La Mirada desde lo alto y el viaje cósmico
Pierre Hadot (*)
(Traducción libre de David De los Reyes)
Casa de Goethe en Weimar
1.- Instante y mirada desde lo alto
Hemos dicho que ciertos instantes excepcionales pueden ser vividos por la contemplación de la naturaleza. Ese es uno de los instantes al que Goethe hace alusión en su ensayo escrito en 1784, titulado El Granito[1]. Para comprender ese texto habrá que recordar que, para Goethe, el granito representa el origen de todo el reino mineral; el contacto con el granito es el contacto con la tierra original:
“Sentado sobre una cima desnuda, recorriendo con la mirada un vasto territorio, puedo decirme: “Reposas aquí inmediatamente sobre un suelo que va hasta lo más profundo de la tierra. Nada se interpone entre tú y el mundo primitivo”. En ese instante, donde las fuerzas de atracción y de movimiento de la tierra se ejercen igualmente sobre mí, donde las influencias del cielo me rodean muy cerca, soy llevado a las consideraciones más intensas sobre la naturaleza […] Aquí, sobre lo más antiguo, sobre el eterno altar que es levantado sin ningún intermediario, sobre eso que hay de más profundo en la creación, ofrezco un sacrificio al Ser de los seres: toco los primeros, los más sólidos comienzos de nuestra existencia, miro desde lo alto al mundo, sus valles abruptos, sus dulces pendientes o sus praderas fértiles, que veo a lo lejos. Mi alma se eleva más allá de ella misma y por encima de todo, y se llena de nostalgia por el cielo que está muy próximo a mí”.
Instante fertil que está en relación con todo el devenir cósmico, con toda la cosmogonía. En el instante donde Goethe ve las formaciones rocosas, al mismo tiempo, imagina el largo proceso que las ha engendrado. Sería interesante contrastar que algunos años antes, en 1779, Sausure[2], en la ocasión de su ascenso al Cramont, en el sólido Mont Blanc ve, al mismo tiempo que contempla la cadena de montañas, el movimiento de la tierra y del mar que le da nacimiento.
Goethe experimenta a la vez un sentimiento de comunión con la tierra y el cielo, que se traduce en él como un movimiento de elevación del alma más allá de ella misma. Las metáforas religiosas sirven para describir eso que es una especie de éxtasis cósmico: la roca de granito es presentada como un altar[3] sobre la cual Goethe ofrece un sacrificio que no es otro que la mirada desde lo alto llevada sobre el mundo visible y su belleza y, por su imaginación, sobre su génesis.
Hemos reencontrado antes ese vínculo íntimo entre el instante y la mirada desde lo alto a propósito de los gestos de la bailarina antigua, que en el instante nos hace ver el pasado, el presente y el porvenir, y nos transporta a un estado transterrenal. Ello explica por qué la mirada desde lo alto (Blink von oben), permite ver de un solo abrir de ojos (Augenblick), en un instante, un vasto conjunto. Eso es verdad también para el poeta como para el sabio, como tendremos también luego la ocasión de repetirlo.
El tema de la mirada desde lo alto, en Goethe, será recurrente y ricamente orquestado; pero para comprender toda la significación tendremos, como por la concentración del presente, ubicarlo en la perspectiva de la tradición antigua y occidental.
Casa de Goethe en Weimar
2.- La mirada desde lo alto en la Antigüedad. Cumbres y vuelo imaginativo.
Hans Burckhardt ha afirmado[4], siguiendo a Jacob Burckhardt[5], que los hombres de la antigüedad y de la edad media habrían experimentado una verdadera inhibición en mirar al mundo desde lo alto, o en representárselo como visto desde lo alto. Ese tabú resultaría del carácter sagrado de las cumbres de las montañas y del miedo que el hombre primitivo experimentaba ante ellas. El lugar natural del hombre sería, para la antigüedad, en lo bajo, y la dirección natural de la mirada, de abajo hacia arriba; el hombre era naturalmente “contemplador del cielo”. Habría que considerar como un giro radical de la historia del espíritu humano, como una verdadera conquista, el ascenso al monte Ventoux por Petrarca, el 26 de abril de 1336. Ese evento reveló la intrepidez del hombre moderno[6], haciendo seguimiento al comentario que hace Petrarca de la interioridad del hombre antiguo.
