Huilo Ruales
Los kófrades
lectores en la era de la desazón
Claudia Furiati
Páez | @festilectura
Llegamos a este
diálogo animados por hurgar en el ser lector de Huilo Ruales (Ibarra, 1947), en
virtud de que al igual que Borges y Bolaño, considera que el buen escritor es
realmente un “auténtico lector”. Es lo que, por semanas, trabajó junto a sus
jóvenes “kófrades” de los talleres de Escritura Narrativa y de Escritura del
Poema, estudiantes de la Escuela de Literatura de la Universidad de las Artes,
en Guayaquil, considerándolos dignos representantes de una “generación de la
desazón”, marcada por la irrupción tecnológica. Sin embargo, es optimista al
augurar la emergencia de una vanguardia literaria de y para los millennials
ecuatorianos, en la era digital.
A partir de la
primera novela de la trilogía Los Kitos Infiernos, “Edén y Eva” (Editorial
Eskeletra, 2013), hicimos, junto a su autor, un lúdico ejercicio de
aproximación a los referentes literarios que utilizan sus personajes
protagónicos femeninos, incluso para identificarse y antagonizar. Es decir,
cómo sus lecturas caracterizaron sus perfiles, valiéndonos del método de la
investigadora argentina Nora Catelli (Testimonios intangibles, Anagrama, 2001),
el cual plantea una revisión de la evolución de la lectura occidental, entre
los siglos XIX y XX, recorriendo fragmentos de obras ficcionales, con escenas
de lectura asociadas a la mujer y su rol en sociedad. Desde Balzac, Nathaniel
Hawthorne, pasando por Charlotte Bronté y Gustave Flaubert, hasta Virginia Wolf
y Juan Benet, le permiten afirmar que el sujeto moderno se constituyó a través
de la lectura y a partir de ella. Por lo que junto a Ruales, su “Murielle”,
fanática del polar galo y la novela negra (Poe, Simenon, Hammett, Goodis,
Thompson) y su “Eva”, recitadora y poetisa “desalada” (Elena Pizarnik, Valery,
Gamoneda, Gil de Biedma y, por sobre todo, aforismos de André Gide), procuramos
configurar un perfil de lector/escritor en esta era del desaliento.
Sobre este
referente sintomático de los acelerados tiempos refractarios y otras
valoraciones de su mundo creativo, a partir de la lectura, habló Ruales con
desenfado, precisión y mucha oralidad ocurrente, confiado de que sus palabras
no serán tomadas como las de un “pontífice” de la literatura del Ecuador
universal, sino como las de un “kurtido” lector condenado amorosamente a la
escritura.
CF: ¿Qué esperar de
las nuevas generaciones de lectores que protagonizan una suerte de desazón,
como usted señala, ante el acto de leer y escribir, alimentada por la
disrupción de las nuevas plataformas digitales?
HR: Esa opinión la
emití en contexto particular del conversatorio sostenido junto a Andrés
Landázuri, en la Universidad de las Artes días atrás, cuando se me solicitó mi
apreciación sobre los resultados de mis talleristas. Entonces me sorprendió que
en sus primeros textos narrativos mostraran como constante una suerte de
desazón, de naturaleza un tanto distinta a aquella manifestada por la anterior
generación de escritores. Los detalles de este malestar aún no podría
definirlos, pues han sido pocos días de interacción con estos jóvenes, pero
siento como si ya no fuese un asunto moral, como si ya no hubiese una
transacción con los valores impartidos en nuestra sociedad. Es un malestar que
responde a la época, a una cierta angustia nueva que a mi parecer proviene de
esa vertiginosidad con la que se vive y acumula información; esa suerte de
suplantación de Dios, al considerarse herederos de una fórmula mágica llamada
internet, que ha hecho desaparecer la noción de distancia y tiempo. Ahora todo
es tan inmediato, que casi no existe la espera. Por ejemplo, están esos chicos
nacidos en senos de familias con riqueza reciente, beneficiarios de la brusca
transformación económica de sus padres, lo cual les ha hecho blancos y casi
víctimas de una sobredosis de regalos, juguetes, de artilugios electrónicos,
sepultándolos en una suerte de oscurantismo creador. Impidiéndoles vivir esa
experiencia maravillosa, tormentosa a veces pero indispensable, que es el
desarrollo de la fantasía. Es verse impedidos de desarrollar la sed para tomar
el agua; hoy el agua tiene otra noción, se bebe antes de haber conocido ese
“hacer”. Sin embargo, debe darse esa alquimia que permita la poética del agua y
su sentido del hacer. Al no existir ello, a los jóvenes les resulta todo muy
sencillo.
