Sexualidad y poder:
Un espacio para la dominación masculina
Claudia Salazar *
Facultad de Humanidades y Educación UCV
Maggie Tailor. Serie: Alicia
Introducción
La división social del trabajo que se realizó en tiempos primitivos, aquellos en que los hombres salían de caza para proveer a la familia y las mujeres permanecían en las cuevas cuidando de los niños, resultó determinante para la adjudicación de los roles que hombre y mujer debían socialmente cumplir.
La maternidad es innegablemente un elemento natural constitutivo de la mujer, pero la forma en que socialmente se condujo el modo de asumir esa maternidad, y los roles que fueron asignados a las mujeres para ser cumplidos dentro de las comunidades, son en mucho la base de las dinámicas sociales que mantenemos hoy día y, sobre las cuales se anclan las relaciones de poder entre géneros.
Desde aquellas épocas primitivas se adjudica al hombre la responsabilidad de proveer alimento y seguridad. Responsabilidad que para ser cumplida merecía de su parte cierto comportamiento, determinada fuerza y hasta actitudes competitivas entre los mismos hombres, que se medían siempre en el ámbito de lo público.
Por su parte, la mujer, en su rol maternal y también intelectual de mantener el orden, la cordura, la mesura y la distribución justa de los bienes de la familia, se mantenía en un espacio privado, en lo oscuro, en la cueva. También junto a otras mujeres, en una relación y un contexto de socialización que indudablemente las hizo más sensibles, abiertas, comunicativas…
Somos socialmente el producto de lo que hemos sido antes, y muchas de las dinámicas entre géneros que se derivan de los comportamientos primitivos, se mantienen, con sus lógicas adaptaciones a la contemporaneidad, vigentes en su esencia.
En este sentido, la sexualidad aparece desde el principio de los tiempos como un elemento socializador. Como los seres sexuados que somos, construimos relaciones con el otro y, ha sido a través de esa realidad biológica, que se han construido instituciones sociales, como el matrimonio, que norman y regulan bajo determinados parámetros el campo de acción y la adjudicación de roles a cada uno de los géneros presentes en la unión.
En este sentido la reflexión a continuación surge bajo el interés de demostrar cómo la sexualidad, que anclada en la realidad biológica del individuo y que debe entenderse como un proceso personal que se nutre de un abanico ilimitado de posibilidades a experimentar, ha sido normada, regida y encajonada bajo un determinado comportamiento social que ha terminado por restringir culturalmente el campo las posibilidades.
Encontramos que la sexualidad ha servido no sólo como elemento socializador, sino también como elemento determinante y constitutivo de las relaciones de poder y dominación que han surgido a través del tiempo. Relaciones que, arraigadas en las dinámicas sociales que aparecen y parecen ser naturales, continúan generándose y afianzando la asimetría de los géneros que tanto han luchado las mujeres en la actualidad, y que paradójicamente se perfilan como las principales afianzadoras de estas relaciones de poder.
Los humanos, entendidos como seres bio, psico, sociales, cimentamos nuestra relación con el otro a través de la conjugación de estos tres factores. Desde siempre, e independientemente de la cultura y el país al que se haga referencia, las distintas formas en que se han construido las relaciones sociales, han normado y atribuido ciertos roles a hombres y mujeres, generándose una marcada diferencia entre las actividades, conductas y propósitos que socialmente fueron adjudicados a cada género.
José Antonio Marina define en su texto El Rompecabezas de la Sexualidad que esta “es un universo simbólico construido sobre una realidad biológica…una complicada mezcla de estructuras fisiológicas, conductas, experiencias, sentimentalizaciones, interpretaciones, formas sociales, juegos de poder” (p.31) aspectos que, además, están modulados sobre la estructura cultural de cada individuo en particular.
En este sentido, vale la pena evaluar el modo en que los géneros, y los roles atribuidos a cada uno de ellos (femenino- masculino), convergen con la sexualidad para establecer marcadas relaciones de dominación y poder.
