domingo, 1 de febrero de 2015

Kant y el giro hermenéutico

Hans-Georg Gadamer[i] 

 

La posición de Kant en el pensamiento moderno es prácticamente única. En mayor o menor medida es una condición previa común a las tendencias filosóficas más opuestas. Los empiristas, por un lado, que reclaman para sí la destrucción kantiana de la «metafísica dogmática», esta labor del «omnidemoledor» (Mendelsohn), aunque siguen descontentos con algún residuo dogmático del pensamiento racionalista, por ejemplo, en la deducción del espacio tridimensional. Y, por el otro lado, los aprioristas, en su autoconcepción trascendental, también se remiten a Kant aunque a fin de cuentas son todos herederos de Fichte y quieren dejar atrás el resto dogmático de la cosa en sí a favor de la deducción de toda validez desde el principio supremo del ego. Incluso el contraste entre idealistas y materialistas, tal como existe en la visión marxista, queda modificado por Kant en su determinación, en el sentido de que Marx mismo, como se sabe, consideraba todo materialismo prekantiano como dogmático. Sin embargo, sigue siendo un hecho que la consigna de volver a Kant -lanzada alrededor de 1860 contra el predominio académico del idealismo especulativo hegeliano, pero también contra el materialismo, el naturalismo y el psicologismo en su oposición victoriosa contra Hegel- que iniciaba el neokantianismo, se encontraba mucho más en la línea sucesoria de Fichte y Hegel de lo que eran conscientes los seguidores de esta consigna.
Pero la tendencia empírica en combinación con el apriorismo neokantiano modificaron aún en otra faceta la imagen de Kant de la era postkantiana y posthegeliana. Privilegiando la destrucción de la metafísica dogmática que había llevado a cabo la crítica de la razón pura de Kant, se hizo pasar a un segundo plano la fundamentación de la filosofía moral en el hecho racional de la libertad. Si bien se consideraba -con razón- que la fundamentación de la filosofía moral en la autonomía de la razón práctica y en el imperativo categórico era uno de los mayores méritos de la filosofía kantiana, no importaba mucho que se tratara de una fundamentación de la metafísica de las costumbres y que, por tanto, haya vuelto a instaurar una «metafísica moral».
Es cierto que, en comparación con la filosofía de la historia universal de un Hegel, construida de manera tan grandiosa como forzada, la orientación de Kant por la ciencia natural pura en el sentido de Newton poco podía ofrecer al mundo de la historia. La filosofía moral de Kant rechazó toda fundamentación antropológica y pretendió expresamente tener validez para todos los seres racionales en general. En una época que estaba orgullosa de haber superado la metafísica, sin embargo, se intentó transferir la concepción del método trascendental también a otros ámbitos, interpretando a Kant desde la «teoría del conocimiento»; de este modo, se interpretó incluso el genial elemento de la filosofía moral kantiana en el sentido de la teoría del conocimiento, buscando una teoría que fundamentara al mismo tiempo el conocimiento del mundo histórico y las ciencias naturales. Tanto la ambición de Dilthey de poner la crítica de la razón histórica al lado de la crítica kantiana, como la teoría neokantiana de Windelband y Rickert de un conocimiento histórico desde la idea de un imperio de los valores como sistema teórico, son, a su manera, testimonios de la supremacía de la crítica kantiana. Sin embargo, están muy lejos de ajustarse a la auto comprensión de Kant, según la cual él había mostrado los límites del conocimiento para poder asignarle un lugar propio a la fe.
De modo que fue un Kant curiosamente abreviado al que se elaboró en la era del neokantianismo -ya sea como criticismo o como filosofía trascendental- en forma de una concepción de sistema general; y se trata de aquel neokantianismo -especialmente en su versión de Marburgo, en la que se desarrolló la idea de una psicología trascendental (Natorp) como parte lateral de una «lógica trascendental» general- que sirvió de apoyo a la autoconcepción filosófica de la incipiente fenomenología de Husserl.
El siglo xx, pero especialmente el movimiento filosófico después de la Primera Guerra Mundial, está relacionado con el concepto de la fenomenología, y lo que hoy se llama «filosofía hermenéutica» se sostiene en buena parte sobre la base fenomenológica. Qué era la fenomenología tal como se presenta ahora en retrospectiva? Ciertamente no era en primer lugar una variante -o, si se quiere, la elaboración más consecuente- del neokantianismo de cuño marburguiano. Como ya lo insinúa la palabra misma, la fenomenología era una posición metodológica de la descripción sin prejuicios de los fenómenos, que renunciaba metódicamente a la explicación de su origen fisiológico y psicológico o a su reducción a principios preconcebidos. En consecuencia, tanto la mecánica de las sensaciones (Mach), como el utilitarismo de la ética social inglesa (Spencer), el pragmatismo norteamericano de James y la doctrina hedonista de las pulsiones de la psicología profunda de Freud, fueron objeto de la crítica fenomenológica de Husserl y Scheler. Frente a tales esquemas de explicación, la investigación fenomenológica como un todo, lo mismo que la psicología descriptiva y desmenuzadora de Dilthey, que se orientaba por las ciencias del espíritu, podían llamarse «hermenéutica» -en un sentido muy amplio-, en la medida en que no se pretendía explicar el sentido, la esencia o la estructura contenidos en un fenómeno, sino exponerlo. Así, en el uso del lenguaje de Husserl se encuentra desde temprano, efectivamente, la palabra «exponer» [auslegen],[i] en el sentido de una descripción detallada. Yendo aún más lejos, la teoría de las ciencias del espíritu construida por Dilthey se basa finalmente por completo en el carácter «hermenéutico» de la comprensión del sentido y la expresión.
No obstante, el apoyo consciente en el neokantianismo, por el que Husserl optó para tener una justificación teórica de su arte de la descripción y su teoría de la evidencia, significaba, una vez más, una concepción de sistema que renovaba más a Fichte y Hegel que a Kant. Si bien es cierto que la empresa de Husserl bajo el lema de ¿cómo me convierto en un filósofo honesto? fue un esfuerzo trascendental de justificación, sin embargo, la reducción trascendental al carácter apodíctico de la autoconciencia, que tenía que convertir a la filosofía en «ciencia rigurosa», y el programa de una fenomenología «constitutiva», construido sobre la evidencia del ego trascendental, no correspondían en absoluto al sentido de la deducción trascendental. Kant había aducido esta deducción trascendental como «demostración» de la validez de las categorías, después de haber derivado con la deducción metafísica la tabla de las categorías de la «facultad de juicio». La fenomenología «constitutiva» de Husserl se parecía mucho más al ideal fichteano de la «derivación», es decir, a la obtención de las categorías a partir de la acción actuante [Tat-Handlung] del yo. Sin duda que Husserl había de ser consciente de que la idea de sistema del idealismo especulativo fichteano-hegeliano, y también la del neokantianismo (de Marburgo) carecían de una fundamentación auténtica «desde abajo», y que sólo el esclarecimiento fenomenológico de la correlación entre acto intencional y objeto intencional hacía realizable la concepción trascendental de la «generación» o la «producción». El conocido ejemplo recurrente de una investigación de la correlación entre acto intencional y objeto era la fenomenología de la percepción. En ésta destaca claramente el progreso decisivo con respecto al concepto de correlación de Natorp debido a la riqueza de matices de la diferenciación de la vivencia del acto intencional frente a un mismo objeto, que viene a ser el tema del análisis fenomenológico. Este análisis llevaba a un nuevo esclarecimiento fenomenológico de los resultados de comprensión de Kant en el sentido de un neokantianismo consecuentemente próximo a Fichte.
Tómese como ejemplo la vieja cruz del kantianismo, la doctrina de la «cosa en sí», que Fichte consideraba como una metáfora que la interpretación podía eliminar y que el neokantianismo de Marburgo (Natorp) había convertido en la «tarea infinita» de la determinación del objeto del conocimiento. Husserl vio claramente la ingenuidad de aquellos que creían percibir aquí en Kant un elemento «realista» dentro de su filosofía idealista, y por eso esclareció justamente este elemento «realista» del ser en sí con su análisis magistral de la fenomenología de la percepción. El continuo de los matices que un objeto de la percepción ofrece por su esencia, está implícito en todo acto perceptivo; y en esto consiste precisamente el sentido del ser en sí de la cosa.
