martes, 1 de julio de 2014

De  laudes 

o la filosofía entre músicos

David Sparrow*

(Traducción de David De los Reyes)



 

Después de una larga travesía desde la isla caribeña de Guadalupe al puerto de  Le Havre, llegamos a  Francia el 24 de junio de 1725. Luego de atender el desembarco de mi apreciado cargamento de barricas de ron de Carúpano de la provincia de Venezuela, quería verme con mis amigos que siempre  visito cuando  paso por  tierras galas.  Es para mí un placer  reencontrar a mi estimado luthier  Raymond Le Blanc, quien era maestro constructor de instrumentos de cuerda,  pero no tan buen ejecutante del instrumento que nos une, el laúd. En su casa, en la calle Lespine Decaiette, en el barrio Guilherme Le Testu, cerca del centro de comercio de la ciudad y próximo a la plaza De Canníbales, su taller era un centro de encuentro para la música. Allí lo veo siempre trabajando, dándole forma a sus preciadas y nobles maderas. Muchas veces, al visitarlo, he conocido amigos amantes de la música y la filosofía, e infaltable  la presencia de músicos que vienen a encargarles instrumentos: desde laúdes de ocho y once órdenes a guitarras de cinco cuerdas,  además tiorbas una más grande que otra y gráciles violas da gamba: eran su especialidad como luthier. Es por lo que, en distintas ocasiones, estando de visita  por su taller, pude escuchar  música  ejecutada por virtuosos de esos instrumentos, a quienes luego traté gracias a la amabilidad de Raymond al presentármelos. Entre ellos conocí, además del parlanchín pero virtuoso guitarrista Giovanni Battista Granata, del retraído pero gran improvisador Remy Médard, y del tranquilo y elegante laudista Jacques De Saint-Luc,  al grande y virtuoso compositor de la corte en París, Robert De Visée, con quien fue muy placentero conversar y recibir algunos consejos  para la ejecución del  laúd que, como bien sabemos, es el instrumento  que amo. Y de ese afortunado encuentro es que quiero hablar ahora aquí.

En mi infancia tuve la suerte de crecer en la  villa Norton Croft de mi tía Annie, en la comarca campestre de Letchworth, en el sureste de Inglaterra.  Era un muchacho huérfano y algo melancólico;  quizás esta condición emocional la adquirí por verme separado desde muy joven de la compañía de mis padres,  causada por una absurda muerte de ambos;  ese espíritu taciturno, sin poderlo evitar, me ha seguido durante buena parte de mi vida de adulto. Allí en casa de mis familiares, con mucha paciencia y con no menos pasión, mi tía Annie  me enseño ejecutar el inconfundible laúd. Ella, desde muy niña, fue una aficionada virtuosa y tenía muchas partituras de amigos laudistas; en especial de uno que siempre  visitaba la casa de mis tíos, aunque no lo conocí y me encanta su música, John Dowland,  del cual sus gallardas, sus fantasías y sus últimas pavanas siempre he llevado conmigo al navegar por los mares  a bordo de mi buque el Unicornio Negro. 
Al cabo de un tiempo, mi tío Tom Sparrow, hermano de mi fallecido padre, me regaló para  uno de mis cumpleaños un laúd usado de ocho órdenes,  comprado  a un quincallero italiano en la City de Londres; desde ese entonces  nunca ha dejado de ser mí acompañante en todos los viajes que he emprendido en mi vida; el laúd, como  nuez pulida con cuerdas, también tiene la forma cóncava de los barcos, ese otro instrumento de navegación que amo y hace mi vida: con ambos viajas; uno con la música, el otro por la aventura de atravesar mares. En las oscuras noches y en el ocio de los días, en  medio de las intranquilas aguas marinas, se pasan  mejor las horas con el solitario y frágil laúd como compañero aferrado a tu pecho que sin él. El mío, ahora ya un poco rayado, sin brillo, gastado de tanto uso, algo quebrado y reparado en uno de los lados de la tapa, su sonido no ha perdido profundidad, y sigue siendo dulce y bello al tensar bien sus cuerdas. Su constructor fue un luthier italiano, Vendelio Venere, del cual nunca he sabido  nada, pues nunca me acerqué a Padua, que es  de donde es originario el instrumento, según dice la etiqueta pegada por dentro. 





Le Havre es un puerto importante para todos los que traficamos, legal o ilegalmente,  con mercancías desde el sur  de América a Europa. A esta ciudad llego cargado con productos de las islas,  de lo cual he vivido todos estos años, luego de cansarme de la riesgosa profesión de corsario; he traído desde el preciado ron de las islas de las Antillas y de las Costas orientales de Venezuela, también cacao, azúcar, café, índigo, perlas, plumas de aves exóticas, tucanes, loros, monos titíes, garzas, y en fin, de todo lo que de extraño y placentero provee aquellas islas y tierras del dulce e intenso sol caribeño, productos que son deseados en el viejo continente. Un mercader marino, según su carácter y condición, sabe qué debe negociar y qué no. Lo que nunca negociaría sería vender hombres, sean del color que sean, y Le Havre, junto con Nantes, era la ciudad de los traficantes de esclavos. Tenía su estrecha y no muy larga Calle de los Negreros, cuyas fachadas de  casas mostraban la soberbia del ruin negocio de los empecinados engreídos y rufianescos traficantes de hombres del África hacia las Antillas. Pero en este mundo, por encima de la justicia y las leyes, si hay alguien que lo compre siempre habrá alguien que lo venda.
Le Havre era punto de desembarque para mi pequeño negocio mercantil naviero. Y  en uno de mis viajes,  a través de tormentas marinas en el oscuro océano,  la nave estuvo a punto de irse a fondo y el laúd sufrió tales embates que se rompió en uno de los lados de la tapa, cerca del  puente inferior de las cuerdas, como ya referí antes. Tenía que encontrar alguien que pudiera repararlo con arte y no por el carpintero del barco, McGrigged, que sabía colocar bien las tablas en los aparejos de la nave, pero estaba seguro que no tenía finas manos para reparar mi instrumento. Por mi laúd y la necesidad de repararlo, es que llegué a conocer a Le Blanc y su taller en Le Havre, como también a otros buenos amigos amantes de  este instrumento. Fue, desde entonces, cuando establecí el inicio de la ahora larga amistad de años con Raymond Le Blanc. Me dieron sus señas de dónde vivía y una vez presentado y arreglado mi laúd por él, la amistad continuó y nunca más dejé de visitarlo, y en cada viaje a Le Havre, traerle su anhelado  ron añejo del pequeño puerto de Carúpano, de la Hacienda La Florida, que tanto ama y lo acompaña mejor, según sus palabras, que el coñac francés.
Mi laúd, como ya he escrito, es un fiel compañero de superar fatigas y sin sabores. Ahora puedo afirmar que si algo me ha ayudado a sustraerme de la pegajosa y estática melancolía, y que he cargado a veces por muchos días en mi  solitaria alma, ha sido  gracias a la ejecución del laúd y al flujo de sus sonidos, que aprendí de mi entrañable y querida tía. Encontré en las  pavanas, fantasías, gallardas,  gigas y en otras danzas un deleitoso solaz, al apartarme con ello de la oscuridad y del aburrimiento de la vida.
En unas de mis visitas a Raymond conocí Robert De Visée. Ese  día,  entre sorbos de ambarino ron y   danzas de su propia invención, cantando y tocando un sinfín de piezas sólo o a dúo conmigo,  vinimos a caer en una larga conversación acerca de su apreciación y reflexiones un tanto filosóficas, del arte de ejecutar instrumentos pulsados, como lo es su amada guitarra barroca, su estirada tiorba y con especial énfasis en el laúd. No sé si fue por amabilidad que vino a dedicarle esa noche especial atención  a mi instrumento, pues él  ama de forma particular su guitarra, pero después de ejecutar una serie de suites al estilo francés en  mi rodado laúd de Vendelio Venere, que le encantaba por su sonoridad limpia, nos confesó sus reflexiones como  músico y pensador ilustrado. 
Estábamos  esa noche allí presentes, además de De Visée, el infaltable Le Blanc, y el negro liberto trinitario William Woodwine, quien era un excelente marinero y mi primer ayudante a bordo, que además de gran bailarín y tocador de tambor africano, es un buen conocedor de rones. 