La asimetría existente entre los géneros es un aspecto evidente y de conocimiento social. Las que quizás no resultan tan públicamente obvias son las dinámicas que, practicadas por repetición y a través de innumerables generaciones, ratifican esta asimetría de un modo aparentemente natural.
Pierre Bourdieu lo explica en su texto La Dominación Masculina: “cuando los dominados aplican a los que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y percepciones están estructurados de acuerdo a las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente actos de reconocimiento de sumisión” (p.26).
Si bien es cierto que en su condición biológica la maternidad es un rol intrínseco a la mujer, la forma en que se ha dispuesto la canalización de esta actividad ha determinado en mucho el papel de la mujer en la sociedad.
Aunque estamos claros que la maternidad y la crianza son de las actividades más complejas que puedan desempeñarse como persona, la valoración social que se le otorga no adquiere mayor preponderancia, no tanto por lo que involucra la actividad en sí misma, como por el ámbito en el que ésta siempre ha sido desarrollada: el privado.
El hombre como ser social, y en su búsqueda “inconsciente” de la aprobación y el reconocimiento, tiende a valorar positivamente las actividades que se generan en el ámbito de lo público. Así, el hombre siempre ha sido quien sale del ámbito privado (el hogar, donde está la mujer) y trabaja para proveer estabilidad tanto económica como sentimental (protección) a la familia, en una relación que lo ratifica en su fuerza y poder.
En este sentido, la crianza, la sentimentalización, el apego, el cuidado, son características que se asocian directamente a lo femenino, por su estrecha relación con el rol maternal. Mientras que la fuerza, la capacidad de respuesta y de resolver, en una búsqueda de probar y probarse a si mismo su tenacidad y eficacia, ha regido la actividad masculina en gran cantidad de culturas. Vislumbrando así al hombre como proveedor y sustento, como un elemento necesario sin el cual la familia simplemente no podría mantenerse funcional.
En la sociedad contemporánea este planteamiento puede parecer absurdo; se evidencian una gran cantidad de madres solteras que han levantado hogares completos en ausencia de una figura masculina. Sin embargo, en los hogares en los que aún existen ambas figuras, y muy a pesar de que hoy día la mujer también se desempeña al igual que el hombre en el ámbito público, a la hora de “elegir” a alguien para cumplir las tareas domésticas, esas propias de lo privado, sin discusión alguna la mujer será quien cumpla este rol.
Encontramos entonces al matrimonio como una institución que afianza socialmente la dominación masculina, puesto que en él se inscriben gran cantidad de dinámicas que posicionan al rol femenino en un ámbito privado, y como sujeto pasivo.
El asunto de la dominación masculina ha llevado a evaluar a la mujer, como objeto de intercambio a lo largo de la historia. Gayle Rubin, apunta en su ensayo Tráfico de Mujeres: notas sobre la economía política del sexo:
La maternidad es innegablemente un elemento natural constitutivo de la mujer, pero la forma en que socialmente se condujo el modo de asumir esa maternidad, y los roles que fueron asignados a las mujeres para ser cumplidos dentro de las comunidades, son en mucho la base de las dinámicas sociales que mantenemos hoy día y, sobre las cuales se anclan las relaciones de poder entre géneros.
Desde aquellas épocas primitivas se adjudica al hombre la responsabilidad de proveer alimento y seguridad. Responsabilidad que para ser cumplida merecía de su parte cierto comportamiento, determinada fuerza y hasta actitudes competitivas entre los mismos hombres, que se medían siempre en el ámbito de lo público.
