miércoles, 2 de mayo de 2012


Del humor y la risa

en la filosofía griega

David  De los Reyes


Demócrito y Heráclito por Rubens.

Las concepciones sobre el humor y  la ironía en el mundo de la Grecia antigua pueden abordarse desde distintas perspectivas.   El humor lo podríamos relacionar con la aparición de la comedia ática y la ironía con la relación filosófica mundana que desplegará  Sócrates en su permanente  acción por la búsqueda de la verdad como condición de todo aquel que se adentre  en el recinto de la filosofía. Pero también por los que se inscribieron a la postura cínica en filosofía: en sus performances  filosóficos, además de mostrar ironía incluyeron el humor como un instrumento de remover las convenciones muertas junto a tradiciones religiosas, culturales y sociales que sólo vendrían a repetir la superchería de una mayoría ignorante. Sin embargo, encontramos en la misma etimología de las palabras como risa, y humor, significados que nos prometen una múltiple comprensión de ese fenómeno en la sociedad griega antigua.
Sabemos que humor e ironía son también consustanciales. Ambas  tienen un importante vínculo con la risa y la sonrisa. Todas serán manifestaciones humanas que  se encuentran bien reflejadas  en las obras literarias y filosóficas desde tiempos pasados, pero también en las situaciones cómicas de la vida cotidiana. Pensadores de importancia no han dejado de soslayo  este fenómeno que es consustancial a la  misma aparición del hombre y por ello  han intentado  comprenderlo y reflexionar acerca de su tan sugestiva y volátil  condición. El  humor está presente en toda sociedad. Está presente a través de la oralidad o de la gestualidad; es un dar cuenta de los eventos  grotescos e incomprensibles (en principio), y que vienen a mostrarse como una manera de relacionarse y comunicarse.  La ironía tendría un papel más cercano a la introspección a través del diálogo filosófico o de la atención referida a la inconsciencia del sujeto en relación a sus propias convicciones erradas, petulantes o soberbias y que gracias al gesto de la ironía vendría a  comprenderse.


Heráclito y Demócrito por Johans Moreelse


Del Humor y de humores

I
El hombre tiene una predisposición para la comicidad  y quien la tenga desarrollada poseerá el arte de hacer reír. La comicidad puede advertirse de varias formas. Una es la farsa, que provoca la risa a costa de la estupidez (bien la de uno o la de los otros) o por medio de ella. Otro  modo es el juego de palabras cómicas, donde el humor se establece por medio de uso que le demos al lenguaje, sus términos y sus giros. Una más la encontramos en la comicidad del carácter, que nos lleva a reírnos de la humanidad. Está también la comicidad de la situación, que nos provoca la risa gracias a lo que no entendemos. Encontramos la comicidad de la repetición, que nos lleva  a reírnos de lo idéntico. La ironía, que se desprende del que se ríe de los demás y el humor, que nos lleva a reírnos de nosotros mismos  y de todo. El ridículo es una especia de comicidad involuntaria,  que desenmascara la condición oculta  de quien es expuesto en evidencia y, por tanto,  se vuelve divertido gracias al arte del observador.
También podemos advertir que la comedia vendría a ser un espectáculo de chanzas, burlas, ironías y situaciones ridículas, donde al  presenciarlas nos divertimos y nos lleva a la risa. La comedia nos expone y enseña a observar que la vida es una comedia, en la medida que no nos la tomemos totalmente en serio o en tono  trágico[1].
Por tanto,  el humor es una de las formas de la comicidad, donde se nos hace reír de lo que nos es divertido. El ejemplo clásico es tomado de Freud, el cual refiere  un condenado a muerte  al ser conducido  al cadalso el día lunes pronuncia ¡Qué bien comienza la semana!
Pero abordando la etimología del vocablo humor, nos encontramos con una serie de matices interesantes para nuestro propósito. La palabra humor en la antigüedad tuvo consecuencias no únicamente con la comedia y la risa, sino que fue usada para referirse a la apreciación médico-hipocrática del cuerpo humano. La escuela de medicina de Cos, dirigida por Hipócrates, hizo toda una propuesta para el análisis y diagnóstico de los pacientes basados en sus estados de humor. Se tenía la creencia que el cuerpo contenía cuatro líquidos básicos llamados humores, que a su vez estaban relacionados con cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua. Estos líquidos o humores eran: sangre (aire), bilis amarilla (fuego), bilis negra (tierra) y flema (agua); el equilibrio de estos eran esenciales para la buena salud. Cuando se tenía un balance óptimo se decía que la persona estaba de buen humor.
La palabra humor etimológicamente procede del latín humor, humoris, que  significa líquido, humedad, especialmente en relación al agua  y sobre todo aquella que brota de la tierra, en forma de manantial (tierra en latín es humus). Según parece fue el uso popular romano que  vinculó humor a humus, pues el vocablo antiguamente se escribía sin la “h”: umor, umidus, umidificare. Tales vocablos proceden del verbo umeo que tiene la significación de estar empapado.
En Grecia los galenos hipocráticos del  IV y III a.C. desarrollaron toda una propuesta terapéutica basada en comprender al cuerpo compuesto de  cuatro  líquidos en tanto reguladores básicos, de los cuales la hiel se llamaba  χολή (hole). Si bien se usó dicho concepto también vino a tomarse el vocablo χυμοί (humoi),  plural  de χυμοϛ (humos) que refiere a líquidos o vertidos. Los romanos, que tomaron múltiples concepciones griegas para su haber cultural, tomó dicha teoría  y la medicina romana tradujo el vocablo  griego por umores o humores. Humores o líquidos eran: sangre (aire), bilis amarilla (fuego), bilis negra (tierra) y flema (agua). A estos cuatro el médico romano Galeno incorporaría un quinto humor que era  spiritus o soplo   y lo llamó pneuma.
Tal teoría médica se consideró posteriormente como meras especulaciones respecto al dominio de la salud; sin embargo ella refería a la presencia equilibrada o no de tales humores en el cuerpo. De la designación médica pasó al habla popular tomando significados y usos que aún hoy podemos encontrar en algunas expresiones de nuestro común hablar. Así que, por ejemplo, tener bilis negra significaba estar poseído por un estado anímico de tristeza y pesimismo; de esta designación se pasó a utilizarse humor negro para designar a la despiadada crueldad del que se ríe  de las desgracias de los otros. En griego negro  era μήλανως (mélanos)  y bilis κχωλή (kholé), de ahí que se le refiera a la bilis negra con la palabra melankholikós, de donde deriva a melancólico;  también  en latín con su equivalente de atrabilis, donde atra es negro, siendo usado por nosotros como atrabiliario.
A la bilis roja se le designaba para referirse a personas con carácter sanguinario e iracundo. Para ello se usa el adjetivo colérico  y el sustantivo colérico.  También seguimos usando humor flemático no sólo para referirse al  carácter común inglés de tranquilidad y de cierta indiferencia. Flemático viene de flema o phlegma que  eran los mocos. Se creía que al acumular una cantidad de ellos producía  inflamación; aún hoy se usa flemón para referirse a una inflamación en los huesos maxilares debido a una infección en las encías. También de ella procede la utilizada palabra coloquial de huevon, la cual tenía un sentido de persona floja o poca activa. A las personas que se alteran poco o tienden a mantener la calma en situaciones difíciles se dice que  son flemáticos.
De esta teoría de los humores surge la utilizada expresión de estar de buen humor. ¿Qué quería decir esto?  Estar de buen humor  refería a tener una mezcla equilibrada de los cuatro humores, lo cual era propio de vivir con agradable trato consigo mismo y con los demás. Pero el humor también vendrá a tener  otros significados y usos. Al ser variables  se podía decir  a ver con  qué humor  esta fulano de tal hoy. La hipertrofia del buen humor decanta en el concepto de humorismo y del humorista. Y como ha dicho  el conocido payaso Jake Edwards: Los payasos somos doctores espirituales. De algún modo utilizamos la risa para mejorar a la humanidad. Un humorista, ¡si Cervantes resucitara!, pudiera considerarse una especie de médico endocrinólogo[2]
El humor está relacionado con la capacidad que ciertas personas tienen de observar al mundo desde este espejo trocador de  los eventos en significados cómicos. La persona que posee la capacidad de vivir situaciones mediante el humor  nos lleva a captar  y enjuiciar la realidad desde un modo  cómico, risueño o ridículo de las cosas. Nuestra ampliación de enjuiciar la vida desde el humor se concatena con experimentar la  vida desde la risa para no llorar.  Como también Nietzsche ha dicho: el hombre sufre  tan terriblemente  en el mundo que se ha visto obligado  a inventar la risa
Para los filósofos de la escuela cínica el humor vendría a ser una especie de catarsis o contraveneno espiritual ante las adversidades y convenciones de la sociedad. Al constituirse como propuesta y estilo de vida filosófico en sus primeros intentos  fue crear un corpus filosófico escrito cuyas intenciones fueron serias, más Diógenes de Sínope, al darse cuenta que la mayoría sólo se interesa por las cosas importantes al ser tratadas  burlonamente, se dio  a   desarrollar un estilo semi-cómico. Se trataban serios temas morales pero  en su tratamiento se demolían las convenciones sociales mediante la parodia y la ironía, guiados por la idea de que las creencias humanas no se modifican sino mediante el escarnio y la brutalidad[3].
La comicidad y el humor ya de por sí tienen un fin loable, y es que permiten distanciar el lado desgraciado de nuestras vidas procurando un rato de risa y superación de las preocupaciones de nuestra contingente cotidianidad. El humor vendría a ser un excelente fármaco  espiritual, un acto de purificación que  permite desviar  la violencia interna que tenemos cada quien originada por las frustraciones y el sufrimiento en nuestras vidas. Tiene una función catártica al hacernos conscientes de la separación de nuestro destino y el del resto, y no de la identificación con el objeto o sujeto,  que es sobre lo que recae la situación humorística; más que compasión experimentamos un distanciamiento y rechazo del personaje o situación cómica. Es por ello que posee una condición educativa, al enseñar situaciones donde el ridículo es lo rechazable frente a los valores consensuados de una sociedad. La trama cómica tiene una condición sadomasoquista al presentarse quien la actúa como un ser resentido y humillado ante sus espectadores. Oscar Wilde se le adhiere la autoría  de la siguiente frase: El humor es la gentileza de la desesperación.  Gracias a nuestro sentido de humor las cosas graves se nos presentan de manera ligera. Hay una degradación de lo serio mostrando su lado ridículo a través de lo vulgar que implícitamente contiene. Igualmente el sentido pedagógico se concentra en observar al humor desde el adagio castigar riendo mores (corrige riendo de las costumbres), donde una serie de observaciones cotidianas aceptadas son puestas a distancia, cuestionadas, criticadas, transformadas, mostrando su lado  cómico al colocarlas separadamente de nuestras convenciones sociales. En el fondo es una terapéutica espiritual que pretende atenuar, evitar y superar las circunstancias traumatizantes de la vida mostrando su lado risible en todas.  Más drástico es  Humberto Eco al decir que la risa vendría a ser el modo que tenemos para exorcizar la muerte.