Se trata, desgraciadamente, de una afirmación completamente arbitraria. En ese propósito, tendremos que ponernos en guardia contra las simplificaciones de la psicología histórica que tiene la tendencia a querer determinar los momentos, los giros decisivos, en la historia de la psicología colectiva. Es asombroso ver todas las cegueras que los historiadores imputan a los griegos. Que han ignorado el tiempo lineal y el progreso, que han dado poca importancia a la oposición entre lo alto y lo bajo como lo piensa, por ejemplo, el historiador francés Le Goff[7]:
“En el sistema de orientación del espacio simbólico, ahí donde la antigüedad greco-romana tenía un lugar preeminente la oposición izquierda-derecha, el cristianismo, conservando un valor importante a esa pareja antinómica (a la derecha de Dios), había privilegiado muy pronto el sistema alto-bajo.
Los textos que hemos encontrado, mostrarán, creo, la evidencia y la inexactitud de tales afirmaciones.
Lejos de ser un tabú, la mirada desde lo alto era una necesidad vital. El hombre antiguo observaba las cimas, los puntos elevados, para su utilidad en la vida cotidiana y por su importancia estratégica. En los poemas homéricos, es frecuente en torno al asunto de la guerra (skopié), que permite observar desde lejos. Es así que Homero[8] evoca al pastor de cabras que, desde lo alto, ve una nube que viene impulsada por el Zéfiro, y le decide llevar su rebaño a una gruta. Hace también alusión al observador que, desde un punto elevado, observa la superficie del mar, cuando al hablar de los cabellos de Hera hace esta comparación:
“Y cuanto trecho de un brumoso espacio
Con sus ojos divisa,
Mirando a la alta mar color de vino,
un varón que sentado
está en una atalaya, sobre ese trecho saltan los caballos,
de agudos relinchos, de las diosas”[9].
Queda claro que no se trata de imaginación poética, sino de la experiencia de la vida de todos los días, del pastor o del centinela.
En el dominio literario, desde los poemas homéricos hasta el fin de la edad antigüedad, no encontramos ningún rastro de tabú del mirar desde lo alto como había sido objetado por Burckhardt y Blumenberg. Todo lo contrario, uno encuentra frecuentemente la descripción de escenas grandiosas que procuran la mirada desde lo alto. En el siglo III antes de n.e., Apolonio de Rodas[10] describe el ascenso de Jason sobre el monte Dindymon y el panorama que contempla desde lo alto de la cima:
“Delante de ellos, las atalayas de los Macrianos, y todo el país situado ante Tracia aparecía como si ellas estuvieran a un palmo de la mano. Aparecían entre la bruma, la boca del Bósforo y las alturas de la Mysia, del otro lado del lecho del río Aispos, la ciudad y la llanura de Adrasteia”.
Tenemos la impresión que el poeta relata una visión casi habitual; desde lo alto de la montaña ve los miradores, las atalayas de los otros hombres. El poeta sabe que, desde lo alto de una montaña, se tiene la impresión de ver cerca los objetos que están lejos y que pueden aparecer a través de la bruma. La descripción se limita, por otra parte, en enumerar los hitos geográficos y sus nombres[11]. Pero estamos en presencia indiscutible de una mirada desde lo alto, que está en el mismo orden que las de Homero. Cuando Aristófanes[12] hace cantar al coro en Las Nubes:
“Coro: Estrofa.- ¡Oh Nubes incansables vamos a surgir ya para mostrarnos, pues somos vapores de fácil movimiento¡ ¡Dejaremos a Océano nuestro padre, que sin cesar retumba en sus giros; vayamos a los montes de cumbres cabelludas y desde allí atisbemos otras lejanas cúspides y las llanuras de tierra bien regada y cubierta de mieses, y los ríos endiosados de aguas que van resonando al correr y el mar que siempre ruge en eterno gemido¡ ¡Sí, el ojo de Éter brilla sin cansarse jamás, emitiendo sus rayos! Pero, disipemos ya la niebla plena de lluvias y dejemos ver a los mortales nuestras formas reales que desde lejos contemplan en la tierra”.