Por su parte, la mujer, en su rol maternal y también intelectual de mantener el orden, la cordura, la mesura y la distribución justa de los bienes de la familia, se mantenía en un espacio privado, en lo oscuro, en la cueva. También junto a otras mujeres, en una relación y un contexto de socialización que indudablemente las hizo más sensibles, abiertas, comunicativas…
Somos socialmente el producto de lo que hemos sido antes, y muchas de las dinámicas entre géneros que se derivan de los comportamientos primitivos, se mantienen, con sus lógicas adaptaciones a la contemporaneidad, vigentes en su esencia.
En este sentido, la sexualidad aparece desde el principio de los tiempos como un elemento socializador. Como los seres sexuados que somos, construimos relaciones con el otro y, ha sido a través de esa realidad biológica, que se han construido instituciones sociales, como el matrimonio, que norman y regulan bajo determinados parámetros el campo de acción y la adjudicación de roles a cada uno de los géneros presentes en la unión.
En este sentido la reflexión a continuación surge bajo el interés de demostrar cómo la sexualidad, que anclada en la realidad biológica del individuo y que debe entenderse como un proceso personal que se nutre de un abanico ilimitado de posibilidades a experimentar, ha sido normada, regida y encajonada bajo un determinado comportamiento social que ha terminado por restringir culturalmente el campo las posibilidades.
Encontramos que la sexualidad ha servido no sólo como elemento socializador, sino también como elemento determinante y constitutivo de las relaciones de poder y dominación que han surgido a través del tiempo. Relaciones que, arraigadas en las dinámicas sociales que aparecen y parecen ser naturales, continúan generándose y afianzando la asimetría de los géneros que tanto han luchado las mujeres en la actualidad, y que paradójicamente se perfilan como las principales afianzadoras de estas relaciones de poder.
Los humanos, entendidos como seres bio, psico, sociales, cimentamos nuestra relación con el otro a través de la conjugación de estos tres factores. Desde siempre, e independientemente de la cultura y el país al que se haga referencia, las distintas formas en que se han construido las relaciones sociales, han normado y atribuido ciertos roles a hombres y mujeres, generándose una marcada diferencia entre las actividades, conductas y propósitos que socialmente fueron adjudicados a cada género.
José Antonio Marina define en su texto El Rompecabezas de la Sexualidad que esta “es un universo simbólico construido sobre una realidad biológica…una complicada mezcla de estructuras fisiológicas, conductas, experiencias, sentimentalizaciones, interpretaciones, formas sociales, juegos de poder” (p.31) aspectos que, además, están modulados sobre la estructura cultural de cada individuo en particular.
En este sentido, vale la pena evaluar el modo en que los géneros, y los roles atribuidos a cada uno de ellos (femenino- masculino), convergen con la sexualidad para establecer marcadas relaciones de dominación y poder.
La asimetría existente entre los géneros es un aspecto evidente y de conocimiento social. Las que quizás no resultan tan públicamente obvias son las dinámicas que, practicadas por repetición y a través de innumerables generaciones, ratifican esta asimetría de un modo aparentemente natural.
Pierre Bourdieu lo explica en su texto La Dominación Masculina: “cuando los dominados aplican a los que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y percepciones están estructurados de acuerdo a las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente actos de reconocimiento de sumisión” (p.26).
Si bien es cierto que en su condición biológica la maternidad es un rol intrínseco a la mujer, la forma en que se ha dispuesto la canalización de esta actividad ha determinado en mucho el papel de la mujer en la sociedad.
Aunque estamos claros que la maternidad y la crianza son de las actividades más complejas que puedan desempeñarse como persona, la valoración social que se le otorga no adquiere mayor preponderancia, no tanto por lo que involucra la actividad en sí misma, como por el ámbito en el que ésta siempre ha sido desarrollada: el privado.
El hombre como ser social, y en su búsqueda “inconsciente” de la aprobación y el reconocimiento, tiende a valorar positivamente las actividades que se generan en el ámbito de lo público. Así, el hombre siempre ha sido quien sale del ámbito privado (el hogar, donde está la mujer) y trabaja para proveer estabilidad tanto económica como sentimental (protección) a la familia, en una relación que lo ratifica en su fuerza y poder.