Robert De Visée, para sólo decir algunas palabras a quienes no lo conocieron, murió luego de ese encuentro donde lo vi por última vez, hace unos años, en 1732.  Era cantante, guitarrista, tiorbista, laudista y violagambista de la corte del gran rey Luis XIV, es decir, un poli-instrumentista. En realidad, para él no había ningún instrumento pulsado que no conociera y tocara con virtuosismo. Había estudiado con el famoso y gran maestro guitarrista y compositor italiano Francesco Corbetta, que al emigrar de la corte de París a Londres, en busca de mejor fortuna, y ponerse de moda la guitarra de cinco cuerdas en la ciudad de la isla británica, vino a sustituirlo en la corte, al cabo de un tiempo, Robert De Visée como maestro del rey Luis XIV en su instrumento predilecto, la guitarra barroca. De esa relación surge su conocido “Livre de Guitarre, dedie au Roy” (“Libro de guitarra dedicado al Rey”). Del maestro Corbetta obtuvo De Visée su magistral técnica de combinar diferentes texturas de rasgueo con el punteado y volverse  un maestro del bajo continuo que tan bien ejecutaba con su tiorba.
Sus palabras no se hicieron esperar luego de tocar una última pasacalle en mi laúd. Comenzó diciéndonos que a pesar de haber vivido buena parte de su  vida entre la fastuosidad de la corte no  dejaba de reconocer que la música tiene el poder de solazar a quienes viven pobremente y en soledad, cosa que yo había experimentado. Y siguió diciendo:
-Si  como músicos queremos alabar a un instrumento no nos queda otra que componer para él, y así llegar a conocer los matices delicados y la complejidad posible en su ejecución. Pero no podemos separar ciertas emociones de la ejecución. Es así que si queremos mostrar atención a sus sonidos,  nos enfocaremos en la melancolía y la tristeza o en la alegría y la tranquilidad, en virtud de cómo deseamos conmover  al oyente hasta que brote lágrimas o muestre placidez. No podemos olvidar el sentido de la elegancia al tocar.  Sólo es de conocedores y virtuosos aquellos  que saben  del valor emocional y no en los que caen en la ordinariez de difíciles y rápidas ejecuciones que convierten a los músicos más en malabaristas de circo y no en trasmisores del espectro de matices que poseen los sonidos.  Saber tocar un instrumento no termina sólo con el rito técnico de la ejecución,  sino que termina en esa condición suprema de la música, la cual justifica su existencia, el saber reflejarse en las fibras de nuestra emocionalidad. A lo largo de mi vida he reflexionado mucho sobre esto y he llegado a comprender que el contenido del arte  son los estados de ánimo y el objeto y maestría de nuestro arte es saber despertarlos.
-¿Por qué el laúd o la guitarra, maestro? –pregunté desde el otro lado de la mesa donde reposaban partituras, botellas, vasos y la temblorosa y azulosa llama de la lámpara que creaba movedizas sombras contra la pared  encalada del taller de Le Blanc.
-¿Qué decir a su pregunta, capitán David? Pues para mí, entre todos los instrumentos musicales, tanto el laúd como la guitarra, poseen una influencia poderosa. Gracias a ellos, y junto a ellos, han surgido toda una serie de reflexiones que bien puedo compartir en este momento. Considero  que son instrumentos íntimos y elegantes. En manos de hombres sabiamente superiores surgen originales melodías impresionantes. Su natural armonía, junto a su precisa afinación, inspiran ritmos engalanados con hermosos tonos penetrantes, y agradan a toda sensibilidad atenta. Y no digamos de la riqueza de sus tonos y matices, que son múltiples, siendo excelentes de principio a fin en cualquier obra, -al callar un momento, y tomar su vaso  para saborear el ron y continuar, Le Blanc  intervino:
-He pensado mucho en las palabras de otra noche, hace ya unos años, aquí en el silencio nocturno de mi taller, acompañado con otro hombre de mundo y de guerra, me refiero a mi amigo inglés, el capitán Tobías Hume, quien además de un auténtico caballero es un gran ejecutante y compositor de viola y del laúd.   Llegamos ambos a la conclusión filosófica si se quiere,  que sólo aquellos individuos que tengan un talante libre y desprendido encontrarán  verdadero placer en la música del laúd o de la viola, en su caso; quienes no sean calmos y profundos no podrán penetrarla  y quienes no posean un experimentado y lúcido juicio, no podrán entregarse a ella sin reserva. Para la música el escucha requiere un oído que va más allá de su condición natural, saber oír implica conocimiento musical y de vida. Los que no hayan educado su sensibilidad no podrán entender su honda significación –hubo un breve calmo momento de silencio coral como para asimilar todo lo dicho, y continuó el lutier francés: “Como tampoco su construcción puede ser para nada descuidada. En ello reside que se cuide la exactitud de su armoniosa estructura tanto como la calidad de las maderas y de su sonoridad. Al tensar las cuerdas en su justo tono, al pulsarlas, solo debe emanar claridad. El maestro Saint-Colombe, apreciado gambista, vino una vez a visitarme y ese maestro retirado del desbocado ruido del mundo de la corte y del comercio, me dijo que la mente del músico, si es pura y serena y se atiene a los principios fundamentales de la ejecución, la música se impregnará de profundidad emocional, armonía y de  la paz de la virtud perfecta, creando un áurea de divinidad con su música. Lo cual nos lleva a purificar el corazón y al espíritu; en fin, a intervalos de tiempos sonoros donde despiertan profundas emociones.