Además, Husserl podía entenderse como el verdadero consumador de la idea trascendental, en la medida en que demostró la síntesis trascendental de la apercepción y su conexión con el «sentido interior» en brillantes análisis de la «fenomenología de la conciencia interior del tiempo». En planteamientos cada vez más sutiles elaboró a partir de esta base el proyecto de todo el sistema de una filosofía fenomenológicamente fundamentada como ciencia rigurosa, enfrentándose desde el yo trascendental incluso a los problemas más difíciles: la conciencia del cuerpo, la constitución del otro yo (el problema de la intersubjetividad) y del horizonte históricamente variable del «mundo de la vida» [Lebenswelt]. Sin duda son estas tres instancias las que aparentemente oponen la resistencia más dura a la constitución de la autoconciencia, y la obra más tardía de
Husserl estaba dedicada sobre todo a la superación de estas resistencias. Quien se dejaba desorientar por estas instancias contrarias en la realización de la fenomenología trascendental, no había comprendido, en su opinión, la reducción trascendental (algo de lo que Husserl acusó no sólo a los fenomenólogos de Munich y a Scheler, sino finalmente también al Heidegger de Ser y tiempo). Dada la autoconcepción trascendental de Heidegger, en su caso esto no estaba tan claro a primera vista. Aún en 1929, un año después de la publicación de Ser y tiempo, Oskar Becker clasificó la «analítica trascendental de la existencia» de Heidegger como la dimensión hermenéutica del «mundo de la vida» dentro del programa de la fenomenología trascendental de Husserl.
Entretanto, sin embargo, se impuso rápidamente la auténtica intención de Heidegger, que iba a la par con su reanudación de la problemática hermenéutica de la ciencia teológica y la histórica, con lo cual el Kant originario recobró de una manera sorprendente una nueva actualidad en contra de sus continuadores especulativos. La clasificación de Ser y tiempo dentro de la fenomenología trascendental de Husserl tenía que reventar, en verdad, el marco de ésta, y Husserl mismo tuvo que admitir a la larga que la profunda y muy exitosa obra de Heidegger ya no era una contribución a la «filosofía como ciencia rigurosa». La expresión de «historicidad» de la existencia, usada por Heidegger, señalaba en una dirección muy diferente. La tradición de la escuela historicista que se reflejaba en las construcciones del pensamiento de Dilthey y del conde Yorck, estaba en cualquier caso muy alejada del trascendentalismo de la filosofía neokantiana. Bajo la influencia de la escuela historicista, pero también de la reinterpretación schopenhaueriana de Kant en el sentido de una metafísica de la ciega voluntad, a lo largo del siglo XIX, la base de la filosofía de la autoconciencia se había deslizado hacia el «trabajo de la vida que forma el pensamiento»; y sobre todo la incipiente influencia de Friedrich Nietzsche, por mediación de los grandes novelistas, pero también la de Bergson, Simmel y Scheler, pusieron a comienzos del siglo xx la vida en primer plano, lo mismo que la psicología hizo con el inconsciente. Así, ya no eran los hechos fenoménicos de la autoconciencia, sino la propia interpretación de los fenómenos que surgían de la movilidad hermenéutica de la vida, era la que tenía que someterse, a su vez, a la interpretación.
Se trataba pues de una constelación complicada, que otorgaba al arranque del pensamiento de Heidegger su efecto peculiar. Educado en el apriorismo neokantiano de Rickert, que fue desarrollado por Husserl en su fenomenología entendida como neokantiana, el joven Heidegger introdujo, sin embargo, precisamente la otra tradición «hermenéutica», la de las ciencias del espíritu, en las cuestiones fundamentales de la filosofía contemporánea. Especialmente la irracionalidad de la vida representaba una especie de instancia contraria al neokantianismo. Incluso la escuela de Marburgo trató de romper en aquel tiempo con la fascinación del pensamiento trascendental, y el viejo Natorp se remontó más atrás de toda la lógica, volviendo a lo «concreto originario». De una de las primeras clases del joven Heidegger se transmitió la frase: «La vida es “diesig”», lo que no tiene nada que ver con el «Dies» [«lo que está acá»], sino que significa nebuloso, brumoso. La frase dice, por tanto, que es algo esencialmente inherente a la vida el no abrirse a un pleno esclarecimiento en la autoconciencia, sino que se vuelve a rodear constantemente de niebla. Esto era una manera de pensar muy conforme al espíritu de Nietzsche. En comparación con ello, la consecuencia
inmanente del neokantianismo que se practicaba entonces, en el mejor de los casos podía pensar lo irracional y los tipos de validez extrateóricos como una especie de concepto límite de la propia sistemática lógica. Rickert dedicó su propio ajuste de cuentas crítico a la «filosofía de la vida». La idea de Husserl de la «filosofía como ciencia rigurosa» se distanciaba, además, decididamente y por principio de todas las corrientes irracionalistas a la moda, especialmente también de la filosofía de las visiones del mundo. Lo que Heidegger se propuso, apelando a la historicidad de la existencia, fue, en última instancia, un distanciamiento radical del idealismo. Así, en nuestro siglo se repitió la misma crítica al idealismo que los jóvenes hegelianos habían dirigido después de la muerte de Hegel al enciclopedismo especulativo del sistema hegeliano. La mediación en esta repetición se debió especialmente a la influencia de Kierkegaard, quien dijo de Hegel, el profesor más importante en Berlín, que había olvidado el «existir». En la libre traducción al alemán de Christoph Schrempf, la obra de Kierkegaard hizo época en Alemania en los años anteriores y posteriores a la Primera Guerra Mundial. Jaspers transmitió su doctrina en un excelente texto con el título «Referat Kierkegaard», y así surgió la llamada filosofía de la existencia. La crítica al idealismo implícita en ella fue extendida por filósofos y teólogos a terrenos muy amplios. Esta era la situación en la que la obra de Heidegger comenzó a ejercer su influencia.
Esta crítica al idealismo era a todas luces mucho más radical que todas las diferencias críticas que existían entre neotomistas, kantianos, fichteanos, hegelianos y empiristas lógicos. También el contraste entre la neokantiana concepción de sistema y los intentos diltheyanos de una crítica a la razón histórica se mantenía dentro de un marco, en último término, de presupuestos comunes acerca de la tarea de la filosofía. El nuevo enfoque de Heidegger fue el único que compartió con los jóvenes hegelianos el radicalismo de la crítica a la filosofía. Parece claro que no es por azar que también la reanimación del pensamiento marxista no pudo simplemente pasar por alto el punto de arranque del pensamiento de Heidegger, y Herbert Marcuse incluso intentó establecer una conexión entre ambos.
De hecho, la consigna que el joven Heidegger proclamó fue bastante paradójica, y encerraba una crítica dirigida a todos los lados. Fue la consigna de una hermenéutica de la facticidad. Hay que ser consciente de que esto es como una espada de madera; porque la facticidad significa precisamente la resistencia inamovible que lo fáctico opone a todo comprender y entender, y en la formulación especial que Heidegger dio a este concepto, la facticidad significa una determinación fundamental de la existencia humana. Ésta no es únicamente conciencia y autoconciencia. La comprensión del ser que lo distingue de todo lo ente, no se cumple en el proyectarse a una constitución espiritual por medio de la cual pudiera elevarse por encima de todo lo ente de índole natural. La comprensión del ser que caracteriza al ser-ahí humano de tal manera que pregunta por el sentido del ser, es en sí misma altamente paradójica. Porque la pregunta por el sentido del ser, a diferencia de otras preguntas por el sentido, no es un modo de interrogar que entiende algo dado conforme a lo que constituye su sentido. El ser-ahí humano que pregunta por el sentido del ser se ve confrontado más bien con el carácter incomprensible de su propia existencia. Por mucho que el ser humano, en su comprensión, pueda asegurarse del sentido inherente a todas
y cada una de las cosas, la pregunta por el sentido que debe plantear encuentra, sin embargo, un límite insuperable en su propio poder comprenderse a sí mismo. El ser-ahí por sí mismo no sólo es el horizonte abierto de sus posibilidades hacia las que se proyecta, sino que se confronta en sí mismo también con el carácter de una facticidad infranqueable. Aunque el ser-ahí pueda elegir su ser -tal como Kierkegaard había caracterizado la idea de la elección de «o esto, o aquello» como el carácter propiamente ético de la existencia-, en verdad, así sólo se hace cargo de su propia existencia en la que se encuentra «arrojado». El ser-arrojado [Geworfenheit] y el proyecto [Entwurf] representan la constitución homogénea de la existencia humana.