En lugar de tener un
don al alcance de sus manos, estos artefactos terminan siendo una suerte de
animales impregnados en sus piel y corazón, condenándolos a un nexo casi
maldito que no les deja maniobrar para crear. Es un conocimiento impostado que
les “huerfaniza”, pues le da unas enormes alas que más que permitirles volar,
le entorpecen su caminar. Este hecho, presumo poética e irresponsablemente, es
el origen de todo ese desconcierto juvenil. Hay una suerte de desamparo en la
manera como escriben y en la forma como se interrelacionan. No se les ha
indicado donde es la salida a este desconcierto y han aprendido a vivir
perdidos. De allí emerge sin duda una nueva filosofía, una nueva literatura,
una nueva manera de entrar en contacto con el amor, la muerte, la esperanza, el
miedo.
CF: ¿Es la joven
“Eva, la loca” acaso un reflejo de esta emergente cultura de la desazón? ¿Una
escritora refractaria del desasosiego?
HR: Es posible que
sí. Si bien cuando escribí sobre “Eva” hace tres años aun no tenía la
experiencia tallerística reciente, las épocas uno las siente intelectualmente.
Muchas veces la escritura es una forma de esclarecimiento de los malestares,
ella tiene esa cualidad arqueológica porque horada, busca, escarba, taladra en
lo subterráneo de la conciencia y la realidad, buscando claves o en su defecto
el otro fragmento de ese “mapa” vivencial. “Eva” como personaje y como
escritura me ha permitido intuir la naturaleza de su desazón, sin entender las
razones, que en su caso está unida a un rasgo antropológico de nuestras regiones
andinas: la oscuridad de origen. Esa cultura de la orfandad, del abandono, esa
especie de gran secreto de familia al que Borges describía como el árbol
genealógico que luego de una generación comenzaba a enredarse; esa oscuridad
del origen que es más bien un “matorral genealógico”. Sí se puede concluir que
aquella constante de una identidad mal construida suscita en “Eva” un malestar
que expresa en sus poemas y diarios. Todo ello por un lado le va acorazando y
por otro fragilizando en su búsqueda de confrontar esa realidad, propio de
quien está ante una situación de guerra de subsistencia. Para “Eva” la
desesperanza viene a constituir una suerte de fuerza expresada en su
singularidad y proceder, su arrojo y negatividad, y por tanto su lectura y
escritura. En todo ello está presente esa dualidad de coraje y dolor.
CF: ¿Y esa misma
ambivalencia entre coraje y dolor es acaso eco de la voz de Huilo Ruales? ¿Ha
sido quizás su intención hablar a través de “Eva”, como dicen hizo Flaubert a
través de “Emma Bovary”?
HR: No creo. “Eva”
se fue independizando y fraguando por si misma su historia. Yo tenía otra
historia para ella, sin embargo se las arregló para rediseñar todo su
argumento, en confabulación con el narrador de su historia. Como autor quedé
como un simple amanuense de aquellos designios.
CF: Y siguiendo en
la línea de clásicos de ficción, ¿tiene su novela alguna influencia de John
Steinbeck y su “Al este del Edén”, acaso en las alternancias entre narradores
omnisciente y testigo, o el poderío maléfico de una “Cate” se refleje en “La
Madama”?
HR: Más bien es el
hecho de que tengo casi 30 años viviendo en Francia, lo que me ha permitido
conocer a muchísima gente europea que viene a Ecuador, y usan su valoración
eurocéntrica para emerger y adquirir una dimensión social que no lograrían en
su país de origen. Acá asumen una actitud refinada y frágil innecesaria, como
de superioridad ante los ecuatorianos. De alguna forma “Muriell, La Madama”,
resulta ser una de esas advenedizas que vienen al país, con su percepción de
República Banana para extraer todo lo que de ella puedan. Dentro de ese ámbito
“Eva” adquiere su conciencia y condición de víctima, así como sus ganas de
cobrárselas.
Un estilo
“huilorualista”
CF: ¿Considera que
parte de los códigos estéticos, lenguaje displicente, oralidad y ácido humor de
sus relatos, les facilita esa conexión con los jóvenes lectores y potenciales
escritores?