Partitura de Robert De Visée


-No podemos dejar de lado sus efectos, -dije. Ellos son  variados y profundos, como acabas de decir tú,  Raymond. ¿Qué piensa el maestro  Robert al respecto?
-Los efectos de la música, y del laúd en especial, son hartos conocidos. Si un melancólico oye música seguramente que quedará apesadumbrado y triste. Las penas lo desgarrarán aún más; encontrando quizás cierto morboso placer al estar acompañada su triste y personal emoción con los sonidos de la música; se sentirá menos sólo, pero más profundamente hundido en su dulce y oscura languidez; persiguiendo y persiguiéndolo su propia bilis negra. Se hará más presente la melancolía en su corazón, y su llanto pueda que surja al momento, sin poder reprimirlo. Sin embargo, también he encontrado que el laúd lleva a fortalecer y armonizar el espíritu primordial de los tímidos y débiles. Lo contrario sucederá a aquellos que posean un ánimo fuerte y alegre, pues se pondrán más contentos y animados, extrovertidos y excitados, sabiendo que el danzar mana en sus pies ligeros; la música hará en ellos que pasen sus horas entre chanzas y risas. Para otros, que tienen un talante equilibrado,  luminoso, y retirados en su simple y tranquila soledad, nutrirán apaciblemente su ecuanimidad, volviéndose más solemnes y profundos, evocando aquella antigua serenidad estoica, desprendiéndose de toda preocupación mundana, vagando el espíritu liberado de todo peso. E igualmente cuando escuchamos a un maestro ejecutar su  instrumento de cuerdas pulsadas podemos sentir si de su virtuosismo musical emana honestidad, benevolencia, lealtad, elocuencia, fe o diligencia. Todos se pueden beneficiar del laúd o de la guitarra, según nuestra propensión personal. Bien es sabido que, por caminos distintos, y por diversas manifestaciones, se lleva a la gente a un mismo fin; así pasa con el laúd, bien por su belleza o su simplicidad armónica que nos presenta el profundo significado de su ejecución.  En su equilibrada armonía es beneficiada toda vida sin jamás ser defraudados. ¡Grande puede ser la influencia que estos instrumentos pueden tener en el alma de los hombres!
- Pues he pensado también algo semejante, maestro, en mis noches en el camarote de mi buque, esperando que  pasen las oscuras y acuosas horas, entre el humo de mi pipa de mar y el laúd, y  me digo que no me canso de apreciar lo importante que fue esa enseñanza en mi infancia,  pues encuentro un tesoro donde para muchos no lo hay. Un regalo que viene desde tiempos pasados y que alcanza  nuestro presente. Sin embargo me pregunto, a no ser en este azar de la vida en  que  nos encontremos ahora reunidos aquí en Le Havre, en estos tiempos de enfermedad, pestes y estúpidas muertes por la guerra y la ambición, ¿dónde se consiguen buenos instrumentos y músicos virtuosos de diestros dedos y tranquilo ánimo en su alma? Para mí el laúd significa moderación, lo cual me lleva a restringir de mí ser la falsedad y evitar la liviandad. Me lleva a fomentar cierta benevolencia y  rectitud, que los marinos de mi barco la conocen y por lo cual me la llevo bien con mi tripulación a bordo del “Unicornio Negro”; sino que lo diga mi amigo Woodwine. Además de retornar una y otra vez al buen sentido de la vida. Ejecutar el  laúd,  y usted podría agregar la guitarra, la tiorba y hasta la viola de gamba,  nos lleva y exige cultivar nuestra persona, regular la mente, reencontrar en  nosotros lo que tenemos de celestial, habitando en nuestro espíritu cierta armonía única. Habría que reconocer que hasta las cosas que solo tienen forma y los animales sin mayor inteligencia pueden estar influenciados también por la música de laúd, -digo riéndome yo mismo por la tontada que acabo de decir.
-Comparto la influencia que puede tener la música consumada sobre el hombre: su naturaleza se vuelve a la rectitud y a la razón.  Pero no podemos dejar de lado que también habrá música que puede fomentar la liviandad; de ella pueden nacer pensamientos procaces, agresivos, titánicos, cuando su naturaleza no es la serenidad, confundiendo en los seres la diferencia entre el hombre y la mujer. He encontrado mucho de eso en la corte, casi a diario… diría, -agrega Robert.
- Y si seguimos hablando de las virtudes del laúd considero que tiene una justa posición entre el estruendo de la gran música de orquesta y la pequeña de otros instrumentos; como bien se ha dicho, sus tonos son armoniosos, sus sonidos graves no son lo bastante recios para ser confusos; sus tonos agudos no son tan ligeros y apagados que se hagan inaudibles. Para mí es así cada vez que construyo uno de ellos, pues creo que los sonidos de  este instrumento están pensados para armonizar la mente humana y vuelve el hombre a mejorar su corazón, -afirma Le Blanc.





 El trinitario Woodwine que estaba atento a la conversación sostenida por cada uno de nosotros preguntó sobre el aprendizaje y las formas de ejecutar el laúd a De Visée. Pasando el virtuoso francés la mano por las cuerdas de  mi laúd que estaba a su lado expresó:
-Bueno, para comenzar podemos advertir que un aprendiz debe oír atentamente el estilo  que es seguido por los maestros de distintas escuelas, sea a la inglesa, la francesa, la italiana, o la alemana. Al elegir uno de ellos para comenzar, amar incondicionalmente el estilo del maestro que nos acepte, siguiendo sinceramente sus preceptos; de manera que enseñanza y aprendizaje estén bien regulados y equilibrados.  Es requerido no tener, al menos al comienzo, una diversidad de enseñanzas diferentes en la mente; nos lleva a  desconcentrarnos y no asimilar el aprendizaje que se nos da.  Ser constante y tener en la mente la firme resolución de no cejar hasta el fin. En principio, el laúd deberá nutrir nuestra naturaleza, ser nuestro inseparable compañero, antes de que con él podamos querer ganarnos la vida.  Ya siendo diestro ejecutante se debe estar distante de las preocupaciones materiales, tener un porte elegante, es decir, vestirse limpio y correctamente, colocarse el laúd apoyado en la pierna derecha, sosegar el corazón, y el cuerpo mantenerlo quieto. También debo hablaros de cómo sonar el instrumento. Para ello hay variadas  formas de hacerlo sonar bellamente. Ante todo las uñas, además de cuidadas,  no deben ser demasiado largas y pulidas; sólo dejar que crezcan hasta el largo del ancho de una semilla de trigo; las cuerdas deben pulsarse mitad con la carne y mitad con la uña de los dedos, así el sonido  no es seco sino claro y suave, aterciopelado y profundo. Cuando se presionan las cuerdas cerca del puente, los tonos producidos siento personalmente que son más verdaderos. La mano derecha debe tocar las cuerdas ligeramente, con soltura; la mano izquierda debe apretar las cuerdas hacia abajo con fuerza justa, imaginándonos que queremos atravesar la madera del diapasón. El cuerpo debe estar erguido y recto, el espíritu claro, la mente en calma, la mirada concentrada y serenos los pensamientos. Ello nos lleva a  sentir que el tacto de los dedos sea naturalmente correcto y las cuerdas no emitan notas equívocas. Al producir sonidos debe aspirarse  a una refinada y  segura simplicidad y naturalidad. No se deben precipitar bruscamente los cambios del  toque suave al fuerte, y saber aplicar adecuadamente los ritardandos y  acceleratos, los rubatos y los estacatos; ser prudente con las improvisaciones sobre los temas, sabiendo resolver con precisión y soltura cada variación a agregar. ¿Cuáles pueden ser las deficiencias en la ejecución del laúd? Sobre todo no poseer una adecuada técnica de digitación en la ejecución; produciendo cambios torpes y equívocos, inseguros e incómodos; al no respetar la medida, el tempo, con rigor. Como el buscar efectos aparatosos, haciendo confusa y estragada la melodía. ¡Tales defectos deben ser corregidos lo más pronto posible y a toda costa!
En definitiva, al  pulsar las cuerdas debe aspirarse a la simplicidad y a la naturalidad, como ya he dicho. No añadir sonidos superfluos al adornar en demasía y hacer gala de improvisaciones aparatosas y poco elegantes. Prestar atención a la digitación; si no se respeta la técnica se pierde el rigor del tiempo. No hacer la melodía confusa y entrelazada. ¡La actitud correcta ante el laúd está en la simplicidad y en la serenidad! Para lograrlo debe buscarse lo excelso y evitar ser brusco mientras se toca. Hacer muecas con el rostro, mover los ojos o peor, balancear el cuerpo como si se estuviera bailando con una puta de posada barata; también poner un pie encima del otro, menear la cabeza para llevar el ritmo, subir bajar los hombros, son deficiencias que deben, como las ya dichas, ser corregidas.
Debo advertir que es importantísimo comprender el espíritu de la música a interpretar. No puede tocarse tóscamente como está escrita la pieza en el papel, es decir, al pie de la letra, lo cual nos lleva a ser incapaces de tener empatía  con el compositor y expresar los sentimientos y sentido que introdujo en el orden de sus sonidos. Hay que penetrar con imaginación en la esencia de la obra. Para conseguirlo habrá que estudiarla muchas veces, repetirla una y otra vez, y así aprender su esencia. La buena música nace de la práctica constante; aplicarse sin desfallecer y así obtener la perseguida satisfacción del intérprete en las cuerdas. Si estudiamos muchas obras a la vez lo que conseguiremos serán múltiples fallas de diversos tipos. Ello nos lleva a parecer como si nos hubiesen crecido puntiagudas espinas en nuestros dedos.
-Y una cuestión que me ronda en mi cabeza es si se puede tocar el laúd a cualquier público y en cualquier lugar. ¿Qué piensa al respecto? –pregunté.
-Yo he tenido que tocar en muchos lugares insoportables y ante personas que hubiese nunca querido conocer. Pero el ser músico de corte, en estos tiempos que corren, nos lleva tener que aceptar los caprichos de nuestros superiores o de una aristocracia muchas veces inculta, decadente, y sujetarnos a lo que nos manden, si no queremos perder nuestras pequeñas comodidades materiales cotidianas. Pero si en mi está la elección de tocar, no llegaría nunca hacerlo  en presencia de personas vulgares, meretrices de prosaicos instintos, en atmósferas ruidosas y en lugares de derramada borrachera colectiva. Frente a personas caóticas y burdas, horteras y pedestres, es preferible ocultar a toda costa que se sabe tocar el laúd. Está claro que para mí el laúd, o la guitarra,  me lleva a cultivar la sensibilidad, por lo tanto se debe ganar fama por ello. Si te encuentras con una alma gemela a ti, con gustos similares, pues toca; si no, mejor dejar el instrumento en su estuche y reservarse para el disfrute individual. Si lo que se quiere es mostrar malabarismo y destreza aparente de cara a la muchedumbre, un amigo me dijo que para ello era preferible dejar de lado al laúd y dedicarse al teatro. La música no sólo requiere ser hábil con los dedos de la mano sino con las fibras del corazón.


