De
la naturaleza y lo bello
en la estética hegeliana
David
De los Reyes[1]
Camino al Dorado 13. DDLR2021
Hegel
establece una afirmación desde un comienzo en sus lecciones de estética: la
obra de arte es superior a cualquier producto natural. En la naturaleza no
opera, en su devenir, por ningún estadio del espíritu libre; en su obrar es ciega. Es por lo que llega afirmar que desde
el sentimiento y la perspicacia, y desde lo que en el arte de la
pintura, por ejemplo, se representa como naturaleza a un paisaje o a una naturaleza
muerta, tal obra espiritual artística, adquiere
una superioridad jerárquica sobre el paisaje o las mismas frutas y otros
elementos meramente naturales. Por ello, para Hegel, lo espiritual, en tanto creación simbólica, la considera superior, mejor participante de
una verdad contemplativa estética que aquella
otra que podamos obtener al contemplar cualquier criatura u objeto natural contingente. En el fondo estriba que nada de la naturaleza podrá representar ideales divinos conscientes como lo hace el artista con su
proceder inventivo imaginario artístico[2].
También
notamos entre sus propuestas atención al aspecto de duración temporal que otorga la
obra artística a lo representado. La vitalidad natural es pasajera, evanescente y
mutable, está sometida a su declive y
decadencia. La duración de la obra la extrae de su propio interior, se
conserva, condición que pareciera ser una gran ventaja sustancial frente a la realidad
efectiva natural; la obra no está sólo pergeñada únicamente por y para la duración, sino por el realce adicional de la animación espiritual
que muestra y provee a la sensibilidad humana.
Por
otra parte, en Hegel encontramos su observación que integra la condición
creacionista protestante de la naturaleza que contrapone ésta a las obras
humanas. Nos muestra a los
elementos que componen a la naturaleza que están, bajo la delirante e hipotéticamente opinión
dogmática de ser creaciones de un Dios judeo-cristiano, concebidas gracias a su
idealizada bondad y sabiduría, etc., ser
superiores a las forjadas por el hombre. Esta
afirmación imaginaria de la consciencia creadora humana, observa Hegel, en la que los productos artísticos son comprendidos de ser sólo productos humanos, hechas por las
manos humanas, gracias a su inteligencia hecha habilidad y forma, como una
apreciación incompleta, confusa. Esta división la considera una mala interpretación pues
establece una separación entre las obras de lo divino y las del hombre. La
concepción protestante hegeliana lleva a querer reformar esta división entre lo divino y lo humano. Para las
propuestas religiosas comunes, monoteístas, Dios aparece como no operando a
través del hombre, limitando el ámbito de su suficiencia a la naturaleza. Es la
visión dualista entre las obras divinas y las humanas. En la perspectiva hegeliana esta postura ha de ser desterrada, superada respecto a su
concepto de arte, ya que es lo opuesto, el espíritu desplegado por el hombre
contribuye más a la gloria de dios que la eficiencia de las criaturas y
formaciones de la naturaleza. Entramos en la concepción germana reformista, para la cual la conciencia del hombre contiene y posee lo
divino, -y esto a partir de la ilusión
idealista cristiana germánica; observa
que la conciencia es poseedora de lo absoluto; la mente humana posee la cualidad y la forma de ser de lo divino y se comprenderse
como espíritu consciente; produce en sí mismo de forma activa la idea de lo
divino, desplegada por la acción decantada en la realidad del mundo objetivo, en
tanto símbolos materiales representativos
de una supuesta cualidad de lo divino y humano (la imaginería humana creadora de
imágenes plásticas religiosas o profanas, por ejemplo). La naturaleza obra
inconsciente, sensible y exteriormente, y por tanto posee un valor inferior ante
la consciencia en la reflexión hegeliana. La consciencia del hombre es lo que
vendrá a darle un carácter superior a la condición artística ante las creaciones de la naturaleza, por el hecho de tener la capacidad de obrar y elegir, crear e
inventar formas que representan lo espiritual para él, universales; la naturaleza pasa por
menos, al ser, bajo esta comprensión de ella, prácticamente ciega en su obrar, no puede
actuar de otra manera sino a través de un dictum inconscientemente, ajustada a su necesidad determinada a priori, por la fuerza interna que la anima; a partir de lo ya determinado implícitamente por su condición
genética-orgánica o combinatoria de elementos-inorgánicos constitutivos; de esto obtiene sus resultados y acomodos, bajo la estela de la repetición casi
infinita. Y es aquí, en esta identidad y ruptura de la naturaleza y de la
conciencia donde encuentra Hegel la
identidad de lo divino, como espíritu, apareciendo en el hombre y en la naturaleza. La del
hombre actuando con plena consciencia, en su despliegue de lo espiritual, y en este
caso artístico, en tanto habilidad adquirida por la acción aprendida y repetida
ante la utilidad, en un principio, con la materia y luego para crear símbolos y
significaciones a partir de la materia exterior con los que vendrá a
representar las fuerzas superiores que contempla y comprende como distintas y
separadas, poderosas y temerosas, influyentes e incontrolables contrapuestas a su
ser. Encontramos en su propuesta filosófica idealista-religiosa un sentido de la
naturaleza que obra gracias a la sabiduría y la acción de Dios: voluntad divina que
es eficiente en la producción artística
como en los fenómenos naturales. Lo cual pareciera que una vez establecido el mecanismo
creado por este impulso de lo divino, obtiene un devenir reiterativo, repetitivo ad infinitum; un devenir en que ya no interfiere la mano de ese
hipotético dios. Pero en la obra de arte
se revela al ser engendrado por el
espíritu, logrando que lo divino obtenga un
apropiado punto de tránsito a la existencia externa gracias al obrar del
espíritu. En cambio en el ser-ahí
inconsciente de la naturaleza no termina de ser sino una manifestación
adecuada y consciente al establecido plan maestro evolutivo de lo
divino.
