jueves, 5 de enero de 2012


De la Tiranía y la política en Aristóteles (I)
David De los Reyes






“…no me gusta realizar nada por la fuerza de la tiranía
 y tampoco de  la fértil tierra tengan los malos  la misma parte que los buenos”
Solón (cit. Aristóteles, Constitución de Atenas, cap.12)
“Los conceptos generales y la  gran arrogancia
 jamás  cesan de causar temibles desgracias”
Goethe
“En verdad son aquellos  hombres que guían la acción de los demás  con sus pensamientos a quienes consideramos como los más activos entre los hombres de acción”.
T. Gomperz

(Observación: esta es la primera parte de una serie de cuatro artículos dedicados al tema en Aristóteles).

I
La política como ciencia práctica
En la Etica a Nicómaco[1] Aristóteles designaba a la política como la primera de las ciencias, la más fundamental de todas ellas. Ello por ser ésta la que debería contener y aplicar los fines y valores más  elevados del hombre en relación con las demás disciplinas, que vendrían a ser sólo medios para aquella. Aparte de las ciencias teóricas, el estagirita distingue otras dos, las prácticas y las productivas. La política pertenece a las ciencias prácticas, dentro de su división del saber. Y de eso es lo que trataremos aquí, de cómo observa Aristóteles el desarrollo, la evolución, el orden y la permanencia de la tiranía en la Grecia que conoció y le tocó vivir en tanto política que se presenta bajo la mirada de lo que llamó, como dijimos, la más fundamental de las ciencias, la política, una ciencia práctica.  Por ser la política considerara como un conocimiento fundamental  no estamos del todo de acuerdo cuando el estudioso italiano G. Reale (1985:97)  afirma que las ciencias prácticas, como la  ética y política son, dentro del sistema aristotélico, jerárquicamente secundarias, inferiores a las primeras, en las que el saber son un fin en sí mismas desde un punto de vista absoluto (la Metafísica, por ejemplo).   Aunque bien podemos suscribir su opinión al referir que las ciencias prácticas tienen en consideración la conducta de los seres humanos; y estas son llamadas como filosofía de las cosas del hombre:  disciplina que se encarga de  abarcar la actividad moral de los hombres considerados como individuos o como ciudadanos. Este saber práctico, que incluye a la política, es una teoría del Estado, y en ella está presente todo un desarrollo sobre la tiranía, que es nuestro tema en cuestión.                 
Podemos comenzar observando que Aristóteles se diferencia de la concepción  política platónica  por desarrollar, en su análisis de la estructura del Estado, una postura que bien se ha llamado de realista o, en términos más contemporáneos, de  Realpolitik. En ella podemos encontrar siempre el ingrediente ético como una tonalidad que determina al conjunto de los elementos constitutivos de toda organización estatal. A pesar de esta afirmación general encontramos una opinión adversa en Reale (1985:123) pues afirma que Aristóteles está mucho más cerca de Platón de lo que suele creerse habitualmente; el Estagirita se limita a criticar y rechazar ciertos aspectos  aberrantes de la República platónica, pero no su ideal de fondo.  Tomando en cuenta dichas palabras podemos complementar que respecto al Estado ideal Aristóteles es enteramente platónico al identificar el fin  del Estado con el fin ético del individuo.  El mejor estado  es el que asegura a sus ciudadanos la mejor vida (aristos bios). Sin embargo el Estagirita no subordina  el Estado al bienestar del individuo, como lo haría un liberal, sino que deriva, al igual que Platón,  de las categorías para juzgar del valor del Estado de las normas éticas que aplica al alma del individuo.


“Decir que la vida mejor del estado y del individuo es una y la misma, no significa para  él que las cosas vayan  bien en el Estado si todos se alimentan bien y se  sienten a gusto, sino que el valor espiritual y moral del Estado está basado en los ciudadanos. Su fuente última es el alma estimativa del individuo. A la inversa, el más alto concepto ético a que llega esta alma es el estado, para el cual está predispuesta el hombre por naturaleza” (Jaeger, 1983:316).

Tal  condición ética nos lleva a absorber una acústica política circular: el mejor Estado es aquel que, a través de la educación, inculca la virtud a sus ciudadanos y, por ende, requiere que sus gobernantes sean virtuosos[2]. Este pharmacón  político-pedagógico pretende detener lo que siempre mayormente ocurre, que todo Estado siempre posee un porcentaje de perversión o corrupción y sólo por sus gobernados constituir un conjunto ético cohesionado,  puede sostener una presión  pública para frenar la perversión en la conducta del legislador y sus acólitos de turno. Hay una exigencia ante el sujeto político común y es que se forme en él mismo una moralidad  mediante la paidea (educación), para que el Estado se mantenga dentro del cerco de los fines morales del  bien común. El libro VIII de su Política nos demuestra lo importante de la educación para tales logros.
Encontramos que la visión política aristotélica está asentada en la formación de caballeros cultos, lo cual está representado en su época por la mentalidad aristocrática que reflejaba  un amor por el saber y las artes, es decir, por una educación o formación centrada en una cultura de élite. Tal mentalidad desapareció del poder con Pericles. El populacho inundó el gobierno instigado por una oligarquía demagógica; eran hombres que no tenían ninguna preocupación por la cultura, que sólo defenderán la vida material y la defensa de la riqueza, propia del privilegio oligárquico; todo conseguido mediante la traición, el asesinato, el despotismo ilegal, es decir, métodos pocos caballerescos, al decir de Russell (1973:175).  Los hombres de mérito tuvieron que defender  sus privilegios frente al populacho y en ese proceso dejaron de ser cultos y caballeros.  Nuestra época no contempla una educación para la meritocracia;  una educación popular lo única que otorga a sus favorecidos es enseñar, y hoy a duras penas, a leer y a escribir, pero no confiere cultura; esta educación es propia para el surgimiento de la demagogia al practicar un tipo de propaganda que puede llevar, la más de las veces disfrazada de democracias populares, a una dictadura.
La presentación de lo político en Aristóteles está  interesada en  mostrar los matices  de la estructura sociológica del Estado existente, lo cual lo hará distinto, por ejemplo, a  Hegel, que  concentra su reflexión política en mostrar a esa entidad como realidad  orgánica de la Idea Moral (el Estado es el reino de la eticidad). Advierte que más que construir  una constitución (politeiai)  ideal  mejor será en plantearse y en practicar una constitución posible, en función de las circunstancias reales, en los  eventos y dinámica social a los que la política, en concreto, debe encaminarse, realizándose  en el aquí y ahora, hic et nunc,  al conocer lo  geográfico e histórico de dicho Estado. En esto, como hemos dicho y notamos antes, se aleja (y critica), la visión platónica de República. Aristóteles está claro al declarar que:


“La virtud y la razón no se hallan cómodas sobre los tronos; los poderosos sólo necesitan dos clases de acólitos: instrumentos sin escrúpulos y gente sociable divertida” (podríamos decir, aduladores, asesinos y bufones); “los particulares no son inferiores, sino superiores en la honestidad a los príncipes,  (Etic. Nic. VIII, 7, 1158ª).

Aristóteles no especifica en su Ética a Nicómaco si estos hombres de poder son reyes, príncipes o tiranos, no se aclara cuál es el origen de su poder, sino que pareciera ser que todo poder político, independiente de cuál sea su origen,  decantará en tal situación. El verdadero rey será un ser excepcional si existe, una especie de seres en que pareciera ser el favorito de los dioses (si es que estos existieran, podemos agregar). En el fondo su papel estaría en cuidar de los derechos de los propietarios a la par de los de la masa,  con el fin de que estos últimos no sufran  ofensa ni injusticia, como los en los primeros perjurio.
Es interesante cómo Hannah Arendt  (1972:153)  nos presenta su interpretación de la Política en función del modelo dialéctico gobernante-gobernados o dirigentes-dirigidos,  en relación a la razón, como instrumento político por excelencia para establecer una justicia de Estado, alejada de toda dictadura o tiranía; nos da a entender que:


“En Aristóteles, luego de Platón, encontramos la segunda tentativa de establecer  un concepto de autoridad en términos de dirigentes y dirigidos. Su postura tiene una aproximación distinta. Para él la razón no tiene ninguna relación ni características  fundamentales con la dictadura y la tiranía, no hay ningún rey-filósofo que pueda reglamentar  de una vez por todas  los asuntos humanos. Su razón política la piensa en función de que todo cuerpo político está compuesto por aquellos que  gobiernan y aquellos otros que son gobernados, lo cual no deriva a una superioridad del especialista sobre el profano. Aristóteles sería el primero en hacer un llamado a fin de establecer la dominación en la manipulación de los asuntos humanos, a la naturaleza que ha instituido la diferencia entre los jóvenes y los viejos, destinando los unos a gobernar y los otros a ser gobernados (Pol., 1332 b 12 y 1332b 36; las distinción entre mayores de edad y jóvenes está en Platón, República, 412, Leyes, 690 y 714).