Autorretrato con Laud de Jan Steen (1633-1665), óleo. Museo Thyssen

Así puedo haceros una lista de dónde  y cuándo tocar laúd. Se puede tocar el instrumento cuando nos encontramos con alguien que entiende de música; al conocer a una persona que lo merece, como a un sabio retirado; en un gran salón con buena acústica; en una iglesia o en un claustro; sentado en medio de un bosque sombrío; sobre la cumbre de una montaña; descansando en un valle o al lado de un tranquilo arroyo; cuando hay luna llena. También podemos añadir donde no tocar jamás. Y saber que el peor enemigo del músico es el viento, pues nos vuela las partituras, de manera que no es aconsejable tocar en espacios abiertos con fuertes brisas, tormentas o tiempo lluvioso. Tampoco en un juzgado, en un mercado, en una tienda; menos para un bárbaro, o para mercaderes sin escrúpulos; tampoco para una cortesana de gustos vulgares, como ya dije; después de una borrachera o de haber  hecho el amor; estando sucios y con ropa estrafalaria; congestionado y sudado, sin haberse lavado las manos, la cara y los dientes. Y nunca, nunca en sitios ruidosos.
 Creo que me satisface tocar más ante una suave puesta de sol, una luna llena, para los pinos verdinegros, a las piedras de formas exquisitamente arcaicas, o a mi fiel  perdiguero inglés, como al verde loro que tengo en mi estudio y no para todo aquel que no es entendido en música. Se trata de aprender naturalmente el significado interior de la música. Cuando se comprende su significado, se entiende su intención, cuando se  ha entendido su intención entonces se ha llegado a entender la música. Aunque seamos diestros con la técnica si no se entiende su intención ¿de qué nos sirve interpretarla? ¡No es más que un clamor de sonidos que no sirven para nada!
Se debe tener el gusto cultivado y encontrar en uno la esencia de la armonía, cultivar nuestro interior y hacer caso a las reglas que nos da la naturaleza. Por todo ello creo que el tocar el laúd es tomar un camino que conduce a cierta sabiduría  y no sólo en mostrar poseer un arte más.
Estoy algo cansado, no sé ustedes, sin negar que me divertí mucho en esta interesante e inteligente velada.  Creo, caballeros, que con  todo lo dicho podemos dar por terminada esta reunión. La noche prosigue y todavía tengo que llegar a mi posada, que está a unas cuantas calles de aquí, por el barrio San Francisco, -tomó un último trago de ron y se puso de pie y todos hicimos lo mismo. ¡Salud! Y agregó: Gracias por todo maestro Le Blanc, espero tener pronto la guitarra que le encargue de maderas de palosanto y pino, vendré  de París a por ella en cuanto me diga que está. Y a ustedes, queridos amigos, que tengan un buen viaje en su buque de regreso a esas tierras paradisiacas y peligrosas que son a la vez las del Nuevo Mundo, de donde nos traen cosas tan interesantes y placenteras como ese maravilloso añejo ron  de dulces cañas caribeñas que hemos tomado en la noche de hoy  y que ha reconfortado nuestro espíritu.
Nos despedimos todos. Le di un fuerte abrazo al taciturno Raymond, parado en la puerta de su casa. Salimos a la fría noche de la ciudad. Caminamos por oscuras calles, y mientras regresábamos al barco anclado en el puerto, le contaba una historia curiosa a mi inseparable compañero de mar Woodwine. Le decía que mi viejo laúd de barniz gastado y de color ocre oscuro que llevaba ahora junto a mí, lo había bautizado hace ya muchos años con el nombre algo ridículo de “corazón de las horas”, por su forma y acompañarme a pasar el hastío del transcurrir del tiempo. Pero tuve que  cambiarle ese nombre por la extraña y fortuita vivencia que relate al ritmo de nuestros pasos.
-Pasó ese hecho inaudito luego de llevar en mi espalda ya unos cuantos años navegando entre el Caribe y Europa, y debido a circunstancias sorprendentes. Ello  fue en una noche ya en alta mar, luego de partir de la tranquila bahía caribeña de Walliabou, en la isla de Saint Vincent. En determinado momento, acostado y leyendo, oí un ruido como de rata corriendo por los travesaños de mi camarote. Temiendo que pudiera mordisquear mis libros o maltratar mi laúd ordené al marinero irlandés John Wooden Leg, el guardia que estaba en cubierta esa noche, que trajera una linterna más e iluminara por la escalera que da hacia el camarote. Al acercarse a mi oscura guarida de lobo de mar, y alumbrar las sombras y la oscuridad que rondaban ahí, se percato que una de las cuerdas de mi laúd estaba rota, pero lo asombroso era que había estrangulando a la rata. Al ver este extraño hecho,  pensé entonces que no sólo podía llamar a mi instrumento “corazón de las horas” sino también “el estrangulador de ratas”, nombre que me satisfizo.
Ya llegados al puerto, el entrañable compañero de rutas, el Unicornio Negro, nos esperaba calmo y en silencio.
Esa noche dormí tranquilo hasta el amanecer.  En la mañana zarpamos para Marsella a buscar las barricas de coñac para vendérselas a mis amigos corsos de la Casa Moreau,  en el puerto de la Guaira,  bebida que amaban los afrancesados criollos de la ciudad de Caracas.


* David Sparrow: Theatrum Caribeum. London, 1757. p.87-102.
Traducción de David De los Reyes, en Caracas, junio de 2014.
Rousseau y su paradoja
sobre la naturaleza humana
María Eugenia Cisneros Araujo

 Cuerpo Humano de Yuriko Takagi

SEGISMUNDO:
¡Ay mísero de mí! ¡Y ay infelice! Apurar, cielos, pretendo
ya que me tratáis así, qué delito cometí contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor; la vida es sueño
pues el delito mayor del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber, para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos, el delito de nacer),
qué más os pude ofender, para castigarme más.
¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron  que yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas que le dan belleza suma,
 apenas es flor de pluma,  o ramillete con alas
cuando las etéreas salas corta con velocidad,
negándose a la piedad del nido que deja en calma:
¿y teniendo yo más alma, tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas, gracias al docto pincel,
cuando, atrevido y cruel, la humana necesidad
le enseña a tener crueldad, monstruo de su laberinto
¿y yo con mejor distinto tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira, aborto de ovas y lamas,
y apenas bajel de escamas sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira, midiendo la inmensidad
de tanta capacidad. La vida es sueño como le da el centro frío:
¿y yo con más albedrío tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata, entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra de las flores la piedad
que le dan la majestad, el campo abierto a su ida:
y teniendo yo más vida tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón negar a los hombres sabe
privilegio tan suave, excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal, a un pez, a un bruto y a un ave?
La vida es sueño
 Pedro Calderón de la Barca



Cuando un discípulo de Buda fue a informarle, después de un largo viaje por Occidente, de que unas cosas milagrosas, unos instrumentos, unos métodos de pensamiento, unas instituciones, habían transformado la vida de los hombres desde los tiempos en los que el Maestro se había retirado a las Altiplanicies, éste lo detuvo después de las primeras palabras, ¿Han eliminado la tristeza, la enfermedad, la vejez y la muerte?, preguntó. No respondió el discípulo. Entonces, igual habrían podido quedarse donde estaban, pensó el Maestro. Y se volvió a sumergir en su contemplación, sin tomarse la molestia de mostrar a su discípulo que ya no le escuchaba.