Esto implica una crítica dirigida a ambos lados: al idealismo trascendental de Husserl, pero también a la filosofía de la vida en el sentido de Dilthey e incluso de Max Scheler. Esta doble dirección de la crítica se mostrará, finalmente, al mismo tiempo como la apertura de un nuevo acceso al Kant originario.
La crítica heideggeriana a Husserl se dirige sobre todo a la falta de una demostración ontológica de lo que constituye el carácter óntico del ser-consciente [Bewnßtsein]. Heidegger, quien había crecido con Aristóteles, puso al descubierto la influencia no reconocida de la herencia del pensamiento griego en la moderna filosofía de la conciencia. El análisis de la existencia humana real, con el que Heidegger comienza la exposición de la pregunta por el ser, descarta expresamente el «sujeto fantásticamente idealizado» con el que la moderna filosofía de la conciencia relaciona la justificación de todas las objetividades. Como se ve claramente, la crítica que Heidegger formula de esta manera no es inmanente, sino que apunta a una deficiencia ontológica cuando critica también el análisis husserliano de la conciencia y de la conciencia temporal como cargado de prejuicios. Detrás de ello se halla la crítica a los griegos mismos, a su «superficialidad», la unilateralidad de su mirada, que captaba el contorno y la figura de lo ente, pensando el ser de lo ente en este ser «invariable», pero, en cambio, no plantearon en absoluto la pregunta por el ser, que precede a toda pregunta por el ser de lo ente. Hablando dentro del horizonte actual, «lo ente» significa aquí lo actualmente presente, y esto no acierta la genuina constitución óntica del ser-ahí humano, que no es presencia, ni tampoco la del espíritu, sino que, pese a toda facticidad, está orientado al futuro y al cuidado [Sorge].
En dirección al otro lado, el nuevo enfoque heideggeriano no se planta tampoco simplemente en el suelo del concepto de vida diltheyano. Si bien reconoce el hecho de que Dilthey busca la última razón de todo en la vida como la tendencia a una comprensión más profunda de lo que se llama espíritu o conciencia, sin embargo, su propio propósito es ontológico. Quiere comprender la constitución óntica de la existencia humana en su unidad interior, que no es el mero dualismo del estar en la tensión entre el oscuro impulso de la vida y la claridad del espíritu consciente. El quedar atrapado en semejante dualismo es lo que critica también en Scheler. En el camino de su propia profundización ontológica del enfoque de la filosofía de la vida y en medio de toda la crítica a la moderna filosofía de la conciencia, de repente, Heidegger descubre a Kant. Y precisamente aquello que el neokantianismo y su construcción fenomenológica habían eclipsado de Kant: la dependencia con respecto a lo dado. Puesto que la existencia humana precisamente no es un libre proyecto de
sí misma, ni una auto realización del espíritu, sino ser-hacia-la-muerte, es decir esencialmente finita, resulta que en la doctrina de Kant de la cooperación de intuición y entendimiento y en la restricción del uso del entendimiento dentro de los límites de la experiencia posible, Heidegger puede reconocer una anticipación de sus propios resultados de comprensión. Particularmente la capacidad de la imaginación trascendental, esta enigmática facultad intermedia de la disposición anímica humana, en la que cooperan la intuición, el entendimiento, la receptividad y la espontaneidad, es lo que le induce a interpretar la filosofía de Kant como una metafísica de la finitud. No es la referencia a un espíritu infinito (como en la metafísica clásica) lo que define el ser de las cosas. Es justamente el entendimiento humano, en su dependencia de lo dado, el que define el objeto del conocimiento.
Gerhard Krüger interpretó incluso la filosofía moral de Kant desde una libre aplicación de los estímulos procedentes de Heidegger. Según él, la famosa autonomía de la razón práctica no es una autonomía moral, sino más bien una libre aceptación de la ley, e incluso una dócil sumisión a ella. Es cierto que Heidegger definió posteriormente la filosofía de Kant más en el sentido del olvido del ser y que abandonó el intento de comprender como metafísica su nueva exposición de la pregunta por el ser sobre la base de la finitud de la existencia humana. La manera de proceder consistió en renunciar a la idea de la reflexión trascendental que precedió a su «viraje». Desde aquel momento desapareció el tono kantiano de sus intentos de pensar y aún más cualquier conexión con la crítica kantiana a la metafísica racionalista. No obstante, la idea de la filosofía crítica sigue siendo un correctivo metódico constante que la filosofía no debe olvidar.
Si uno sigue las intenciones de la filosofía tardía de Heidegger, tal como lo hice en mi propia filosofía hermenéutica, y trata de ponerlas a prueba en la experiencia hermenéutica, vuelve a meterse nuevamente en la zona de peligro de la moderna filosofía de la conciencia. Sin duda se puede afirmar de manera convincente que la experiencia del arte transmite más de lo que puede captar la conciencia estética. El arte es más que un objeto del gusto, aunque fuera el gusto artístico más refinado. La experiencia de la historia que nosotros mismos hacemos, también está cubierta sólo en una pequeña parte por lo que llamaríamos conciencia histórica. Porque es precisamente la mediación entre pasado y presente, es la realidad y la influencia de la historia lo que nos determina históricamente. La historia es más que el objeto de una conciencia histórica. Así, como único fondo de referencia para estas experiencias se instala algo que, de acuerdo con la reflexión propia a los procedimientos de las ciencias hermenéuticas, podemos llamar la conciencia de la historia de la influencia [Wirkungsgeschichte], que es más ser que conciencia, es decir que está más realizada y determinada históricamente de lo que la conciencia sabe de su realización y determinación.
No se puede evitar que una tal reflexión sobre la experiencia hermenéutica se vea expuesta a la pretensión reflexiva de la dialéctica especulativa de Hegel y, sobre todo, cuando no se la limita a las ciencias hermenéuticas, sino que se redescubre la estructura hermenéutica en toda nuestra experiencia del mundo y su exposición en el lenguaje. Es cierto que el motivo originario que está concentrado en el término conciencia de la historia de la influencia, está definido justamente por la finitud del resultado de la reflexión que puede lograr la conciencia al reflejar su propio estar condicionado. Siempre queda algo a espaldas de uno, por muchas cosas que
lleguemos a poner delante de nosotros. Ser históricamente significa que la reflexión no esté nunca tan fuera del acontecer que el acontecer pueda situarse frente a uno. En este sentido, lo que Hegel llama la mala infinitud es un elemento estructural de la experiencia histórica misma. La pretensión de Hegel de reconocer finalmente también en la historia la razón y de echar toda mera contingencia a la basura del ser, corresponde a una tendencia de movimiento inmanente al pensamiento reflexivo. Un movimiento en dirección a una meta que nunca se puede pensar como terminable parece ser, en efecto, una mala infinitud, en la que el pensamiento no consigue pararse. ¿En dirección a qué meta podría pensarse la historia -aunque fuese la historia del ser o del olvido del ser- sin desviarse nuevamente al reino de las meras posibilidades e irrealidades fantásticas? Por grande que pueda ser para el movimiento reflexivo de nuestro pensamiento la tentación de pensar más allá de todo límite y condición y como si fuese realmente factible sentar lo que sólo se puede pensar como posibilidad, al final sigue siendo correcta la advertencia kantiana. Él distinguió expresamente las ideas en las que se fija la razón de aquello que podemos conocer y para lo que nuestros conceptos centrales del entendimiento poseen la significación constituyente. La conciencia crítica de los límites de nuestra razón humana, a la que puso de relieve en la crítica a la metafísica dogmática, sirvió ciertamente a la fundamentación de una «metafísica práctica» sobre el «facto racional» de la libertad, pero esto significa: para la razón práctica. La crítica de Kant a la razón «teórica» sigue siendo correcta, contra todos los intentos de poner la técnica en el lugar de la práctica, de confundir la certeza de nuestros cálculos y la fiabilidad de nuestros pronósticos con lo que podemos saber con certeza absoluta: lo que tenemos que hacer, y cómo podemos justificar aquello por lo que nos decidimos. Así, el giro crítico de Kant no queda olvidado tampoco en la filosofía hermenéutica, para la que la recepción heideggeriana de Dilthey puso la base. Está tan presente en ella como Platón mismo, quien comprendió todo filosofar como el diálogo infinito del alma consigo misma.
Hans-Georg Gadamer