En
este caso la necesidad que tiene el
hombre de producir obras de arte es, en
esta visión hegeliana, una aparición única por medio de un impulso superior,
subvertido a necesidades superiores del ser-ahí inconsciente de la existencia
de la naturaleza. Tales necesidades presentes en el espíritu humano se las
representa como supremas y absolutas, ligadas a
concepciones generales del mundo y de intereses religiosos referidos a
épocas y pueblos enteros. El arte no es algo contingente y espontáneo, sino que
exige y expide una condición de lo absoluto y universal simbólico.
Esta
disposición de la necesidad humana del arte tiene su origen de ser consciencia pensante: es decir,
en el hecho de que sí mismo hace para-sí
este aquello que él es y lo que en
general es[3]. Los seres y las cosas de la naturaleza sólo
son inmediatas y de una
vez para siempre en tanto forma orgánica o inorgánica constituidas, que podrán mutar en su eterno y reconstruirse bajo la forma de nacer, morir y renacer a través
del germen engendrador implícito que impulsa a todo ser vivo; o, en lo llamado
en ese siglo como lo inorgánico, una
mutación de elementos por la combustión, fusión de la conformación atómica en
su devenir en relación y choques de fuerzas.
El hombre tiene la condición de la duplicidad: además de ser naturaleza, y partícipe de los elementos que conforman a las cosas naturales, que Hegel llama
como ser-ahí (existencia), es, también, para-sí,
es decir, se intuye, se representa, se piensa a sí mismo y a lo otro de sí dentro de su consciencia, y
gracias a la actividad de ese ser-para-sí
es que es, transmutando en espíritu al realizar su acción negativa sobre el mundo
positivo en tanto acción objetivada.
El
hombre deviene en sí en tanto actividad práctica negativa; niega al mundo para
reafirmar su acción dialéctica de construcción objetiva-positiva espiritual
creativa de su propio mundo humano.
Mediante su fin actuado modifica las cosas externas, a las que imprimirá su
sello interior y en las que encontrará sus propias determinaciones expresadas; a
partir de la negación dialéctica de las formas simples naturales dadas, encontrará la
afirmación de su idea espiritual que se concibe en tanto mundo real; sólo se es
a través de la acción desplegada, de sus capacidades, habilidades y
conocimientos: somos lo que hacemos: todo negar creador se transforma en
afirmación objetiva de su idea espiritual surgida en y desde su mente. Considera que
somos un sujeto libre al desplegar su
interioridad en una objetividad concreta; con su libertad le quita al mundo
exterior su extrañeza, su carácter implícito de necesidad y en la figura establecida (representación de imagen o
símbolo, sonoro, literario-poético, plástico, etc.), vendría a disfrutar de una
realidad externa en que se reconocerá a
sí mismo. Esta condición está presente desde nuestra niñez y sus sucesivas
etapas evolutivas orgánicas y racionales por las que pasa el hombre; el
adolescente se satisface al tirar una piedra al lago y ver cómo se difuminan
los círculos concéntricos por el choque
de aquella con la superficie del agua: disfruta de su acción. Esta necesidad humana de agrado y gozo era para Hegel una
multiformidad manifiesta de las cosas gracias a un modo de producción que surge del sí
mismo hacia las cosas externas, de la figura natural material que ha sido modificada deliberadamente. Y ello lo encontramos hasta las modificaciones insertadas sobre sí
mismo, sobre nuestra corporalidad, a
través del adorno y del atavío, hasta presente en el mal gusto que para él
representaba la decoración del cuerpo de las culturas bárbaras. De ello da como ejemplo la condición desfiguradora como perniciosa que, por ejemplo, encuentra en los zapatos
que desfiguran el pie de las mujeres formadas para ser geishas o de las perforaciones
y tatuajes del cuerpo y de las orejas de los africanos o nativos australianos.