 La institución imaginaria de la sociedad                                                                                                                            Cornelius Castoriadis

Para estudiar las ideas de Rousseau sobre su concepción antropológica, primero, analizaré el ensayo de Montaigne sobre “De la desigualdad que hay entre nosotros”, Montaigne es una referencia importante. Rousseau fue un lector del mencionado ensayista y el ginebrino bebe de esa fuente para desarrollar sus propuestas sobre la naturaleza humana. Segundo, precisaré el problema que plantea el pensador ginebrino en el Discurso sobre las ciencias y las artes y, en tercer lugar mostraré que en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres es donde el pensador ginebrino desarrolla y fundamenta la propuesta enunciada en el Discurso sobre las ciencias y las artes.

Cuerpo Humano, Johanna Knoue


1. Montaigne y De la desigualdad que hay entre nosotros
En el ensayo “De la desigualdad que hay entre nosotros”[1], Montaigne afirma que existe más distancia entre los seres humanos que entre estos y los animales. La naturaleza humana debería ser apreciada por las cualidades que le son ínsitas y, no por las características que le son externas y la rodean como: el poder, el prestigio, la riqueza, entre otras.
Las cualidades internas a la naturaleza humana son las que hacen que los seres sean humanos y se diferencien de los animales, las posesiones no son características inherentes a la naturaleza humana. Es preciso reflexionar sobre la naturaleza humana despojada de riquezas, honores, prestigio, poder. Examinar si el contenido de tal naturaleza es ecuánime, sosegada, calmada, de noble entereza. Se trata de comprobar que el hombre es:
Sabio y dominador de sí mismo; capaz de resistir sin miedo enfermedad, hierros y muerte; rechazador de concupiscencias y desdeñador de honores; en sí mismo recogido […] siempre imperturbable ante la fortuna[2]

La máxima cualidad de la naturaleza humana es tener y mantener el dominio sobre sí mismo, esta condición lo separa y diferencia de aquellos seres humanos vacíos en su sí mismo, carentes de integridad y presos de la riqueza, los honores y el prestigio. Si, a estos últimos, se les despojara de las posesiones, de los bienes exteriores que lo sostienen, tendríamos seres cuya manifestación de su naturaleza consistiría en la cobardía, ambición, envidia, temor. Una naturaleza humana determinada por lo pusilánime, débil, esclava de la fortuna y determinada a sufrir las dolencias propias de la vida: la enfermedad, la muerte, el miedo. Situaciones que se manifiestan independientemente del poder, riqueza que se tenga.

Entonces, para Montaigne lo ínsito a la naturaleza humana es forjarla para la vida ética, estética y hedonista; no para las meras apariencias, la vacuidad. La vida consiste en hacer de los seres humanos individuos dignos mediante el arte de vivir.
La estética de la vida exige la formación de un criterio propio, de un juicio como guía para decidir entre lo bueno y lo malo, el desarrollo de la capacidad de gobernarse por sí mismo. El poder, la fortuna, los privilegios apartan a la mayoría de los individuos del camino del arte de vivir. El poder, la riqueza tienen el efecto de hacerle creer a los individuos que son dioses y no mortales. Son las divinidades que aparecen sobre un altar de arena.
En la lectura de este ensayo, se encuentra que Montaigne advierte que la diferencia entre los hombres radica en la riqueza, los honores, los privilegios. En cosas ajenas a lo que constituye su naturaleza humana como son: los principios, la belleza del alma y el gozo de vivir.
La manifestación del sí mismo del individuo producto del diálogo consigo mismo, de la confrontación consigo mismo es una cuestión debatida desde los griegos. Ciertamente, en su diálogo, Sócrates hostiga a sus interlocutores con una serie de preguntas que los llevan a prestarse atención a sí mismos, a examinar su conciencias, a cuidarse a sí mismos, que los llevan al célebre “conócete a ti mismo”. En esta línea, José Manuel Briceño Guerrero en su obra ¿Qué es la filosofía?[3], afirma que son pocos los auténticos creadores de formas de vida que se atreven a liberar su indeterminación y cuestionar el modelo cultural establecido al que están sometidos. Estos hombres son aquellos a los que les ha ocurrido “…alguna vez, que tenga el tremebundo confrontación consigo mismo y vea, cuando menos el destello fugaz de una intuición momentánea, la contingencia de su absurda existencia, acechada continuamente por todo género de peligros, condenada a dejar de ser, finita”[4]. De las palabras de Briceño, se nota que también hace énfasis en el conócete a ti mismo, al momento, en el que el individuo comienza a cuestionar su propia existencia, su manera de estar en el mundo, a examinar su vida. Dicho de otro modo, el hombre se atreve a preguntarse ¿Cómo vivo? ¿Cómo me realizo como individuo en el tiempo que me toca vivir?
Pierre Hadot en su obra Ejercicios espirituales y filosofía antigua[5], destaca la importancia del arte de vivir, esto es, la construcción de la vida a partir de la existencia. Se trata de que el hombre decida comprometerse con su existencia como un arte de vivir; vivir responsable y libremente. En este mismo contexto, Michel Onfray[6], destaca el arte de vivir, en la estética de la existencia, en la relación consciente con la cotidianidad que lleva a los hombres a cuestionar su propia vida. Se trata de mostrar que los cambios, las transformaciones, transgresiones de lo establecido se inician desde la existencia, la acción, la imaginación activa, la praxis social, toda vez que los hombres se atreven a cuestionar su existencia para desconstruir el estilo de vida impuesto por lo establecido y autocrear el propio estilo de vida que queremos a partir del ejercicio de nuestra propia lucidez, reflexión, de nosotros mismos. Ello significa aceptar que la creación de un estilo de vida que nos sea propio obedece a nuestra acción imaginativa y no a la institución establecida. Se trata de una confrontación entre la pseudorealidad y la realidad, que nos obliga a la toma de una decisión existencial: atrevernos a ser nosotros mismos. Una decisión dolorosa, que comporta riegos, consecuencias, pérdidas, separaciones, algunas veces soledad, porque estamos en la vida tal como hemos decidido ser y estar. Por ello, son muy pocos los auténticos creadores de su propio estilo de vida[7].