Animal político (zoon politikon) califica Aristóteles al hombre y ello quiere decir que es un ser gregario en función de la utilidad, facilidad y la justicia que obtiene al vivir en grupo con sus semejantes y no aisladamente. Por esta cualidad llega a tener conciencia moral de no aceptar  vivir de cualquier modo o como le ordenen sino en buscar la mayor perfección dentro del conjunto, el cual no debe tratar sólo vivir por vivir  sino de vivir bien. Vivir bien debe ser la condición y finalidad ética a la que deba tender el conjunto y gobierno de la ciudad (polis)[3] en la que habitamos; el vivir feliz y virtuoso estará emparentado con ese vivir bien. Los griegos no acertaban comprender al hombre en estado de aislamiento sino como un ente social que va a estar, en primera instancia, encuadrado dentro de la familia y sometido al régimen de la casa u hogar (oikos), espacio político primario o principal; esta agrupación y su actividad Aristóteles la desarrollará como economía, la cual trata sobre lo requerido para el sobrevivir y prever lo necesario de todo grupo familiar griego. Pero de  esta situación común, de esta economía familiar, también encontramos una reflexión ética que versa sobre el bien particular del individuo, orientando  su conducta para obtener  su perfección y felicidad. Y la ética  deberá estar, en parte, subordinada a la política; motivado por ésta realidad citadina, y su convivencia, dependerá la forja y  constitución del carácter (ethos) de los individuos que la conforman. Ha determinado sistema político, determinada condición del hombre   ético.  Gomperz (2000:330), afirma que para el estagirita toda conducta de vida debía ser normada y dirigida, al igual que la educación, por la autoridad política. Y le era ajena la idea de la libertad individual, incluso la de errar.
Esto nos revela que la ética, en tanto objeto de estudio, tiene una función práctica, más que ser una teoría científica o filosofía, como lo advierte Guthrie (1953:146), pues lo que proponemos con él es hacer mejores a los hombres y sus acciones, entonces ex hipothesi, el material de nuestro estudio tiene que ser variable. Podemos entender en las palabras de este estudioso, que para Aristóteles, si bien la verdad y el conocimiento deben estar separados del dominio de lo contingente, es coherente en su sistema que afirme que la ética no es  una parte de la filosofía, pues su objeto está sometida a lo contingente a lo mudable, es decir, a la acción del hombre individual dentro del conjunto político al cual pertenece, a una práctica en la que desenvuelve su buen vivir. La ética vendrá a ofrecer algunas reglas  prácticas que, habiendo sido alcanzadas empíricamente, probablemente  resultarían  operantes (idem). Por tanto,  la política está impulsada por un sentido del deber o de la virtud, principios que vienen a cristalizarse en acciones prácticas; las especulaciones políticas del filósofo no podían proseguirse si  su existencia corporal  se desenvolvía en una comunidad mal gobernada y de individuos indisciplinados. El estudio de la política debe separarse de la reclusión del laboratorio teórico y adentrarse en el magma de la vida social práctica, para luego enseñar  cómo puede aplicarse  la razón social en las cuestiones prácticas.  Guthrie  (idem: 148) advierte que en Aristóteles  se pueden advertir  dos clases de virtud (areté), una intelectual y otra moral, dedicándose en la Política, gracias a una sabiduría práctica, en  cómo se puede obtener un individuo moral dentro de una organización social en función del bien común. Reale (1985:113) nos advierte que el bien particular del individuo y el bien del Estado tienen la misma naturaleza (ya que ambos consisten en la virtud). Y respecto a las tendencias de las escuelas socráticas menores (como los cínicos, los escépticos, los pitagóricos), que se retiran de la vida política de la polis al no encontrarse con una real libertad establecida en la realidad política,  asumen a la filosofía como una forma de vida separada de lo político; ante ello podemos reflexionar en torno a lo dicho por Jaeger (1983:323) en que:


“El ilimitado individualismo del platonismo a ultranza, que prefiere la libertad absoluta a tomar parte  en un estado despótico, y no desea ni gobernar ni ser gobernado, es en verdad éticamente mejor que el ideal de poder del estado moderno, dice Aristóteles, pero el gobierno  no es necesariamente despótico, y un gran número de hombres han nacido para ser súbditos”. 

Los hombres por mímesis deben seguir al hombre de sabiduría práctica porque de esta manera  podrán lograr ser virtuoso al ejecutar repetidamente  los actos justos que afectarán al alma, creando una costumbre o estado virtuoso de ser y una concordia ciudadana; la costumbre o los hábitos pueden llevarnos a alcanzar ciertos grados de perfección; el animal político no es un individuo que busca el retiro y en vivir en un aislamiento filosófico sino  que debe sumergirse en los negocios prácticos de la vida pública, aprendiendo por experiencia cómo tratar, relacionarme, convivir con mis conciudadanos.
Para Aristóteles toda comunidad política no es un pacto artificial, como proponen sofistas como Nicofron (Pol., 1280), o Trasímaco sino una relación natural; para ambos sofistas tanto la ley, como el Estado, son sólo un producto de una convención, de ser restricciones a la libertad del individuo impuestas por sus amos o aceptadas por él meramente como protección  tanto a su persona como a sus familiares y propiedades, (Roos, 1957:340). Aquí natural[4] querrá significar para Aristóteles  que toda comunidad brota o surge necesariamente de una inclinación de la misma naturaleza humana, de la unión entre individuos  y su condición de vivir gregariamente, situación en la que el Estado no se interpreta como una limitación a la libertad sino un medio para lograrla. Y es natural porque todo hombre, para Aristóteles, tiene una tendencia innata a lograr su propia perfección, la cual consiste en el bien y la felicidad individual. Este logro no se obtiene aisladamente y en soledad; en el aislamiento  no puede bastarse completamente a mí mismo. Requiere la agrupación con sus semejantes. Requiere de la familia, compuesta de un hombre, una mujer, hijos, esclavos, una casa y un buey para arar. Aquí notamos que nuestro autor advierte que el varón tiene autoridad real sobre sus hijos y esclavos, un tipo de mando que puede ser semejante al tirano o monárquico (palabra que indistintamente se utilizaba para el gobierno donde manda sólo uno), pues el hombre mayor de la familia vendrá a ejercer el mando de manera unilateral frente a los hijos y a los esclavos; ante la mujer tendrá una relación de reciprocidad democrática. Su concepción es contraria a la visión platónico del conocimiento de la idea del bien:


"…el bien supremo del hombre no puede ser tampoco lo que Platón y los platónicos han señalado como tal, es decir, la idea del bien, o sea, el bien en sí trascendente, porque, en tal caso, es evidente que el hombre no lo podría realizar ni alcanzar.  Por tanto,  no  puede tratarse de un bien trascendente, pero si de un bien inmanente, no de un bien realizado ya de una vez por todas, sino de un bien realizable y actuable por el hombre y para el hombre” (Reale, 1985:98).

Aristóteles  está convencido de la necesidad de  que los ciudadanos se sometan a una tutela bien estricta por parte del Estado (Gomperz, 2000:357). No tiene mucho interés en mantener intacta la individualidad  de los ciudadanos y promover un desarrollo más profundo.  Pareciera que se hubiera olvidado de lo dicho por Pericles en su Oración Fúnebre (Tucídides) del programa de libertad individual. No ve al Estado como un mal  que es preciso reducir a los más estrechos límites  posibles, cuya acción debería estar determinada por la necesidad y con miras a una existencia funcional en la medida que da soluciones a una colectividad; su misión estaría centrado en garantizar la seguridad, la protección legal y la defensa contra cualquier enemigo exterior. Observa a la ley como una convención que no es capaz de  hacer buenos  y justos a los ciudadanos (Pol. III, 9, 1280b). La ley no tiene justificación ante ciudadanos incultos, de ahí que para Aristóteles  el Estado es ante todo y en primer término una institución educacional (Gomperz, 2000:359); en esto se centra su propuesta, más que una asociación  con miras  a la guerra o al comercio, como tampoco a establecer una sociedad con fines de lucro o una mera institución dirigida a  mantener la seguridad.
Podemos agregar que el texto de La Política de Aristóteles  es a la vez interesante e importante: interesante, por mostrar los prejuicios corrientes de los griegos instruidos de su tiempo, e importante como fuente de múltiples principios que permanecieron influyentes hasta la Edad Media (Russell, 1973:169).




II
El buen vivir de la ciudad
De los grupos familiares (oikos) surgirán las comunidades (kóme) y del agrupamiento de estas se constituyen las ciudades (polis). Como vemos, los elementos atómicos constitutivos de la ciudad, que es un todo sustancial, son las comunidades, las familias y los individuos. Para Aristóteles, a pesar de la crisis que ya vivía en su época la ciudad como modelo de organización política autónoma, siguió siendo la forma más perfecta de sociedad. Su ciencia política no rebasa el modelo arcaico de ciudad, cuando  -ya para su época-, está atravesando un largo proceso de disolución  que arranca desde las Guerras Médicas, que continúan con las del Peloponeso y culmina con  las extraordinarias campañas de conquista de su discípulo Alejandro (quien nunca compartió el ideal político de su maestro, aunque sí el superior sentido de la cultura griega en relación a la de otros pueblos, y que implantó en todo territorio donde dominó), abriendo el camino al cosmopolitismo[5]. La ciudad perfecta (ariste politeia)  nos  lleva a girar la mirada al pasado, separándose del horizonte que se le aproximaba augurando su destrucción de conjunto autónomo social; destrucción de esa unidad compacta de la polis,  modelo político en que podían los hombres participar activamente en los asuntos de la ciudad, sustituyéndolo con la idea de un gran reino que incluyese a todo el mundo conocido de entonces[6].  Russell (1973:169), también refiere a ese dejar pasar por alto aristotélicos de las conquistas de Alejandro y el campo experimental  que fueron las ciudades griegas:


“No hay ninguna mención de Alejandro, y ni siquiera la más leve percepción de la más  completa transformación que aquel estaba efectuando en el mundo. Toda la discusión se refiere a los Estados ciudades, y no hay ninguna previsión de su decadencia. Grecia, debido a su división en ciudades  independientes, fue un laboratorio de experimentación política".



La ciudad se conoce por ser una comunidad política (kononía politiké) (Pol. I, 1252ª), es decir, una asociación compuesta de hombres. Pero no toda asociación es una ciudad; no basta la simple convivencia; ni una comunidad de lugar. Es una organización social humana y se distingue por ser una entidad no estática sino dinámica que persigue un fin determinado. El fin de la ciudad es la que define su existencia en movimiento y el tipo de construcción dentro de sus límites. Se debe determinar primeramente con qué fin se constituye una ciudad (Pol. III 6, 1278b). Ese fin no es sino el bien que, como hemos dicho antes,  es lo que siempre los hombres persiguen con sus actos, actúan mirando  a lo que les parece bueno: este bien es, en cierto sentido, la felicidad citadina que aspira a vivir y obrar bien; el requisito previo de la felicidad está en comprenderla como actividad (energeia), de un hombre en cuanto tal (Guthrie, 1953:148).  O desde el punto individual podemos incorporar el señalamiento que hace Reale (1985:98):


"El bien  del hombre se presenta en la obra que él  y sólo él sabe desarrollar, en el sentido que el bien de cada cosa es el obrar peculiar de cada una: la obra del ojo, ver: la del oído, oír, etc.  No escapa hermanar al bien con la razón y la actividad del alma según la razón. El bien es obra, actividad de la razón, explicación y actuación perfecta de esa actividad. Ello decanta en virtud humana lo cual tiende a obtener la felicidad".