En este sentido, la crianza, la sentimentalización, el apego, el cuidado, son características que se asocian directamente a lo femenino, por su estrecha relación con el rol maternal. Mientras que la fuerza, la capacidad de respuesta y de resolver, en una búsqueda de probar y probarse a si mismo su tenacidad y eficacia, ha regido la actividad masculina en gran cantidad de culturas. Vislumbrando así al hombre como proveedor y sustento, como un elemento necesario sin el cual la familia simplemente no podría mantenerse funcional.
En la sociedad contemporánea este planteamiento puede parecer absurdo; se evidencian una gran cantidad de madres solteras que han levantado hogares completos en ausencia de una figura masculina. Sin embargo, en los hogares en los que aún existen ambas figuras, y muy a pesar de que hoy día la mujer también se desempeña al igual que el hombre en el ámbito público, a la hora de “elegir” a alguien para cumplir las tareas domésticas, esas propias de lo privado, sin discusión alguna la mujer será quien cumpla este rol.
Encontramos entonces al matrimonio como una institución que afianza socialmente la dominación masculina, puesto que en él se inscriben gran cantidad de dinámicas que posicionan al rol femenino en un ámbito privado, y como sujeto pasivo.
El asunto de la dominación masculina ha llevado a evaluar a la mujer, como objeto de intercambio a lo largo de la historia. Gayle Rubin, apunta en su ensayo Tráfico de Mujeres: notas sobre la economía política del sexo:
…no es difícil hallar ejemplos etnográficos e históricos del tráfico de mujeres. Las mujeres son entregadas en matrimonio, tomadas en batalla, cambiadas por favores, enviadas como tributo, intercambiadas, compradas y vendidas…. Desde luego también hay tráfico de hombres, pero como esclavos, campeones de atletismo, siervos, o alguna otra categoría social catastrófica, no como hombres. Las mujeres son objeto de transacción como esclavas, siervas y prostitutas, pero también simplemente como mujeres… los hombres han sido sujetos sexuales –intercambiadores- y las mujeres semiobjetos sexuales -regalos- durante la mayor parte de la historia humana… (p.111)El autor, considera curioso como inclusive se mantiene dentro de la dinámica contemporánea el hecho de que durante la unión matrimonial la novia sea “entregada” por el padre, al novio. Y observa el intercambio de mujeres como una evidencia profunda “de un sistema en el que las mujeres no tienen derecho sobre sí mismas” (p.113)
Un control semántico
Semánticamente hablando, la dominación masculina también ha jugado un importante papel que vale la pena considerar. La palabra, como elemento categorizador, representa en una cultura determinada la existencia, en la construcción mental de ese colectivo, de un significado en particular –que está siendo condensado en dicha palabra- Así, encontramos desde el punto de vista semántico que la palabra “hombre” no sólo es utilizada socialmente para referirse al género masculino, sino que es esta misma la que utilizamos para catalogar al individuo representativo de la especie.
En su texto, Bourdieu señala que “el hombre y la mujer son vistos como dos variantes, superior e inferior, de la misma fisiología, se entiende que hasta el Renacimiento no se disponga de un término anatómico para describir detalladamente el sexo de la mujer, que se representa como compuesto por los mismos órganos que el hombre, pero organizados de otra manera” (p.28). Es así como entendemos que semántica y fisiológicamente encontramos al hombre –masculino- como la medida de todo.
En su texto, Bourdieu señala que “el hombre y la mujer son vistos como dos variantes, superior e inferior, de la misma fisiología, se entiende que hasta el Renacimiento no se disponga de un término anatómico para describir detalladamente el sexo de la mujer, que se representa como compuesto por los mismos órganos que el hombre, pero organizados de otra manera” (p.28). Es así como entendemos que semántica y fisiológicamente encontramos al hombre –masculino- como la medida de todo.