 Naturaleza Humana, Diego


2. Discurso sobre las ciencias y las artes
El tema recurrente de Rousseau consiste en indagar el origen de la desigualdad entre los individuos. Diferencia que surge cuando los individuos se relacionan.
En el Discurso sobre las ciencias y las artes[8], Rousseau elucida sobre cómo las ciencias y las artes han contribuido a corromper las costumbres. Las ciencias y las artes se desarrollan en la sociedad, la sociedad implica relación entre los hombres. Las ciencias y las artes constituyen una forma en que los hombres se aproximan desde la diferencia, porque entre ellos se valoran de acuerdo a un cúmulo de información, quién es más culto, más sabio. Del conocimiento se derivan privilegios, honores, reconocimientos, la oportunidad de destacarse del resto. Como consecuencia las ciencias y las artes no pueden considerarse un progreso en lo atinente a la forma de socializar entre los hombres porque no los enseñan ni educan para convivir. Por el contrario, las ciencias y las artes contribuyen a que los individuos se alejen y distancien. Su socialización responde a las apariencias y no a la estética de la existencia, como ya lo anunció Montaigne en el ensayo descrito anteriormente.
Las ciencias y las artes  instituyen la máscara del lujo, la ostentación, la fama, la reputación, una envoltura más del hombre. La sociedad es producto de un artificio, de una fachada que profundiza las diferencias entre los individuos. La consecuencia de ello es la depravación en las costumbres, la pérdida de la virtud, la aparición de la perversión. Todo artista, intelectual, músico, escritor, filósofo, entre otros, quiere ser aplaudido, elogiado. Esta es su máxima recompensa.
El problema para Rousseau consiste en la conformación de la sociedad como un modo de desigualdad que tiene su origen en las ciencias y en las artes y, que excluye de esta forma de organización a la institución de las costumbres, principios mediante la virtud y la ética que constituyen la fuerza y el vigor del alma. La cuestión reside en que el conocimiento corrompe la naturaleza humana porque la cultiva con las apariencias y no con la estética de la existencia[9]. Las letras han convertido a los individuos en esclavos, sofisticado las formas de dominación de la sociedad y la institución[10]. No evocan la libertad, por el contrario elevan la servidumbre.
... reina en nuestras costumbres una vil y falaz uniformidad, y todos los espíritus parecen haber sido arrojados en un mismo molde; sin cesar la cortesía exige, la conveniencia ordena; sin cesar se siguen los usos, nunca el genio propio. Nadie se atreve ya a aparecer lo que no es; y en esta coacción perpetua, los hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las mismas cosas si motivos más poderosos no los apartan de ello…[11]

Para Rousseau la diferencia que incorpora las ciencias y las artes entre los individuos se traduce en lo siguiente: “Ya no se pregunta de un hombre si tiene probidad, sino si tiene talentos; ni de un libro si es útil, sino si está bien escrito.  Las recompensas son prodigadas al hombre culto y, la virtud queda sin honores. Hay mil premios para los discursos bellos, ninguno para las buenas acciones”[12]. En una frase: se recompensa al hombre culto aunque no sea virtuoso, ni probo. Probablemente el pensador ginebrino se preguntó: ¿para qué sirven las ciencias y las artes si a pesar de su progreso la diferencia entre los hombres se profundiza a tal punto que sin darse cuenta viven en un entorno de vicios que reproducen y mantienen?[13]
Las ciencias y las artes no deben estar en función del comercio y del dinero[14].  Deben estar dirigidas a instituir principios éticos. La denuncia del pensador ginebrino se dirige a mostrar que las ciencias y las artes causan desigualdad entre los individuos; originan el lujo, la ociosidad y la vanidad en la sociedad; y, son perjudiciales para las cualidades morales.
Rousseau destaca, por un lado, que la moral como cualidad humana está separada de las ciencias y las artes porque la educación no genera hombres virtuosos, produce hombres viciosos. Por el otro, las ciencias y las artes en su función socializadora cambian las costumbres, modifica la ética y ello varía el comportamiento de los individuos y sus formas de relacionarse. Los hombres son socializados artificialmente, es decir, su comportamiento responderá a las diferencias que originan los honores, privilegios, riquezas, lujos, reputación, poder, y no a la virtud, el corazón, los sentimientos. En vez de crear ciudadanos se reproducen esclavos. La virtud, los deberes, los principios éticos y la ciudadanía deben estar por encima de las riquezas, honores, privilegios. La socialización entre los hombres debe obedecer a la virtud. La virtud es la cualidad humana que aproxima a los hombres mediante el amor de sí y la piedad. La toma de conciencia entre los hombres de asumir que la naturaleza humana es lo que los hace común porque son vulnerables al dolor, la enfermedad, el miedo, la muerte. El ejercicio de la virtud desarrolla el propio criterio lo que mantiene la fuerza y la pasión de permanecer en libertad. Los individuos deben relacionarse mediante la práctica de la virtud, ello impediría que cayeran presos de las apariencias, de lo ficticio. Se trata de procurar una socialización que forje ciudadanos con sentimientos de libertad, fuerza y arrojo para preservarla. Ser ciudadanos, en el pensamiento de Rousseau, supone que los hombres se interesen en construir su vida mediante acciones dirigidas a fortalecer la voz de la conciencia y los sentimientos del corazón. Por eso al referirse a Sócrates destaca la siguiente frase “Quiero seguir siendo lo que soy”[15]. Y ¿qué soy? ¿Qué somos?
Armando José Sequera en su cuento "Preguntas y respuestas", afirma que el hombre es "un niño, pero más grande" que le gusta ser "un pescado que no se deja pescar"[16].
Y en su poema "Esencia" leemos:
Puerta abierta a la metamorfosis, nudo resuelto por la espada. Soy el que soy, el que será, el que aún ausente seguirá estando mañana. Soy este, el mismo y tantos otros. Soy y en tanto sea, aquí estaré: único, irrepetible. Una astilla de la divinidad.
Provisionalmente eterno[17]

Realiza actos virtuosos, no te quedes en el mero estudio teórico sobre la virtud. La contribución de las ciencias y las artes deben concentrarse en lo político y lo moral para hacer de la virtud, las costumbres los principios éticos de las instituciones para que enseñen a los individuos a ser libres y no esclavos. Para Rousseau la virtud es la ciencia sublime de las almas sencillas cuyos principios están grabados en sus corazones y, cada día ejercitan el diálogo consigo mismas para permitirse escuchar la voz de sus conciencias. Esta ascesis no requiere del conocimiento que provee las artes y las ciencias, solicita el examen continuo de nuestros actos cotidianos que son los que despiertan nuestra naturaleza a la construcción de la estética de nuestra existencia.
…¿A qué buscar nuestra felicidad en la opinión ajena si podemos encontrarla en nosotros mismos? [...]
¡Oh virtud! Ciencia sublime de las almas sencillas ¿tanto esfuerzo y aparato son precisos para conocerte? ¿No están tus principios grabados en todos los corazones, y no basta para aprender tus leyes con recogerse en uno mismo y escuchar la voz de la propia conciencia en el silencio de las pasiones? He ahí la verdadera filosofía…[18]

De Anastasii Mikhailov

3. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres
Las propuestas que hace Rousseau en el Discurso de las ciencias y las artes son desarrolladas y profundizadas en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. En su disertación sobre la desigualdad entre los hombres, a mi modo de ver, Rousseau define como causa: la socialización bajo varias aristas que planteo como interrogantes: ¿cómo convivir con el otro a pesar de las desigualdades que genera la socialización establecida? ¿Cómo aceptar la existencia del otro, diferente a mí artificialmente, e igual a mí en nuestras naturalezas humanas? ¿cómo se construye el otro en la sociedad? ¿Cómo practicar la virtud en la apariencia? ¿cómo me mantengo escuchando la voz de mi conciencia en la sociedad que me toca vivir? ¿Cómo impido que el amor de sí sea disminuido por el amor propio?[19]. En este Discurso, el pensador ginebrino comienza por examinar a la naturaleza humana. Resurge la pregunta ¿Qué constituye naturalmente a los seres humanos? La premisa de Rousseau es la siguiente: los hombres por naturaleza son iguales entre sí y, en esto consiste su estado original. El pensador ginebrino tiene presente que la propia naturaleza establece diferencias físicas entre los hombres como la edad, salud, contextura del cuerpo, la fuerza del alma. Pero la cuestión que le ocupa es que: algo produjo cambios en la naturaleza humana, alterando su estado original. El resultado de esta metamorfosis consiste en la desigualdad entre los hombres, diferencias que son productos de una convención consentida por los individuos y, que se desarrolla en el ámbito moral y político. Estas distinciones responden a los privilegios como la riqueza, honor, poder, dominio[20].
El pensador ginebrino aborda la constitución de la naturaleza en un estado original y en un estado artificial. El problema que presenta Rousseau consiste en una invitación a examinar qué sucede con la naturaleza humana cuando se introduce en la esfera social. Asume de entrada que la estructura primigenia al incorporarse en la sociedad pierde elementos que les son intrínsecos. Tal hecho la corrompe y la pervierte “…no es liviana empresa separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien un estado que ya no existe, que quizá no haya existido, que probablemente no existirá jamás…”[21]. Le interesa analizar la composición de la naturaleza humana en su estado original para conocer los fundamentos reales de la sociedad humana. Se trata de una elucidación que parte de un ejercicio imaginativo por parte de Rousseau al preguntarse por el tipo de hechura de la naturaleza humana primigenia[22].
¡Oh hombre, de cualquier región que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia, tal cual yo he creído leerla no en los libros de tus semejantes que son falaces, sino en la naturaleza que no miente nunca. Todo cuanto sea de ella, será verdadero. No habrá de falso sino lo que yo haya puesto de mi cosecha sin querer. Los tiempos de de que voy hablar están muy lejanos. ¡Cuánto has cambiado de cómo eras! Por así decir, es la vida de tu especie lo que te voy a describir según las cualidades que recibiste, que tu educación y tus hábitos han podido depravar, pero que no han podido destruir…[23]