[i] Publicado bajo el título: «Kant und die philosophische Hermeneutik» en Kant-Studien 66 (1975), pp. 395-403. Traducción de Angela Ackermann Pilári en: GADAMER, H-G., Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2002, pp. 57-66.
El sentido más concreto de auslegen es «exponer», aunque también designa «interpretar». Husserl usó ese sentido concreto de la palabra para designar la tarea de «hacer visibles» las distintas facetas de la percepción. [N. d. T.]

Un ejemplo de qué hacer con Heidegger.

Ezra Heymann





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“Unidad en la dispersión. Aproximaciones a la idea de la filosofía” se llama el libro más personal de Alberto Rosales. No es el más personal porque hablara en él sobre sí mismo o porque se diera a confesiones, lo que nos gusta tanto a todos, sino, quizás porque se ve ahí liberado de la obligación de atender a un autor en exclusividad y se siente así libre a poner sobre papel sus propias observaciones, su propia manera de ver las cuestiones planteadas en la filosofía en su devenir histórico, y a través de éste los problemas de nuestra vida y de nuestro desempeño en el mundo natural y social. De paso, es uno de los libros surgidos entre nosotros que deberíamos comentar en nuestros seminarios, no para quedar entre nosotros y cocinarnos en nuestra propia salsa, sino para aprovechar la oportunidad que así se ofrece para practicar la filosofía como discusión, como una discusión que se atiene al tema planteado atendiendo lo que nuestro interlocutor nos señala, y que no deriva la atención hacia el dedo que lo indica.
Se señala la filosofía como manteniendo una unidad a través de su misma dispersión. Creo que ‘dispersión’ es la palabra exacta que hacía falta. El pensamiento filosófico aun al tratar un tema delimitado, se distingue por restituirlo a un contexto vital más amplio que va a quedar evocado cada vez desde una peculiar e imprevista encrucijada; cada vez de una manera diferente, ya que este contexto no constituye un objeto explayado delante de nosotros tal que lo pudiéramos abarcar de una vez. La dispersión, podemos decir, corresponde tanto a la diversidad inevitable de las voces con sus apercepciones diferentes de problemas, como responde a la esencial dispersión temporal de la vida de cada uno, que permite cambios de visión no anticipables. No solamente es el pensamiento plural por los múltiples temperamentos y las múltiples tradiciones; lo es también porque dentro de una misma vida son diversas las ocasiones y los consiguientes rumbos del pensamiento. Se requiere una disciplina del pensamiento, pero no una tal que suprima su espontaneidad, su característica esencial de enseñarnos a nosotros mismos algo de lo cual no teníamos una conciencia adecuada y que por lo tanto no pudimos anticipar. Los diálogos platónicos muestran de manera particularmente vívida este hecho: que la marcha de un pensamiento no anquilosado no es anticipable e implica la irrupción constante de observaciones y tomas de conciencia nuevas.
Cuáles han sido las ocasiones y los accidentes de la vida que nos han llevado a cada uno de nosotros a la obra de un filósofo, a estudiarla y a empaparnos con ella, esto es en gran parte inescrutable, así como es inescrutable el proceso de establecimiento de amistades. Lo que podemos hacer es algo como una reconstrucción retrospectiva de lo que nos parece de valor más perenne en lo que estudiábamos y que podemos volver a encontrar en la obra, en este caso en Ser y Tiempo, así como mencionar nuestras reacciones más significativas que podemos recordar y que siguen dándose.
Quisiera destacar algunos órdenes que, sin ser exclusivas de Ser y Tiempo, han encontrado en esta obra una expresión realzada y muy elocuente.
En primer lugar encontramos en la obra un planteamiento que se niega a aceptar la separación entre vida cotidiana y vida espiritual, una separación que le niega de antemano a la vida cotidiana su dramatismo profundo y, recíprocamente vacía el espíritu de toda sustancia humana. Se trata de negarse a la facilidad y vanidad del desprecio, que es en definitiva una falta de comprensión y escasez de luces,
Este rechazo de la separación entre vida y espíritu y del desprecio de la cotidianidad  ha sido una actitud básica de la generación de la inmediata post-guerra, que se derivaba en gran parte de la experiencia de la terrible falla de todas las ideologías que se basaban en el odio y en el desprecio. Desde luego, se trata aquí una lectura muy selectiva de SyT, ya que Heidegger no se complace poco en desprecios y en presentaciones caricaturescas de las posiciones a partir de las cuales él delimita la suya. Pero nos parecía que este mal talante no afecta lo esencial de la obra y sus logros efectivos, y que puede ser pasado por alto sin necesidad de una polémica, así como preferimos ignorar las manías, el mal carácter y aun la limitación de luces de un tío nuestro querido.
Lo esencial para nosotros ha sido, para comenzar, el aporte a la comprensión del arraigo del conocimiento, del arte y de la misma filosofía, en la vida humana, una pertenencia que les da su sentido y dentro de la cual tienen su racionalidad, usando una palabra que no pertenece al vocabulario heideggeriano. No se niega que pueden volverse tenues e imperceptibles los lazos que mantienen con nuestro ser en el mundo y con los otros, y alejarse de nuestra comprensión de nosotros mismos, pero en esta medida se vuelven insignificantes: un conjunto de habilidades especializadas que practican juegos encerrados en sí mismos que no retroalimentan nuestra vida. Una cosa es ampliar y ramificar ilimitadamente estos juegos, otra dilucidarlos para comprender qué facultades y qué relaciones esenciales se despliegan en ellas. La afirmación de que le corresponde a la filosofía darles a las ciencias su fundamento; que Platón y Aristóteles se hayan adelantado a las ciencias para abrirles el camino: esta hybris sin asidero histórico se encuentra sólo en la Introducción de SyT (en el paragr.3), y por suerte no queda luego desarrollada. No puede tratarse de ninguna manera de ofrecerles a las ciencias una primera verdad, a partir de la cual se desarrollan las otras, ni de proveerles en alguna otra manera un fundamentum inconcussum cartesiano.  Se trata más bien de restituirlas al contexto de nuestra vida, de comprendernos en lo que estamos haciendo, y de articular comunicativamente el pensamiento que en ellas se despliega. Wittgenstein, quien en una hoja que fue publicada en Philosophical Review del año 1972 apuntaba que SyT de Heidegger está en el camino acertado, señalaba con respecto a la matemática que la dilucidación de su significado no constituye necesariamente una ayuda a su crecimiento, y agrega estas palabras socarronas, pero también de descontento: los brotes de las papas crecen más largos en sótanos donde no penetra la luz. La dilucidación filosófica desplaza el interés de la invención de juegos nuevos cada vez más complejos hacia una discusión reflexiva y dialogal. De este modo la filosofía no es fundamentadora,  no es jueza de las ciencias, sino parte, parte interesada en una interacción discursiva. En realidad, Heidegger ha realizado un aporte significativo a la crítica de la concepción fundamentalista de la filosofía, mostrando con su noción de co-originariedad, de co-pertenencia, una alternativa. Así, ni se basa la afinación y el temple afectivo en una comprensión previa, ni inversamente la comprensión en aquella. Afectividad, esto es, la manera de encontrarse uno a sí mismo en el mundo, comprensión, y habla son co-originarios y no se entienden sino en conjunto. Ya Fichte había señalado en su momento el absurdo al cual lleva el abuso de la metáfora arquitectónica del fundamento. ¿En qué se apoya la tierra? En el lomo de un gran elefante. Y el elefante ¿sobre qué está parado? Sobre el caparazón de una gigantesca tortuga. Y la tortuga? Bueno, flotará en el océano. No buscamos algo primero ni algo último; buscamos más bien a comprender y poder discernir y articular el entramado de los momentos y de las dimensiones de nuestra existencia.