Este concepto de bien público para Aristóteles tiene un significado distinto para el vulgo y para el sabio, tal distinción deriva de la condición de la ciencia suprema que es la ciencia política, la cual abraza, como ya dijimos,  en su fin los otros fines diversos de las demás ciencias, siendo el de la política el verdadero bien, el bien supremo del hombre (E.N. I, 2,1094b). Y advertirá que la ciudad mejor es, a la vez, feliz y próspera. Imposible que esto aparezca si los hombres que la componen no poseen cierto grado de virtud (inteligencia mesurada, educación y sentido de perfección), que  obran bien, y no hay obra buena, ni del individuo ni de la ciudad, fuera de la virtud y la prudencia. El mismo bien compartirán tanto los individuos como la ciudad en general (Pol. VII, 1323b/ 1325b). El hombre es  por naturaleza un animal político (ántropos fusei politikón zóon) que se une a los otros por la utilidad común (koinon sunpheron sumágei), en la medida que cada uno constituye una de las partes del bienestar común, el cual es el fin principal. Vivir de esta manera es, simplemente, un bien. Aunque ello se complementa en la medida que cada quien persiga conseguir riquezas materiales y espirituales, intercambio comercial, contratos, ayuda mutua y alianzas militares con el fin de defenderse contra la injusticia de los enemigos de dicho orden social. Por ello que esta sociedad política tiene como fin no cualquier bien sino, como dijimos, el vivir bien. En Aristóteles  este vivir bien no refiere a una abundancia de bienes materiales sino una vida conforme  a la virtud, principalmente al de la justicia, principio  fundamental de toda comunidad política. Aquí encontramos cómo la ética es determinante del fin último de lo político.
La concepción de la felicidad  ciudadana no está separada de constituir una comunidad de hombres libres. La felicidad deriva en que los hombres tengan la capacidad de elegir su mejor vida, cosa que no pueden hacer ni los animales ni los esclavos.  De esto deriva la preocupación por estructurar su vida en torno a la virtud; la ley por sí misma, como ya advertimos, no hará buenos a los hombres sin actuar bajo esa condición moral que impregne al conjunto social. La ciudad es una comunidad de familias y de aldeas en una vida perfecta y suficiente, y ésta es, a nuestro juicio, la vida feliz y buena (Pol, III, 1281ª). Lo que da la mejor vida no es la simple convivencia sino el conjunto  de acciones buenas que buscan ser perfectas y suficiente para obtener esa vida feliz. Encontramos que la política se subordina a la ética, sin esta aquella no lograría su fin supremo, el de constituir una ciudad feliz y próspera. La ciudad es una comunidad de hombres libres que orientan sus acciones a vivir bien, es decir, conforme a la virtud.
Una ciudad real es diversa respecto a los que la componen, como lo es el alma del cuerpo, el alma intelectiva de la sensitiva, en el hogar la condición del varón de la hembra, y en la propiedad la del amo respecto al esclavo. Siendo la ciudad constituida por todos estos elementos, además de otros de diferente especie a los nombrados antes. Por lo tanto concluye que no hay una sola virtud necesariamente en todos los ciudadanos, como no  es la misma, en un coro, la habilidad de un corifeo  y la de uno de sus acompañantes, (ibid: 1277ª/5s).
Otros señalamientos de la ciudad perfecta de Aristóteles es que no debe ser ni muy grande ni  muy pequeña territorialmente, que pueda ser abarcada con la vista;  con recursos suficientes para producir y bastarse a sí misma (ser autónoma hasta donde se lo permita), estar bien orientada en relación a los vientos y bien emplazada, próxima al mar; poseer un territorio suficiente para que la propiedad pueda ser dividida y así multiplicar  el número de productores independientes; la existencia correlativa de una clase media, la cual (como veremos más adelante),  será el factor decisivo de su estabilidad política; tener fácil salida y movimiento para los ciudadanos, pero difícil acceso para los enemigos; poseer murallas y fuerza naval suficiente para su seguridad y garantizar el comercio; y, sobre todo, que estén provistas de fuentes acuíferas permanentes (Pol., VII, 1325b). El ideal económico y político para este autor es el de la autarquía y de autosuficiencia, en la medida que estás son alcanzables[7]. Con lo que podemos comprender fácilmente que Atenas no estaba en sus pensamientos al diseñar el perfil de la ciudad  correcta pues ésta  no reunía esas condiciones ya que siempre estuvo expuesta a las seducciones imperialistas y mercantilistas.
Como notamos, dicha concepción no persigue un destino trascendente en el hombre. Felicidad y perfección posible se reducen a cumplirlos dentro de la vida en presente, que es la única manera en que el hombre  obtiene el bien posible en este mundo.  Podemos señalar entonces que lo que define a un Estado según Aristóteles  no es solamente que está conformado por un cuerpo de ciudadanos, sino de unos ciudadanos que se bastan a sí mismos para satisfacer sus necesidades vitales de manera autosuficiente.
Tenemos que tener presente, igualmente, que la  concepción aristotélica del ciudadano, (que difiere  ampliamente de la concepción moderna pues el estagirita no tiene presente un gobierno representativo en ningún momento, sino un gobierno directo), se determina por tener una voz en la asamblea u ocupar cargos públicos como magistraturas (Ross, 1957:352).
Si bien tuvo  la capacidad de advertir que con el crecimiento de las  ciudades y su población  apenas habría de cara al futuro  sólo un tipo de constitución, la demócrata (Pol. III, 15, 1286b, 19ss),  no supo interpretar los signos de su tiempo, en llegar a presentir que los días de las repúblicas griegas estaban contados y que el futuro pertenecía a la monarquía; defenderá a las ciudades-estado griegas como una forma civil eterna y peculiar del helenismo.  Sus aportes políticos se  alimentaron de los escritos de Platón sobre la temática,  con los que entra en pugna intelectual llevando una crítica certera contra ellos y sus defensores. Siguió considerando la superioridad de la ciudad griega como algo natural, destinada  exclusivamente por su  cultura y condición intrínseca para albergar la libertad del colectivo. Como advierte Gomperz (2000:377):


“…todo esto constituye una seria lección para nosotros. Tocamos aquí con los límites del espíritu de Aristóteles, y por cierto,  nos invade una saludable  desconfianza en cuanto al alcance de la visión de los grandes pensadores en general. La previsión del Estagirita se coloca al mismo nivel  que la hipótesis de Alexis de Tocqueville (Democratie en Amérique, I, c.3), cuando escribía que  la “igualdad de condiciones” (“l’égalité des conditions”), era la norma económica permanente de la América del Norte: el país donde pocos años más tarde tendría lugar una acumulación de riquezas sin paralelo en la historia, y que habría de convertirse en hogar de multimillonarios y de los gigantescos trusts.


Dinosaurio Deinonicus


III
Ciudadanos libres o la conciencia moral
Encontramos, pues, que Aristóteles advierte cómo esta situación de la convivencia con la virtud, fundamental tanto para los gobernados como para los gobernantes, es determinante para el destino de la ciudad, pues todos los regímenes que buscan una utilidad o bien común (koinon sumpéron) son rectos desde el punto de vista de la justicia constituida, en cambio los regímenes que sólo tienen en cuenta el bien personal de los gobernantes  son defectuosos, son regímenes desviados que terminan siendo regidos por  elementos despóticos, impidiendo el constituirse la ciudad como una comunidad de hombres libres (Pol., III, 1279a). La justicia establece orden y armonía en la comunidad, no represión y violencia entre las distintas partes  del conjunto social. Y podemos tomar la frase en que indica que la justicia produce igualdad (isonomía), pero una igualdad  no para todos los hombres, sino para los iguales, siendo cierta desigualdad (ante los esclavos y los extranjeros) algo justo (Pol., III, 1280a).
La idea de bien tiene distintos niveles. Un bien común: político; un bien familiar: economía; y un bien individual: ético. Donde el bien político debe coincidir con el del individuo, el bien de la ciudad es el mismo que el de la persona. Comunidad e individuo, por el deseo de vida feliz, deben coincidir en el sentido del bien a actuar y perseguir, (Pol, VII, 1334ª). La riqueza de la vida dichosa del individuo constituye  la felicidad del conjunto de la ciudad entera al ser rica. En cambio los que aprecian (y envidian) más que ninguna cosa la vida de un tirano expresaran  que la ciudad más feliz es la que gobierna sobre un mayor número, y aquel que considera feliz al individuo por su virtud dirá que es más feliz la ciudad más virtuosa (Pol., VII, 1324ª). Aristóteles plantea la diferencia de opinión en relación a la buena vida ciudadana. Dependerá de si una ciudad está dirigida en función de la virtud de los individuos, la cual representará lo propio de una ciudad constituida por hombres libres. En cambio los individuos que piden ser mandados por otro para aspirar a la felicidad, como los que defienden  su vida en función de un líder, un caudillo o un tirano, manifestarán que la ciudad es feliz al ser comandados los más por uno. Esta es la divergencia entre la desviación o no de ejercicio de la justica. Una justicia  en función de un bien colectivo que se constituye a partir de la implicación ética del individuo que aspira al perfeccionamiento y suficiencia de la vida por medio del ejercicio de su propia libertad; la cual recaerá en una especie de dominio  de igualdad ante las leyes elegidas por él mismo y el conjunto en tanto hombres libres. De esta manera el individuo es solicitado por las leyes y por las instituciones políticas, e inducido a salir de su egoísmo y a vivir no sólo según  lo que es subjetivamente bueno, sino  conforme a lo que es verdadera  y objetivamente bueno (Reale, 1985:114).
La Ética, como hemos visto, subordina y constituye a la Política, propio de ciudades de hombre libres, en que las partes constituyen al todo; al subordinar  la política a la ética, aquella se convierte en un medio para lograr un fin, que vendría a ser el establecimiento de una moral común. Esto incitará a la realización de una vida virtuosa y buena; es lo aceptable para este filósofo en la medida que la ciudad sea gobernada por  un grupo selecto de ciudadanos privilegiados que puedan colocar su perfección mediante la práctica de la virtud. Situación que se da en la medida que se acepte una especia de subordinación (o esclavitud), colectiva de la mayor parte de los elementos restantes. La vida perfecta y feliz, conforme a la virtud, sólo es posible, como hemos advertido antes, en una comunidad política de ciudadanos libres; son los que participan del gobierno de la ciudad, administran justicia y deliberan (Pol., III 1275ª); lo implica una limitación de los derechos  de ciudadanía a una reducida minoría de la ciudad. Esto será sólo para un grupo social. Todos los hombres no están incluidos. ¿Quiénes permanecen fuera de tal comunidad política? Esclavos, los periecos, los metecos, las mujeres, los artesanos, los mercaderes, los labradores, de los que indica que estos últimos sería preferible que fuesen esclavos (Pol., III 1278ª; VII, 1330ª). Reale  (1985:117), igualmente lo refiere:


“Por consiguiente, ni el colono ni el miembro de una ciudad conquistada podían  considerarse ni sentirse ciudadano en el sentido mencionado. Ni siquiera  los trabajadores podían considerarse verdaderos ciudadanos, a pesar de ser hombres (es decir, que no sean metecos, ni extranjeros, ni esclavos), porque ninguno de ellos disponía del tiempo necesario para ejercer las funciones que son  esenciales a los ojos de Aristóteles”.


Los hombres libres están constituidos por tres clases de individuos: los guerreros, los sacerdotes y los magistrados. Son los ciudadanos, el resto, los  artesanos, campesinos, obreros,  no participan de la ciudad, son los productores de bienes materiales; solo los ciudadanos participan de la producción de la virtud (Pol., VII, 1329ª). Los productores de bienes materiales están subordinados a los productores de  bienes morales o los productores de virtudes prácticas, los cuales a su vez deberán regirse en parte por los productores de bienes intelectuales, que son los que producen conocimientos mediante el ejercicio de la especulación y la sabiduría. Se nos nuestra que los hombre libres requieren una base material para llevar a cabo el plan y fin aristotélico de la felicidad virtuosa. Al final, los ciudadanos deberían dedicarse a la Filosofía, a la vida contemplativa e intelectual; para ello requieren de ocio y tiempo libre y así consagrarse al estudio e investigación  teórica. Esto, como anotamos arriba, está excluido para las mujeres, los esclavos, los artesanos y los campesinos, los cuales deben ser mandados, unos de manera tiránica: los esclavos y los hijos; otros democráticamente: las mujeres esposas; y los campesinos y artesanos en función de la dependencia que establecen  con esos hombres libres.
¿Cuál es la función de estos hombres libres? La ciudad es una colección de ciudadanos (Pol. 1275ª). La condición de ciudadano, la mejor forma de definirla, es por su participación en la magistratura judicatura y en el poder 1275ª/20. El concepto de ciudadano es diferente en cada forma de gobierno, dependiendo si cohabita dentro de una constitución recta o desviada, (ibid: 1275ª/9). Esta definición de ciudadano tiene cabal significación en una república o democracia, aunque pueda tenerla en otras formas de gobierno pero no  es así necesariamente, (idem). El ciudadano es aquel individuo que tiene derecho a participar  en el poder deliberativo o judicial de la ciudad; llamamos ciudad, en forma general, al cuerpo de ciudadanos capaz de llevar una existencia autosuficiente 1275b/20; los que participan en los asuntos de la ciudad son ciudadanos. Aristóteles considera imposible aplicar  el requisito de la descendencia por nacimiento a la ciudadanía, así sean padre o madre miembros de las familias fundadoras de la ciudad (idem). Exigirá a los hombres libres, además de aspirar a ser virtuosos, en ser capaces de pagar los impuestos,  los cuales son para defender a la ciudad  pues ella no puede componerse en su mayoría de indigentes y menos de esclavos (ibid: 1283ª/15); ello es un elemento que se requiere para administrar la ciudad, además de justicia y de la virtud cívica.
Una ciudad se convierte en otra al cambiar una comunidad de ciudadanos que forman parte de un gobierno al ser regidos por otro orden legal; cuando ello cambia, o se muda a otra específicamente forma de gobierno distinta, la ciudad deja de ser la misma, de la misma manera que un conjunto de personas que conforman un coro teatral puede en algunas representaciones actuar en una comedia  y en otras en una tragedia, (idib: 1276b/40s). Respecto a la ciudad sucede lo mismo y ello, como observamos, se deberá a su constitución; la identidad de Estado no depende  de la condición de los ciudadanos dentro de determinado régimen sino de la constitución (con las revoluciones la identidad de un Estado se extingue). La ciudad no existe solo por la simple vida económica o cultural, sino sobre todo por cómo se representan y practican la vida mejor, con lo que se establece que la ciudad no tiene como único fin  la defensa y la seguridad contra las fuerzas hostiles externas a ella y únicamente fomentar el comercio.
Para Aristóteles todo ello son dudas que se contemplan dentro de la ciudad para su existencia, pero lo que distingue y define la ciudad es que cómo se permite vivir mejor entre familias y linajes, en la que su fin es la vida perfecta y autosuficiente (ξωήζ τελείαϛ χάριν και αυταρκουϛ). Establece que la amistad debe ser una condición requerida para darse la concordia común, que construye relaciones familiares, fratrías, sacrificios y diversiones comunes: la amistad es motivo de la vida en común, 1280b,/35.
De esta manera observamos que para Aristóteles una gran  mayoría de los humanos que componen a la ciudad quedan excluidos de la comunidad política. Ese bien común (koinon sumphéron) que es el fin específico de la ciudad queda distanciado de la vida de los hombres productores de bienes materiales que integran, igualmente, a la ciudad, pero que,  si bien pudieran ser capaces para elegir a sus representantes, por naturaleza  (según el aristocratizante Aristóteles), son incapaces para gobernar (Pol., III, 5); estos no pueden ser ciudadanos libres pues ni poseen medios de fortuna para no estar sujetos al trabajo y no disponen de medios  para tener tiempo de ocio y poder dedicarse y consagrarse a las actividades de  lo político y de  las condiciones superiores de la virtud, propias del ejercicio filosófico de la contemplación intelectual. 
Aristóteles, como vemos en ciertas situaciones aristocratizantes, hace caso omiso al efecto de la educación (paideia) para tener determinados privilegios políticos; caso distinto a Isócrates, que considera la educación como un factor determinante en la condición del individuo democrático ante su ciudad.  Como bien afirma sus palabras, la naturaleza determina, según Aristóteles, que unos nacen destinados para mandar y otros hechos para ser mandados (Pol., I, 1254b), que si bien refiere dicha frase  a los esclavos, pareciera que no se debe perder de vista del mando para el resto de los integrantes de la ciudad. Todo esto nos lleva a tener en cuenta la observación que hace Ross (1957:353), al hablar de esta situación discriminatoria pues al impedir  participar a todos los integrantes de la ciudad,  no toma en cuenta ni la cultura ni la educación para ello, dejando sin emancipar a la gran masa de la población, poniendo en peligro la estabilidad del Estado, elemento que llevó (y lleva aún en la actualidad), muchas veces a la revolución popular y colocar un tirano en el timón del poder. Esta exclusión de gran parte de la población no será sólo respecto a pertenecer  como cualidad de miembro  de la ecclesia   (asamblea) y de los jurados sino que se extendía también a las colonias y a las ciudades sometidas.
Su ideal político termina siendo aristocrático y limitado para una minoría; su programa político es la de un continuador realista de las propuestas idealistas de la República platónica. Habrá que tener en cuenta que estos individuos que poseen libertad y ocio para el cultivo y la disposición personal no son aquellos que se retiran de  participar dentro de la dinámica de la vida social de la polis:


“…Los defensores a ultranza de la vida contemplativa habían visto  hacía mucho que la última conclusión del ideal de Platón era abandonar todos los estados reales y vivir como un meteco, pues ¿dónde estaba el estado filosóficamente organizado en que pudiera encontrar un lugar  su ideal? Todas las constituciones reales, así les parecía, eran puro poder, no eran nada sino poder, tiranía y esclavitud. La solución  era no actuar, no gobernar, no incurrir en el reproche de tomar parte en el horror despótico de la actividad política con su egoísmo y su hambre de poder. A semejantes pensadores opone Aristóteles aquellos que sostienen  que actuar enérgicamente y gobernar es la única cosa digna de un varón” (Jaeger, 1983:323).




Bibliografía
AA/VV, 1972: La Filosofía Griega, coord. Brice Parain. Ed. Siglo XXI, México.
Ansieta Nuñez, Alfonso: 1987: El concepto de tirano en Aristóteles y Maquiavelo. Ver en: http://www.rdpucv.cl/index.php/rderecho/article/viewArticle/197. Visto el 24 de septiembre de 2011.
Arendt, H. 1972: La crise de la cultura.  Ed. Gallimard, France.
Aristóteles, 1963: Política. UNAM. México.
                    1973: Obras Completas. Aguilar. Madrid.
Hadot, P., 1998: ¿Qué es la filosofía antigua? F.C.E. México
Herodoto: 1989: Los nueve libro de la historia. Edaf. Madrid.
Fraile, G., 1956: Historia de la Filosofía. Ed. Autores cristianos, Madrid.
Gomperz, T. 2000: Pensadores Griegos, t.3. Herder Ed. Madrid.
Guthrie, W., 1953: Los Filósofos Griegos. F.C.E. México.
Jaeger, W.: 1983: Aristóteles. F.C.E., México.
Reale, G. 1985: Introducción a Aristóteles. Ed. Herder. Barcelona.
Ross, W., 1957: Aristóteles. Ed. Sudamericana. Buenos Aires.
Russell, B.: 1973: Historia de la Filosofía. Ed. Aguilar. Madrid.