HR: Pertenezco a
ese pequeño grupo de escritores que hace su oficio sin interesarle la relación
que pueda tener con el lector. Lo que me desafía es combatir y ganarle a las
palabras, que son mis enemigas principales -siendo mis amigas-. Se escribe con
las palabras pero contra las palabras, esa es la lucha que me atrapa y en ello
me concentro. Es una fascinante batalla contra la nada, la página en blanco,
con el no saber a dónde va la historia del personaje. Entonces no pienso en el
lector, lo hago después, cuando ya el relato sale a la luz. Como dice
Margaritte Duras, de lo que se trata es de escribir, no cómo hago para ser
escritor. Es una suerte de condena y juego hermoso, cuyo sentido lo da esa
posibilidad lúdica que brinda llevar a las letras esa oralidad. La escritura es
como un tatuaje de la oralidad. Las voces que escuchas con ayuda de la
entonación, de la gesticulación son atrapadas por esa suerte de atarraya que es
la redacción. “Maldeojo” es una novela absolutamente oral, nos la cuenta una
especie de bobo del pueblo que ve todo. Y cabe pensar que su relato resulte
todo en una mentira, que capaz inventó esa realidad suya que luego hacemos
nuestra. Una vez la historia está publicada recupero mi identidad de autor y me
doy un tiempo para planificar donde publicar, con qué editorial, y pensar
finalmente en los lectores.
En mi caso, pasé
once años dedicado a escribir, fuera de Ecuador y olvidándome del autor que
era. En 2005 regresé, invitado a un encuentro de literatura y mi sorpresa fue
constatar que durante esa ausencia, mi obra había sido posicionada por jóvenes
lectores ecuatorianos. Se había dado un movimiento de seguidores en torno de
mis libros y personajes. A partir de ese día, admiré como el registro de mi
narrativa había captado a los jóvenes. Creo que esa conexión se dio gracias a
la oralidad por un lado, a la desacralización de la vida y palabra y a la
incorporación de aquello tildado en esta sociedad de obsceno, extremo, casi
“gore” e indigno de entrar en la literatura.
CF: ¿Y acaso
también estos elementos “huilorualistas” lo consagran ante la actual vanguardia
literaria ecuatoriana? ¿Quiénes la representan, a quiénes pudo influir?
HR: Hoy destacan
autores que se acercan a la cuarentena de edad, que se han destacado por contar
con trayectoria intelectual, académica, literaria y existencial, en otros
ámbitos fuera del país. En ellos el desarraigo también ha sido determinante
como experiencia universalizadora. Hasta mi generación y quizás un tanto
posterior, dominó el prejuicio al residir en el extranjero, como autor era mal
visto irse y volver con una nueva cosmovisión. En mi tiempo éramos generaciones
de casa cerrada, con ventanas y puertas clausuradas, en penumbra, pues el mundo
de afuera podría dañarnos la piel. Prácticamente era prohibido
interrelacionarse con el exterior. Crecimos con unos parámetros locales, muy
pequeños, para que no se notara ni nuestra estatura como ¿la? falta de visión.
Esto no gusta escucharlo a mis colegas coetáneos. De quince años para acá, se
puede decir que hemos abierto esas ventanas, ha entrado la luz y por ello
tenemos autores como Esteban Mayorga, Salvador Izquierdo, María Ojeda, Luis
Borja, Gabriela Ponce, entre otros.
Talleres o kofradías
CF: En “Edén y Eva”
a través de la “Kofradía de los Poetas Desalados”, sus miembros desestiman el
formato de talleres literarios para formar escritores-lectores, sin embargo Ud.
dicta cursos de redacción creativa, por ejemplo este de UArtes. ¿Qué recursos
innovadores aplica para romper paradigmas?
HR: Planteo a los
talleristas el problema ético por un lado y el estético por el otro que
encierra el ejercicio. Inicio el taller diciéndoles que el propósito de curso
no es enseñarles a escribir. Lo que les prometo es contagiarles la pasión e
irresponsabilidad de desconectarse del mundo, por el amor a la literatura. Sus
sonrisas y risas son señal de complicidad, cuando les indico: “vamos a manejar
este encuentro como un club de alcohólicos anónimos que defienden el vicio.
Somos los expulsados de una sociedad fofa, chata, que nos quiere hacer unos
“alguienes”. Aquí vamos a defender nuestra anormalidad”. Y a partir de allí
comienzo mi perorata y casi apostolado de que el buen escritor es aquel que
mejor escribe. Y un lector auténtico (con buena bibliografía) es un
co-escritor, alguien que completa la escritura. Pues si no existe esa
“copulación” no se suscita nada.
CF: ¿Esas
inquietudes del lector como co-escritor las refleja de alguna manera a través
de “Manuco el librero”, regente de la Librería el Dado Redondo y también
kófrade de Edén y Eva. Quizás tenga mucho más que decir, ¿lo leeremos en las
próximas dos entregas de la trilogía? ¿Se desarrollarán tramas de otros
personajes como Licenciado Lucho o Milo el Grafitero?