El Discurso sobre el origen de la desigualdad persigue mostrar que: “…en el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, la naturaleza fue sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil, y el pueblo a comprar una tranquilidad ideal al precio de una felicidad real”[24]. Rousseau analizará la naturaleza humana en sus cualidades físicas y, en sus modos morales y metafísicos. En la consideración de estas últimas se referirá a la libertad. El hombre escoge mediante un acto de libertad. Los animales están determinados por su instinto. ¿Quiere decir esto que el hombre elige libremente la institución de su propia esclavitud y dominación? ¿El individuo se distancia de su naturaleza voluntariamente? ¿Por qué lo hace?
El hombre en su estado original es fuerte, ágil, robusto, con vigor y valor. Tiene en contra la degeneración propia del cuerpo en el sentido biológico, la infancia, la vejez y la enfermedad. Cuando el hombre se vuelve sociable se convierte en débil, temeroso, cobarde, sin valor y esclavo. También está conformado por el amor de sí y la piedad. Dos principios que la razón al ingresarlas en la sociedad sobre fundamentos artificiales modifica la textura primigenia de la naturaleza humana. Al respecto señala Rousseau:
…meditando sobre las primeras y más simples operaciones del alma humana, creo percibir dos principios anteriores a la razón, uno de los cuales nos interesa vivamente para bienestar nuestro y para la conservación de nosotros mismos, y el otro nos inspira una repugnancia natural a ver perecer o sufrir a cualquier ser sensible, y principalmente a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu es capaz de hacer de estos dos principios, sin que sea necesario hacer entrar ahí el de la sociabilidad, es de donde me parece que derivan todas las reglas del derecho natural; reglas que la razón se ve luego forzada a restablecer sobre otros fundamentos, cuando por sus desarrollos sucesivos termina por ahogar a la naturaleza [25]

De las anteriores palabras, se desprende que la constitución de la naturaleza humana está compuesta por una sensibilidad que se manifiesta mediante los sentimientos de la conservación y de no hacer daño, ni mal a mis semejantes. Estos sentimientos son desnaturalizados por la razón que se fortalece mediante las letras, las artes y las ciencias.
Asimismo, el hombre se caracteriza por: 1) ser un agente libre, esto es, elige vivir conforme a las cualidades ínsitas a su naturaleza o las formas establecidas convencionalmente “…La naturaleza da una orden a todo animal, y la bestia obedece. El hombre experimenta la misma impresión, pero se reconoce libre de asentir, o de resistir; y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se muestra la espiritualidad de su alma...”[26]. Y, 2) por su facultad de perfeccionarse. Capacidad que unida con las circunstancias hace que el hombre progrese, adquiera conocimientos para proveerse lo necesario y se desarrolle. Lo que implica la comunicación. Este es el comienzo de las diferencias, la depravación. El nacimiento de lo superfluo, los placeres, riquezas, poder, dominio. El progreso produjo que alguien cercara un terreno y se le ocurriera decir: “esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”[27] y de la servidumbre.
La naturaleza humana para Rousseau se conforma por: 1) los sentimientos de conservación y piedad; 2) la libertad; y, 3) la facultad de perfeccionarse. En esta estructura el pensador ginebrino está alertando que es ínsita a la naturaleza humana la tendencia tanto a la virtud, la probidad, los principios, la ética como al vicio, la corrupción, la depravación. La naturaleza humana tiene necesidades que se manifiestan como pasiones. Las pasiones progresan por el conocimiento. Es decir, las letras, artes y las ciencias movilizan los deseos del gozo, la sensualidad, los placeres. La perfectibilidad como el impulso hacia el progreso y porvenir es lo que modifica la naturaleza humana originaria. “…los progresos del espíritu fueron exactamente proporcionados a las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza, o a las que las circunstancias los habían sometido, y consiguientemente a las pasiones que los llevaban a proveer a tales necesidades…[28]”.
Por consiguiente, es inherente a la naturaleza humana su inclinación a la construcción  y a la destrucción. Esta disposición a la ruina, desmoronamiento, exterminio se materializa por las acciones que los individuos eligen realizar. En otras palabras, la naturaleza humana es artífice de su propio desmantelamiento cuando posibilita las condiciones institucionales que la alteren y la conduzcan a su propia corrupción. Rousseau muestra la paradoja humana: la perfectibilidad, el progreso de crear respuestas para resolver los obstáculos que se le presentan en su desarrollo lleva en sí mismo la causa de su hundimiento. A mayor ilustración más perfeccionamiento de la industria y simultáneamente potenciaron la fuerza de la pérdida de las cualidades inherentes a la naturaleza humana. Al crear los instrumentos que le facilitaran el trabajo, al procurarse la comodidad, quedaron sometidos a su yugo y presos de vivir solo para la satisfacción de sus necesidades. Y, entonces
Todos comenzaban a mirar a los demás y a querer ser mirado uno mismo, y la estima pública tuvo un precio. Aquel que cantaba o danzaba el mejor; el más bello, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente se convirtió en el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad, y hacia el vicio al mismo tiempo: de estas primeras preferencias nacieron, por un lado, la vanidad y el desprecio, por otro, la vergüenza y la envidia; y la fermentación causada por estas nuevas levaduras produjo finalmente compuestos funestos para la dicha y la inocencia[29]