Demócrito por  José de Ribera


II
A pesar que se ha desechado hace muchos siglos a la teoría hipocrática de los humores, nos encontramos que hoy hay estudios que han comprobado  que nuestros estados de ánimo vendrían a influir  de manera positiva o no sobre nuestra salud. Ya Juan Luis Vives (Del Alma y la Vida) y Descartes (Tratado de las pasiones), refirieron  a ello en sus escritos. El buen humor, por ejemplo, es necesario hasta para las personas que se encuentran en estado terminal, les da un sentido de vida más llevadera ante el evento inevitable a  vivir y afrontar en su futuro próximo. El humor nos proporciona un estado de gracia en uno mismo  y en los demás. Surge de situaciones que en apariencia carecen de sentido pero al trastocarlo bajo  la tonalidad del humor  nos lleva a un agudo sentido de comicidad, asociándolas a la inevitable risa graciosa.  Comparar un suceso bajo una nueva perspectiva  nos lleva a comparar nuestras vidas tanto con los otros congéneres como con animales (y lo contrario);  como comparar a personas de una posición social acomodada y poderosa con otras desgraciadas.
El humor nos permite dejar atrás, al menos por un rato, los problemas y preocupaciones que se nos muestras como insuperables. Tal efecto ha sido causa de estudios como el del profesor Mario Ferné de la escuela de psicología de la Universidad de Bologna, quien ha afirmado que la risa ayuda a un aumento del sistema de defensas inmunológico del organismo; una mayor producción de endorfinas y todo tipo de analgésicos naturales para nuestro cuerpo; la risa llega a regular el ritmo cardíaco y bajar la presión arterial. Despertar reacciones hilarantes en el organismo humano nos permite abrir una emoción de placentero beneficio a todos los niveles de nuestra corporalidad. A mejores y agradables pensamientos nos proporcionamos  un mejor estado anímico y mejora nuestras condiciones para enfrentar las situaciones difíciles. Tal felicidad nos hace más saludables. Este masaje humorístico nos proporciona  una felicidad que se convierte en una golosina para nuestro cerebro; nos lleva a sentir que consentimos a nuestra mente a través del evento humorístico.
En la historia de la filosofía  hemos encontrado  autores que le han dado cabida en sus concepciones éticas como lo son Demócrito, Platón, Aristóteles, San Agustín, Descartes, Spinoza, Schopenhauer, Freud,  Bergson, Berger entre otros. Nosotros nos detendremos en la antigüedad griega.
Pensadores de la Grecia antigua han dejado  algunas observaciones sobre la risa, el humor, lo ridículo. Podemos comenzar con el quejoso Heráclito, quien advirtió que no conviene  ser ridículo hasta el punto de parecerte ridículo a ti mismo; los límites de la ridiculez  están en mi conciencia afectada por  mi propia adherencia a la situación cómica dentro de mi vida. Pero no deja de tener cierto sentido de humor cuando nos dice que: por gusto preferirán los burros la paja al oro; o al enjuiciar a la enseñanza de la retórica así: educación retórica: principios de carnicería. Y no menos su juicio sobre la humanidad en conjunto: el más bello de los monos es feo comparado con la raza de los humanos: ¡qué optimista! Para ser palabras de un permanente pensador pesimista llorón.  
Pero nos encontramos que Solón, gran reconciliador y atento a todo lo que sucedía en la política de la Atenas antigua, vendría a exclamar  que huyamos de aquellos placeres que paren tristeza. Todo placer que no nos aumente nuestra alegría de vivir no es nada recomendable prácticarlo. Y, otro de los Siete Sabios griegos,  Quilón de Lacedonia  nos da ya un aspecto moral ante la burla injusta: no te burles del desgraciado.  En esta tónica moral sigue  Pitaco de Lesbos: no digas lo que vas a hacer, porque si fracasas se burlarán de ti;  antes de sentir el picor de la burla o la risa censora de los otros por nuestras impotencias cotidianas en el hacer, más vale hacerlas sin chistar, sin enorgullecerse de lo que se va a realizar, pues puede que no siempre se obtenga el resultado esperado. Y Periandro, el corintio, observa que la burla puede ser motivo para afianzarse en nosotros el aguijón del eco hostil, y la alegría por ello mismo, de nuestros enemigos, por lo cual: oculta tus desventuras para que no se alegren tus enemigos. Un consejo para evitar el ridículo y la humillación ante nuestros oponentes natos.


Demócrito

III

Demócrito que combinó un intelecto penetrante con la curiosidad de un niño, filósofo tratado por la historia, (junto a Leucipo) como pensador materialista al referir que todo lo que existe en el universo  se compone de átomos y vacío, es considerado el filósofo del franco reír; su ética consideraba a la alegría como la meta de la vida, y advertía que la moderación y la cultura son los ingredientes necesarios para ello. Nos ofrece la risa filosófica como resistencia. El idealista y  aristócrata Platón  le tenía tanta aversión que deseaba  que todos sus libros fuesen quemados; es como nos lo refiere Diógenes de Laercio  ese intento de auto de fe platónico, venido de ese buen comisario filosófico:

           “…Platón quiso quemar los escritos de  Demócrito en bloque, todos cuantos lograra reunir, pero que Amiclas y Clinias los pitagóricos, le disuadieron, diciendo que no obtendría ningún provecho; pues sus libros ya estaban en manos de muchos. Y es inverosímil tal acción. Platón, que menciona casi a todos los filósofos antiguos, en ningún lugar cita a Demócrito, ni siquiera  donde debería contradecirle, evidentemente porque sabía que se enfrentaba al mejor de los filósofos.
            Incluso Tomón le elogia de la manera siguiente:
         El prudente Demócrito, pastor de palabras, muy agudo conversador, leí entre los primeros” (D.L. 2008:475).

Una interesante opinión sobre este atomista antiguo nos la da Onfray[4],  quien  se expresa de Demócrito como un filósofo de la risa de la resistencia, en oposición a todos los filósofos de ayer y de hoy que colaboran con el poder, sea este el que sea, y hacen una filosofía de funcionarios o de burócratas: de comisarios. Nos señala este francés la antigua tradición pictórica donde aparece Heráclito llorando y Demócrito riendo ante la absurdidad del mundo y más de la condición del hombre. Dos maneras de abordar el mundo. La primera, a través de la desesperación, del pesimismo heracliteano. La segunda trágica, la que acepta que el mundo es como es  y nos advierte que lo real es así y que no se puede cambiar y, por ello, la mejor medicina para calmar al alma es reír. Frente a la postura colaboracionista de los filósofos ante el poder (Platón a la cabeza con su obsesión  de la educación del filósofo rey en la cima del poder, hasta la del disciplinado funcionario Kant), nos encontraríamos aquellos pocos que han defendido el saber  y su autonomía en la medida que han resistido al poder, los cuales serían los grandes reidores, y Demócrito se nos presenta como el filósofo emblemático de la risa; la mayoría de sus observaciones son consideradas de materialistas, al observar que el mundo es como es (átomos y vacío), y a partir de ello aceptar la felicidad que se nos da o alcancemos vivir. Su obra sólo podemos retomarla por fragmentos  y los pocos que tenemos, paradójicamente,  son suficientes para reconstruir su percepción de la filosofía  y del mundo, además de darnos una perspicaz observación sobre la condición humana.  Si bien  podemos también comprender inmediatamente que observa el curso de las cosas a través de una jocosa reflexión,  no es menos atenta su reflexión cuando nos dice que para los faltos de inteligencia es mejor ser gobernados que gobernar, con lo cual refiere que aquellos que no pueden comprender el curso del mundo y no tener la capacidad de aspirar desarrollar una inteligencia digna para conocerse como ser autónomo, antes de cometer imprudencias mayores, es mejor someterse al orden que impere y que se le imponga. La inteligencia, y no sólo el conocimiento (como es para Sócrates), es indispensable para aspirar a convertirse en un ser que pueda examinarse en función de la vida que quiere vivir, de forma autónoma, es decir, el de ser capaz de darse su propia norma: ser autónomo. Igual comprende que no la razón, sino la desgracia, es el maestro de los locos,  y por tanto aquellos que obran por ímpetu y por pasiones y deseos dominantes, el camino para enmendar su vida es, por lo visto, toparse con las desgracias u obstáculos que el curso mismo de sus acciones les impone y les causa. Su ética  alegre, anticipándose a Spinoza, advierte de los males que puede arrojar una risa injusta y es por ello que  un hombre digno  no debe burlarse de las desgracias de los otros hombres, sino compadecerlos. Las palabras para él son sombra de toda obra y es por ello que  nuestra palabra (o logos: razón, pensamiento, concepto, etc.) interior es la que nos lleva a  sacar de sí mismos  nuestras alegrías; es de nuestra propia reflexión inteligente que podemos ir habituándonos a observar las cosas de tal forma que sepamos reírnos y, hasta cierta forma, aceptarlas, porque no podrán ser cambiadas por más que queramos.  No menos consejo nos da cuando dice que  el hombre animado a realizar obras justas y conforme a la ley, estará alegre de día y de noche, obteniendo por ello la serenidad, fortaleza y cierta despreocupación; pero aquel que descuida  la justicia y no obra en función de lo mejor  todo se le trueca en tristeza, al recordárselo la memoria, experimentando temor  y maltrato a sí mismo. 
La vida requiere del divertirse  y para ello propone que  si llevamos una vida sin fiestas es lo mismo que andar un largo camino sin posada.  La alegría de la vida es comprende ese reposo  al hombre para disipar las penas o la rigidez que nos impone las relaciones sociales  comprometedoras. Para facilitar el proseguir se requiere del reposo y de la posada, de la fiesta y su alegría. ¡Claro está! ¡Tampoco se trata de permanecer todo el tiempo reclinado en la posada! Y la sensatez, a diferencia para el presente de muchos de nuestros congéneres, no es el permanente lamentarse por lo que no se tiene sino saberse alegrar por lo que se posee, así sea poco. De ese punto mental se debe partir para ampliar nuestro estar sobre el mundo. Y la alegría impregna el curso de la vida al saberse  contento con lo obtenido, y no en permanecer en la desmesura de la ambición y la envidia ante lo que puedan poseer  otros. 
Demócrito, el filósofo que ríe, que comprendió que el universo es infinito y es una danza entre átomos y vacío y que lo demás es pura convención humana. El fin de la filosofía debe ser la serenidad de ánimo, que no es idéntica al placer físico, a lo cual refirieron muchos su postura malentendiéndolo a la vez. El placer del vivir está en la serenidad, la tranquilidad,  en mantener el alma en la calma y en el equilibrio, sin sufrir ninguna perturbación por temores infundados, pasiones descontroladas, deseos insatisfechos o por sentimientos no correspondidos. A esto llama bienestar y, junto al saber reírse del entorno  sumido en convenciones y acciones absurdas del hombre, es decir, mantenerse en el estamento de la alegría.



Escena de la comedia

IV

En el caso de Platón y Aristóteles encontramos que tenían una opinión  oscura y distante acerca de la risa, sin embargo apoyaban las ejecuciones públicas, algo que vendría a estar mal visto hoy en día (cosa que los medios de comunicación no dejan escapar cada vez que pueden usarlas para su audiencia, como fueron los casos de Hussein y Kadafi, ¡así estos personajes sean para nosotros lo peor de la condición humana!). Encontraban que la risa podía cambiar las buenas costumbres y el orden social establecido, pues puede ser usado como un instrumento que cambia el comportamiento social.  Sin embargo el carácter desordenado de la risa  puede ser el fermento  y agente liberador de emociones represivas como el temor y la rigidez corporal y psíquica. Es por lo que en  República (libro III) condena a la alegría al considerarla como un sentimiento portador de una expresión violenta  y, por  ende, peligrosa para el orden  de su estado utópico comunista militar. La  gran risa, si es colectiva, lleva a una explosión  violenta frente a la rigidez de las normas, y afecta  físicamente al individuo en su comportarse políticamente correcto al perder su tono cívico formal aceptado. Para el bello Platón la risa es signo de fealdad, por descomponer  nuestro rostro en expresiones que saltan  toda nuestra musculatura facial y por ello, deformarla y romper el buen gusto de las personas del estatus, es decir, de importancia y prestigio; la buena educación debe comedir su manifestación. Aquellos que no tienen tal reconocimiento y gusto social estarán más próximos a acometerla de forma permanente, es decir, serán los  que están al margen de la buena sociedad, los locos, los comediantes, los sirvientes, los esclavos (para su época). Para los guardianes, como para ciertos políticos de hoy, no deben permitirse reír de forma violenta sino mesurada, ji-ji, ello basta, pues de lo contrario quebrarían su autoridad, la cual viene dada gracias a saber mantener y representar su seriedad, su majestad: condición necesaria para imponer y sostener el orden del reino. En el diálogo Filebo Platón nos la muestra más cercana a la postura  de  Demócrito, pues si bien puede ser emparentada con el placer muchas veces tal satisfacción viene producida por la burla infringida injustamente  a los de menor jerarquía social y, por ello, puede ser (dependiendo con el cristal por donde se mire) proveedora de dolor, al referirse a algo ridículo que recae a un aludido.
Pero por otra parte encontramos en Platón una excelente referencia en su Teetetos donde este autor atribuye a Sócrates la anécdota sobre Tales de Mileto, en la que nos narra que el filósofo milesino, que ocupado  en observaciones astronómicas, y sin dejar de mirar a lo alto del cielo, cayó al fondo de un pozo. Siendo observado por  una sirvienta suya de Tracia, de espíritu vivo y abierto, pero también burlón e irónico, se rió del hecho, agregando que si  su amo parecía solo saber lo que acontecía en el cielo se olvidaba de lo que tenía frente a sí. Con lo que podemos  notar que  se nos da una recomendación y un consejo platónico respecto a todos aquellos que  nos dedicamos al tan noble y serio quehacer humano de la filosofía, que está bien mirar a las abstracciones metafísicas (¡sobre todo las ontológicas y al problema sublime del ser!) pero hay que saber colocar primero el pie sobre el suelo, es decir, no dejar de tocar tierra, a pesar de lo interesantes que puedan tener  nuestras especulaciones filosóficas[5].