[1]Nos dice en esa obra: Sería absurdo pensar que el arte de la política es la ciencia más alta si no fuera el hombre  la cosa más excelente que hay en el mundo, E. N. VI, 1141ª 29.
[2] Se reconoce a título de signo distintivo del ciudadano la participación en las decisiones políticas y en el ejercicio de la autoridad oficial de la ciudad (Gomperz, 2000:360).

[3] Arendt hace una aclaración respecto al concepto de polis (ciudad). Nos dice que siempre se olvida la definición aristotélica de polis, la cual  refiere que la polis es una comunidad entre iguales en busca una vida  que sea potencialmente la mejor  (Pol. 1328b35. Manifiestamente la noción de dominación en la polis era tan poco convincente para Aristóteles  que no lo sentía particularmente ligado a su  propio argumento. En su obra sobre Economía, tratado escrito por un discípulo muy allegado al maestro, advierte la diferencia esencial entre una comunidad (Polis) y una hogar familiar (la oíkía), en que esta última constituye una monarquía, el gobierno de un solo hombre, mientras que la polis, al contrario, está compuesta de numerosos dirigentes (Economia, 1343 a 1-4). Arendt  advierte que para comprender mejor esta condición de la polis hay que advertir que las palabras monarquía y  tiranía eran utilizadas indistintamente y se oponían claramente a la realeza. Y en segundo lugar, la situación de la polis como una ciudad compuesta de numerosos dirigentes, no tiene nada que ver con las diversas formas de gobierno que se oponen habitualmente al poder de uno sólo, tales como la oligarquía, la aristocracia o la democracia.    Los llamados numerosos dirigentes en este contexto se refiere a los jefes de familia que fungen como monarcas  en sus casas (tribus), antes de establecerse en grupo para efectuar el dominio político de la ciudad. La dominación misma, en tanto referida a aquellos que dirigen y aquellos otros que son dirigidos aparece tal relación  en una esfera espacial que antecede al dominio político, la cual se distingue aquí de la esfera económica del hogar, y es que la polis está basada sobre un principio  de igualdad (ante la ley, sobretodo), y de no reconocimiento de ninguna diferenciación entre los dirigentes y los dirigidos (Arendt, 1972/154).
[4] Es necesario aclarar el concepto de naturaleza para el mundo antiguo y para Aristóteles. Este concepto de naturaleza, phusis en griego,  está en la base de toda teoría del origen del mundo, del hombre y de la ciudad. Sin embargo está inscrito a una teoría racional en la medida que pretende explicar al mundo, o al origen del Estado como es el caso de Aristóteles,  no por medio de una lucha entre elementos o fuerzas divinas, sino de un enfrentamiento o complementariedad  entre realidades físicas, con el predominio de una sobre otras. La palabra phusis significa al mismo tiempo comienzo, desarrollo, resultado del proceso mediante el cual una cosa se constituye, llega a existir. Aristóteles se encuentra bajo cierto influjo de su  maestro Platón que  concibe phusis  como naturaleza-proceso,  la cual  también era así para los primero pensadores griegos; lo primordial y original es movimiento (devenir; el aufgebund hegeliano: un superar la condición de lo antecedente pero manteniéndolo en una dinámica superior, gracias a su interna constitución que implica movimiento y desarrollo), la naturaleza se engendra a sí misma en relación con el conjunto, contiene una especie de automotor impulsor que, en el caso de Aristóteles, conformará a la idea del primer motor, el cual vendría, como especie de demiurgo, a echar andar al mundo, a ponerlo en un perpetuo movimiento. Ver: Hadot, P., 1998: ¿Qué es la filosofía antigua? F.C.E. México, págs. 22/23.
[5] Realmente no podemos llegar a comprender el por qué Aristóteles no entrevió el ideal de Alejandro que con su cosmopolitismo perseguía  en fundir la cultura griega  con la de los bárbaros de macedonia y formar una sola entidad política universal, la cual su maestro siempre consideró absurda. Sin embargo notamos que Aristóteles no está alejado de la propuesta de Isócrates, pues ambos comprendieron lo inconveniente que era la atomización de los pequeños Estados griegos; ambos pensadores políticos  consideraron que lo mejor para la raza helénica  era formar una unidad común; para Aristóteles en  una nación (Pol., VII, 1327b), para Isócrates en una federación de ciudades-estados (Panegírico, IV).
[6] Esto llevará a que el ideal de ser ciudadano de Atenas o Corintio  había desaparecido para siempre. Ya en los tiempos de Filippo (padre de Alejandro), había comenzado la gran crisis de las ciudades estado autónomas. Con Alejandro  ya nunca más fue posible. El hombre quedo sometido a fuerzas presentes que lo dejaron indefensos, a la intemperie produciendo filosofías diferentes. El pensamiento se ramificó por posturas en que se manifestaba un individualismo intenso, que eran proclives a un concepto de la filosofía  no como ideal intelectual sino como un refugio contra la impotencia y la desesperanza (estoicismo, escepticismo, epicureísmo), estableciendo un fatalismo existencial o un quietismo en la ausencia del dolor; posturas que buscan más una ayuda para el desconcertante vivir que la búsqueda intelectual del conocimiento sistemático y discursivo de la filosofía, la cual quedó reducida  a un segundo plano.
[7] La autosuficiencia política para Aristóteles no significa un individuo que está apartado del conjunto de la ciudad, llevando una vida apartada sino que incluye la vida de una familia, padres e hijos y a amigos y conciudadanos que en conjunto la obtienen en tanto ciudad libre y  porque el hombre no ha nacido para vivir separadamente sino en ciudadanía, es decir, en sociedad.

Cosmología y Teología (V)


Carlos Blank






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El Reloj cósmico

En estos días en que celebramos la llegada del Año Nuevo, una nueva translación de la Tierra alrededor del Sol y una nueva rotación de la Tierra sobre su eje[i], se nos hace patente la importancia que la medición del tiempo ha tenido a lo largo de la historia para todas las civilizaciones, fundamentalmente agrícolas.  La medición del tiempo tiene una utilidad práctica para estas civilizaciones, el tiempo de siembra y cosecha,  de allí que elaborasen un calendario que permitiese calcular los solsticios de  invierno y verano, los días más cortos y más largos, frente a los equinoccios de otoño e invierno, en los cuales se equipara la duración de los días y las noches. También tenía la medición del tiempo un sentido religioso.  Ya sabemos que la revolución científica tuvo mucho que ver con la reforma del calendario juliano y la elaboración de un calendario más preciso, el calendario gregoriano, para poder conmemorar con precisión las fiestas de guardar, en particular, la Semana Santa y el Domingo de Resurrección, el cual debe ser el domingo siguiente a la primera luna llena de primavera,  que comienza el 21 de Marzo, lo cual explica que esta fecha se celebre a veces en Marzo y otras en Abril.  Los cambios en los ritmos civilizatorios tienen mucho que ver con los cambios en la medición del tiempo. Por ejemplo, el ritmo frenético de la vida en las  modernas sociedades capitalistas y la racionalización de la vida económica hubiesen sido impensables  sin la invención del reloj mecánico y la medición más precisa del tiempo, sólo entonces cobra sentido la afirmación de Franklin: time is money, y puede establecerse la virtud del negocio como lo opuesto al vicio de  la ociosidad o de perder el tiempo y, en consecuencia,  dinero. No por casualidad el diseño práctico de un  reloj de péndulo fue obra de un holandés, Crisitaan Huygens, y desarrollado por un relojero también holandés, Salomon Coster, siendo los holandeses quizás los primeros en desarrollar un capitalismo moderno y de escala internacional. Ya Galileo sentía la necesidad de construir relojes más precisos[ii] y vio el potencial del péndulo como medida de precisión, aunque fuese Huygens el que desarrollase plenamente esta idea y estableciese con mayor precisión el carácter cicloidal de las oscilaciones de un péndulo  independientemente de su amplitud o isocronismo,  haciendo así posible la construcción de los modernos relojes mecánicos.   Aunque la naturaleza nos provee de relojes de una gran precisión matemática, como las estrellas pulsar[iii], antes de la invención de los relojes mecánicos, se utilizaban relojes de sol, de tierra y de agua, o eran los ritmos regulares de la naturaleza los que servían  para la medición del tiempo.


"Durante miles de años, el único reloj confiable fue el cacareo del gallo, y en las economías predominantemente agrarias, las únicas medidas necesarias para regular la vida personal y  social eran el amanecer, el ocaso y el paso de las estaciones. Durante miles de años, la noción de puntualidad fue una tanto vaga: en el mejor de los casos, los días se dividían en partes mensurables con arreglo a los ritmos litúrgicos o al tañido de las campanas.[iv]

No es de extrañar, entonces, que el reloj se convirtiera en la máquina de precisión por antonomasia y que en el siglo XVII constituyese la metáfora predilecta para referirse al funcionamiento del universo mecánico: el universo puede ser visto como un preciso mecanismo de relojería diseñado, esta vez  no por Huygens, sino por Dios mismo. La perfecta sincronización del universo nos habla al mismo tiempo de un Universo-reloj y de un Dios-relojero. Será Leibniz quien introducirá con éxito esta metáfora para ridiculizar precisamente a su oponente, Newton. Pocas polémicas son tan ilustrativas del espíritu de la época que esta que se dio entre estos dos colosos del pensamiento, pues en ella se ponen de manifiesto las íntimas conexiones entre las ideas científicas, filosóficas y religiosas. Lejos de separarse totalmente, cosmología y teología están íntimamente relacionadas  y es imposible comprender la una sin la otra. Aunque consideramos que las ideas pueden ser comprendidas por sí mismas, al margen del contexto social, político, religioso, etc.,  y defendemos su carácter relativamente autónomo de éstas, lo cierto es que también consideramos que es imposible una cabal comprensión de la polémica  Leibniz-Clarke (Newton), como tantos otros casos, sin hacer ninguna referencia al contexto socio-religioso del cual emanan, sin tomar en cuenta las motivaciones profundamente religiosas, y hasta políticas, que encierran.




