devocional. Difícil cambiar esa condición que estructura
la ontología del ser humano nacional en forma general. Por ello pareciera que
sólo podemos esperar convivir con estas perennes ruinas sobre las que, como
señaló Walter Benjamín, encontramos una multitud de caminos que surcan los
escombros. Pareciera que en Venezuela (y buena parte de lo llamado por Latinoamérica), nos quedara
aceptar que debemos filosofar con el martillo pero levantándolo tanto para eso
que han llamado 4ta. República como lo es en su epílogo: su expansión y
conclusión en esta 5ta. República o, quizás, contra toda república no por su
concepción sino por los resultados que legitiman una destrucción externa no
prodigada por nosotros sino por una mayoría convencida de su credo absoluto. Es
una tarea de destruir, socavar, horadar, generar el espacio vacío para
encontrarnos con nuestra propia espiritualidad; vigilia ante la privación a las
que nos quieren reducir por la salvación y liberación de todos. Lo único
que tiene esta situación histórica de la modernidad es el fantasma de la
emancipación colectiva que es usada en la medida que se requiere para reducir
nuestros pasos por el mundo y la experiencia de la vida individual. Filosofar
con el martillo se pide, para construir un nuevo estilo de pensar y seguir
transitando sobre las ruinas que van dejando y dejarán los pasos de esta
heroica revolución sin héroes y sí de cadáveres, sólo plena de cobardes y
saqueadores del erario público.
Contra la fragmentación, la
deconstrucción, la discontinuidad propias de las sociedades llamadas postindustriales
o postmodernas, situación en que la nuestra apenas tocó sus orillas, se nos
devuelve a establecer una existencia unitaria, sustancial, planteando una
multiplicidad de estrategias que vienen a establecer un solo propósito común,
vivir en la inercia del devenir revolucionario. Estableciendo que no habrá
nunca más sustitución y sucesión de paradigmas científicos, políticos y
culturales. La revolución que dinamiza todo para destruir el pasado injusto
viene a detener el curso mismo de su espejismo histórico. La revolución tiene
el avanzar del cangrejo, cree ir para adelante mediante la destrucción sin
resultados mejores, pero se queda sólo en los escombros, sin posibilidad de
establecer nuevos cursos de vitalidad social. En ella hay una resistencia a la
modernidad y a la postmodernidad. Y no es por originalidad sino ceguera,
ignorancia y obstrucción en la creación de realidad eficiente para el bien
común. Vivimos en un mundo nacional que se levanta como un terrorismo de lo
único, de la hegemonía de la violencia como condición de vida, de una única
razón absoluta de Estado, de una idolatría en personajes que transitan en las
sombras de las conciencias sin ningún otro fin de afianzar la obstrucción de la
creación y desarrollo de nuestra vida presente; no se llega ni tan siquiera a
la cuestionada idolatría del progreso y de la técnica. Todo lo que huela a
modernidad es el imperio, todo lo que huela a postmodernidad es decadencia de
la globalización. Así es nuestra concepción nacional, una nueva idiosincrasia gracias
al alba de los nuevos militarescos dioses establecidos. A falta de proyectos
que vivíamos en la democracia corrupta de la 4ta república venezolana, nos
encontramos ante el establecimiento de un proyecto único, una sola estrategia:
la militar, es decir, destruir al enemigo y la destrucción como legitimación de
su existencia, estableciendo múltiples ataques a todo lo que huela a sociedad
civil que no esté sometida a una única sensibilidad metálica armada, un
carácter sumiso a la jerarquía y la ideología del mundo único establecido. No
rostros diversos humanos, solo se aspiran individuos sin rostro y con un solo
uniforme como condición de existencia inhumana.
Si se ha querido anudar la palabra libre
a la cosa, el pensamiento al objeto único de la revolución sólo nos queda el
martillo para quebrar el marco de la representación absoluta. Estrategia que no
busca una ausencia de realidad donde pareciera difícil percibir la tenue línea
que discrimina (y vincula) la sensatez y la locura. Anunciada desde hace tiempo
la idea de progreso y conocido el fracaso del eterno retorno a la gesta
patriótica, debemos jugar al pensamiento del exceso creador.