De Aristóteles podemos decir que no se aleja mucho de su primer maestro, Platón. Su filosofía aristocrática y de la distinción contemplativa mantiene la misma idea de la seriedad para observar la armonía, la decencia y el autodominio, excluyendo la risa  de su mundo intelectual al presentarla como ingrediente que inspira el desorden, la indecencia, la hybris (el exceso),  constituyendo una ruptura frente  al orden social. Lo cómico, ante este platónico a medio camino, no es sino también  proveedor de fealdad, de vergüenza, de lo bajo y lo despreciable: la risa es sólo una mueca de fealdad que lleva a desarticular al rostro y a la voz.  Pero no deja de afirmar que es  una emoción única del hombre. En su Poética  encontramos una referencia al origen del vocablo comedia, el cual procede de komodia, que refiere al canto del komos, que no era sino la multitud enardecida que participaba de los ritos dionisiacos. Tales ritos contravenían todas las convenciones griegas del decoro,  tanto de palabra como de comportamiento, lo cual lo hace altamente peligroso para las buenas costumbres (acordémonos que el dios Dionisos era por excelencia un transgresor de todos los límites habituales, y sus devotos lo siguen en eso).  
La risa se resume para estos dos filósofos institucionales y colaboracionistas perpetuos del poder, en síntoma y expresión de fealdad y bajeza. No la asocian con equilibrio, salud, reconciliación con nosotros y con los otros, o como motivo y emoción de un sano y confiado regocijo social.  De ellos debe ser la influencia en buena parte de la filosofía que  debe mantener a toda costa el rictus de gravedad, circunspección y reserva ante todo lo que se vea barnizado por la alegría, el humor y la risa.
Pero lo cómico también podemos encontrarlo en la cultura helénica en  los personajes no heroicos de las obras de Eurípides, en principio, y no menos, como veremos en la comedia antigua, en Aristófanes. Ellos traspasan involuntariamente, para nosotros, los límites de lo  cómico y son, para los cómicos de su tiempo,  una fuente inagotable de risa. Separándolos de las relaciones míticas que pueden tener sus obras, tales personajes comunes, con su inteligencia vulgar, calculadora y disputadora, su afán pragmático de explicar, dudar y moralizar y su sentimiento desenfrenado aparece como algo para sorprendernos[6].


Máscara de comedia griega


De la risa y la sociedad

Otro tema de nuestro interés en este periplo del mundo antiguo,  es el fenómeno de la risa, consustancial al buen humor,  que es, además de ser una condición que desarrollamos desde nuestra infancia y que está presente en nuestras primeras semanas de vida (comenzamos a mover las comisuras de risa a la 6ta semana, a los cuatro meses nos reímos plenamente, antes de ¡poder hablar!; ¡es el primer vínculo de comunicación social!), tendrá no sólo una connotación fisiológica o psicológica,  sino también un elemento importantísimo al  vincularse con la moral  en tanto acción que pretende  mostrar una crítica no sólo desde el ámbito del sujeto sino también en lo social.
En el mundo griego encontramos dos vocablos  para referirse a dicho fenómeno.  En principio está la palabra γελάω (gelao), para designar a la risa como tal. Entre las aserciones referidas a dicho vocablo encontramos: el brillar, resplandeciente de alegría, regocijarse, reír. Y  la palabra καταγελάω (katagelao), que también tiene el componente de reír, pero sería en un sentido burlesco,  y refiere a la acción que conduce a un desenlace risible; es la acción de mofarse del otro, lo cual convierte a la risa en una degradación sobre quien recae dicha risa; el prefijo griego  κατα (kata), refiere a la acción en que las cosas dejan una posición elevada y comienzan a caer, a declinar, a perder la compostura y firmeza natural; nos indica cuando quedan las cosas patas arriba, es decir, invertidas o cabeza abajo;  por tanto, con él se designa el declive  de algo, es lo que va de arriba abajo, todo queda girado al revés .  La palabra γελοϊος (geloios), designa a lo risible, lo chistoso, lo ridículo pero también a la persona que se burla y hace una broma o chanza a otro. Por otra parte γελως (gelos), refiere a una cosa risible, lo que es objeto de risa, la irrisión (γελων  o γελωτα ποιεϊν: sería causar risa). Y el  γελωτα ποιός (gelota poios), sería el bufón, el gracioso, el chistoso, la persona que hacer reír y usa la risa como condición de su relación social con los otros[7].  Con ello queremos mostrar que para en el mundo griego antiguo la risa tenía varias  significaciones, como lo hemos visto antes en el caso de la risa en Demócrito; en que los individuos  ríen en tanto despierta un brillo del ser,  como experimentar el resplandor de alegría, de regocijo, es decir, como un indicio de  felicidad compartida o vivida individualmente. Podríamos decir que aquí hay una doble situación emocional con la risa: una, que hay un vínculo afectivo y moral de aceptación, interconexión y reciprocidad entre personas. La otra, vendría a implicar relación pero desde un punto de vista negativo: tendría una implicación peyorativa, hiriente, burlesca, mordaz, crítica, sadomasoquista, cuestionadora al menos dentro de una relación humana mínima  o entre muchos.
Como notamos, la risa  puede ser un regocijo pero también una censura,  en la medida que  es usada contra la seriedad impuesta, la intolerancia estricta, las conductas mecánicas e inconscientes de muchos, los dogmas absurdos y dominantes, las posturas rígidas y autoritarias, las convenciones y tradiciones sin significado real y sólo como mecanismos de control y poder; la risa se transforma en una emoción rodeada de un humor sulfuroso,   que puede degradar socialmente  al individuo contra quien iría dirigida, para que de esta forma  revise su conducta en torno a sí y con el conjunto social al que pertenece. La risa puede ser vista como afecto, con una vertiente feliz,  pero también como correctivo, humillación.  Como refiere Javier Martin[8]; pareciera ser que  la verdadera naturaleza de la risa para los griegos era de matiz positiva, asociada a la alegría y sólo si ese orden era subvertido es que la risa cobraba el sesgo negativo
Pero la risa será un instrumento que va mucho más allá de concebirla desde un  simple aspecto positivo o negativo. La antigüedad nos presentará distintas maneras de perfilar el uso de la risa en relación al ambiente social vivido, al orden político existente, a la coyuntura interpersonal  constituida, mostrando otras facetas que la filosofía retomará para presentar el error, la ignorancia, la soberbia y, sobre todo, el carácter autoritario y absurdo de las convenciones sociales aceptadas. La risa es una emoción que en tanto humor compartido vendrá a ser un potente revulsivo de situaciones grotescas, incongruentes, incoherentes, ciegas y dogmáticas que los individuos de la ciudad antigua experimentaron en su cotidianidad; el humor y la fantasía cómica poseen un componente educativo. La risa pretende restaurar la tranquilidad mediante esta acción dispensadora de relajación  de tensiones en que, no por vía de la agresión física, sino de la inteligencia y del lenguaje (oral y gestual),  se opondrá ante la injusticia y el desbordamiento de los poderes  autoritarios. La conducta cómica será todo un ethos presente dentro de la cultura  griega en general
En la antigüedad nos encontramos con un impulso creativo  por medio de la risa, una fuerza que no se aplaca fácilmente y siempre arroja  efectos cuestionadores y novedosos dentro de un ambiente democrático.  Dentro de una sociedad en que reina  la isonomía (la igualdad ante la ley), se caracteriza a la risa por ser una fuerza crítica que expresó también razones igualitarias;  en donde se manifiesta su inclinación a extender más  su tono  sobre la opinión pública en general que a la jerarquía política  de las autoridades y el ejercicio tenso, mecánico del gobierno de turno.
Esta especie de katagelao la encontraremos no en la concepción del hombre común sino en individualidades en que han llegado a desarrollar una postura individual ante la vida o de una filosofía personal, donde  se ha desarrollado cierta espiritualidad filosófica, donde  su alma se nos  presentará como un haberse reconocido a sí mismo en tanto  visión de mundo subjetivo frente a lo aceptado  como inmovible y convención social. El filósofo de la resistencia, bajo esta impronta, es un ser que ríe y sonríe ante el mundo y sus manifestaciones; la vida, al comprenderla desde la distancia de su logos y su visión, podrá presentársele como una incongruencia y una absurda situación vivida en una vigilia perpetrada por un sueño colectivo. 




II

Sin embargo, no toda filosofía absorberá esta emoción como  un elemento de  práctica filosófica ante la vida.  Podemos distinguir que la risa, como ya hemos referido, no estará bien vista por los filósofos canónicos del mundo antiguo griego. Como ya dijimos, un Platón o un Aristóteles la tomarán como una debilidad, frivolidad, falta de desarrollado de la seriedad del saber y del logos. En cambio Demócrito,  será descrito por Juvenal  como un gran reidor, el cual habría escrito un tratado sobre la risa; no menos los outsiders de la filosofía antigua: Diógenes de Sínope, Menipo, Luciano de Samosata.
Los sofistas recomendaban la risa como relajante  natural para prepararse para otras actividades más rigurosas. Otros la asumirán bien como placer mixto o siendo un ingrediente que se mostrará por medio de sutiles acciones, como era el método mayéutico de la ironía socrática; o  el performance irónico-filosófico pedagógico de la gestualidad ante lo cotidiano de los cínicos, o la crítica social a ciertos individuos o situaciones presentada a través de la comedia ática como nos la presenta un Aristófanes      (445 – 386 a.C.) , o las sátiras y diatribas de crítica social y moral, aliñadas de situaciones serias y cómicas de Menipo de Gadara (s. IV al  III a.C.) y por último al sirio Luciano de Samosata (125 – 181 de n.e), escritor de ciencia ficción avangarde, quien presentó el dialogo  satírico en tanto invención  literaria  que mezcló los pormenores de la vida cotidiana con la mordacidad política y filosófica, llegando a establecer una particular diferencia con Platón, del cual opinaba que sus diálogos parecían esqueletos aunque se les prestase respeto pero  él, Luciano se valió del humor para llevar la enseñanza  filosófica al gran público por medio de sus obras satíricas y fantásticas (¡un continuador de la  tradición  de Diógenes!).
La antigüedad del mundo helénico nos muestra que posee un alto sentido del humor, lo cual lo podemos comprender en tanto la capacidad que tenemos para poder percibir que algo es gracioso.   El fenómeno del humor decanta en comicidad, lo cual será la capacidad de  tener sutileza para experimentar lo incongruente de la vida[9].  Los filósofos que asuman como instrumento de lucha al humor  compondrán un mundo paralelo, separado y diferente al de la realidad cotidiana u ordinaria. Lo cual para Peter Berger vendrá a presentar una promesa de redención.  Ciertos filósofos  absorberán lo cómico, la risa, el humor como un campo de experimentación pedagógica en tanto mundo alterno a la insoportable levedad y angustiante inercia mecánico/digital de nuestra cotidianidad actual.  Y consideramos que respecto a esa situación los filósofos cínicos a la antigua vendrían a colocar una carpa aparte en relación al resto de las escuelas y tendencias filosóficas  al tomar la condición hilarante humana como un factor determinante para el ascenso del saber, al conocimiento  y al cuido de  sí, además de implicar un peligroso ejercicio de parresía, es decir, del hablar franco a través de la metáfora, la ironía, el humor y el performance cómico; aquellos duros filósofos del desapego comprendieron que el humor bien podía estar por encima del bien y del mal, y también contenía un ingrediente de peligro por sus giros contra las personas e instituciones públicas.
Notamos que en la antigüedad la carcajada fue parte de los eventos sonoros entre las calles, las paredes y el ágora de las ciudades. Desde el Olimpo a la tierra ateniense, la risa no era una simple bagatela.  Rieron con Sócrates, con Diógenes, con Menipo, con Aristófanes  y ello perduró este humor helénico hasta el s. II de n.e., con la obra de Luciano de Samosata. Los cultores del humor literario y filosófico  observaron que el mundo del poder, del palacio, de lo religioso, estaba centrado en una actitud casi  de permanente seriedad ante lo público. Sus acciones políticas, como por ejemplo, la guerra (y su consustancial destrozo y saqueo), tenían que  atenderse con la mayor seriedad posible. De esta manera la posición política también ejercerá un dispositivo técnico de  micropoderes dentro de los diferentes estamentos  sociales. No se ve bien que la mujer se ría de su esposo pero menos aún los esclavos reírse de sus amos. La risa exigía un reconocimiento entre iguales para aceptarla. La risa hubiera sido incongruente  manifestarse por el inferior ante el superior, del  esclavo ante el amo, del devoto ante el sacerdote, pues su efecto hubiera sido disgregador y disolvente  de la jerarquía social; si se rieran los sirvientes de sus superiores caerían todos los miramientos de escala social.