Sexualidad, dominio y poder
Ahora bien, articulando la sexualidad como elemento socializador y generador de innegables relaciones de poder, debe considerarse también al sexo- desde su aspecto práctico- como una dinámica afianzadora de la dominación masculina. Bourdieu explica como la relación de dominación se construye en este ámbito “se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo, y ese principio crea, organiza, expresa y dirige el deseo, el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de la dominación masculina, como subordinación erotizada o incluso en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación” (p.35)
En este sentido, las concepciones que tienen hombre y mujer sobre el sexo, la relación sexual y la relación amorosa, hablan por sí mismas de la dominación intrínseca evidente en la dinámica. En la sociedad occidental la aproximación del hombre a la mujer se articula sobre una lógica de la conquista. Para los hombres es necesario jactarse de sus logros con respecto al tema; para ellos “el mismo acto sexual es concebido como una forma de dominación, de apropiación, de posesión” (p.34)
Mientras tanto las mujeres están socialmente dispuestas a vivir la sexualidad de un modo no tan literal, mucho más sentimental y afectivo. “Los chicos son propensos a compartimentar la sexualidad, concebida como un acto agresivo, y sobre todo físico, de conquista, orientado hacia la penetración y el orgasmo…El placer masculino es, por una parte, disfrute del placer femenino, del poder de hacer disfrutar” (p.34). La mujer atribuye a la experiencia sexual un conjunto más amplio de experiencias y aproximaciones con el otro, no necesariamente físicas, ni directamente asociadas al acto sexual en sí mismo.
José Antonio Marina apunta en su texto que “la poligamia es más una cuestión de estatus, que una cuestión de cama” asunto que ratifica la necesidad masculina de mostrar y demostrar en el ámbito público, el dominio que tiene en el ámbito privado. Y que pone de manifiesto como socialmente la “posesión” de varias mujeres confiere poder y afianza la virilidad masculina.
Ahora bien, volviendo sobre el punto del orgasmo masculino, encontramos que en la sociedad occidental, cuando el hombre acaba, literalmente acaba también el acto sexual. Si bien es cierto que biológicamente son los hombres quienes por fines reproductivos fueron hechos para acabar, también es cierto que el acto sexual ya no se circunscribe únicamente dentro de la voluntad reproductiva.
Entendiendo así al acto sexual, como una búsqueda de placer mutuo, resulta inconcebible que en la evolucionada sociedad de hoy día, el hombre actúe bajo parámetros de comportamientos tan egoístas y primitivos. Y que, frente a tal situación, la mujer haya permanecido inmutable, a través de tantas generaciones, ante el obligado fin; haciéndose así sumisa, partícipe y afianzadora de la dominación que desde siempre el hombre ha protagonizado.
En este sentido se pone en entredicho tal evolución social. Ha de reconocerse que en la actualidad la mujer ha ganado terreno en muchísimos ámbitos en los que anteriormente su participación era quizás impensable, pero debe evaluarse también la existencia de dinámicas puntuales y cotidianas que estando fuertemente arraigadas a la cultura, parecen y aparecen como naturales, pero que en definitiva consolidan al género masculino como dominante.
Más allá de la relación de poder asumida por el hombre que puede vislumbrarse al examinar las conductas sociales asociadas a la sexualidad, se puede hablar del amor y de las relaciones de pareja en general, como dinámicas que también se articulan dentro de una situación de dominio y poder –independientemente de la evaluación que se haga sobre cuál es el género dominante-.
Marina, parafrasea en su texto las apreciaciones que sobre el tema hicieron alguna vez Castilla del Pino y Satre. El primero, estableciendo la comparación “el amor es deseo, desear un objeto es tratar de adueñarse del mismo, (poseerlo)” mientras que Satre, en lo que el autor cataloga una descripción pesimista del amor, dice que quien ama “quiere cautivar la libertar del amado, sin que deje de ser libertad”.