Hablando de las dimensiones de nuestro ser, salta a la vista su índole temporal, y con toda razón se considera como el mayor logro de Heidegger el haber destacado el carácter esencialmente temporal de nuestra existencia, así como de todo lo que entendemos y se ha entendido como ser. Permanencia y devenir, hacer y padecer, estancia y movimiento, son por igual conceptos que expresan  relaciones temporales, no menos que los conceptos existenciales con las cuales articulamos la situación humana; y la penetración con la cual lo vio y lo supo destacar aquel desmañado y a la vez seductor  muchacho de la Selva Negra, el niño fenomenológico, como lo llamaba la esposa de Husserl, difícilmente encuentra su igual.
Sus análisis temporales se compenetran y se vuelven inseparables de la descripción del inevitable oficio de ser un ser humano, lo que constituye desde Kierkegaard el enfoque de una filosofía existencial, decisivamente renovado por Heidegger. Por más que nuestro filósofo quiso que se ponga en el centro del pensar el ser, el ser en general y sin más especificación, es su filosofía de la existencia la que permanece con vigencia intacta, siempre que la leamos con libertad de espíritu, y precisamente entonces.
Las más veces se ha visto en el pasaje del tiempo, en lo pasajero, la característica principal del tiempo, ya sea para lamentarse de ello, o por el contrario para consolarse y quejarse más bien de lo mucho que dura lo insufrible. Pero las dimensiones del tiempo, lo que Agustín llamaba la distención del tiempo y Heidegger la ek-stasis temporal, ésta precisamente no es pasajera, sino la  estructura y condición permanente de nuestra vida. En este sentido el pasado no se entiende como lo que ya pasó, sino como el encontrarnos ya siempre en vida y en marcha, encaminados de una u otra manera, entregados a nuestro ser y haciéndonos cargo de éste, de un ser que no comienza ahora y no se inventa de la nada. Así el presente tampoco queda visto como el punto evanescente que separa dos ámbitos del no-ser: aquello que ya no es y aquello que todavía no es. El presente no es un ahora que pudiéramos comprobar en nuestro interior aun con los ojos cerrados y con manos y piernas recogidas.  El ahora se define por la ocasión de actuar: ahora que llega el autobús, ahora que me debo bajar, ahora que estoy con Uds., ahora cuando el hierro está para ser forjado. Todo ahora es un ahora cuando…, un encuentro ocasional con lo que se da en el mundo. Este es uno de los golazos de SyT, y hay de ellos más de una tripleta.
Así como el pasado es ante todo, hablando de nuevo con S. Agustín, la presencia de una dimensión, el ya venir constituyéndonos, el tener un pasado, y el presente la presencia de una ocasión y de un enfrentamiento, la presencia de las cosas y la ek-stasis  (acépteseme la forma femenina) del estar con ellas, así es el futuro ante todo una dimensión de nuestro ser aquí y ahora, el proyectarnos y encaminarnos en una orientación, tanto como el prepararnos para lo que se nos viene, para bien o para mal. El futuro representa nuestra estructura fundamental (con perdón de esta palabra que traté de exorcizar) de vivir anticipándonos y adelantándonos con respecto a lo que ya somos, de mirar adelante y estar en camino, en camino incierto.   
Las tres dimensiones temporales son co-originarias y unidas. Heidegger resume esta unidad en una fórmula: Sich-vorweg-sein schon in der Welt als sein-bei. Esto es: serse ya adelantado en el mundo con (o cabe) alguna de las cosas. Cada una de las dimensiones del estar fuera de sí, de las ek-stasis  en las cuales se constituye el sí mismo, es prioritaria en algún orden. El futuro es lo que defino nuestra orientación, nuestro proyección y nuestra tarea más allá de todo proyecto particular que esbocemos; a su vez nuestro ser ya constituido, ya existente, es aquel al cual estamos entregados bajo la forma de tener que hacernos cargo de él (überantwortet), y finalmente el presente es el momento del aplicarnos efectivamente a algo, el momento de la acción, la coincidencia, o compresencia que hace posible nuestras intervenciones.
No quisiera terminar sin recordar un aporte más de SyT que hace falta aprovechar. Muchas veces, quizás las más veces, encontramos que se entiende por ontología un discurrir acerca de lo que hay. Pero la cuestión acerca de si hay o no hay queso en la nevera, o acerca de qué y cuantos tipos de partículas existen, o acerca de si el universo está o no está en expansión ilimitada, la respuesta a estas preguntas  requiere investigaciones físicas específicas que no son parte de nuestro oficio. La repartición de tareas entre la filosofía y la ciencia ya tiene mucha antigüedad, y una de las tareas que nos toca como profesores es la de liberar nuestros alumnos del espejismo, que puede ser atractivo para algunos, de pensar que al lado de la averiguación fastidiosa acerca de lo que hay, de la cual se hace cargo la vida cotidiana y la ciencia, existe otra vía, etérea y a priori, por la razón pura, o por iniciación esotérica, o por el sentimiento y la adivinación, que nos ahorra la investigación onerosa y falible. Ahora bien, SyT pone bien en claro con su distinción entre cuestiones ónticas y ontológicas que por ontología no se puede entender un saber a priori acerca de lo que hay: que se trata más bien de las formas de pensar y de decir el ser, del logos del on, a lo que Heidegger agregará que el decir el ser es inseparable de la manera en la cual se va plasmando la comprensión de nuestro ámbito de vida, y con ello del encontrarnos en el mundo en medio de las cosas. Por ‘el mundo’ no se entiende en este contexto una súper-cosa o la totalidad de todas las cosas, sino el horizonte de las relaciones de remisión entre las cosas (el Bewandtniszusammenhang), entre las cosas que se dan inter-referidas en el cuidado de quien las habita.
¿Ha seguido Heidegger fiel a esta evidencia, la de que el verbo ‘ser’ tiene su sentido en la gama afectiva de nuestro hacer y padecer, en nuestra comprensión y en nuestra comunicación? Esto es cuestionable. Cuando leíamos en la recién aparecida Carta sobre el humanismo la línea que reza: ¿Qué es el ser? Es Él mismo (o Ello mismo, con mayúscula, Es selbst) respondíamos a ello con una carcajada, a la que agregábamos, sin desmedro de la obra que admirábamos: ¡qué descaro!  Quiero creer que esta lucidez y resistencia al escamoteo solemne se haya mantenido en buena parte en las tandas ulteriores de estudiantes y estudiosos. En Unidad en la dispersión no hay huella de una hipóstasis e idolatría del ser. Se habla allí de modos de ser, no del ser, de una entidad llamada “ser”, y se destaca en particular que es en el modo de ser que es la vida que se da tal cosa como la patencia de los entes, esto es, su manifestarse y su hacerse accesibles. Cuáles son los alcances y el papel de la palabra ‘ser’ dicha sin especificación, puesta entre comillas y jamás con mayúscula, ésta es una pregunta que Albero Rosales quiere sólo dejar planteada, sin afirmar que se tratara de una cuestión filosóficamente central. En cambio sí ocupa un lugar central en esta obra el señalamiento de que para que haya patencia, esto es, la accesibilidad de las cosas y con ello la posibilidad de la verdad, hace falta que las cosas que constituyen la realidad física de nuestro entorno aporten lo suyo, que haya una interacción física con las cosas mismas, de la cual la propagación de la luz es un caso particular que cabe mencionar. La verdad no es corpórea, señala Rosales, pero tiene presupuestos corpóreos que hacen posible el conocimiento así como hacen posible la vida misma y el desempeño del ser vivo en su entorno.
Esto no es lenguaje heideggeriano, pero es un desarrollo natural de los planteamientos de SyT. Por qué razones o sinrazones Heidegger no hace estos señalamientos que nos parecen necesarios, cuál es la mentalidad que se le impide, a él y a otros, esto quede planteado como pregunta de paso. Pero de todos modos, no es ésta la pregunta que nos mueve.