III

La risa posee ese elemento igualador que se esgrime como recurso  ante un mundo complejo y de injusticias con la redención de poder pensar uno mejor. Crea una realidad imaginaria nueva que vendrá a desplazar cuestionando a otra que ha perdido su razón de ser, su sentido y capacidad de dar una solución sensata a las necesidades del conjunto social. La evolución de las sociedades se pudiera  medir, entonces, en  función de las tonalidades de la risa y de su presencia  en los actos de habla cotidiano familiares y en la opinión pública en general. La risa, como vemos desde la filosofía práctica y clínica, es un acto de liberación ante la insoportable e incongruente realidad esgrimida, sostenida, aceptada tanto en el conjunto  y en la idiosincrasia de los miembros de la sociedad que viven como sonámbulos ante un mundo del cual no llegan a distanciarse y diferenciar,  percibir y aceptar  su superación (comenzando por nuestra persona).  La risa se esparce ante la rigidez de las intolerancias sociales  y políticas que pueden sostener instituciones ya no cónsonas con la dirección de las necesidades  cotidianas. La risa, la ironía, el humor, la comicidad se colocará  en franca oposición a la cultura oficial caduca, donde la seriedad, lo religioso, los dogmas y el autoritarismo pretenden pasar como las formas verdaderas, últimas y únicas de la convivencia social. Con el humor se crearía una especie de dualidad del mundo. La que  se toma como verdad oficial y la vivencia cotidiana del que participa de lejos, pero la sufre, de los avatares del poder  ridículo y ante lo cual no le queda al ciudadano de a pie sino reírse, ¡y si es estruendosamente, mejor! El humor y la comicidad como aspecto de la vida social en la antigüedad no vendrían a ser vividas sólo desde la subjetividad, de la individualidad compartida o como emoción biológica que da paso a la reconciliación con la vida, sino como una concepción  social y universal que aportaría y daría una interpretación moral de los hechos incongruentes e inauditos, injustos y unilaterales, absurdos y grotescos  de la oficialidad, la tradición  y de las formas  sociales superadas. La comedia  les mostraba la imperfección del mundo mediante la burla de ciertos aspectos repetitivos de las personalidades públicas, con lo cual se buscaba transformar y renovar un carácter inoportuno para la concordia social. Nos encontramos ante un fenómeno que la filosofía ha soslayado en su estudio de la antigüedad al no percatarse de la profunda originalidad de la comicidad como una revelación propia de la inconformidad y de libertad de expresión individual y colectiva ante el mundo y ante los cánones oficiales incongruentes para el bien colectivo. La comicidad como una válvula de escape emocional donde el individuo que ríe  obtiene una especie de catarsis y de conciencia más sutil ante las rigideces culturales, políticas, sociales de la conformación del orden colectivo.
Las tiranías  que se sostienen mediante el ejercicio de la coacción y el miedo, en donde  el tirano ejerce su mandato a capricho por encima de las leyes, tendrán todas ellas un gran temor a la risa crítica, al experimentar el ejercicio de comicidad social contra ellas, en tanto censura de su injusto ejercicio.  Un régimen que  expande el miedo  junto a la crueldad reduce las posibilidades públicas de la risa pero, sin embargo, la risa vendría a ser un instrumento de lucha, de resistencia, para esclarecer conciencias temerosas. Hay periodos en que podemos observar  un miedo al mecanismo deshilvanador de la risa. Quienes la cultivan encontrarán, no sin peligro,  una expresión de una nueva conciencia libre, crítica e histórica ante su época. De ser una conducta espontánea a ser una conducta crítica y consciente que busca horadar un objetivo preciso, la absurdidad presente en la racionalidad instrumental del poder político injusto en curso. El poder siempre querrá mantener un tono gris, opaco, serio como forma única de expresar la verdad oficial y total, el bien, y en general, todo lo que  se puede considerar como importante y estimable; la divergencia de opinión es un punto de quiebre a esa monolítica tirantes. Por ello el culto, la religión, las instituciones políticas no verán nunca con buenos ojos  la comicidad y el humor ante sus narices. Lo que se querrá  será docilidad, veneración, sumisión, miedo, servilismo, con lo cual la jerarquía se restablece en cada momento y no se cuestionará para nunca  a aquel funcionario cuestionable que ocupa un lugar de prominencia pública. Sin embargo a mayor seriedad oficial, mayor necesidad de risa y comicidad colectiva encontraremos a expresar y manifestar. La seriedad   enfática expandirá el miedo y la intimidad, la humillación. La seriedad, en el mundo griego, estará asociada a lo oficial, a la tiranía y a lo autoritario, acompañadas de violencia, prohibiciones y restricciones.  La risa, por medio de la diatriba, de la comedia, de la sátira, del diálogo irónico y cómico,  mostrará una agudeza e inteligencia terapéutica emocional para superar  y obtener una victoria mínima subjetiva humana; transitoria, pero será victoria liberadora al fin, sobre el miedo gracias a la risa universal. La risa, por ende, implica la superación del miedo y alejada de ella está imponer alguna prohibición. El lenguaje de la risa no es cercano ni a la violencia ni a la autoridad, a no ser que se quiera denigrar de alguien que vendrá a ser un posible rival político. Los tiranos temen más la risa que a una guerra; la risa lleva a presentarlos como personajes cómicos, desencajados, enfermos de presunción y vanidad. La risa es una pequeña batalla librada contra  el temor cotidiano  infundido por el poder, las fuerzas opresoras y limitantes del individuo y de los pueblos; es un instrumento para desenmascarar la adulación y la hipocresía  que se quiere imponer por medio de lo serio y lo ritual. Lo serio es un miedo moral   a su favor porque encadena, agobia y oscurece la conciencia del individual; lo ritual se yergue en lo social para dar ese tono de autoridad y de tradición que impone una identidad al colectivo sin comprender por qué lo hace. La risa hace brillar la conciencia restaurando su resplandor gracias a la alegría. Se supera la imagen de lo grotesco gracias a la conciencia  de importancia ante el temor vencido y trascendido gracias a la risa. La risa lleva a establecer un lazo lúdico con lo que se teme,  presentándolo como posibilidad a descifrar y contraponer; es una creación que surge de circunstancias precisas y asfixiantes; presenta un punto de vista nuevo, una interpretación moral de la realidad por medio de un lenguaje trastocado gracias a la hilaridad y al simulacro liberador. La risa, lejos de ser un elemento embrutecedor y de opresión, se yergue como un recurso de liberación, de restauración con la creación que posee y pertenece a todo individuo. La risa no es una forma defensiva exterior sino  interior, que  puede ser sustituida por la emoción castrante del temor. La risa y el humor es una fiesta del alma que se permite el individuo como expresión  de creación, fuerza, renovación, amor, resurrección, fecundidad genuina y humana para una vida más auténtica, placentera y llevadera. En fin, la risa  es una exaltación de alegría vital; la risa lleva a que las personas sean más vitales que las que no se atreven a reír. Recordemos las palabras de Goethe: en nada se manifiesta más claramente una personalidad que en aquello de lo que se ríe. O podríamos decir, entonces que por tu risa  reconocerás quién eres…


Notas:


[1] Comte-Sponville A, Diccionario de Filosofía. Ed. Paidos.. Entrada Humor.
[2] Estas notas sobre la etimología del vocablo humor han sido inspiradas en la información obtenida del Diccionario de etimologías en: http://etimologias.dechile.net/?humor. Visto el 16 de marzo de 2012.
[3] Pérez, S., 2004: Palabras de Filósofos: oralidad, escritura y memoria en la Filosofía Antigua. Ed. Siglo XXI, México, p.215/224.
[4]; Ver la excelente charla grabada de Michel Onfray sobre Demócrito en: http://www.youtube.com/watch?v=xsQrOrV2zr8; visitado el 30 de abril de 2012.
[5] Peter Berger en su Risa Redentora (Ed. Kairos, Barcelona, 1997, p.44s),  nos  informa de este interesante pasaje platónico en que pareciera asociarse el nacimiento de la filosofía con la risa y el humor, gracias a la mirada y juicio atento de esta sierva de Tracia jocosa y  despierta a los sucesos de su señor. La  actividad filosófica puede convertirse en un  blanco perfecto para la burla.
[6]; Jaeger, W. 1974: Paideia. F.C.E: Mexico, p.315.
[7] Estas definiciones de la palabra risa es tomado del Diccionario Griego-Español Vox, 2005, España.
[8] Martín, Javier (2008): La risa y el humor e la antigüedad, en: http://www.fundacionforo.com/pdfs/archivo14.pdf. Visitado 20 de marzo de 2012.
[9] Berger, P. 2008.  La risa redentora. Kairos. Barcelona, p. 11.

Economía y religión (II)
Carlos Blank
                          
             




Introducción
Al abordar un tema  histórico tan complejo como el de los orígenes del capitalismo moderno nos enfrentamos ante una multiplicidad de interpretaciones y puntos de vista posibles. Como señaló el gran historiador y medievalista francés Marc Bloch en alguna oportunidad, el capitalismo ha tenido tantos certificados de nacimiento como historiadores ha habido interesados en el tema.[1] Sin duda que algo similar podría decirse con relación al tema de la Modernidad y sus orígenes, o con relación a los orígenes de la denominada Revolución científica, por ejemplo.  Hasta qué punto una nueva realidad histórica  hunde sus raíces en el pasado o constituye una clara ruptura con él es algo que se presta a las más variadas disputas, así como cuál es el peso específico que puede dárseles a aquellos antecedentes que consideramos relevantes.
Por otro lado, el gran historiador inglés John W. Burrow destacaba como propio de la tradición alemana  el vincular el ethos de un determinado grupo o estamento social, la posesión de un determinado tipo de mentalidad,  con el surgimiento del capitalismo moderno o de la modernidad en general.[2]  La importancia conferida por Sombart a la mentalidad judía,   Troeltsch al  presbitarianismo  y Weber al calvinismo y al puritanismo serían los ejemplos más conocidos de este enfoque típicamente alemán, del que obviamente Marx constituye la excepción. Es imposible ocuparse en tan breve espacio de todas y cada una de estas interpretaciones. Anteriormente nos ocupamos brevemente del enfoque de Weber. A continuación nos ocuparemos de otros enfoques que complementan en cierto modo el enfoque weberiano y que, sin desprenderse completamente de este enfoque “típico-ideal”,  lo matizan o lo enriquecen con nuevos elementos o ingredientes que fueron pasados por alto por Weber.[3]
Esto nos lleva a plantearnos una serie de preguntas sobre la tesis de Weber. ¿Por qué ha de ser el calvinismo en particular decisivo en el desarrollo del capitalismo y no otras sectas protestantes? ¿O por qué el puritanismo? Si fue el puritanismo el que sentó las bases del desarrollo del capitalismo norteamericano: ¿cómo se explica que el Sur también puritano, o más, fuese menos desarrollado desde un punto de vista capitalista que el Norte? ¿No fue el catolicismo mucho más complaciente con la adquisición de las riquezas y no fue en las ciudades renacentistas donde se desarrollaron los primeros focos del capitalismo protegidas por el manto del catolicismo? ¿No fue Holanda durante mucho tiempo católica bajo la égida de España  y  desarrolló una economía capitalista antes de la migración de judíos y hugonotes? ¿En qué medida los franciscanos, los benedictinos o los jesuitas pudieron también favorecer este desarrollo, con su valoración positiva del trabajo y el ahorro? ¿Pero fue el ahorro tan decisivo para el desarrollo del capitalismo? ¿Y no era la escolástica tardía, en particular la Escuela de Salamanca,  mucho más lúcida con relación a lo que determina el valor económico de los bienes, su utilidad relativa, su escasez, en lugar del trabajo? ¿Y qué decir de otras confesiones religiosas?  ¿No fue también la diáspora judía la que fomentó el capitalismo en las nuevas ciudades y no ha sido precisamente al judío al que se la asignado tradicionalmente el papel de prestamista, sin que ello entrara en conflicto con sus creencias religiosas? 
Todo ello nos lleva a cuestiones aún más decisivas y que ponen en cuestión la tesis central de Weber y otras del mismo cariz: ¿Fueron realmente determinadas confesiones religiosas las que fomentaron la actividad capitalista o vinieron ellas a posteriori a adaptarse a las nuevas realidades que imponía la actividad capitalista y tratar de crear una atmósfera que no fuese tan hostil a su avance inevitable, para no quedar rezagados o atrasados frente a estos nuevos desafíos que imponía un nuevo modo de producción tan avasallante? ¿No será acaso que las creencias religiosas fueron adaptadas acomodaticiamente o ex post facto a las nuevas realidades que la emergente economía capitalista iba imponiendo a las sociedades de cada país, de tal modo que lo que en un principio podía constituir un obstáculo al desarrollo capitalista pudiese más bien favorecerlo o estimularlo? ¿Eran los capitanes de empresa capitalista tan devotos antes de amasar sus grandes fortunas o  se volvieron así para justificar ante sí mismos y los otros la posesión de grandes capitales? ¿Tuvo esta conversión tardía y forzada un efecto real en el desarrollo del capitalismo moderno? ¿Por qué, en fin,  tomar en cuenta las creencias religiosas como centrales?  ¿No fue acaso también la creciente emancipación de la autoridad religiosa y del pensamiento religioso, que representa la Ilustración por ejemplo,  la que le dio un decisivo impulso al capitalismo? ¿No desempeñaron también  un papel importante en todo  ello factores extra-religiosos, como los nuevos viajes de exploración, los nuevos inventos, la nueva mentalidad científica, que culminaron en la era de la máquina y en la revolución industrial?   
Si algo nos queda claro de todas estas interrogantes es la multiplicidad de factores que intervienen en la explicación y comprensión del capitalismo moderno, la complejidad del fenómeno,  así como la dificultad de establecer  o aislar un factor como el único relevante. La compleja interacción de factores económicos, tecnológicos, sociales, políticos y culturales desafía cualquier explicación reduccionista o simplista de este tipo.  Así la indudable coexistencia de factores religiosos y económicos constituye un entramado mucho más complejo de lo que una teoría causal unilateral pudiera inducirnos a pensar.    