HR: Claro. Estás
tres novelas se encaminan a una suerte de núcleo o punto de convergencia en la
tercera novela. De alguna forma la trilogía es una sola obra pero cada novela
es autónoma. Sí están atadas y concatenadas en el objetivo escritural, que es
la invención de un Quito que merece el nombre de Los Kitos Infiernos, donde
todos convergerán en un mismo sitio. Esta primera representan el norte de la
capital, norte además de bienestar y poder económico, el pabellón A. La segunda
viene a ser el pabellón B, el Quito del sur compuesto de muchos “sures”, gente
que a las cinco de la mañana se levanta para dirigirse, en todo tipo de
transportes incluso trotando, a limpiar la baba y caca del “niño hidrocéfalo”
del norte. Y luego regresa descansar a su sur. Entre ellos estará Milo el
Grafitero. También podrá apreciarse el devenir de las kofradías, que si bien
antes se movían como pandillas barriales que se carcomían por imponer su
verdad; ahora gracias al internet se estructuran en una suerte de kapillitas,
donde sus miembros caben ajustados y los mismos “sacristanes” tienen que hacer
de “capellanes” y algunos de “canónigos”. Todos ellos signos y síntoma de una
sociedad embrionaria que aún lucha por construir su identidad. Se quiere ser
antes de serlo, terminando tan sólo pareciendo. Todo ello es metaforizado en la
obra dándole un tono de comedia que atraviesa a la novela, que es más bien una
tragedia.
CF: ¿Podríamos
hablar entonces del tríptico de una “Kitopía”?
HR: Sin duda, lo
que ocurre es que Quito fue en mi adolescencia una suerte de primer Paris.
Recién llegado de Ibarra, mi pueblo natal, se apreciaba más que la distancia
geográfica, la brecha cultural. Vine a Quito con mi orfandad nueva a cuestas
(muerte de temprana de mi padre), todo el desconcierto del mundo, y el pulso ya
latente del escritor, ávido de todo lo distinto, lo novedoso, maravillado y
espantado a la vez. Ese Quito de mi imaginario se fue progresivamente
deteriorando, haciéndose simplón y feo, por lo que poéticamente quise atraparlo
en la escritura. Por muchos años lo intenté sin éxito, pues caía en el error de
retratar y no RECREAR. Como dice Pessoa, el dolor que sentimos hay que
reinventarlo para que sea verdad. Es la reinvención bien hecha la que hace
verosímil a una ciudad. Yo aspiro que con esta trilogía el lector tenga una
experiencia no sólo con el Kito de Huilo, sino también con su propio Quito. Que
el mío le enseñe a ver el suyo particular. Dentro y debajo del Quito del
asfalto y el absurdo, hay otro profundo que es una maravilla de horror.
Leyendo a Ruales:
El narrador y poeta
ecuatoriano, Huilo Ruales Hualca, afina detalles de su segunda novela de la
trilogía Los Kitos infiernos procurando la mejor editorial y aspirando a
publicar en los próximos meses. El propósito es que mantenga la misma buena
estrella que “Edén y Eva”, obra ganadora del Premio César Dávila Andrade de
Novela (Ecuador, 2013). Recientemente presentó en Quito una revisión de culto
de su primer peomario “El ángel de la gasolina”, así como la compilación de textos
“Ay, que viuda tan oscura, (ambos bajo el nuevo sello El club de la pelea).
También ha sido
merecedor de los premios: Hispanoamericano de Narrativa "Rodolfo
Walsh" (Paris, 1982) y en Ecuador del Últimas Noticias (1984), Joaquín
Gallegos Lara (1987) y el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinoza Pólit
(1994).
Otras
publicaciones: la novela “Maldeojo” (Ed. Parásito, España y Ed. Horlemann,
Alemania 2000), los cuentos “Loca para loca la loca” (Editorial Eskeletra),
“Fetiche y Fantoche” (Ediciones PUCE), “Historias de la ciudad prohibida”
(Colección Antares), “Cuentos para niños perversos” (Ed. Cuarto creciente), las
crónicas “El alero de las palomas sucias” I y II (Ed. Eskeletra), las obras
teatrales “Añicos” (Grupo Malayerba, Ecuador); “El que sale al último que
apague la luz” (Groupe La Piscine, Francia) y “Satango” (Groupe Cornét a Dés.
Francia). Ha sido traducido al francés y al alemán.