      
Heráclito 

y nosotros los mortales

John Castillo



                                                                                    



Aclaración:
Deseamos con este trabajo hacer especial alusión a la muerte desde Heráclito,[1]  que                                                    
nos llama la atención poderosamente, en cuanto, a la relación que este tiene con un trabajo que estamos realizando, el cual consiste en la interpretación que tiene Heidegger sobre el fenómeno de la muerte.

Un precepto de sobriedad fenomenológica: fr. 27 (y 47)
    El fr. 27 dice así:
       
        “A los hombres aguarda muertos lo que no esperan ni se imaginan”.
   
Para iniciar la interpretación ‘muertos’ no presupone ningún estado de fenecimiento, del mismo modo que no dice que a los hombres después de morir les pase tal o cual cosa, sino que a los hombres aquello que constantemente les aguarda es la inminencia de la muerte. El común de ellos piensa que esta es “siempre futura”, nunca presente, y le curre a otros, ¡pero por los momentos no!, “pero el estar pendiente, en tanto que faltar, su funda en la pertenencia de una cosa a la otra”[2], sin embargo, el hombre no es una cosa o qué, sino uno un ser humano o un quién. Y ‘nunca presente’ refiriéndose a la muerte, es precisamente lo que dice la continuación: a los hombres aguarda muertos “lo que no esperan ni se imaginan”: la muerte (la muerte propia) es lo que el común de las gentes presume lo nunca presente, lo no esperable ni imaginable en cuanto tal[3], cuando por el contrario es la posibilidad más cierta. [4]

En cuanto al sentido del del fragmento 47, que expresa:

“No vayamos haciendo conjeturas al azar sobre las cosas más grandes”.

Toda afirmación que determinara el “contenido” de la muerte queda tácitamente prohibida. Ese elemental precepto de sobriedad fenomenológica puede emplearse  como regla hermenéutica: toda interpretación bajo la cual la muerte aparezca de un modo u otro como re- presentable debe rechazarse.

El fr. 25:  “A destinos-de-muerte mayores mayores destinos- de-vida”

En cuanto a este fragmento no se pueden tolerar interpretaciones que lo toman como alusión a recompensas en una “Continuidad del alma después de la muerte”[5]

El ‘destino de muerte’, e.d., el modo de muerte que a uno toca, y que puede ser más o menos “grande”, más o menos brillante o valioso. Heráclito por medio del  fragmento nos dice, en principio, que ese mayor o menor brillo determina de algún modo el valor total de la vida. Lo cual no es ocurrencia de Heráclito, sino constatación general de la poesía griega. Así, en Heródoto (I 30 s.), cuando Solón, en diálogo con Creso, pre- guntando por el hombre más feliz, concede el primer lugar a Telo y el segundo a Cléobis y Bitón, en ambos casos el modo en que tuvo lugar la muerte es un dato relevante y en ambos casos es la muerte el único acontecimiento que se menciona.

No es difícil imaginar de dónde procede ese privilegio: se trata de que los demás acontecimientos están siempre sometidos a reinterpretación,  pues pueden adquirir un nuevo sentido a la luz de acontecimientos posteriores, mientras que el acon-tecimiento de la muerte, justamente por ser el último, ya no puede ver modificado su sentido por nada más: es él el que debe dar acabamiento a la vida, y si, confirmando la vida pasada, consigue hacerlo del modo más brillante y mejor, habrá conseguido dar figura a una buena vida, a una moîra, brillante,  “grande” (el más brillante, ...el mejor, significa en griego a la vez ‘fin’ y ‘cumplimiento ).
    
Pero ¿No supone tomar la muerte como algo que puede aparecer e imaginarse, es decir, justamente como lo que no es (fr. 27)? Pues en realidad ningún acontecimiento ni ningún momento aparece como el último. A diferencia de lo que hace Solón en su diálogo con Creso, a nuestro fragmento le está prohibido tomar la muerte como acontecimiento, como algo que cabe representar, narrar y comparar (por lo demás, si Solón puede hacer todo eso con Telo, Cléobis y Bitón, es porque la única muerte que en ese momento importa es justamente la de Creso). Todo esto parece privarnos de la posibilidad de entender en qué sentido se habla de móroi “mayores”.

Aún peor: incluso la designación móroi aparece ahora como problemática. Pues, como moîra también móroj significa de entrada ‘parte asignada’, ‘porción’, ‘lote’, y, si cabe concebir la vida como lote  mayor o menor, mejor o peor, ¿cómo la muerte, lo no esperable ni imaginable en cuanto tal, va a designarse con una palabra que significa ‘lote’ e.d. cosa? Si decimos que el lote del hombre es la muerte, con ello queremos indicar una vida finita. Pero quizá es justamente a eso a lo que el fragmento con su juego de palabras entre móroi y moíra nos apunta: con él nos dice, en efecto, que la muerte es móroj porque sólo gracias a ella la vida es moîra. Pues sólo en virtud de la muerte recibe la vida el límite que la convierte en porción ya cortada y completa, los contornos que hacen de ella “una” vida.
   
Clemente cita el fr. 20 para mostrar el rechazo de la procreación de filósofos paganos: “Así, Heráclito es patente que maldice de la generación, puesto que, dice, ...” (Strom. III 14, 1). Sigue el fragmento:
      
       “Llegados a ser, acceden a vivir y a tener su muerte, o más bien a descansar, y dejan hijos ...”

   
En Diels-Kranz, como en la mayoría de las ediciones, se traduce como “como si morir consistiera en volver a nacer”, pero como observa T. M. Robinson, algo así parece lingüísticamente sin paralelo y “should for that reason probably be rejected”[6] 

Este fragmento esta cargado de gran crueldad en el sentido que nos dice que nosotros no solo, una vez en el mundo existiendo constantemente accedemos a seguirlo haciendo [vivir] desde el mas joven hasta el más anciano, sino que además, dejamos hijos que llegarán a estar morir.