Modernidad, capitalismo y religión
Como se sabe, la tesis de Weber de que el calvinismo fue un factor decisivo en el desarrollo del capitalismo moderno está estrechamente relacionada con su análisis de la modernidad occidental entendida como un proceso de creciente racionalización de la vida social o “desencantamiento del mundo” –“die entzauberung der Welt”. Llama poderosamente la atención que una actividad tan mundana como el capitalismo pueda entonces asociarse a algo tan alejado del mundo como la salvación del alma y afirmar que el protestantismo ha desempeñado un papel primordial en ese proceso de desencantamiento del mundo.
Por lo pronto, vale la pena destacar que si el protestantismo  representó por un lado una liberación o emancipación del poder eclesiástico, también significó una acentuación de un poder aún mayor y que abarcaba todas las esferas de la vida cotidiana.
Pero conviene tener en cuenta un hecho que hoy suele ser olvidado: la Reforma no significaba únicamente la eliminación del poder eclesiástico sobre la vida, sino más bien la sustitución de la forma entonces actual del mismo por una forma diferente. Más aún, la sustitución de un poder extremadamente suave, en la práctica apenas perceptible, de hecho casi puramente formal, por otro que había de intervenir de modo infinitamente mayor en todas las esferas de la vida pública y privada, sometiendo a regulación onerosa y minuciosa la conducta individual. (Weber 1975: 29)

En contraste con la posición relativamente relajada y permisiva de la Iglesia Católica en los asuntos privados, el calvinismo era “la forma más insoportable que cabría imaginar de control eclesiástico sobre la vida individual”, de tal manera que “lo que hallaron censurable aquellos reformadores –nacidos en los países más adelantados económicamente-no fue un exceso de dominación eclesiástico-religiosa en la vida, sino justamente lo contrario” (p. 29) Weber se pregunta entonces:
¿A qué se debe, pues, que fuesen precisamente estos países económicamente progresivos y, dentro de ellos, las clases medias “burguesas” entonces nacientes, los que aceptaron esa tiranía puritana hasta entonces desconocida, sino que incluso pusieron en su defensa un heroísmo del que la burguesía no había dado prueba hasta entonces ni la ha vuelto a dar después sino muy raramente: the last of our heroism, como no sin razón dice Carlyle? (p. 29)

Como ya vimos al desarrollar las ideas de Weber será esta “tiranía puritana” la que juegue un rol decisivo en el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Fue la pérdida del papel de mediador que había ejercido tradicionalmente la Iglesia Católica y el creciente dominio de la conciencia religiosa que opera la Reforma, lo que paradójicamente profundiza el proceso de desacralización y desencantamiento del mundo al que se refiere Weber. Como señala acertadamente Charles Taylor: “Dicha fe parecía requerir el franco rechazo de la comprensión católica de lo sagrado y, por ende, de la Iglesia y su papel mediador.” (Taylor 1996: 232) y “allí donde no es posible la salvación mediada, gana suma relevancia el compromiso personal del creyente.” (p. 233) La administración de los sacramentos entra en clara contradicción con la fe protestante y como señala Taylor “esta teología  no era sólo una negativa presuntuosa y blasfema a reconocer la única y total contribución de Dios a nuestra salvación; era un intento prepotente de encadenar la ilimitada soberanía de Dios. Era, por tanto, absolutamente incompatible con lo que los protestantes definían como fe.” (p. 232)[4]
El aporte más importante para Taylor de la Reforma es la valorización de la vida corriente, la cual se ubica, siguiendo una tradición paulina y agustiniana, en la esfera interior del hombre, en la conciencia,  y supone también una forma diferente de habérselas con las cosas. Esto supone, por un lado, “desprenderse del error monacal que renuncia a las cosas de este mundo” y por otro lado supone evitar el error de “dejarse absorber por las cosas tomándolas como un fin”. (p. 238) Es esa doble condición ambivalente de apego y desapego al mundo, de “despegado afecto”, lo que pone de relieve Weber en el “ascetismo intramundano” de los puritanos, ese ascetismo “se debe encuadrar en las prácticas de la vida corriente” (p. 239). Aquí cobra todo su significado el concepto particular de Beruf, “llamado” o “vocación”, el cual se extiende más allá del sacerdocio o la vida monacal, y se instaura hasta en los trabajos más insignificantes de la vida corriente. La importancia no está en lo que se hace, sino en que lo que se haga se haga para agradar a Dios y de la mejor manera posible. Citando Taylor a Joseph Hall: “Dios gusta de los adverbios, y no se para en cuán bueno sea sino en cuán bien”. Para él “Hall capta la esencia de la transvaloración implícita en la afirmación de lo corriente. La vida superior ya no puede definirse por una ensalzada índole de actividad; se refleja en el espíritu con el cual uno vive  lo que vive, hasta la más mundana de las existencias.” (p. 240)  Y refiriéndose a la tesis de Weber, Taylor destaca lo siguiente:

Aquí vemos la base para  una veta de la tesis de Weber sobre el protestantismo como terreno abonado para el capitalismo. Weber pensó que la noción puritana de la llamada contribuía a propiciar un modo de vida centrado en el trabajo disciplinado, racionalizado y regular, a la par que unos frugales hábitos de consumo, y que esta forma de vida facilitó mucho la implantación del capitalismo industrial. Cabe esgrimir divergencias concernientes a la última parte de la tesis, es decir, en lo referente al grado de generalización de esa nueva cultura del trabajo entre los capitalistas y sus trabajadores, o si fue o dejó de ser esencial para el desarrollo del capitalismo. Pero la primera parte de la tesis parece bien fundada. Hay que reconocer ciertamente que una de las influencias formativas de la ética del trabajo de la cultura moderna capitalista, al menos en el mundo anglosajón, fue aquella postura espiritual que hacía hincapié en la necesidad de un trabajo continuo y disciplinado, un trabajo que debería beneficiar a la gente y por ende ser eficaz, y que instaba a la sobriedad y al comedimiento el goce de los frutos. (pp. 241)

Con relación a la aparente paradoja que hay entre la creencia calvinista en la predestinación del alma y que “la salvación por la fe generara tan ingente activismo revolucionario”, no hay tal paradoja para Taylor. En cambio, sería paradójico “si efectivamente se propusiera  producir la salvación de aquellos cuyas vidas se reordenan de tal manera. Pero eso hubiera sido una meta absurda y blasfema.” (p. 244) Por el contrario, “el objetivo es más bien combatir el desorden que apesta continuamente bajo la nariz de Dios.” (p. 244.) Se trataba, en fin, de un objetivo más modesto: poner un poco de orden en este mundo.
También Ernest Troeltsch, discípulo de Weber, desarrolla la tesis de Weber pero la amplía para comprender el surgimiento de la modernidad. En especial nos parece interesante su forma de comprender el carácter aparentemente ambivalente y paradójico del protestantismo.   

Cierto que suele contar como mérito especial del protestantismo que puso término a  ascetismo y realzó de nuevo la vida mundana. Pero hay  que pensar que el protestantismo ha mantenido con el mayor rigor la vista puesta en el cielo y el infierno y que, al eliminar el término medio del purgatorio, los ha impuesto con mayor efectividad, y que su cuestión central de la certeza de la salvación se refiere a la salvación eterna del pecado original; también hay  que considerar que el protestantismo ha reforzado todavía los dogmas agustinianos del  pecado original absoluto y de la corrupción absoluta de todas las fuerzas naturales, y teniendo en cuenta esto no se podrá  menos de reconocer que desapareciera la consecuencia ineludible de la idea  ascética y que sólo pudieron cambiar su forma y su sentido. (Troeltsch 1979: 45)

Para Troeltsch, el protestantismo en general fue el que removió los obstáculos que el catolicismo interponía frente al surgimiento de una mentalidad moderna. Específicamente considera que “el  calvinismo sigue siendo el verdadero humus del capitalismo burgués industrial de las clases medias” (p. 73), aunque es evidente que este aporte es para él, como también lo era en Weber, totalmente indirecto e incluso contrario a veces a sus propios puntos de vista. Por otro lado,  si ese “ascetismo intramundano” ha profundizado el antagonismo entre el Cielo y la Tierra, es evidente que ese antagonismo lo gana finalmente la Tierra. Por eso señala, en un  tono muy similar al tono pesimista que hace Weber de la “jaula de hierro” carente de espíritu, lo siguiente:

El despliegue grandioso, pero también terrible, del capitalismo actual, con su calculabilidad y su ausencia del alma, con su explotación y falta de compasión, con su entrega a la ganancia por la ganancia, con su competencia implacable, con su necesidad agonal de victoria y  con su triunfal alegría mundana por el dominio del mercader, se ha desligado por completo de todo compromiso ético y se ha convertido en un poder antagónico a todo auténtico calvinismo y protestantismo. (p. 75)

Posiblemente haya sido Werner Sombart uno de los pensadores que haya comprendido mejor la naturaleza caleidoscópica del capitalismo. Sin renunciar a la categoría de espíritu, para él esta categoría tiene un alcance mayor que en Weber. Así señala:

Tomo, pues, este concepto en su sentido más amplio y no lo limito, como ocurre tan a menudo, al ámbito de la ética económica, es decir, a lo moralmente normativo en el terreno de lo económico. En realidad, esto constituye sólo una parte de lo que denominamos el espíritu de la vida económica. (Sombart 1972: 14)

Para Sombart la vida económica puede comprenderse a partir del predominio de una mentalidad particular. Por ejemplo, en la mentalidad  precapitalista y preburguesa predomina una visión cualitativa del mundo, una visión carente de precisión y exactitud, centrada en el concepto de satisfacción de las necesidades, satisfacción que depende, a su vez, del rango social al cual se pertenece. Mientras que el estilo de vida señorial estaba dominado por el exceso, el desenfreno, los lujos y la ostentación, la vida de los campesinos y artesanos era una economía de subsistencia, es decir, que ganaban lo suficiente como para ganarse el sustento. Así pues,  “la economía precapitalista se hallaba efectivamente sometida al principio de la satisfacción de las necesidades, es decir, que con su actividad económica normal campesinos y artesanos no buscaban más que su subsistencia.” (p. 24) Esto es lo que Sombart denomina una “economía de gasto”.

Habrán de ser producidos tantos bienes como consuma, la cuantía de los gastos determinará la de los ingresos. Primero le vienen dados los gastos, y de acuerdo con ellos se fijarán los ingresos. A esta conducta económica la llamo yo economía de gasto. Toda economía precapitalista y preburguesa es en este sentido una economía de gasto. (pp. 20s)

Para él, en cambio, la mentalidad capitalista está estrechamente ligada al espíritu de empresa por un lado y al espíritu burgués por otro lado. El espíritu de empresa se parece mucho a lo que Weber llamaba “capitalismo aventurero” o “capitalismo de botín”, tiene que ver con ese afán de lucro ilimitado típico de esa mentalidad del capitalismo salvaje. Para Sombart la mentalidad capitalista surge cuando se extiende este afán de lucro más allá de ciertos grupos tradicionales, como los judíos o el clero, y permea a todos los estratos sociales. Se produce un incremento notable de la codicia como elemento predominante de la acción, se da una “mammonificación de la vida”.  Obviamente este afán de lucro no tuvo un impacto económico inmediato en la vida económica y no podía por sí mismo llevar a las empresas capitalistas. Desde siempre ha habido diversas formas de lucrarse, muchas de las cuales se apartan u obstruyen el verdadero espíritu de empresa capitalista. La búsqueda de tesoros, la caza de herencias, el bandolerismo o la piratería, la magia o la alquimia, o una carrera burocrática son ejemplos de ello. Mención aparte merecen aquellos que vendían su ingenio o inventiva, los proyectistas o arbitristas.  Entre los cuales se encuentra una mayoría que se quiere hacer rico de manera fácil y mediante ofertas engañosas que suelen terminar en estafas o engaños generalizados. Los hay también, aunque sean minoría, aquellos que no se burlan de las leyes y actúan con integridad y honestidad. Finalmente se encuentra aquellos que se lucran mediante el juego puramente especulativo, por ejemplo, en la Bolsa.
En definitiva, el espíritu de empresa debe reunir las características de conquistador, organizador y negociador. Del primero debe tener la audacia, la perseverancia y la tenacidad en la realización de sus planes. Del segundo, la capacidad de rodearse de los mejores, de seleccionar los mejores y de aprovecharlos al máximo. Del tercero debe tener la capacidad para ser un buen negociador, negociante y gestor, donde “negociar significa mantener una lucha con armas intelectuales”. (p. 66)
Sin embargo, todas estas características del espíritu de empresa deben ser atemperadas por una gama de “virtudes burguesas” y, sobre todo, la virtud de la santa economicidad o de la sancta masserizia. Esta virtud  supone “la radical condenación de todas las máximas de la forma de la vida señorial.” (p. 118) Si la vida señorial está centrada en los gastos, la vida burguesa se centra en los ingresos. Desde esta perspectiva el peor pecado es el despilfarro de los ingresos, los gastos superfluos y, sobre todo, el despilfarro del tiempo. De la ociosidad surgen todos los demás vicios. Existen diversas fuentes donde se destacan las virtudes burguesas: el florentino Alberti, el francés Savary o el americano Franklin. Todos ellos insisten en la importancia de la diligencia y de la frugalidad, de la industria y, sobre todo, de la honestidad. Solo estas virtudes pueden promover el crédito que es una de las fuerzas impulsoras más importantes del capitalismo. Otro de los elementos fundamentales es el surgimiento de una mentalidad calculadora que surge en las primeras ciudades comerciales italianas durante el Renacimiento para pasar a Holanda posteriormente. ´Para Sombart “Italia es, sin lugar a dudas, el país donde primero se despliega el espíritu capitalista” (p. 145). Fue en las ciudades toscanas donde apareció con mayor claridad este impulso capitalista por primera vez.