El amor de sí es un sentimiento natural que lleva a los hombres a velar por su conservación. La piedad es un sentimiento de rechazo que manifiestan los hombres ante el sufrimiento de sus semejantes. La cuestión para analizar, según Rousseau, reside en cómo el amor de sí y la piedad son socializados. Aquí se produce la alteración. El amor de sí en la sociedad se convierte en amor propio[30] y, la piedad se transforma en egoísmo. Esto quiere decir, que se da una metamorfosis del sentimiento: de natural pasa a lo artificial. Y, esta es otra de las fuentes de la desigualdad entre los hombres.
Si el amor de sí es socializado como un sentimiento intrínseco a la naturaleza humana y relacionado con la piedad, entonces, producirá la humanidad y virtud en los hombres. El contenido de la naturaleza humana son los sentimientos y no la razón.
Rousseau le interesa analizar los elementos constituyentes de la naturaleza humana en su estado primigenio u original para destacar la importancia de mantenerse en los sentimientos del amor de sí y la piedad aunque la sociedad donde nos ha tocado vivir sea violenta, agresiva, depravada, egoísta, individualista y recompense a los hombres por los privilegios adquiridos y no por la práctica de la virtud. La cuestión está en cómo el individuo preserva el amor de sí y la piedad ante un mundo que enaltece el amor propio. Sólo el asirnos a la voz de la conciencia, a los sentimientos del corazón, al sentido interior intensifica la fuerza de nuestra humanidad y virtud para edificar como una roca nuestro juicio cuyo fundamento son los principios éticos. Desde este punto de vista, Rousseau está resaltando la importancia de entender que la socialización es posible en tanto yo como individuo acepte la existencia del otro mediante los sentimientos del amor de sí y la piedad. La voz de la conciencia no es sólo un asunto individual, también es colectivo. Es un sentimiento que involucra al otro, pues no puedo ser yo sin aceptar al otro. Esto significa que la conformación de lo colectivo requiere de lo individual y la estructuración de lo individual necesita del colectivo. Utilicemos las siguientes palabras de Castoriadis para comprender la precedente idea:
Deseo poder encontrar al prójimo a la vez como a un semejante y como a alguien absolutamente diferente, no como a un número, ni cómo a una rana asomada a otro escalón (inferior o superior, poco importa) de la jerarquía de las rentas y de los poderes. Deseo poder verlo, y que me pueda ver, como a otro ser humano, que nuestras relaciones no sean terreno de expresión de la agresividad, que nuestra competitividad se quede en los límites del juego, que nuestros conflictos, en la medida que no pueden ser resueltos o superados, conciernan unos problemas y unas posiciones de juego reales, arrastren lo menos posible de inconsciente, estén cargado lo menos posible de imaginario. Deseo que el prójimo sea libre, pues mi libertad comienza allí donde comienza la libertad del otro y que, solo, no puedo ser más un <>. No cuento con que los hombres se transformen en ángeles, ni que sus almas lleguen a ser puras como lagos de montañas, ya que, por lo demás, esta gente siempre me ha aburrido profundamente. Pero sé cuánto la cultura actual agrava y exaspera su dificultad de ser, y de ser con los demás, y veo que multiplica hasta el infinito los obstáculos a su libertad[31]
La exposición que hace Castoriadis traduce el planteamiento de Rousseau en cuanto a la forma en que se desarrolla la socialización. La sociedad implica a los individuos singularmente y también colectivamente. La cuestión está en cómo se aproxima lo individual y lo colectivo. El enigma radica en cómo la práctica del amor de sí y la piedad genera una socialización que estimule los sentimientos de humanidad y virtud en los individuos y el colectivo. Cómo hacer para incorporar en la experiencia la voz de la conciencia como un sentimiento individual y colectivo a la vez.
Finalizo esta disertación con un verso de un poeta venezolano que encuentro apropiado para la ocasión:
Hemos entrado en una barbarie. No ha habido invasiones. Después de todo, los bárbaros portan una energía que avigora civilizaciones cansadas. En nuestro tiempo es la sociedad la que, revestida de progreso, se barbariza. Se trata de una destrucción inteligente.
Anotaciones
Rafael Cadenas



[1] Montaigne, M. (1984). Ensayos Completos. Ediciones Orbis, S.A., Barcelona, Volumen I, pp. 210-218.
[2] Ibíd., p. 211.
[3] Briceño Guerrero, J., ¿Qué es la filosofía?, Mérida, Ediciones La Castalia, 2ª ed., 2007.
[4] Ibíd., p. 12.
[5]Hadot, P., Ejercicios Espirituales y Filosofía Antigua, Madrid, Biblioteca de Ensayo Siruela, Ediciones Siruela, 2006.
[6]De este autor ver, entre otras obras: Antimanual de Filosofía, Madrid, Editorial Edaf, S.A., 2005; Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros, Buenos Aires, Editorial Paidos, 1ª Reimp., 2004; La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, Barcelona, Anagrama, 1ª  ed., 2008; Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía I, Barcelona, Editorial Anagrama, 2007.
[7]Ver Cisneros, M. E., Los Cínicos: El arte de vivir en libertad. Documento en línea en: http://www.filosofiaclinica1.blogspot.com. Disponible en: http://www.filosofiaclinica1.blogspot.com.
[8] Rousseau, J-J. (1980). Discurso sobre las ciencias y las artes. Madrid, Alianza Editorial, S.A., pp. 142-176.
[9] “¡Cuán dulce sería vivir entre nosotros si el continente exterior fuera siempre imagen de las disposiciones del corazón; si la decencia fuera virtud; si nuestras máximas nos sirvieran de reglas; si la verdadera filosofía fuera inseparable del título de filósofo!...”. Ibíd., p. 150.
[10] “…las ciencias, las letras y las artes, menos despóticas y más poderosas quizá, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y así forman lo que se denomina pueblos civilizados […] Esclavos felices, les debéis ese gusto delicado y fino del que os jactáis; esa dulzura de carácter y esa urbanidad de costumbres que entre vosotros vuelve el trato tan comunicativo y tan fácil; en una palabra, las apariencias de todas las virtudes sin tener ninguna”. Ibíd., p. 149
[11]  Ibíd., p. 151.
[12] Ibíd., p. 170.
[13] “…la depravación real, y nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado a la perfección…”. Ibíd., p. 152.
[14] “…Los antiguos políticos hablaban sin cesar de costumbres y de virtud; los nuestros no hablan más que de comercio y de dinero…se tiene de todo con dinero, excepto costumbres y ciudadanos…”. Ibíd., pp. 163 y 164
[15] Ibíd., p., 157.
[16] Sequera, J. (2000). “Preguntas y respuestas”. En Teresa en mosaico. Cuentos 1977-2001. El otro & el mismo, pp. 243 y 244.
[17] Sequera, J. (2007). “Esencia”. En Passarola. Editorial El Perro y la Rana, p. 69.
[18] Rousseau, J-J. (1980). Discurso sobre las ciencias y las artes, p. 176.
[19] ¿cómo podría meditar sobre la igualdad que la naturaleza ha puesto entre los hombres, y sobre la desigualdad que éstos han instituido, sin penar en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas en este Estado, concurren, de la manera más cercana a la ley natural y más favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la felicidad de los particulares?” Rousseau, J-J. (1980). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Madrid, Editorial Alianza, S.A., p. 180.
[20] “…desde el instante en que un hombre tuvo necesidad del socorro de otro, desde que se dio cuenta de que era útil para uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo se hizo necesario y las vastas selvas se trocaron en campiñas risueñas que hubo que regar con el sudor de los hombres, y en las que pronto se vio la esclavitud y la miseria germinar y crecer con las mieses”. Ibíd., p. 258.
[21] Ibíd., p. 195.
[22] “…No hay que tomar las investigaciones que se puedan realizar sobre este tema por verdades históricas, sino sólo por razonamientos hipotéticos y condicionales que para mostrar su verdadero origen […] formar conjeturas sacadas únicamente de la naturaleza del hombre y de los seres que lo rodean, sobre lo que habría podido devenir el género humano de haber quedado abandonado a su suerte…”. Ibíd., p. 208.
[23] Ibíd., pp. 208 y 209.
[24] Ibíd., p. 206.
[25] Ibíd., p. 198.
[26] Ibíd., pp. 219 y 220.
[27] Ibíd., p. 248.
[28] Ibíd., p. 222.
[29] Ibíd., pp. 255 y 256.
[30] “No hay que confundir el amor propio con el amor de sí mismo; dos pasiones muy diferentes por su naturaleza y sus efectos. El amor de sí mismo es un sentimiento natural que lleva a todo animal a velar por su propia conservación y que, dirigido en el hombre por la razón y modificado por la piedad, produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es más que un sentimiento relativo, ficticio y nacido en la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a los hombres a todos los males que mutuamente se hacen, y que es la verdadera fuente del honor” Ibíd., pp. 329 y 330.
[31] Castoriadis, C. (2003).La institución imaginaria de la sociedad. Marxismo y teoría revolucionaria, Vol.1, Buenos Aires, Tusquets Editores, 2ª Reimpresión, pp. 158 y 159.