Esta interpretación se refiere a lo incrustados que se encuentran vida y muerte, a eso mismo que, p.e., se enuncia en el fr. 88. Y así, en tal sentencia, observamos: el haber nacido lleva de por sí a consentir en la vida, y la vida es porción que sólo se recibe en virtud de la muerte (cf. fr. 25): estar dispuesto a vivir implica estar  dispuesto a morir.

Pero en este punto Heráclito amplia su comprensión integrando al común de la gente “o, más bien ...” no acceden exactamente a apropiarse de su muerte, sino a descansar. ¿Qué quiere decir eso? A los hombres aguarda en la muerte “lo que no esperan ni se imaginan”, pero ésos de los que aquí se trata sí parece que proyectan en ella un contenido perfectamente imaginable, tan imaginable como el  descanso, que es un modo de encontrarse, de comprenderse, de estar. “Descansar” significa que a la muerte no se la acepta en su sola calidad de límite de la vida o fin del hombre, sino que se le da un sentido positivo. Es el modo de asumir la  muerte propiamente, a partir de la muerte de otros.

La vida de los más lo que el fragmento describe. El “acceden a vivir” traía consigo “y a tener su muerte”, con la corrección que a continuación se hacía. Pero en virtud de la trabazón de vida y muerte se requiere a su vez (cf. pálin, fr. 88) el paso inverso, de la muerte a la vida. Pues la muerte ha de ser compensada: porque hay muerte hay reproducción: “y dejan hijos” ... ¿para qué? Para que la vida siga perpetuándose. Así desaparece la extrañeza del fr. 88: ya no se trata de que los muertos se hagan vivos (ni los viejos jóvenes), sino sólo de que, puesto que lo vivo es esencialmente no-muerto y lo muerto esencialmente no-vivo, de modo que cada uno de ellos sólo es lo que es gracias al otro, ha de haber un tránsito del uno al otro (sobre cuya apariencia óntica el fragmento no se compromete). Considérese el argumento, perfectamente válido, con el que  Sócrates deduce un tránsito de la muerte a la vida (Fedón 72a-d): de las correspondientes mediaciones ónticas no se ha dicho nada.

Sólo que, como esa vida proviene de una muerte no asumida como tal, sino sólo como un descanso, como una especie de vida, ahora la vida que nace no va a ser tampoco verdadera vida, sino a su vez una especie de muerte: “y dejan hijos que se hagan morir”, que en este contexto, seguramente, más bien que ‘muertes’ ha de significar ‘cadáveres’.

Sólo si la muerte se asume como tal, como impenetrable  oscuridad, puede la vida de verdad ser vida; a propósito de esta afirmación se encuentran otros fragmentos del grupo como el 15, es aquí donde se nombra explícitamente: “asumir la muerte”. Heidegger estaría de acuerdo con esta sentencia y de acuerdo a nuestra apreciación diría:
“El Dasein es el mismo de una manera propia sólo en la medida en que en cuanto ocupado estar en medio de... y solicito estar con..., se proyecta primariamente hacia su mas propio poder-ser y no hacia la posibilidad del uno-mismo [estado interpretativo de la gente común]. El adelantarse hasta la posibilidad irrespectiva fuerza al ente que se adelanta a entrar en la posibilidad de hacerse cargo de su ser más propio desde sí mismo y por sí mismo”[7].

En otras presentaciones p.e. el fragmento 21 encontramos:
 
       Muerte es cuanto vemos despiertos, cuanto durmiendo sopor. “Sopor” es el “sueño” de “dormir”, no de “soñar”, de modo que el fragmento empieza con “muerte” y acaba con su prójimo y similar el “sueño”[8]: ese tránsito no puede ser casual. Por otra   parte, la extrañeza de la frase “muerte es cuanto vemos despiertos” sugiere que no se alude con ella a la vigilia corriente, de aquellos que se comportan “como dormidos”. Y como de acuerdo con el lógoi tiene lugar todo (fr. 1), lo que “vemos despiertos” habrá de ser algo así como el “juego” en el que todo tiene lugar. Se trata, pues, de ver ese juego, pero esa tarea es sumamente problemática, pues sólo es posible ver cuando hay figura, y para que haya figura se precisa algún fondo contra el que recortarla, pero parece que ese fondo es la absoluta nada. Así, en Parménides el ser sólo aparece recortándose contra el no-ser.
                                                                           
Efectivamente tiene lugar, identificar el juego total con la vida como totalidad, tenemos ahí una descripción del fenómeno de la muerte. Mientras vivimos el juego total no está nunca presente, porque la vida no está aún completa, no lo estará hasta que no llegue la muerte. La muerte constituye, así, el límite que confiere al juego total figura, acabamiento, es decir, justamente totalidad. De ahí que ese juego sólo sea visible “desde la muerte”. Eso no explica todavía que “todo lo que vemos despiertos” sea muerte; es preciso tomar en consideración además el que sólo dentro de ese juego y en virtud de él le es adjudicada a cada cosa su determinación y carácter propio, por lo que, al dar acabamiento al juego y así determinarlo, la muerte determina todas y cada una de las cosas: define, da contornos netos a cada cosa.

En tal sentido, el sentido de cada circunstancia de la vida permanece indeciso hasta la muerte, y posibilita así que haya visión nítida: “vigilia” (ver claro el límite entre cuándo sí y cuándo no: saber, respecto de cada cosa, qué hacer). Todo lo que vemos despiertos es muerte porque todo adquiere  contornos netos en virtud de la muerte. Hediegger diría al respecto:

“A la llamada de la conciencia corresponde la posibilidad de escuchar. La comprensión de la llamada se revela como un querer-tener-conciencia. Pero en este fenómeno tenemos algo que antes buscábamos: el acto existentivo de hacer la elección de un ser-sí mismo, acto que nosotros llamaremos, de acuerdo cn esta estructura existencial, la resolución”[9].
   
Pero ¿cómo es posible una tal “visión nítida” si decimos que ha de darse “desde la muerte” y la  muerte es lo nunca presente, lo no experimentable? Es ciertamente imposible ..., a no ser que “desde la muerte”, signifique “desde la asunción (anticipación) de la muerte”. Pues ¿cómo puede haber una visión de lo que el juego total al acabarse determina, si ese juego aún no está acabado? Lo que puede haber es justamente un cierto sentido por el “aún no” de proyección. Tal sería el único modo posible de comprender lo no experimentable: percibir cómo a toda experiencia le falta aún algo, cómo nada está todavía decidido por completo. Se trataría, entonces, de tener en cuenta que en cada cosa hay algo que se sustrae y no se deja calcular ni predecir: que en rigor las cosas no son nunca del todo “esperables”. Tener en cuenta eso constituiría ese “esperar lo no esperable” (cf. fr. 18 ) de cuya necesidad el propio Heráclito nos habla: a partir del fragmento 27 es claro que nuestra expresión “asumir la muerte” no hace más que parafrasear ese giro. Y por cierto que ahí no puede tratarse de “esperar” en el sentido de pensar en la muerte, porque de ese modo justamente se traicionaría su esencial irrepresentabilidad. Más bien ha de tratarse de, sin pensar en absoluto en la muerte, ser en todo momento capaz de distanciarse del papel que a la cosa con la que tratamos toca (o más bien parece tocarle) en un juego que en realidad aún está indeciso. Así, Creso asumiría la muerte si toda su riqueza y prosperidad fuera capaz de percibirla también como pobreza y miseria: una tal sensibilidad por lo no esperable constituye ya la capacidad de tomar en consideración en cada cosa su lado de muerte y oscuridad[10]: de ver “muerte” en todo lo que uno ve. Por paradójico que parezca, gracias a ese tomar en consideración lo oscuro, y  sólo gracias a él, es posible ver cada cosa en sus contornos nítidos. La historia de Creso testimonia por cierto de ello: basta contrastar su tendencia a caer una y otra vez en espejismos e ilusiones (Hdt. I 34-45, 55 y 71) con la perspicacia que muestra (I 88 s.) a partir del momento en que, en un trance de crisis (I 86.3), ha experimentado por sí mismo aquella no esperabilidad y no calculabilidad de ninguna circunstancia a la que Solón le remitía (I 32). Ese trance de crisis es interpretable como un despertar, que no por casualidad ha sido provocado por un riesgo de muerte: la historia de Creso se nos ofrece así como ilustración del fragmento 21.
    Es posible, pues, asumir la muerte como tal, y “como tal” es justamente como lo nunca presente, no obstante, perenne en cuanto posibilidad como lo no experimentable, ya que podemos verificar la muerte de otros, pero la nuestra propia de ella no obtendremos experiencia. Por eso, porque se trata de lo no experimentable, si ese asumir es un cierto despertar, en esa vigilia no cabe instalarse: de ella caemos inevitablemente en la visión cotidiana que carece de nitidez. Estamos, entonces, en la vida adormilada que Heráclito designa como “sueño”. Tal es, entonces, el sentido del tránsito de “muerte” a “sueño” que en la letra del fragmento se esboza: que porque la vigilia requiere la visión de la muerte, el hombre tiene que caer en el sueño.
    Aunque su referencia a la muerte no sea de entrada evidente, también el fragmento 29 también es pertinente:
      