No obstante quisiera subrayar de nuevo el hecho de que fue sobre todo la ciudad de Florencia la que dio al desarrollo del sistema burgués su mayor impulso: en esta ciudad imperaba ya en el siglo XIV un afán febril (casi estamos tentados de decir americano) del lucro; en todos los círculos existía una entrega casi amorosa a los negocios. (p. 145)

Es allí también donde se manifiesta por primera vez  esta mente calculadora, ese amor por la precisión y los números, que dominará la mentalidad capitalista  y donde “se cultivó por primera vez la mentalidad específicamente comercial”  (p. 146)[5]. Así, “la pasión por la riqueza y la diligencia en los negocios van cediendo su sitio a una existencia cómoda, señorial, que vive de las rentas.” (p. 146)  Se pasa de una economía de gasto a una economía de ingreso, de excedentes, de rentabilidad.

Ahora bien, hemos de tener presente que el auge de un ‘negocio’, es decir, de una empresa capitalista, que empieza y termina siempre con una suma de dinero, está vinculado a la adquisición de un excedente. Éxito en los negocios no puede significar evidentemente más que una economía excedentaria. Sin beneficio no es posible la prosperidad en los negocios (p. 180).

En definitiva, “prosperar significa ser rentable.” (p. 180) Las normas del empresario moderno son para Sombart: La racionalización de la actividad económica, la orientación a la producción  de bienes de cambio, independientemente de su calidad, la caza de clientes y, finalmente, la falta de escrúpulos morales en la obtención de beneficios. En cierto sentido la mentalidad empresarial capitalista expresa los mismos deseos infantiles de ser más grande, más rápido, más novedoso y más poderoso.
Es obvio que para Sombart no hay una única fuente del espíritu capitalista, sino que hay diversas fuentes bastantes dispares entre sí, muy diversos factores que contribuyen a su conformación.  Dentro de estos factores a destacar existen fundamentalmente tres: los biológicos, los morales y los institucionales. Entre los primeros están todas aquellas personas o grupos étnicos que tiene una mayor predisposición para desarrollar actividades de tipo capitalista. La sangre etrusca de los florentinos, que a su vez eran descendientes de pueblos comerciantes como los fenicios y cartaginenses, explica en buena parte la facilidad de éstos para la actividad comercial. También los judíos y los escoceses tienen este espíritu. En cambio los celtas tienen un espíritu más festivo y relajado, lo que explica en parte la poca predisposición a la actividad capitalista sistemático de pueblos ibéricos, franceses o irlandeses.  Entre los institucionales estaría el Estado, la técnica y los movimientos migratorios. Pero los que más nos interesa desarrollar son los morales, en especial, las  creencias religiosas.
No se le escapa a Sombart que muchas de las virtudes propias de la mentalidad capitalista estaban ya contenidas en los pensadores antiguos, en particular, en el estoicismo. Ya en los estoicos encontramos “esa exigencia  moral de someter la vida a método y disciplina, tan provechosa para el desarrollo del sistema capitalista.” (p. 230) Los Soliloquios del emperador Marco Aurelio, por ejemplo, ofrecen “un pozo inagotable de estímulos y enseñanzas”. Las virtudes “burguesas” como la diligencia, la frugalidad y la honestidad están ya presentes en los decálogos morales antiguos. Escapa a los límites de este trabajo, como al del propio Sombart, establecer una conexión entre el moderno capitalismo y las virtudes morales que aparecían en la antigüedad y que seguramente también pudieron ser una guía para importantes hombres de empresa.
Para Sombart es muy importante también reconocer el influjo que tuvo el catolicismo en el desarrollo del capitalismo, sobre todo en ese “Belén del espíritu capitalista” que fue Florencia y del que partió posteriormente hacia oras tierras.

La influencia de estas doctrinas sobre la mentalidad económica del nuevo hombre fue tanto más profunda cuanto que aquellas eran capaces de producir estados anímicos especiales, que por su naturaleza favorecían el crecimiento capitalista. Me estoy refiriendo ante todo a la represión de los impulsos eróticos, tan propia de la moral cristiana. Nadie ha reconocido tan profundamente como Santo Tomás que las virtudes burguesas sólo pueden florecer allí donde la vida amorosa del hombre está sometida a ciertas restricciones. Sabía que el ‘despilfarro’, ese enemigo mortal de todo espíritu burgués, va casi siempre de la mano de una concepción liberal en los asuntos de amor y que luxuria –lujuria y lujo proceden de la misma raíz- nace la gula: sine Cerere et Libero friget Venus.Por eso sabía también que quien vive con castidad y moderación es más difícil que incurra en el pecado del despilfarro (prodigalitas), dando muestras, por lo demás, de mayores dotes de administración. (p. 248)

Sombart destaca que  “para los escolásticos la virtud económica propiamente dicha es la liberalitas: la administración recta y judiciosa, el juste milieu de la conducta, equidistante de los dos extremos: la avaricia (avaritia) y la prodigalidad (prodigalitas), consideradas ambas como pecado.” (p. 248) Y añade que “no es sólo el derroche, sino también otros enemigos de la vida burguesa, los que combate la moral cristiana, condenándolos como pecados. Entre ellos la figura de ociosidad (otiositas), considerada por la moral cristiana como ‘principio de todo vicio’.” (p. 249) Así pues ya encontramos en el catolicismo ese trío de virtudes que según Weber configuran la mentalidad capitalista y puritana: “Junto con la Industry y la Frugality, los escolásticos enseñan también la tercera virtud burguesa: la Honesty, la honestidad, honradez u honorabilidad.” (p. 250) Para Sombart la Iglesia Católica desempeñó un papel muy importante en la creación de la “formalidad  comercial” y fue mucho más condescendiente con el capitalismo que “los fanáticos predicadores del puritanismo en el siglo XVII.” (p. 255)

En definitiva, para el cristiano ferviente el hecho de ser rico o pobre carece de importancia: lo que importa es el uso que haga de su riqueza o pobreza. No es la riqueza o la pobreza en sí lo que rehúye el sabio, sino únicamente su abuso. Si comparásemos entre sí estos estados, el de pobreza y el de riqueza, la balanza se inclinaría más bien a favor de ésta. (pp. 253s)

Si Santo Tomás de Aquino defiende una visión estática y precapitalista, su gran comentarista, el cardenal Cayetano, “dice que todo el mundo debe tener la posibilidad de mejorar su condición y, por ende, de enriquecerse.”

Y justifica esta posibilidad como sigue: quien posee cualidades (virtudes) sobresalientes que le capaciten para elevarse por encima de su condición, deberá también poder adquirir los medios que corresponden a su nuevo rango.  Su ambición, su afán de riquezas, seguirá estando dentro de los límites de su naturaleza; el nuevo rango está en relación con su capacidad y aptitudes….Esta interpretación de la regla tomista abría a los empresarios capitalistas el camino del ascenso. (p. 255)

Siempre se ha destacado la oposición radical de la Iglesia  Católica en contra de la usura como un gran obstáculo para el pleno desarrollo del espíritu capitalista. Sin embargo, ello no toma en consideración lo fundamental, a saber,  que si bien se condena el préstamo a interés bajo cualquiera de sus formas, se acepta el beneficio de capital en cualquiera de sus formas. A lo que habría que añadir lo siguiente: “Sólo se hace una salvedad: el capitalista ha de participar directamente en las pérdidas y beneficios de la empresa. Si se mantiene a cubierto, detrás de la barrera, y no quiere arriesgar su dinero, es que le falta valor, ‘espíritu de empresa’, por lo que tampoco debe participar en los beneficios.” (p. 258) La razón de ello es muy fácil de comprender y está en perfecta armonía con el propio credo religioso arriba descrito: “Sabemos que no había nada que los escolásticos condenasen tanto como la inactividad, y esto se refleja también claramente en su doctrina de los beneficios e intereses: quien se limita a prestar dinero a interés, sin actuar el mismo como empresario, es un perezoso que no tiene derecho a una retribución en forma de intereses.” (p. 259)[6]
En definitiva, en el catolicismo encontramos pensadores que “simpatizaban plenamente con el capitalismo. Y esta simpatía es evidentemente uno de los motivos de que se mantuvieran con tal firmeza fieles a la doctrina canónica  de la usura. La prohibición del cobro de intereses, en boca de los moralistas católicos de los siglos XV y XVI y expresado en terminología técnica, significa: No impidáis que el dinero se transforme en capital.” (p. 256) Así el hecho de que ese espíritu capitalista se mudase a otras tierras debe obedecer a otras razones y no al supuesto obstáculo que el catolicismo como ideología imponía al capitalismo.
En cambio, si alguna religión es diametralmente opuesta para Sombart al espíritu capitalista esta es evidentemente la protestante. Para él, “el protestantismo se anuncia en principio, y en toda la línea, como un serio peligro para el capitalismo y, en especial, para la mentalidad económica capitalista.” (p. 261)

Y si, pese a todo, seguimos afirmando que el puritanismo no trajo consigo la destrucción total del espíritu capitalista, es porque creemos que el puritanismo también poseía determinados rasgos que favorecieron –aunque no intencionalmente- el desarrollo del capitalismo. En mi opinión el servicio que el puritanismo ha prestado (aun sin quererlo) a su enemigo mortal el capitalismo es volver a defender los principios de la moral tomista con renovado y enfervorizado apasionamiento y con un espíritu más intransigente y definido. (p. 266)

 De este modo lo que hace la ética puritana es simplemente “exigir de un modo tajante la racionalización y metodificación de la vida, la represión de los instintos, la metamorfosis del hombre impulsivo e instintivo en el hombre racional.” (p. 266)  Por eso “atribuir cualquier manifestación del espíritu capitalista al puritanismo es limitar demasiado el concepto de capitalismo.” (p. 272). El protestantismo acaba aceptando unas nuevas reglas de juego a pesar de su repulsa a ellas y termina convirtiendo en normal lo que solo puede ser la conducta personas fuera de quicio.

La religión se había convertido en una obsesión que privaba al hombre de la razón. Prueba de ello es el hecho, de otro modo incomprensible, de que la doctrina de la predestinación tuviera como resultado el imponer a los calvinistas una vida rigurosamente conforme a las exigencias de la Iglesia. Razonando por simple lógica, el hombre de espíritu sano se hubiera dicho: puesto que mi voluntad y mi conducta no pueden  cambiarme mi destino, ni pueden asegurarme la salvación o evitarme la condenación eterna, vivamos según mi antojo. Pero, evidentemente, no se trataba de personas en su sano juicio, sino de perturbados. (p. 240)

Finalmente, el judaísmo es la única religión que nos ofrece un “programa”  cien por ciento  compatible con el capitalismo, es el único “que contiene en su totalidad las doctrinas que favorecen el capitalismo, desarrollándolas hasta sus últimas consecuencias lógicas.” (p. 274) Es evidente que “el mundo judío sabía apreciar la riqueza  cuando los cristianos vivían aún el ideal esenio de la pobreza, y la teología moral judía predicaba aquel furioso y extremo racionalismo cuando en el ánimo de los cristianos anidaba todavía la religión de amor paulino-agustiniana.” (p. 275) La clave de ello está en que el judaísmo permitía un trato diferente a los extranjeros que a los propios judíos: si estaba prohibido cobrar préstamos a interés a los propios judíos, ello no solo estaba permitido con los extranjeros sino que era obligatorio por ley.
En suma,  Sombart reconoce la complejidad del fenómeno de los orígenes del capitalismo y reconoce la influencia de las religiones en su conformación, aunque también destaca otros factores de naturaleza biológica y social en su conformación. Con relación a los factores morales, reconoce la influencia de factores filosóficos, en particular, la filosofía estoica, así como las variadas influencias del catolicismo, el judaísmo y el protestantismo. Si bien el judaísmo es el que tiene más claras conexiones con la mentalidad capitalista, también señala la importancia que tuvo la doctrina cristiana, en especial  la escolástica tardía de la baja Edad Media, así como la propia institución del papado en el fomento del capitalismo. El mejor ejemplo de esta mentalidad capitalista incipiente fue el de las ciudades comerciales italianas del Renacimiento, como Génova, Venecia y, especialmente, Florencia. También destaca la importancia que tuvieron los extranjeros y las migraciones forzosas producto de las persecuciones religiosas que se desataron con la revocación de Edicto de Nantes en 1685.   No deja de reconocer que el protestantismo también haya tenido una función catalizadora en este proceso, aunque es obvio que fuese más claramente anticapitalista que las dos anteriores y que ello fuese más un resultado inesperado que deliberado. Finalmente, en una expresión que nos recuerda también la sombría “jaula de hierro” weberiana, señala Sombart: 