“Los seres humanos, en la vida social están movidos por tres grandes motivaciones: el poder, el deseo de ser aceptados y el sentimiento de la propia eficacia” (Marina, p.38) estos tres aspectos se evidencian, además de en otros ámbitos, en la sexualidad del individuo como elemento socializador. Y aunque independientemente del género en la vida social de todo individuo, hay una búsqueda de reconocimiento, poder y sentimiento de eficacia, en la dinámica sexual-social se observa un ahínco del hombre por verse ratificado en estos tres aspectos:
La lógica del cortejo y el galanteo genera satisfacción cuando la mujer, finalmente, acepta al hombre. Una vez aceptado la relación de poder se construye asimétricamente, en tanto que el hombre se maneja como sujeto activo y la mujer como sujeto pasivo de la relación.
El acto sexual en sí mismo, que en occidente cierra con el orgasmo masculino, se representa incluso simbólicamente otorgando poder al hombre “el hombre toma la iniciativa, está arriba… la posición amorosa en la que la mujer se coloca encima del hombre está explícitamente condenada en muchas civilizaciones” (Bourdieu, pp.31, 32).
Por último, y aunque parezca paradójico –por aquello de que todo acaba, cuando el hombre acaba- el sentimiento de la propia eficacia sexual es hallado por los hombres durante el acto, al medir su capacidad de complacer a la mujer; se regocijan en una especie de poder hacer sentir.
Vale la pena cuestionarse entonces la importancia que los mismos hombres le dan al tamaño de su miembro, en una preocupación por su capacidad de hacer sentir, que es afianzada por las mujeres en una exigencia continua de un hombre “bien dotado”, posicionándolo así como protagonista y responsable activo de generar el placer durante el acto.
Aparece también como elemento a considerar durante el coito, el fingido orgasmo femenino; que lejos de equiparar la relación sexual-entendiéndose que ambos han llegado al clímax- surge para afianzar en la mente masculina su poder y eficacia; consolidación que se genera desde el rol sumiso y pasivo femenino durante el acto, apareciendo así la mujer como elemento afianzador de las asimétricas relaciones de poder entre los géneros.
Frente a esta ratificación de la relación de dominación masculina realizada por el propio género femenino, Bourdieu (p.49) apunta
ConclusiónEn este sentido, las concepciones que tienen hombre y mujer sobre el sexo, la relación sexual y la relación amorosa, hablan por sí mismas de la dominación intrínseca evidente en la dinámica. En la sociedad occidental la aproximación del hombre a la mujer se articula sobre una lógica de la conquista. Para los hombres es necesario jactarse de sus logros con respecto al tema; para ellos “el mismo acto sexual es concebido como una forma de dominación, de apropiación, de posesión” (p.34)
Mientras tanto las mujeres están socialmente dispuestas a vivir la sexualidad de un modo no tan literal, mucho más sentimental y afectivo. “Los chicos son propensos a compartimentar la sexualidad, concebida como un acto agresivo, y sobre todo físico, de conquista, orientado hacia la penetración y el orgasmo…El placer masculino es, por una parte, disfrute del placer femenino, del poder de hacer disfrutar” (p.34). La mujer atribuye a la experiencia sexual un conjunto más amplio de experiencias y aproximaciones con el otro, no necesariamente físicas, ni directamente asociadas al acto sexual en sí mismo.
José Antonio Marina apunta en su texto que “la poligamia es más una cuestión de estatus, que una cuestión de cama” asunto que ratifica la necesidad masculina de mostrar y demostrar en el ámbito público, el dominio que tiene en el ámbito privado. Y que pone de manifiesto como socialmente la “posesión” de varias mujeres confiere poder y afianza la virilidad masculina.
Ahora bien, volviendo sobre el punto del orgasmo masculino, encontramos que en la sociedad occidental, cuando el hombre acaba, literalmente acaba también el acto sexual. Si bien es cierto que biológicamente son los hombres quienes por fines reproductivos fueron hechos para acabar, también es cierto que el acto sexual ya no se circunscribe únicamente dentro de la voluntad reproductiva.