       “Eligen una sola cosa en vez de todas los mejores, la gloria perenne de los mortales, mientras que los más están saciados como ganado”.
   
Se nos dice que en la Grecia antigua los mejores elegían la gloria, ciertamente, pero antes que nada que “eligen una sola cosa en vez de todas”, y eso no puede significar simplemente que la gloria es una sola cosa, ni que la eligen en vez de todo lo demás, porque todo eso no hace falta decirlo. Hay que tomar en serio esas palabras literalmente: lo que los mejores eligen es antes que nada, “una sola cosa”, ‘uno’: algo que tiene carácter de unidad, y eso lo eligen no en vez de todas las demás cosas, sino en vez de todas las cosas. Un “uno” que puede contraponerse a todas las cosas no es cosa alguna, en cierto modo no es “nada”. precisamente algo así  puede identificarse con la gloria.

Esa gloria aparece como algo “de los mortales”: la gloria mayor es, como en el caso de Aquiles, la de una muerte gloriosa, que muestra la capacidad del hombre de asumir su propia muerte. ¿No cabrá, entonces, identificar ese asumir la muerte con el “elegir uno en vez de todo”? Los mejores elegirían aquello que en la muerte al perderlo todo se gana, y que es en efecto “uno” en el sentido de que es la unidad o totalidad de la vida. Es, una vez más, el juego total, que por otra parte en algún fragmento aparece como “uno” (fr. 32; cf. fr. 41, 50, 57). La importancia de “elegir” esa unidad radica en que, como hemos visto, precisamente ella, la unidad acabada de la vida, es lo que confiere a cada cosa y cada circunstancia su definitiva determinación y, resolución según Heidegger. Por eso ese “uno” se designa, más o menos en los mismos fragmentos, como tò sofón, ‘el saber’, ‘la inteligencia’: el discernimiento. Y no es casual que de tò sofón se diga en el fr. 108 que está “separado de todo”: aquí nos aparece como esa unidad que sólo se gana a costa de perderlo todo.
   
Pero si cabe identificar lo que los mejores eligen con el discernimiento, entonces es que cabe identificarlo con la elección misma, con la decisión. Pues, por el distanciamiento y la capacidad de renuncia que hay en ese “elegir uno en vez de todo”, el hacer del hombre adquiere filo y nitidez: es decisión firme. “Los más están saciados como ganado”: obsérvese cómo, a diferencia de la escogida por los mejores, no aparece ya significada con un ‘eligen’, como constituida que está justamente por la ausencia de todo verdadero elegir; aparece como un ‘estar saciado’, pero se trata de un estar saciado esencial, “como ganado”. Pues, si el ganado suele tener la alimentación asegurada, previamente a ello le pertenece otra saciedad que ya no depende de pastos y pastores: la res está saciada porque, como nada sabe de la muerte, nada sabe de la nada, del vacío, de la carencia: no puede distanciarse de las cosas para “elegir ... en vez de ...”. Pues toda elección y decisión es corte, trazamiento de límite, y supone por ello asumir la finitud: asumir la mortalidad. En la medida en que el hombre corriente elude esa asunción y anticipación participa también de la saciedad esencial, y no es capaz propiamente  de decidir. Con esto cuadran las asociaciones que tienen ‘saciedad’, evoca  ‘exceso’ y ‘desmesura’[11] es carencia de sentido del límite, e.d. sin límite no hay unidad. A ellos también la muerte les sobreviene y corta entera su vida, pero esa unidad que entonces alcanzan no se la habían ganado: es postiza. Es, por ello, la unidad de una mala figura, carente de armonía. Al contrario, a quienes eligen en vida la unidad que se alcanza en la muerte, esa muerte les concede una buena figura: son ‘los mejores’. Y en  reconocimiento reciben algo que en cierto modo reproduce esa buena figura: la “gloria de los  mortales”, algo que tiene carácter de discernimiento – es habla: lógoi. Y, como el discernimiento era decisión firme, el lógoi conduce a la gloria perenne, final: fr. 63 y 98.
   
La cuestión de la asunción y anticipación de la muerte nos ha aparecido bajo otras formulaciones: “estar despierto” (fr. 21), “esperar lo no esperable” (fr. 18)además, “sin obstinarse en la situación”, como señala Heidegger[12], “elegir uno en vez de todo” (fr. 29). Se está revelando como lo esencial que ese grupo de fragmentos nos tiene que decir, lo que permite conectarlos con los temas centrales del filosofar de Heráclito. 

¡Sólo en el Hades  puede lo bueno ser decididamente y sin ambigüedad bueno!. Pero, ¿cómo saberlo?.






[1] Cf. Miguel Liziano, Emérita Revista de Lingüística y Filosofía Clásica (EM), LXXII 1, 2004, p.74-93 (emerita.cchs@cchs.csic.es )
[2]Martin Heidegger, “Ser y Tiempo”, editorial Trotta, Madrid, 2006, p. 263.
[3]Cf. F. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, I, Filosofía antigua y medieval, Madrid, 1973, p. 30.
[4]Martin Heidegger, “Ser y Tiempo”, editorial Trotta, Madrid, 2006, p. 278. “El concepto ontológico-existencial plenario de la muerte puede definirse ahora por medio de las siguientes determinaciones: la muerte como fin del Dasein, es la posibilidad más propia, irrespectiva, cierta y como tal indeterminada e insuperable del Dasein. La muerte del Dasein es el estar vuelto de este hacia su fin”.
[5] K. Reinhardt, Parmenides und die Geschichte der griechischen Philosophie, Frank- furt a. M., 1959, p. 192.
[6] (Cf. T. M. Robinson, Heraclitus. Fragments, A Text and Translation with a Commentary  by T.M.R., Toronto,  1987, p. 90. 7).
[7]M. Heidegger, “Ser y tiempo”, p. 283.
[8] Cf. Il. XIV 231, Od. XIII 80, Theog. 756, 759.
[9]M. Heidegger, “Ser y tiempo”, p. 289.
[10] Cf. También fr. 60, 88, 102, 111, 126.
[11](Cf. Solón, fr. 3 (Diehl) vs. 8-11 y 34, fr. 4 vs. 6, fr. 5 vs. 9, Teognis, 153 s., Píndaro, O. I 56, O. II 95, O. XIII 10
[12]M. Heidegger, “Ser y tiempo”, p. 326.