Este acto puramente mecánico de aplicar el método de negocios más perfecto en cada momento basta con repetirlo de modo automático para alcanzar siempre la cota máxima de racionalización económica. El sistema anida bajo el caparazón de la empresa capitalista en forma de un espíritu invisible: ‘calcula’, ‘lleva los libros’, ‘hace cuentas’, ‘fija los salarios’, ‘ahorra’, ‘registra’, etc. Se opone al sujeto económico con poder autoritario: le exige, le obliga y no descansa; crece, se perfecciona. Vive su propia vida. (p. 355)





Economía y Religión: ¿mito o realidad?
A continuación quisiéramos desarrollar la crítica a la  tesis weberiana emprendida de manera implacable y bien documentada por Kurt Samuelsson. Él  no sólo ataca la tesis weberiana sino que considera que en general están sobreestimadas todas aquellas conjeturas que establecen un nexo causal entre la religión y la economía, entre las cuales está la de Weber, por supuesto.  Desde su punto de vista muchas de las llamadas críticas contra Weber no hacen sino reproducir los mismos errores que critican pero por otros medios  y mantienen casi sin discusión que las creencias religiosas juegan un papel decisivo en el desarrollo del capitalismo moderno y terminan “aceptando el concepto básico de un lazo indisoluble, digno y susceptible de un atento estudio, entre la religión y la economía.” (Samuelsson 1970: 39)
Entre estos autores menciona a Felix Rachfahl, Werner Sombart, Lujo Brentano, William Ashley, R. H. Tawney, H.M. Robertson y W. Cunningham, entre otros.[7] Algunos consideran que se ha sobrevalorado la influencia del calvinismo o que se ha exagerado la diferencia entre éste y el luteranismo o, incluso, con el catolicismo. Otros han destacado la importancia de factores extra-religiosos, como  ya viéramos en el caso de Sombart. Sin embargo, para todos ellos la tesis de Weber merece ser estudiada con detenimiento y reformulada de alguna manera, en lugar de ser rechazada completamente.

De este examen de la controversia resulta claro que incluso los escritores que han criticado las teorías weberianas punto por punto, al final han sido lo bastante amables con él concediendo a sus teorías una cierta plausibilidad. Conceden que Weber exageró, que sus generalizaciones son resbaladizas, que dejó de lado otros factores además del protestantismo, que la relación entre el protestantismo y progreso económico no son tan directas o tan inmediatas como Weber pretendía. Sin embargo, al final llegan a admitir que las premisas básicas de las afirmaciones de Weber son válidas. Aun los escritores más críticos como Robertson, después de atacar desde varios puntos la  correlación weberiana, vuelven la cara de la moneda y afirman que la  relación es precisamente la opuesta: fue la actividad económica la que provocó el cambio religioso, y no la religión la que transformó la actividad económica.  A mitad de camino entre el Weber al derecho y el Weber al revés se encuentran los que, como Tawney y Kraus, hablan en términos generales de una interacción entre los cambios económicos y los religiosos, de la capacidad de la economía para transformar la doctrina religiosa y de la capacidad de esta doctrina transformada para, a su vez, ‘profundizar’ y ‘fomentar’ el espíritu del capitalismo. Estos autores, inclinados al compromiso, creen que conceptos falsos pueden perfectamente tornarse válidos simplemente tomando un poco de cada uno y refundiéndolos en un ‘término medio’ o en un ‘tanto como’ de nociones totalmente opuestas. (pp. 57s)

A continuación Samuelsson pasa revista a los dicta de los pensadores puritanos del siglo XVII, en particular, a los de Richard Baxter, por ser el que Weber toma como punto de referencia para compararlo con la “mentalidad capitalista” de Benjamin Franklin. De todo este análisis infiere algo muy diferente a la tesis de Weber y en general su interpretación de los textos le parece bastante pobre e incompleta.

Los textos que  Weber interpreta no forman, ni en San Pablo ni en Baxter, una concatenación coherente de razonamientos con ideas conectadas lógicamente de la que se pueda deducir una diagnosis clara de los problemas específicos que se someten a examen. El material de base lo constituyen, en ambos casos, unas pocas frases, juicios que han hecho en ocasiones aisladas, desprovistos de una mutua relación, a veces claramente contradictorios, enmarcados en una retórica que hace imposible al lector de una época más tardía determinar con exactitud su ‘significado intrínseco’, y con mayor razón sacar inferencias tan delicadas como las que se propone Weber. (pp. 75s)

Samuelsson destaca precisamente el carácter anticapitalista de los sermones de Baxter. Para él, como para la mayoría de los puritanos, la riqueza es vista siempre con sospecha, si no con franco rechazo, pues la riqueza, y el amor por las cosas de este mundo que lleva implícita, puede fácilmente apartarnos de la verdadera senda de la virtud y de la piedad. Para los puritanos “el amor a las riquezas es ilegal cualesquiera que sean los medios empleados.” (p. 77) En definitiva, “el concepto de la contribución de la doctrina puritana al surgimiento del capitalismo ha llevado a una ciénaga de pensamiento incoherente, de generalizaciones y reinterpretaciones.” (p. 83) y “las concepciones económicas de los puritanos ni alentaron ni obstruyeron el espíritu del capitalismo.” (p 84) El que los hombres de negocio buscasen posteriormente un apoyo en ideas religiosas ha dado “la impresión de una conexión que nunca existió.” (p. 84)
Una de los argumentos más inconsistentes de Weber es el de la relación entre la predestinación y el fervor en las empresas capitalistas. Ya Sombart había señalado que esta relación es poco menos que incompresible desde una perspectiva racional y Taylor que se trataba simplemente de poner un poco de orden en este mundo, jamás pretender torcer la voluntad de Dios o querer inmiscuirse en sus asuntos. La posición de Weber al respecto resulta bastante ambigua y parece conferirle al calvinismo una originalidad inmerecida.

Toda su exposición del concepto de la predestinación y del ethos de la vocación, de la ‘santidad del trabajo’ en el calvinismo, tienen empleando una expresión suave, una validez dudosa. El concepto de vocación ya había sido desarrollado plenamente por san Pablo y también había insistido mucho sobre el tema san Agustín, en cuya teología la doctrina de la elección, de los pocos escogidos para la salvación, era un principio fundamental. Weber es incapaz de explicar por qué tiene que ser precisamente con Calvino y el calvinismo, y no con san Pablo, san Agustín o Lutero, cuando se empieza a utilizar la idea de la ‘santidad del trabajo’. De hecho no encontramos en Calvino el menor indicio de una concepción de la ‘santidad del trabajo’, de la posibilidad de cambiar la decisión de Dios, una vez hecha, o de saber algo acerca de esta decisión por medio del éxito mundano. (pp. 86s)

Ni en San Pablo ni en Calvino encontramos nada de esa búsqueda de conocimiento de las decisiones divinas a través de la acción mundana, pues la única forma era a través de una iluminación interior. Por eso Weber debe salirse de la doctrina y acudir al hombre de la calle, al efecto que tuvo en los creyentes particulares. Lejos de esa competencia y del ascenso típicamente capitalista por aumentar sin límites la riqueza, los puritanos apoyaban la idea de mantenerse siempre en el puesto que Dios había elegido para nosotros, recordando ese “amor por los adverbios” al que hacíamos antes referencia. Como lo ha señalado Sombart, el espíritu protestante era claramente anticapitalista y es extraño más bien que no destruyera este espíritu emprendedor del capitalismo, con el cual el catolicismo fue mucho más condescendiente.[8]
Sin embargo, para Samuelsson el hecho de que pudiésemos encontrar antecedentes de la mentalidad capitalista mucho antes de la Reforma y mucho más indulgentes con el desarrollo de una incipiente economía capitalista, no debe ser tomado necesariamente como evidencia de un claro vínculo entre las creencias religiosas y la actividad económica.

De todas formas el que sea posible observar los cambios que se produjeron en el mundo conceptual eclesiástico mucho antes de la Reforma (incluida, como observan Sombart, Tawney y Robertson, una mayor amplitud de miras en el campo económico) y discutir la aparición del ‘capitalismo’ y del ‘espíritu del capitalismo’ en los siglos XIV y XV, por ejemplo, no significa en absoluto la existencia de una conexión necesaria entre estos dos fenómenos. (p. 93)

Una de los importantes factores que no ha sido tomado suficientemente en cuenta por Weber fue precisamente el de la ruptura con la Iglesia Católica, y en general con el espíritu religioso, que se produjo por medio de la Ilustración. La influencia que tuvo el puritanismo en las universidades fue desvaneciéndose poco a poco. Muchas de ellas, aunque mantenían un sesgo religioso, lo combinaban con un espíritu librepensador en asuntos de fe y a menudo estaban en franca oposición a las creencias de Calvino. Así, universidades como Harvard, Yale y Kings College –que dio origen a la universidad de Columbia- se opusieron a esa “tiranía puritana” y dejaron entrar las corrientes del empirismo y el racionalismo. También en Inglaterra y Alemania se mantuvo esta doble cara de Jano: una combinación de pietismo con racionalismo ilustrado.

Esta ruptura con el pasado –con el ‘genuino espíritu puritano’- no se debió sólo a la acción de la Ilustración o de las filosofías secularizadas. También tuvieron su parte nuevas creencias religiosas… En Nueva Inglaterra fue muy importante la influencia de varias formas de arminianismo y aumentó en la segunda mitad del siglo XVIII. Los arminianos enseñaban que el hombre nace con capacidad para llevar una vida pecadora, o justa; rechazaban la doctrina de Calvino según la cual todos los hombres se hallaban atados por el pecado original y Dios ha elegido a algunos para la salvación, mientras a los demás los ha destinado a la condenación eterna; predicaban la libertad de la voluntad y rechazaban la predestinación… Culminación de estos elementos fue el Unitarismo de Channing, con su visión más alegre de la vida, su amalgama de los elementos ‘racionalistas’ y ‘románticos’ de la Ilustración, su combinación de piedad y tolerancia. (p. 99)[9]

Samuelsson ve encarnado este espíritu ilustrado en Benjamin Franklin, quien mantenía una posición cosmopolita a pesar de tener una formación puritana. Nadie mejor que él para comprender precisamente ese espíritu de emancipación frente a la religión, pues “aunque Franklin fue educado en el credo calvinista, su religiosidad personal no estaba marcada por el calvinismo, ni era patentemente puritana. Al contrario, la característica más relevante de Franklin era su total emancipación.”(p. 102). Si en Franklin discurren simultáneamente la tradición puritana y el “espíritu del capitalismo”, es para poner en evidencia como pueden estar ajenas a influencias recíprocas, pues precisamente “las normas generales que Franklin estableció, las virtudes que deseaba practicar no son especialmente puritanas.”(p. 106), sino que encajan en un manual de buen sentido común en los negocios, en los cuales la religión no desempeña ningún factor especial y mucho menos  “sugiere que la actividad económica sea un deber ante Dios, o que el éxito en ella sea prueba de su benevolencia.”(pp. 107s).
Algo similar ocurre en el caso de los grandes capitanes de empresa, quienes adoptaron tardíamente  un punto de vista que fuese compatible con sus actividades económicas, en lugar de haber sido las creencias religiosas las que propiciaran sus empresas capitalistas. La nueva realidad económica pedía a gritos una reforma de las creencias religiosas.