Entendiendo así al acto sexual, como una búsqueda de placer mutuo, resulta inconcebible que en la evolucionada sociedad de hoy día, el hombre actúe bajo parámetros de comportamientos tan egoístas y primitivos. Y que, frente a tal situación, la mujer haya permanecido inmutable, a través de tantas generaciones, ante el obligado fin; haciéndose así sumisa, partícipe y afianzadora de la dominación que desde siempre el hombre ha protagonizado.
En este sentido se pone en entredicho tal evolución social. Ha de reconocerse que en la actualidad la mujer ha ganado terreno en muchísimos ámbitos en los que anteriormente su participación era quizás impensable, pero debe evaluarse también la existencia de dinámicas puntuales y cotidianas que estando fuertemente arraigadas a la cultura, parecen y aparecen como naturales, pero que en definitiva consolidan al género masculino como dominante.
Más allá de la relación de poder asumida por el hombre que puede vislumbrarse al examinar las conductas sociales asociadas a la sexualidad, se puede hablar del amor y de las relaciones de pareja en general, como dinámicas que también se articulan dentro de una situación de dominio y poder –independientemente de la evaluación que se haga sobre cuál es el género dominante-.
Marina, parafrasea en su texto las apreciaciones que sobre el tema hicieron alguna vez Castilla del Pino y Satre. El primero, estableciendo la comparación “el amor es deseo, desear un objeto es tratar de adueñarse del mismo, (poseerlo)” mientras que Satre, en lo que el autor cataloga una descripción pesimista del amor, dice que quien ama “quiere cautivar la libertar del amado, sin que deje de ser libertad”.
“Los seres humanos, en la vida social están movidos por tres grandes motivaciones: el poder, el deseo de ser aceptados y el sentimiento de la propia eficacia” (Marina, p.38) estos tres aspectos se evidencian, además de en otros ámbitos, en la sexualidad del individuo como elemento socializador. Y aunque independientemente del género en la vida social de todo individuo, hay una búsqueda de reconocimiento, poder y sentimiento de eficacia, en la dinámica sexual-social se observa un ahínco del hombre por verse ratificado en estos tres aspectos:
La lógica del cortejo y el galanteo genera satisfacción cuando la mujer, finalmente, acepta al hombre. Una vez aceptado la relación de poder se construye asimétricamente, en tanto que el hombre se maneja como sujeto activo y la mujer como sujeto pasivo de la relación.
El acto sexual en sí mismo, que en occidente cierra con el orgasmo masculino, se representa incluso simbólicamente otorgando poder al hombre “el hombre toma la iniciativa, está arriba… la posición amorosa en la que la mujer se coloca encima del hombre está explícitamente condenada en muchas civilizaciones” (Bourdieu, pp.31, 32).
Por último, y aunque parezca paradójico –por aquello de que todo acaba, cuando el hombre acaba- el sentimiento de la propia eficacia sexual es hallado por los hombres durante el acto, al medir su capacidad de complacer a la mujer; se regocijan en una especie de poder hacer sentir.
Vale la pena cuestionarse entonces la importancia que los mismos hombres le dan al tamaño de su miembro, en una preocupación por su capacidad de hacer sentir, que es afianzada por las mujeres en una exigencia continua de un hombre “bien dotado”, posicionándolo así como protagonista y responsable activo de generar el placer durante el acto.
Aparece también como elemento a considerar durante el coito, el fingido orgasmo femenino; que lejos de equiparar la relación sexual-entendiéndose que ambos han llegado al clímax- surge para afianzar en la mente masculina su poder y eficacia; consolidación que se genera desde el rol sumiso y pasivo femenino durante el acto, apareciendo así la mujer como elemento afianzador de las asimétricas relaciones de poder entre los géneros.