Nube lenticular sobre Nueva Zelanda

 Ya hemos destacado con Koestler y otros autores que el progreso del conocimiento dista mucho de ser una línea recta y está sujeto a una serie de altibajos, de zig-zags, de avances y retrocesos, de reculler pour mieux sauter y cul-de-sac.  La búsqueda de una racionalidad serena, de un pensamiento puro ajeno a las pasiones del alma, como diría Descartes, resulta más bien un ideal quimérico que una posibilidad real. Más bien ocurre que ese ideal de tranquilidad y serenidad del pensamiento contrasta fuertemente con períodos de profundos cambios sociales, de profundos desequilibrios y crisis, en los cuales suelen precisamente desbordarse las pasiones que a menudo, si no siempre, como pensaba Hume, esclavizan la razón humana. 
Los siglos XVI y XVII fueron particularmente siglos de intensas disputas religiosas en Europa, de profundos cambios en el orden social, religioso y político. Tanto en Inglaterra como en el resto del continente se despertaron conflictos de creencias e intereses que modificaron profundamente su fisonomía. El 31 de Octubre de 1517, Martin Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la Catedral de Wittenberg, en las cuales se denunciaba la corrupción generalizada de la Iglesia y se planteaba la necesidad de recobrar, recuperar los aspectos básicos del cristianismo, en particular, el valor de la  fe. A la sola fide protestante se contrapuso “la fe sin obras es fe muerta” de la epístola jacobea por parte del movimiento de la Contrarreforma liderada por los jesuitas y el Concilio de Trento (1545-1563). A su vez, el descubrimiento de América ofreció a la Iglesia Católica, en especial a España después de la conquista de Andalucía en manos de los árabes y la fusión de los reinos de Castilla y Aragón, nuevos territorios para ensanchar su poder y compensar los territorios perdidos en Europa durante la Reforma Protestante, hasta convertirse en el Imperio en el que no se pone el Sol.   Lo que empezó como un intento reformista finalizó con un profundo cisma en el seno de la Iglesia Católica, que desembocaría un siglo después  en la Guerra de los Treinta Años (1618-48), período en el cual Holanda, dada su mayor tolerancia religiosa,  se convirtió en el refugio favorito de importantes pensadores, entre ellos Descartes y Locke.   
En Inglaterra, las cosas no estaban mejor. En 1536, durante el reinado de Enrique VIII, se produce la ruptura con la Iglesia católica romana, aunque sólo fuese por motivos oportunistas y por haber sido declarado nulo su matrimonio con Catalina de Aragón, dando origen a la Iglesia anglicana. La posterior introducción de las ideas protestantes del continente no hizo sino complicar más aun  las cosas, dando origen también a una serie de sectas disidentes, a pesar de que el anglicanismo puede ser comprendido como una suerte de protestantismo sin fundadores. No hay que olvidar que el siglo XVII en Inglaterra estuvo signado por un período de guerras civiles contra Irlanda y Escocia, así como entre monárquicos y parlamentarias (1642-51), que llevó a la ejecución de Carlos I y la creación de la Commonwealth, al Protectorado de Oliver Cromwell y finalmente a la restauración de Carlos II en 1660. En 1702 nace el Reino de Gran Bretaña y en 1800 el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, uno de los Imperios más poderosos de Europa, junto con los de España, Francia, Holanda y Portugal. En 1949, se crea la moderna Commonwealth, que agrupa 54 naciones que fueron colonias  inglesas. 
Durante ese período de guerras intestinas la Iglesia anglicana perdió mucho de su anterior poder. No es extraño que en esta atmósfera de caos religioso y político, los prelados de la Iglesia anglicana se uniesen a la corriente de los  llamados “platónicos” de Cambridge, como Robert Boyle, Henry More, John Wilkins, Isaac Barrow y el propio Newton, con la finalidad de crear “un sistema mecánico de la Naturaleza que incluyese la actividad de Dios en los fenómenos naturales como contestación a la explicación mecánica y materialista planteada por Hobbes.”[v]  Surge así el movimiento de los latitudinarios, cuyo objetivo era restablecer el orden perdido y “reconstruir una Cristiandad anglicana que se opusiese tanto a la proliferación de sectas disidentes cuanto a los intentos del catolicismo."[vi] Promovían la tolerancia religiosa y la guía de la razón frente al dogmatismo religioso, por lo que suele considerárseles como una suerte de “teólogos de manga ancha”.  Eso produjo que en pleno centro del Trinity College de Cambridge y en su Cátedra Lucasiana, que ocupase primero Barrow y después Newton, se  defendiese la tesis unitarista y sociciana en contra de La Santísima Trinidad, la cual era calificada como “quimera papista”, así como la existencia de un orden social aristocrático como el más adecuado a la razón. En ese contexto, la “física newtoniana fue el eje teórico de una teología natural según la cual el pueblo inglés había sido elegido por Dios para restaurar el orden mundano amenazado por la Bestia, es decir, el papismo.”[vii]
En particular,  la polémica entre Descartes y More reproduce muchos de los matices e inquietudes que aparecerán posteriormente en la polémica protagonizada por Leibniz y Newton. More no sólo restablece el carácter natural de un espacio sin cosas materiales, sino que defiende explícitamente la existencia de una extensión no material o espiritual en contraposición a la material, que era la única reconocida por Descartes.  Para More la existencia real de un espacio vacío infinito es la mejor prueba de una extensión no material y abre el camino hacia la espacialidad  de Dios y la divinización del espacio, que tendrá su punto culminante en las ideas desarrolladas por Joseph Raphson. [viii] More defiende “sin titubeos ni temores” el carácter infinito del espacio vacío y considera que “al negar tanto el espacio vacío como la extensión espiritual, Descartes excluye de su mundo a los espíritus, las almas e incluso a Dios”.[ix] De allí que a los cartesianos se les calificase humorísticamente como nullibistas, pues estos entes inmateriales estaban en ninguna parte. Como se sabe, la glándula pineal de Descartes no constituye una solución real del problema del dualismo y de la localización de la mente en el cuerpo, sino que es un pisaller o un intento fallido y desesperado por resolverlo.  En definitiva, la posición materialista de Descartes conduce al ateísmo, la misma objeción que posteriormente motivará, como veremos,  el debate entre Leibniz y el materialismo inglés. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, y a pesar de la existencia de ciertos elementos mistificadores en More, lo cierto es que la existencia de una extensión inmaterial era bastante corriente en ese tiempo. No sólo el espacio vacío infinito, sino la luz, el magnetismo, la gravedad, o el sutil éter lumínico, eran “presencias espectrales” como la imagen de un espejo y como ella irreductiblemente inmaterial y real al mismo tiempo. Como ha señalado Koyré, todo ello  se asemeja mucho al concepto de campo de fuerzas de la física contemporánea[x], pues “es algo que posee localización y extensión, penetrabilidad e inseparabilidad."[xi] Sin embargo, al final la posición  atribuida –falsamente, según Koyré-  a Descartes por More y criticada por él, a saber,  “la de un mundo indeterminadamente vasto, aunque finito, inmerso en un espacio infinito es la única concepción que nos permite mantener, ahora lo ve Henry More, la existencia entre el  mundo creado contingente y el Dios eterno existente a se y per se.[xii] Por otro lado, la concepción del espacio como un atributo divino será desarrollada, desde perspectivas diferentes, por el piadoso Malebranche así como por el “hereje” Spinoza, por el propio Newton y Richard Bentley, entre otros.  


"La concepción del espacio de Henry More, que lo convierte en un atributo de Dios, no es en absoluto –ya lo he dicho, aunque me gustaría insistir en ello- una invención aberrante, extraña y curiosa, una “ilusión” de un místico neoplatónico perdido en el mundo de la nueva ciencia. Muy al contrario, en sus aspectos fundamentales fue compartida por un buen número de los grandes pensadores de su época, precisamente aquellos que se identificaban con la nueva visión científica del mundo.[xiii]   


La Gran Nebulosa de Orión
Nebulosa de Orión


Habiendo dicho todo lo anterior,  puede llamarnos poderosamente la atención el hecho de que la polémica correspondencia entre Leibniz y Clarke[xiv], asesorado desde luego por Newton, haya tenido su origen en la preocupación manifiesta de Leibniz de que la ciencia mecanicista newtoniana y su materialismo conducía necesariamente al ateísmo. Digo que llama poderosamente la atención pues precisamente Newton en todo momento consideraba lo contrario y consideraba que a medida que uno se adentraba más en la comprensión mecánica del universo se hacía evidente la existencia de una causa no mecánica del mismo y que la armonía presente en el Universo solo podía ser obra de Dios. En la distancia esta polémica puede ser más reveladora e interesante por los rasgos comunes básicos que comparten que por las diferencias, siendo así que muchas de las polémicas actuales, incluso las de aquellos que reconocen un grado maravilloso de afinamiento de determinadas constantes cosmológicas en el Universo y la dificultad para atribuirlas al mero azar, son, sin embargo, reluctantes a aceptar la existencia de un Ser que hubiese diseñado previamente ese Universo y consideran que la ciencia puede perfectamente explicar el funcionamiento del universo sin recurrir para ello a ningún Deus ex machina o a la imagen de un Dios. Desde esta perspectiva es indudable que Newton y Leibniz tienen muchos elementos que los unen, pues  ambos reconocen, con énfasis distintos claro, la presencia de la mano divina en la obra del universo. Para decirlo de otra manera, ambos están más cerca de lo que parece al admitir la existencia de un diseño inteligente en el universo material, de un plan divino de la creación,  argumento que fue precisamente el que trató de desmontar Hume, como viésemos en nuestro primer capítulo.  La crítica de Hume es de una agudeza asombrosa y anticipa algunos de los argumentos que utilizase Darwin en contra de su admirado Paley, quien por cierto también comparaba el ojo humano con un reloj, es decir, con un mecanismo que exigía necesariamente la presencia de un artífice que hubiese diseñado previamente y con una finalidad en mente tan sutiles mecanismos. Sólo aquellos que no son capaces de comprender los complejos engranajes de los que están compuestos estos mecanismos,  son también incapaces de reconocer la existencia de un artífice inteligente. Obviamente, desde los estándares modernos muchos de estos recursos a una Inteligencia Divina son más bien una señal de desconocimiento de las causas naturales que actúan en la explicación de estos fenómenos, pues a medida que se comprenden racionalmente se hace superflua la intervención del dedo de Dios.  Al respecto vale la pena citar algunas partes de una Carta que Newton enviara al reverendo Richard Bentley, quien fuese uno de los miembros de la Conferencias Boyle en contra del ateísmo:


"Es algo [¡refiriéndose a la luminosidad del Sol!] que no creo explicable por causas meramente naturales, sino que me veo obligado a atribuirlo al designio y planificación de un Agente voluntario.
A su segunda pregunta, respondo que los movimientos que ahora poseen los planetas no podrían surgir de una causa natural sola, sino que fueron impresos por un Agente inteligente.
…Por tanto, fabricar este sistema con todos sus movimientos exige que haya habido una causa capaz de entender y comparar las cantidades de materia que hay en los diversos cuerpos del Sol y los planetas y los poderes gravitatorios que resultan de ahí…
…y comparar y ajustar conjuntamente todas estas cosas, en una diversidad de cuerpos, habla a favor de que esa causa no sea ciega y fortuita, sino muy experta en mecánica y geometría.[xv]

Estas afirmaciones de Newton pueden parecernos sorprendentes: ¿cómo es posible que la mente que más se acercó a la creación confiese abiertamente su ignorancia en cuestiones tan básicas hoy en día como la luminosidad del Sol y deba atribuirla a un Agente voluntario? En cuanto a la gravedad, ¿por qué le parecía tan misteriosa que debía introducir la intervención de una Inteligencia divina? ¿Cómo es eso que todo ese sistema requiere sin duda un experto en mecánica y geometría? ¿No es todo este finalismo un retroceso frente a la visión mecanicista de Galileo y Descartes?[xvi] ¿No es entonces también válida la crítica de Leibniz al señalar que reintroduce cualidades ocultas?   Para algunos Newton no hablaba como científico sino como teólogo o como simple creyente. O posiblemente era lo suficientemente inteligente como para advertir las dificultades y deficiencias de su teoría, y reconocía la complejidad del sistema cuando en lugar de dos partículas o centros de masa, intervenían tres o más, como era evidente que ocurría en el sistema solar.[xvii] Pero justificaba esto la intervención divina o bastaba simplemente una confesión de ignorancia y seguir pues investigando las causas de estos fenómenos. A continuación citamos en extenso un texto en el cual expresa su famosa regla metodológica[xviii], hipótesis non fingo, e introduce también su concepto de sensorio dei, que fuese precisamente la chispa que inició la polémica con Leibniz:  


"Sin embargo, el objetivo básico de la filosofía natural es argumentar a partir de los fenómenos, sin imaginar hipótesis, y deducir las causas a partir de los efectos hasta alcanzar la primerísima causa que ciertamente no es mecánica. Y  no sólo para desvelar el mecanismo del mundo, sino fundamentalmente para resolver estas cuestiones y otras similares: ¿Qué hay en los lugares casi vacíos de materia y cómo es que el Sol y los planetas gravitan unos hacia otros sin que haya entre ellos materia densa? ¿De dónde surge que la naturaleza no haga nada en vano y de dónde todo ese orden y belleza que vemos en el mundo? ¿Cuál es la finalidad de los cometas y a qué se debe que los todos los planetas se mueven en la misma dirección, en órbitas concéntricas, mientras que los cometas se mueven en todas direcciones según órbitas muy excéntricas? ¿Qué impide a las estrellas caer unas sobre otras? ¿Cómo es que los cuerpos de los animales están ingeniados con tanto arte y qué finalidad tienen sus diversas partes? ¿Acaso el ojo ha sido ingeniado sin pericia en óptica, y el oído, sin conocimiento de los sonidos? ¿Cómo se siguen de la voluntad los movimientos del cuerpo y de dónde surgen los movimientos de los animales? ¿No es el sensorio de los animales el lugar en que está presente la substancia sensitiva y a donde son llevadas las formas sensibles de las cosas a través de los nervios y el cerebro, a fin de que sean allí percibidas por su presencia inmediata en dicha substancia? Habiendo despachado estas cosas correctamente, ¿no se sigue de los fenómenos que hay un ser incorpóreo, viviente, inteligente, omnipresente que ve íntimamente las cosas en el espacio infinito, como si fuera en su sensorio, percibiéndolas plenamente y comprendiéndolas totalmente por su presencia inmediata en él? Lo que en nosotros percibe y siente, sin embargo, sólo ve y contempla esas cosas que son transportadas  por los órganos de los sentidos hasta nuestros pequeños sensorios. Así, aunque cada paso verdadero dado en esta filosofía no nos lleva inmediatamente al conocimiento de la causa primera, con todo nos acerca a ella, lo que ha de ser tenida en gran estima.   






Las auroras danzantes de Saturno
Auroras danzantes de Saturno

Posiblemente haya sido la lectura de este texto, entre otros claro,  lo que motivase la preocupación de Leibniz. A él le preocupaba que la pendiente materialista y empirista de la filosofía y la ciencia inglesa, la de Locke y Newton respectivamente, condujese a una visión atea. En el siguiente texto critica el concepto de sensorio Dei e introduce la metáfora del reloj al cual hay que dar cuerda de vez en cuando o incluso repararlo a veces.


"Sir Isaac Newton dice que el Espacio es un Órgano al que Dios recurre para percibir mediante él las Cosas. Mas, si Dios precisa un órgano para percibir con él las Cosas, se seguirá que éstas no dependen en absoluto de Él ni han sido producidas por Él.
Sir Isaac Newton y sus seguidores tienen también una opinión muy extraña relativa la Obra de Dios. Según su Doctrina, Dios Todopoderoso necesita dar cuenta de su Reloj de vez en cuando, pues de lo contrario dejaría de moverse. No ha tenido, al parecer, la previsión suficiente para hacer que se mueva perpetuamente. Es más, la máquina fabricada por Dios es tan imperfecta, según esos caballeros, que se ve obligado a limpiarla de tarde en tarde mediante un concurso extraordinario e incluso a repararla, a la manera en que un relojero repara su Obra; por tanto, ha de ser un artesano tanto más inhábil, por cuanto que se ve obligado con frecuencia a reparar su Obra y a ponerla a punto. Según mi opinión, en el Mundo permanece siempre la misma Fuerza y Vigor, limitándose  tan sólo a pasar de una parte de la Materia a otra, de acuerdo con las Leyes  de la Naturaleza y el bello Orden pre-establecido.[xix]

Por su parte, Samuel Clarke reconoce el peligro de ciertas corrientes materialistas en las que existe la tentación de materializar el alma humana y Dios. En cuanto a la primera objeción de Leibniz, Clarke responde que en ningún momento Newton afirma que el espacio sea el órgano mediante el cual percibe las cosas o que necesite de medio alguno para hacerlo, lo que obviamente limitaría su poder. Dios no necesita mediación alguna. Lo que Newton quiere destacar es precisamente la inmediatez y omnipresencia de Dios en el mundo, por lo que lo compara con el sensorio de los animales y de los hombres, cuyas representaciones siempre son defectuosas o confusas –diría Leibniz-, mientras que la de Dios no. No establece, pues, una equivalencia sino una analogía, imperfecta seguramente, y lo señala como si fuese su sensorio. Newton ya  ha insistido en que “no hemos de tomar al mundo como el cuerpo de ni a sus diversas partes como partes de Dios. Él es un ser uniforme, carente de órganos, miembros o partes, estando aquellas criaturas suyas subordinadas  a él y  a su voluntad.”[xx]
Con relación a la segunda objeción, Clarke responde que es totalmente injustificada y que es más bien, como dice Koyré, “un Dios cartesiano o leibniziano, interesado tan solo en conservar en su ser un mecanismo de relojería construido de una vez por todas y dotado, de una vez por todas también, de una cantidad constante de energía, no sería mucho mejor que un Dios ausente.”[xxi] Lo que Para Leibniz es un Dios descuidado y negligente, imprevisivo e improvisador, chapucero podríamos añadir,  para Newton sería un Dios ausente y despreocupado, una suerte de gobierno nominal que abandona a sus súbditos a su suerte y permanece indiferente.
Como se sabe, se trata de una disputa en las que se incluyen elementos científicos, filosóficos y metafísicos, a todos los cuales no podremos hacer referencia en este lugar, entre otros, la crítica de Leibniz a los conceptos de tiempo absoluto y espacio absoluto de Newton y su concepción del vacío. Si para este último el espacio y el tiempo absolutos son una realidad independiente de los sucesos y de las cosas que ocurren en el mundo, diferente de los espacios y tiempos relativos, para el primero ambos son inseparables de estos y son ficciones mentales, ideales y abstractas,  que utilizamos para construir un orden. Anticipándose a Kant y su sensorio hominis, espacio y tiempo son conceptos a priori necesarios, correspondiendo al primero el orden de las coexistencias y al segundo el orden de las sucesiones. Aunque son ideales,  las relaciones que se establecen son reales y objetivas. Si el espacio fuese absoluto e infinito, una colección infinita de puntos, implicaría que todos los puntos son indistinguibles entre sí y por lo tanto Dios no tendría una razón suficiente para que estuviese en un lugar en vez otro. De modo similar, si el tiempo fuese absoluto e infinito, una colección infinita de instantes, tampoco Dios habría tenido una razón suficiente para crear el mundo en un instante en lugar de otro. Incluso la afirmación de un espacio vacío va en contra de la propia tesis ocasionalista de Newton, pues al haber menos materia hay menos oportunidades de intervención divina. El ocasionalismo newtoniano conduce para Leibniz o una serie de intervenciones milagrosas, la acción a distancia sería una suerte de milagro perpetuo,[xxii] un retorno a las cualidades ocultas,  o a considerar a Dios una especie de anima mundi.
Para Newton ese principio de razón suficiente afirma por un lado una trivialidad, pues es obvio que todo ocurre por una razón, pero al mismo tiempo ata la voluntad de Dios. Aquí se aprecia claramente un trasfondo religioso y filosófico. Para uno lo más importante es que Dios creó el mundo por un acto absolutamente libre de su voluntad, el indiferentismo que ataca Leibniz es la mejor prueba de esa espontaneidad y libertad de la voluntad de Dios. Para el otro el intelecto de Dios sólo puede pensar lo mejor y, por lo tanto, desear lo mejor y hacer lo más perfecto. Uno defiende la tesis agustiniana y protestante de la prioridad de la Voluntad divina, el otro defiende la tesis tomista de la prioridad del Intelecto divino.
Leibniz también señala que “él nunca ha negado que el mundo creado precisase del concurso continuo de Dios, sino que tan sólo afirmaba que el mundo es un reloj que no precisa reparación, pues antes de crearlo Dios lo vio o previó todo. Como se sabe, Dios ha creado las mónadas, substancias inmateriales indivisibles y sin ventanas o real causalidad con el exterior, así que estas deben tener una sincronización perfecta entre sí de antemano, cada mónada sería una suerte de reloj en sincronía con otras mónadas, su armonización ha sido preestablecida por la mente de Dios, guiado por el principio de perfección, o sea, que Dios sólo puede crear lo mejor o el mejor de los mundos posibles. Su universo sería una suerte de reloj cósmico perfecto, que nunca se adelante o retrasa, y que mucho menos se echa a perder.  Se trata, en fin,  de dos concepciones de Dios bien diferentes: mientras el Dios newtoniano es una suerte de “Señor feudal que hace el mundo como quiere y continúa actuando sobre él como hizo el Dios bíblico en los primeros días de la creación”, el Dios de Leibniz es “el Dios de del día sabático, el Dios que ha terminado su obra y que la ha hallado buena, es más, el mejor de todos los mundos posibles, y que, por tanto, no tiene más que hacer en él, sino tan sólo conservarlo y preservarlo en su ser.”[xxiii]