Para él, como bien sabemos de su sentido cultural euro-céntrico, tal alteración en el mundo civilizado se
justifica porque emana de la formación espiritual, es decir, en
contacto superior, consciente con lo divino. Intervenir el cuerpo con elementos
distintos a los propuestos por la creación natural-divina estaría pervirtiendo
lo establecido en un plan trascendente-religioso del que participa
también el mismo cuerpo del hombre.
Esta
acción artística única en el ser del hombre es una alteración que emana del foro
interno humano hacia lo externo, elevando al hombre su
consciencia de sí, reconociéndolo como una emanación de su sí mismo. Un
reconocimiento de lo que se es en sí y para sí hacia una exteriorización en tanto duplicación intuible y cognoscible
de lo que portamos dentro como ser libre y de formas que comprenden al
pensamiento y la acción. Gozando el arte de un proceso que él considera
necesariamente, a la vez, racional: “Esta es la libre racionalidad del hombre,
en la que también el arte, como todo obrar y saber, tiene su fundamento y necesario origen”[4].
Su
planteamiento del arte considerado bello está en que ésto suscita un determinado sentimiento de perfección, y en concreto, de
la emoción de lo agradable. Estudiar la condición del arte es introducirnos en
una investigación estética de los sentimientos que nos despierta y coloca, nos
modifica y construye nuestro imaginario emocional. Las obras de arte pueden suscitar miedo,
compasión, la angustia, el terror, la alegría, el placer, justicia, sentimiento
ético, lo sublime religioso, etc., pudiendo ser estos también agradables, al presentarlos, por la
contemplación del evento artístico. La recreación de una desgracia, en tanto
tragedia o drama, por ejemplo, pueden participar de la aceptación contemplativa
por la forma en que se recrea tal evento por medio de la representación
artística.
Pero
en Hegel los sentimientos no quedarán en el reducido espacio de las formas más abstractas subjetivas de lo singular en el individuo. Son expresiones de sus relaciones sensitivas con la representación que absorbe del mundo en tanto
otredad y que, en tanto representación, las convierte en algo perteneciente a
su propia interioridad en tanto en sí. Es por ello que la conciencia nunca es una identidad
absoluta, única; somos un yo que es un
nosotros y un nosotros que es un yo, mostrado en su fórmula nuestra
compenetración simbólica e imaginaria participante de un colectivo social cultural-simbólico implícito en la evolución de la mente en tanto espíritu y autoconsciencia en que se presenta lo universal a través de lo
particular del individuo y su pensamiento representativo.
Pero
lo bello no es solo concebido como un
sentimiento peculiar sino que en el romanticismo y en la condición del mundo
decimonónico a la europea, se está determinado por un sentido para lo bello. El cual no parte de un instinto ciego,
fijamente determinado por la naturaleza que ya es en y para sí distinto de lo
bello humano. Captar ese sentido de lo bello requiere apartar la ceguera del
hombre en tanto ser solo natural y abordarse por medio de la educación o
formación, es decir, por lo llamado por cultura,
para el sentir estético inmediato de lo
bello, que en el momento se establecía
en tanto gusto. Y todo gusto
tendrá un marco referido a las apetencias constituidas en un intervalo
histórico y temporal; los gustos son
apreciaciones determinadas por un devenir, una clase hegemónica y una
distinción que establece el uso o vivencia de los sentidos. Es la
posibilidad de construir un juicio estético que no surge por instinto ni por
espontaneidad, tampoco únicamente por hábitos tradicionales, sino por mediación
y el devenir de la experiencia y consciencia del gusto y del sentimiento
agradable de lo tomado como bello.
El
gusto, todo un tema recurrente en el pensamiento artístico del siglo XVIII y
XIX, solo establecía, bajo la
concepción kantiana, una ligera
profundidad con las relaciones externas, y
la cosa en sí del kantismo seguía siendo inaccesible, y para ello se reclama,
ahora en el campo del hegelianismo, no el sentido de reflexiones abstractas, sino de la razón plena y el espíritu sólido.