Se trata de inocular el germen de la
duda ante los monstruos erguidos sobre la arena de las frías redes de la
comunicación clausurada dentro de una ciudad informática cerrada, pues si ya no
podemos conocer a ciencia cierta la medida del avance, al menos si hemos
conocido la medida del retroceso en la historia, ejemplificada al abrir los
ojos cotidianos al latigazo sentido ante el conjunto de la bárbara totalidad
nacional. Prohibido el saber, el poder se consolida. Situación que se consolida
en una frase: la mentira es (y está) en todo ¿Muerte de la nación?
Posiblemente, y por inanición. Es la condición propia de un país que lleva su
propia condena de muerte. Se ha puesto él mismo el lazo y no sabe ya quitárselo
por haber cortado las manos de la solidaridad, del encuentro con el otro, del
querer aprender para ser, y de aceptar reducirse a la estupidez de un individuo
que ha pretendido gracias a los procedimientos tiránicos del legislar solitario
y del mandar militaresco, cercar la libertad de la creación individual y
colectiva.
En tiempos de bicentenarios
independentistas podemos decir con bastante precisión que el proyecto
republicano venezolano que se inicio en 1810 como un experimento inspirado en
ideas republicanas de Rousseau y Locke, termina su elipsis en otro experimento revolucionario
a la bolivariana, inspirado en el cesarismo democrático, en el
marxismo-leninismo totalitario y en el comunismo tropical cubano. Ambos
momentos, uno con impulso de ambiciones de poder público mantuano patrióticas
con charreteras por doquier, otro por un movimiento delirante y aéreo de la
militaresca incapacitada para el mando acompañada de una oclocracia resentida,
han terminado siendo un fracaso. Y si al menos se reconoce esto, nuestros
descendientes podrán aprender algo importante. Podrán aprender no una verdad
filosófica, religiosa o ideológica (sic). Aprenderán a reconocer el fracaso de
este experimento republicano como una advertencia que deberán tener en cuenta
cuando den vida al siguiente experimento, y deberán tener en cuenta constituir
instituciones que tengan como norte ser experimentos y baluartes de cooperación
democrática más que el establecer y perpetuar un orden universal e ideológico
cerrado y convocado por el partido de turno. Esa memoria no deberá perderse y
no mantenerse en el velo de la ignorancia.
Es por ello que queda vivir el presente
como tiempo-ahora (Benjamin), saltando del continuum de la
historia prediseñada y nutrida por la exigencia de sacrificio necesario para
las supuestas generaciones heroicas que están por venir. Ni sacrificio
ni claudicación. Este tiempo-ahora propone la multiplicación, la
proliferación como compromiso individual y moral ante el colectivo inerte,
resentido, promoviendo un respiro en el sujeto moral a la permanente dialéctica
de cultura y barbarie; matamos a los absolutos, el martillo del pensamiento lo
debe aplastar, este pensamiento destructivo no respeta las alianzas ni la
complicidad con ningún proyecto preestablecido, al contrario busca abrir
espacios y opciones por descubrir y constituir. Un desorden teórico es propio
para la salud de una comunidad. Más que completar el desarrollo (imperativo
categórico de la ideología moderna del progreso, sea revolucionaria o
capitalista), se trata de permanecer en un continuo perfeccionamiento, es decir,
en un permanente proceso evolutivo abierto, cumpliendo nuestra rueda del tiempo
individual. No una meta sino múltiples puntos de fuga, y aprender a captar la
mentira asumida como verdad. El horizonte canta para ti en el presente con un
coro de posibilidades, escúchalo!.
[1] Benjamin, W. 1982: Discursos
interrumpidos I. Ed. Taurus, Madrid.
Bibliografía
Benjamin, W. 1982: Discursos
interrumpidos I. Ed. Taurus, Madrid.