Cúmulos de nubes extrañas del planeta Tierra

Si se nos permite la osadía de poner otro símil, el Dios de Newton sería una suerte de Dios voluntarista y keynesiano, que debe intervenir de tanto en tanto para restablecer el equilibrio perdido durante las crisis cíclicas del capitalismo y darle cuerda al reloj de vez en cuando, mientras que el Dios leibniziano, sería una suerte de Dios liberal hayekiano que confiaría en los mecanismos naturales del mercado, en un orden espontáneo que se regula a sí mismo sin necesidad de intervención externa y sólo hiciese lo necesario para preservar ese orden, en la conocida expresión,  “laissez faire,  laissez passer, le monde va de lui même”.
En definitiva, ninguno cuestiona la existencia de Dios o de su obra, aunque ambos difieren en el modo de considerar su obra e intervención en él. Lo irónico es que si  el universo newtoniano terminó por imponerse, la intuición leibniziana se vio confirmada y el universo newtoniano podía perfectamente prescindir de su concurso, se vuele un Dieu faitnéant,  un Dios ocioso, como el de Leibniz.
Finalmente, aunque no por ello menos importante, el mundo-reloj hecho por el divino Artífice resultó mucho mejor de lo que Newton había pensado. Cada uno de los progresos en la ciencia newtoniana aportó nuevas pruebas de la tesis de Leibniz: la fuerza motriz del Universo, su vis viva, no decrecía; el reloj del mundo no necesitaba ni que le diesen cuerda ni que lo reparasen.[xxiv]

Notas:

[i] Esta rotación, a su vez, nos muestra el carácter convencional y abstracto, que no arbitraria, de esa medición y que hace que en Oceanía y Asia celebren la llegada del año antes que en Europa y África hasta llegar al continente americano, se trata simplemente de unja diferencia de los  usos horarios, en los cuales hemos tomado el meridiano de Greenwich como la coordenada 0. El hecho de que otras culturas celebre el Año  Nuevo en otras épocas de “nuestro año” solar, no hace sino corroborar el carácter convencional y abstracto de este hecho. Más aún, la existencia del sol de medianoche en los polos.  
[ii]  Como señala Alendre Koyré al hablar de Galileo: “¿de qué sirve, en efecto, la posesión de fórmulas que permiten determinar la velocidad de un cuerpo a cada instante de su caída en función de la aceleración y del tiempo transcurrido si no podemos medir ni la primera ni el segundo?”, “L’univers de la precisión”, en Études d’histoire de la pensée philosophique, Gallimard, Paris, 1971, p. 360.
[iii] La existencia de estos relojes nos hace plantearnos la pregunta de qué fue primero el reloj o el tiempo. Por absurda que pudiera parecer esta pregunta plantea algo indudable, no existe el tiempo separado de las cosas en movimiento. Por eso tampoco tiene sentido hablar de tiempo antes del big-bang o antes de la creación, como ya lo plantease el propio San Agustín.  Desde una perspectiva puramente operacionalista el tiempo no sería sino aquello que miden los relojes y no podía hablarse del  tiempo como algo separado  o previo con relación a su medición. Nos ahorraríamos muchas discusiones acerca del tiempo o del infinito si evitásemos discusiones filosóficas sobre estos temas y diésemos una definición puramente operacional. Como en la definición de Binet de Inteligencia como lo que miden mis test, no deberíamos indagar más allá, aunque siempre habrá espíritus filosóficos que le agüen la fiesta al operacionalista. Por otro lado, la idea de un tiempo absoluto independiente de sus mediciones relativas será, como veremos, criticada por Leibniz y refutada por Einstein, al negar la idea de simultaneidad y afirmar el carácter relativista del tiempo propio. El tiempo de un reloj en el eje ecuatorial transcurre más lentamente que en el polo terrestre, pues la masa del reloj es afectado por la gravedad terrestre y la distancia menor en los polos, se envejece más rápidamnente en los polos que en el ecuador.  El transcurso del tiempo es inversamente proporcional a la velocidad de desplazamiento de los objetos y en el límite, a la velocidad de la luz, el tiempo y el espacio tienden a 0.  El espacio y el tiempo forman una madeja inseparable de relaciones, como ya lo señalara Leibniz y lo reafirmase sobre nuevas bases teóricas Einstein. No podemos hablar de espacio y tiempo como cosas separadas, sino de un espacio-tiempo de cuatro dimensiones o espacio de Minkovski.   
[iv] Umberto Eco: “Tiempos”, en  Kristen Lippincott  y otros: El tiempo a través del tiempo, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1999, p. 11.  
[v] Juan José Ipar: “Física y Metafísica. La controversia entre Leibniz y Newton”, p. 9
[vi] Ibid, p. 9.
[vii] Ibid. p. 9.
[viii]  Véase, Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, México, 1979, pp. 177-190.
[ix] Ibid. p. 133.
[x] Se trata de los cuatro campos de fuerzas: Campo gravitacional, electromagnético, de interacción fuerte y débil. Como se sabe, encontrar una teoría unificada de los cuatro campos fue el sueño dorado que persiguió  Einstein sin éxito.
[xi] Ibid. p. 128.
[xii] Ibid. p. 146.
[xiii] Ibid. p. 147.
[xiv]  La primera carta, de un total de cinco, fue enviada por el “cortesano” Leibniz en 1715 a su amiga la Princesa Carolina, esposa del Príncipe de Gales. A su vez, ella hizo de intermediaria y eligió a Samuel Clarke, discípulo y gran conocedor de la obra de Newton, como interlocutor de Leibniz. En los manuscritos de Newton se encontraron esquemas relacionados con las cartas de Clarke, por lo que no hay dudas de que él colaboró en las respuestas de Clarke, aunque pudiese haber pequeñas diferencias entre ellos. Esta correspondencia fue interrumpida con la muerte de Leibniz en 1716.  La más conocida versión de esta correspondencia es la de  G. H. Alexander: The Leibniz-Clarke correspondence, Manchester University Press, 1956. Hay versión digital de esa edición en www.questia.com  y hay una versión digital abreviada en el  Departamento de Filosofía e  Historia de la Ciencia de la Universidad de Kyoto.  Koyré se quejaba de la escasa atención que se le había dado a esta correspondencia y de su importancia. Hasta ese entonces posiblemente el único trabajo era el del propio Koyré.  Lo cierto es que desde entonces han proliferado los estudios y análisis de esta controversia, la mayoría de ellos muy interesantes, aunque de algún modo destacan los elementos polémicos y poco señalan los aspectos comunes y convergentes. En la medida de lo posible trataremos de hacer hincapié en ellos, sin desconocer sus diferencias.
[xv]  Citado en Koyré, op. cit. pp.173s. En los Principia dice: “El bellísimo sistema del Sol, los planetas y los cometas, sólo podría proceder  del designio y dominación de un Ser inteligente y poderoso”, Ibid. p. 208
[xvi] Finalismo que también introduce por cierto Leibniz.
[xvii]  Como lo advirtió Henri Poincaré, al introducir una nueva partícula el sistema se vuelve inestable y extremadamente complejo, caótico diríamos hoy, dada la variabilidad de o sensibilidad a las condiciones iniciales. Esto se conoce también como el “efecto mariposa”. El concepto de centro de masa le permitía a Newton trabajar con cuerpos como la Tierra y el Sol, como si estuviesen concentrados en un punto geométrico o baricentro.
[xviii] Muchos de estos comentarios o escolios son añadidos por Newton en sus obras, como  Óptica  o los Principia, en respuesta a los comentarios de sus opositores.
[xix]  En Koyré, op. cit. p. 218.
[xx] Ibid. p. 203.
[xxi] Ibid. pp. 220s.
[xxii] El propio Newton reconocía este hecho y consideraba contrario a la razón este concepto, por eso afirmaba también la existencia de un éter sutilísimo como medio de esta interacción a distancia. Será Einstein quien se deshará finalmente de él.
[xxiii]  Ibid p. 223.
[xxiv]  Ibid. p. 255.