Frente a esta ratificación de la relación de dominación masculina realizada por el propio género femenino, Bourdieu (p.49) apunta
“…las mujeres aplican a cualquier realidad y, en especial a las relaciones de poder en las que están atrapadas, unos esquenas mentales que son el producto de la asimilación de estas relaciones de poder y que se explican en las oposiciones fundadoras del orden simbólico. Se deduce que sus actos de conocimiento son, por la misma razón, unos actos de reconocimiento práctico, de adhesión dóxica, creencia que no tiene que pensarse ni afirmarse como tal y que crea de algún modo la violencia simbólica que ella misma sufre.”
Nos encontramos entonces frente a una realidad social sexual dentro de la que se han desarrollado relaciones de poder y dominación que parten del género masculino como dominante y posicionan al femenino como dominado.
Si bien es cierto que la sociedad actual se encuentra en un rápido movimiento, caracterizada por un “open mind” a las nuevas dinámicas, oportunidades y posibilidades, que los esfuerzos de los movimientos feministas han reivindicado en mucho el rol de la mujer dentro de la sociedad, y que las mismas condiciones sociales actuales han llevado a la mujer a demostrar sus capacidades en los más diversos ámbitos; también es cierto que anclados en lo que culturalmente somos, las más cotidianas dinámicas que afianzan las relaciones de poder y dominación entre los géneros, permanecen intocables dentro de nuestra relación social.
Así pues, instituciones como el matrimonio, -por ejemplo- y las tareas y actividades que se circunscriben en él, permanecen firmemente arraigadas en quienes somos, para recordarnos que somos un producto de nuestra cultura, y que la cultura, por ser lo que es, no se piensa, se vive, y se vive sin estarla analizando en nuestra acción diaria.
La concepción del orden masculino, su fuerza, reside en el hecho de no hacer necesaria ningún tipo de justificación para consolidarla “se impone como neutra y no siente necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu, pp.22).
En tanto la sociedad no logre desarticular los elementos culturales que posicionan al género masculino como la medida de todas las cosas, como el término de referencia universal para la raza, como el punto medio y como el espacio neutro, no será posible entonces, ni siquiera, comenzar a pensar en la posibilidad de producirse una construcción mental que apunte hacia la verdadera simetría de los géneros.
Si bien es cierto que la sociedad actual se encuentra en un rápido movimiento, caracterizada por un “open mind” a las nuevas dinámicas, oportunidades y posibilidades, que los esfuerzos de los movimientos feministas han reivindicado en mucho el rol de la mujer dentro de la sociedad, y que las mismas condiciones sociales actuales han llevado a la mujer a demostrar sus capacidades en los más diversos ámbitos; también es cierto que anclados en lo que culturalmente somos, las más cotidianas dinámicas que afianzan las relaciones de poder y dominación entre los géneros, permanecen intocables dentro de nuestra relación social.
Así pues, instituciones como el matrimonio, -por ejemplo- y las tareas y actividades que se circunscriben en él, permanecen firmemente arraigadas en quienes somos, para recordarnos que somos un producto de nuestra cultura, y que la cultura, por ser lo que es, no se piensa, se vive, y se vive sin estarla analizando en nuestra acción diaria.
La concepción del orden masculino, su fuerza, reside en el hecho de no hacer necesaria ningún tipo de justificación para consolidarla “se impone como neutra y no siente necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu, pp.22).
En tanto la sociedad no logre desarticular los elementos culturales que posicionan al género masculino como la medida de todas las cosas, como el término de referencia universal para la raza, como el punto medio y como el espacio neutro, no será posible entonces, ni siquiera, comenzar a pensar en la posibilidad de producirse una construcción mental que apunte hacia la verdadera simetría de los géneros.
Advertencia: Este artículo es de dominio público. Agradecemos que sea citado con nuestra dirección electrónica: http://www.filosofiaclinicaucv.blogspot.com/
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