El gusto sólo es remitido a la superficie externa del mundo y de las cosas
artísticas o naturales, en la que pueden
actuar los sentimientos y hacerse valer los principios unilaterales[5].
Para Hegel el gusto no es lo determinante para establecer lo placentero y quedar
sólo en tanto juicio subjetivo.
Con
esto queremos detallar que la obra de arte no puede ser observada en ningún
modo como un producto natural, ni en ciertos aspectos, en tener una vitalidad natural. La obra de arte
debe tener un ser-ahí, es decir, existencia,
en que existe para el espíritu del
hombre, pero no que existe para sí misma
solo como algo sensible separado del vínculo estético humano. Sin el
espectador, del artífice, del observador, la obra de arte no tiene sentido de
existencia. Su vida requiere quitarle la distracción de la vida del espíritu
humano por medio de la atenta captación y focalización espiritual que exige su
presencia.
Una
consideración determinante en la visión hegeliana de la obra de arte es que
ésta no debe remitirse sólo a lo sensible, en manifestarse solo como superficie
y apariencia de lo sensible. El
espíritu no busca lo sensible en la obra de arte ni la materialidad concreta. Tampoco la completud interna y la extensión empírica
del organismo que el deseo demanda, ni el pensamiento universal, sólo ideal,
solo requiere de la presencia sensible, requiere de ello pero liberándose del
andamiaje de su mera materialidad para alcanzar la idea absoluta a la que
remite la creación. Por eso en la obra de
arte lo sensible, en comparación con el
ser-ahí inmediato de las cosas naturales, es elevado a la mera apariencia, y la obra de arte se halla a medio camino entre la sensibilidad inmediata y el
pensamiento ideal [6].
La obra no es pensamiento puro, abstracto, ni tampoco pertenece a la
materialidad natural de las cosas como las piedras, las plantas, el aire, etc. Es una especie de espectralidad su apariencia sensible, tienen la cualidad de
provocar una asonancia y resonancia desde todas las profundidades de la
consciencia. El arte espiritualiza lo
sensible, ya que lo espiritual aparece sensibilizado. En toda producción artística, según este
recetario alemán, debe unificar los lados de lo espiritual y lo sensible,
obteniendo con ello la actividad de la fantasía
artística.
Lo
sensible en el arte para Hegel está referido a los sentidos teóricos por
excelencia, que son el oído y el ojo. El resto, el gusto (en tanto
paladar), el olfato, el tacto, quedarían excluidos del goce artístico. Pues el olfato, el gusto y tacto tienen que
ver con lo material como tal y sus cualidades inmediatas sensibles: el olfato
con la volatilización material en el aire, el gusto con la disolución material
de los objetos, y el tacto con el calor,
el frío, la tersura, etc[7].
Es por ello que considera que no tiene nada que ver con los objetos del
arte, los cuales tienen una autonomía
real y evitar toda relación sensible como la planteada antes. Lo
agradable para estos sentidos no es lo
bello del arte¸ declara. Bajo
esta reflexión estética, el paladar, la
piel, el olfato no participa de la cualidad de lo bello sino de lo agradable en
tanto lo placentero experimentado o sentido. Apreciación que ha cambiado con el curso de la
creación artística, donde todos los sentidos han sido convocados para lograr
una sinergia artística a través de todos los enfoques de la vanguardia y de las
posturas más actuales de la creación de los mundos virtuales y sus efectos
(para bien o para mal) de la sensibilidad humana.
Finalmente
con esta precisión entre la creación implícita de la naturaleza y de la explícita humana en la concepción
hegeliana damos una breve inserción en la
visión dialéctica del espíritu artístico establecido en las lecciones de Hegel acerca del arte y de la estética, de lo bello
y espiritual del arte y sus
vinculaciones con la naturaleza, los sentidos y la conciencia en contraposición
y complementación con lo material externo natural y las formas. Pero ambas
experimentando grados distintos dentro de la hipótesis de lo divino. Condición que está presente como un faro que enceguece la condición humana en su trayecto de búsqueda autónoma como ser creador de artefactos y
símbolos a través de la imaginación artística por la idea humana y su vinculación
con el mundo natural e histórico del que emerge.
[1] Docente activo de
la Universidad de las Artes, Guayaquil,( Ecuador) y profesor titular de la Universidad Central de Venezuela.
[2] Hegel, G.W.F.: Lecciones
sobre la Estética . Ed. Akal. Madrid. 2011, pág. 26.
[3] Idem, pág. 27.
[4] Idem, pág.28.
[5] Idem, pág.29
[6] Idem,
pág.32.
[7] Idem, pág. 29.