Pero no fue el culto a Dios lo que llevó a dar culto a Mammon. Fue más bien la necesidad de demostrar que la devoción a las riquezas no era necesariamente un impedimento para la auténtica piedad. Y la necesidad de afirmar esto era tanto mayor dado que muchos padres puritanos habían insistido con tanta intensidad en la nocividad de las riquezas. La religión tenía que revisar sus ideas, en parte, quizás, para no impedir la transformación económica, pero sobre todo para mantenerse a la altura de la evolución que desde algún tiempo avanzaba rápidamente, dejando atrás el mundo de la agricultura a pequeña escala y la industria artesana pequeño-burguesa, hacia una sociedad caracterizada por la industria a gran escala y un comercio a escala mundial. (pp. 120s)

En ese sentido, señala Samuelsson que “conviene tener presente, en especial, que los testimonios que estos ‘capitanes de la industria’ –v.g.: Carnegie, Rockefeller y Ford- nos han legado sobre su actitud ante la vida y su conducta, fueron escritos en una época tardía. Fueron escritos en los años en que necesitaban justificar su actividad y urgía explicar y defender sus posiciones.” (p. 122) A este respecto, uno de los más influyentes ideólogos del capitalismo norteamericano fue William Graham Sumner, quien fue un claro defensor del darwinismo social, algo bien apartado del pietismo puritano. Para Samuelsson, “entre la filosofía de Sumner, Carnegie y Ford, y la visión de la actividad económica como un medio de ganar la salvación y la gracia de Dios, que Max Weber asignaba al Calvinismo y a las sectas calvinistas, hay un abismo.” (p. 133)
Para Samuelsson si la tarea de encajar el espíritu puritano con la tesis weberiana es infructuosa, el “considerar a los capitanes de la industria como exponentes del espíritu protestante es una simplificación rayana en el fraude.” (p. 127)

Tomaron de una variada gama de filosofías todo aquello que contribuía a defender su conducta, su opulencia y su poder. Ya se invoque a Dios, o a Franklin, u otra doctrina más generalizada, este fárrago ideológico se muestra –en la medida en que es posible investigar en él- como una racionalización de hechos consumados más que como una fuerza motivante.(p. 133)

A continuación Samuelsson pone en duda que las virtudes seleccionadas por Weber como decisivas para el desarrollo del capitalismo hayan tenido realmente ese efecto o sean realmente compatibles con el capitalismo. El hecho de que algunos capitanes de empresa tuviesen una apariencia sobria o austera no debe hacernos olvidar el hecho de que poseyesen muchas mansiones y propiedades por doquier, por lo que “un modo de vida rayano en lo fastuoso era mucho más típico que la tacañería que Calvino, Colbert y los padres de la iglesia libre exaltaban como ideal.” (p. 143) Por otro lado, si bien el ahorro pudo desempeñar un papel importante al comienzo de las grandes fortunas capitalistas, este es del todo insuficiente para explicarlas a largo plazo.

Aunque ciertamente el trabajo duro ha contribuido a ellas con frecuencia, las grandes fortunas son, y han sido siempre en su mayor parte, el producto de ‘especulaciones afortunadas’, de grandes lucros obtenidos con un riesgo y una suerte considerable, es decir, de ganancias provenientes de la especulación y del capital asociadas normalmente a grandes cambios estructurales e innovaciones en la vida económica. (pp.144s)

La existencia de grandes capitales obedece a toda una compleja serie de factores, entre los cuales el ahorro desempeña un papel bastante menos importante del que se suele asignarle.  

Talento, suerte consumada, buen ojo para las oportunidades de mercado, olfato para la publicidad, trabajo constante, astucia rastrera, amplias ganancias en bienes naturales, todos estos factores pueden explicar plausiblemente la formación de una gran fortuna. Pero considerar el ahorro como el factor decisivo, o incluso esencial, en lo que respecta a las grandes fortunas, es un absurdo total. (p. 147)[10]

Con relación al interés, este ha tenido un papel contrario al que a veces suele asignársele: los países que han tendido mayor desarrollo capitalista han sido precisamente aquellos que han tenido tasas de interés bajas, por lo que se hace insostenible que la acumulación de capital dependa de tasas altas de interés. Cabe añadir además que fueron los mercantilistas los primeros que se dieron cuenta de que los intereses se regulaban espontáneamente al haber una gran oferta de capital y que el crecimiento económico se generaba gracias a bajas tasas de interés. El cobro de altos intereses no era criticado por razones morales, como en el caso de la usura en los debates religiosos, sino por razones estrictamente económicas.
Finalmente, Samuelsson considera que hay muchos países que difícilmente encajan en la tesis weberiana y que la distribución de riqueza y confesión religiosa en muchos casos contradice su tesis. Mucho antes de que surgiera el calvinismo, había zonas económicas pujantes, como las ciudades italianas del Renacimiento, o las de los Países Bajos, Alemania o Suiza. La tesis weberiana que establece una correlación entre el credo calvinista y el desarrollo del capitalismo no resiste un análisis detallado. No sólo en Italia, Holanda o Suiza,  encontramos importantes focos de actividad capitalista mucho antes de que se diera la Reforma, sino incluso este es el caso particular de Alemania. Todo ello hace pensar que haya habido otras razones tanto o más importantes que el credo religioso para el desarrollo del capitalismo. La  posición geográfica, la distribución de las riquezas materiales o la liberación del feudalismo. En Alemania “el elemento protestante en los principales distritos industriales y comerciales está muy lejos de ser preponderante.” (p.182) El desigual desarrollo de los EEUU entre el Norte y el Sur hace pensar también que las diferencias no sean sólo de creencias religiosas.

Del mismo modo que es posible ‘explicar’ la pujanza económica de Nueva Inglaterra sin recurrir a las ideas religiosas, pueden explicarse también otros ejemplos. En donde Weber veía a los Protestantes y a la Iglesia Reformada podemos encontrar otros factores de los que se puede afirmar con mayor verosimilitud que han promovido el comercio y la industria, la formación del capital y el progreso económico. Inglaterra, los Países Bajos, Escocia, el mar del Norte y las regiones bálticas de Alemania y Suiza. Todos estos países ofrecen otros tantos ejemplos: su situación en las riberas atlánticas de las rutas transcontinentales que se empleaban antes de la Reforma; el paso definitivo del centro de gravedad del comercio europeo al Mar del Norte y al Atlántico, como resultado de los grandes descubrimientos y de la obstrucción de las rutas mediterráneas por los musulmanes; la frecuente incapacidad de la agricultura y de las reservas para proporcionar un sustento adecuado. (p. 187)

Pero quizás sea Bélgica el país que constituye el mejor contraejemplo de la tesis weberiana.

Aun con la mejor voluntad del mundo, este país, que durante muchos siglos estaba en la vanguardia del progreso económico y ahora seguía de cerca a Inglaterra en la carrera hacia la industrialización, no puede encajar en el marco de Weber. Bélgica es y ha sido siempre un país católico por antonomasia. (Durante mucho tiempo ha sido también un país antijesuítico, por eso tampoco encaja en la hipótesis de Robertson). (p.192)

En resumen, por más fascinante y seductora que pueda parecernos la tesis weberiana, sobre todo en la medida en que constituye una alternativa al enfoque de Marx, existe una gran cantidad de hechos que la contradicen y se requeriría de una permanente manipulación de supuestos e hipótesis auxiliares, una proliferación permanente de hipótesis ad hoc, con la finalidad de hacer que estos hechos recalcitrantes encajen en la teoría. Y ya sabemos que una estrategia inmunizadora como esta habla muy mal del método utilizado y constituye más bien una señal de dogmatismo y falta de espíritu crítico. Para Samuelsson ha sido la manipulación oportunista de los tipos ideales llevada a cabo Weber lo que explica su relativa aceptación y generalización.

Aun prescindiendo de la extrema vaguedad de sus conceptos, el método de Weber es insostenible. No hay justificación para aislar, como él hizo, un factor en un tipo de desarrollo prolongado e intrincado –no importa con qué claridad se puede definir, o si es susceptible de ser aislado de los demás- y ponerlo en correlación con un vasto aspecto de la historia de la civilización occidental. En general, es una empresa desesperada intentar aislar un factor particular, aun dentro de una secuencia de acontecimientos relativamente limitada, en un país determinado y en un período de corto tiempo, con el objeto de determinar en qué medida ese factor evolucionó en armonía con el proceso general que se estudia, es decir, el grado de ‘correlación’ y ‘covariación’. Pero Weber no duda en aventurarse en semejante empresa, con un fenómeno tan complejo como el Puritanismo y con un concepto tan amplio como el desarrollo económico; y no en un período breve de tiempo, sino en varios centenares de años; no en una región demográfica determinada, ¡sino en todo el mundo occidental! (p. 233)  





 


[1]  Marc Bloch es considerado el historiador francés más importante de su generación. En 1929 fundó, junto con Lucien Febvre, la revista Annales d’histoire économique et sociale, con una marcada oposición a la corriente positivista dominante. En 1941 tuvo que abandonar la revista por su ascendencia judía. En esa fecha pasó de lleno a la resistencia contra la ocupación nazi. Fue puesto preso por la Gestapo y fusilado en 1944.  Muchos de sus escritos fueron confiscados y llevados a Berlin, donde fueron de nuevo confiscados por la KGB. Después de la caída de la URSS fueron finalmente recuperados. Sus estudios sobre las características peculiares de la Francia rural y sobre la sociedad feudal europea son de referencia obligada, así como su estudio sobre el carácter taumatúrgico y curativo de los reyes. También hizo un acucioso análisis de los factores que llevaron a Francia a  “l’étrange défaite” –extraña derrota-  durante la Segunda Guerra Mundial y de la responsabilidad de los intelectuales franceses o de la propia estructura del aparato burocrático francés en esa derrota.  También son importantes sus trabajos sobre la metodología comparada y el enfoque analítico en la historiografía moderna.  Varios de sus libros fueron publicados en la monumental colección de Henri Berr La Evolución de la Humanidad.
[2]  Véase (Burrow 2001: 166) En esta obra, llena de erudición y de sutiles matices historiográficos, se destaca, al lado de las corrientes de pensamiento más conocidas, la importancia de los movimientos subterráneos y de “autores menores” que también configuraron la mentalidad europea durante esos años. La lectura de este libro nos obliga a sumergirnos en la complejidad de meandros y direcciones inesperadas que forman el curso del desarrollo histórico de las ideas.   
[3] La construcción de modelos de racionalidad “típico-ideales” permite a Weber establecer correlaciones de variables de estos modelos, le permite aislar aquellas variables que considera más pertinentes o detectar en qué medida esta correlación se desvía en la realidad. La desventaja es que estos modelos pueden ser redefinidos o modificados con hipótesis ad hoc para que los datos empíricos encajen en ellos, con lo cual convertimos una estrategia perfectamente legítima, la construcción de modelos explicativos, en una estrategia devastadora para la investigación, la inmunización a la crítica.
[4] Quisiéramos agradecer al profesor Jorge Díaz por habernos llamado la atención sobre este libro, así como sobre las ideas de Troeltsch que analizaremos brevemente a continuación. De más está  decir que cualquier error de interpretación u omisión es nuestra responsabilidad exclusiva.
[5] No es casual que fuese en esta región toscana donde se originase también la Revolución Científica y se pasara de la mentalidad “del más o menos” a la mentalidad de  “la precisión”, para utilizar los términos de Alexander Koyré. Hemos abordado este tema, así como la relación entre ciencia y religión, en la serie de trabajos de “Cosmología y Teología” en este mismo blog.
[6] Esto explica que en cierta época la Iglesia Católica prohibiese a los banqueros la entrada a las iglesias y su participación en las misas. La propia Iglesia adoptó esta posición y también estaba prohibido cobrar intereses a los correligionarios y a los pobres desde luego, aunque no a los que profesaran una fe diferente. La escolástica contemplaba las siguientes excusas: el damnun emergens y el lucrum cessans, el stipendium laboris, el periculum sortis y la ratio incertitudinis, siendo las dos primeras, formas de indemnización, y las dos últimas,  formas legítimas de compensación por riesgo. Así pues, al analizar la posición de la Iglesia Católica vemos que es mucho más matizada de lo que a primera vista puede parecernos o recordarnos ciertas admoniciones muy populares en contra de los ricos.
[8] El mismo Samuelsson reconoce, como lo hiciese el propio Weber, la mayor flexibilidad de la Iglesia Católica en estos asuntos, cuando dice que: “Es difícil encontrar un terreno en el que las ideas de la Iglesia Católica hubieran permanecido estacionarias. Podemos indicar algunas manifestaciones de esta evolución mediante un sumario esquema: la controversia platónico-aristotélica entre los escolásticos: Anselmo hacia el final del siglo XI; Abelardo, Bernardo de Claraval y Pedro Lombardo, hacia la mitad del siglo XII; Buenaventura, cien años más tarde; las exhortaciones de los franciscanos y benedictinos sobre el ahorro y la alegría en el trabajo; el celo de los jesuitas en los negocios y otros asuntos.”(Samuelsson 1970: 92)
[9] Véase nota 5.
[10] Hoy en día podemos ver esta contradicción entre los dos enfoques que hay para salir de la crisis actual: los europeos aplican un programa de austeridad, mientras que los norteamericanos aplican un programa de mayores gastos e incentivos para reanimar el consumo y el aparato productivo.

BIBLIOGRAFÍA

John Burrow: La crisis de la razón. El pensamiento europeo 1848-1914, Editorial Crítica, Barcelona, 2001
Kurt Samuelsson: Religión y Economía, Ediciones Marova, Madrid, 1970
Werner Sombart: El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno,  Alianza Editorial, Madrid, 1972
Charles Taylor: Las  fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996
Ernst Troeltsch: El protestantismo y el mundo moderno, FCE, México, 1979
Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Editorial Península, Barcelona, 1974