En la vida corriente, la búsqueda de lugares elevados y al ascenso a las montañas era una cosa habitual, sobre todo al final del período helenístico y en la época romana. Encontramos entonces numerosos testimonios de la importancia que los hombres daban a la mirada desde lo alto. Las villas son construidas en lugares elevados para que sus habitantes puedan abarcar con la mirada vastos horizontes. Respecto a ello tenemos los testimonios de Séneca, del poeta Marcial, del escritor Plinio El Joven, del poeta Estacio, y ese proceder se prolonga hasta la época bizantina, como se ve en ciertos poemas de la Antología Palatina[13].
Según Burckhardt y Blumenberg, el hombre antiguo no habría hecho ascensos a las montañas salvo, a lo más, para construir templos. Pero aquí tenemos testimonios formales que nos prueban lo contrario. En principio, al siglo I d. n. e., Séneca[14] solicita a Lucilio de hacer el ascenso al Etna para realizar observaciones físicas. Y esta ascensión al Etna será también realizada al comienzo del siglo II por el Emperador Adriano, exactamente en el 125. En la Historia Augusta[15] nos dice que él sube al Etna para ver el ascenso del sol, del que dice, por su luz multicolor, que parecía como un arco iris. Es también, para ver elevarse el sol, que se hacía el ascenso a Kasios, cerca de Efesio, en 129[16]. Era, según el historiador Ammien Marcelino[17] que escribe al final del siglo IV d.n.e., una tradición en Antioquía. Recuenta, en efecto, el hecho del Emperador Juliano:
Al día consagrado por la costumbre, hacen la ascensión del Kasios, alto bosque donde se va a ver, a la hora del canto del gallo, el ascenso del sol, encontrando un hombre postrado.
Esos ascensos, para Lucilio, para Adriano y para Juliano, no son curiosidades turísticas ni ejercicios corporales. Son ejercicios a la vez filosóficos y religiosos: la práctica de la física, de la contemplación del mundo.
He hablado de ascensiones famosas. Pero ciertos textos nos dejan entrever que eran frecuentes esas exploraciones. Por ejemplo Lucrecio[18] refiere un cierto número de observaciones hechas al curso de los ascensos:
Los altos lugares son sin cesar batidos por los vientos, como los hechos mismos nos muestran y el testimonio de nuestros sentidos, cuando nosotros subimos a lo alto de las montañas.
Sabe que en lo alto de las montañas encontramos numerosos trazos de los rayos. Él llega a utilizar el eco para llamar a sus compañeros perdidos en uno de esos ascensos. Y ha oído decir que en la cima del monte Ida se ve, al comienzo del día, fuegos dispersos que se reúnen enseguida en una suerte de globo único y forman un disco perfecto. Tal fenómeno es descrito también por Diodoro de Sicilia[19] en el siglo I a.d.n.e. Todos esos ejemplos muestran, por tanto, que no hay que esperar al siglo XIV y la ascensión de Petrarca a la cima del Ventoux para que los hombres osen mirar la tierra y al cielo desde la cima de una montaña.
Pero se podría también mirar la tierra desde lo alto de un vuelo o flotando. Al menos se puede imaginar. Tal viaje aéreo sería reservado a los dioses. Es de esta manera que Apolonio describe el vuelo de Eros en dirección a la tierra:
Eros deja los jardines fértiles de Zeus, llega a las puertas del Olimpo y toma el camino descendiente a la bóveda etérea terrestre. En principio percibe las altas montañas donde las cimas se pierden bajo las nubes y los rayos del sol llegan primero sobre la tierra. Luego, atravesando las vastas extensiones del aire, desciende a los campos fértiles, las ciudades pobladas, los ríos sagrados y finalmente el mar que reina alrededor de la tierra.
Como lo señaló A.-J. Festugière[20], respecto a una nota de un escolástico al margen de un manuscrito donde indica que Apolonio ha imitado la manera en que el poeta Ibykos, en el siglo VI a.d.n.e., evocaba el rapto de Ganímedes, llevado por el águila de Zeus al Olimpo. Se conserva por otra parte un verso de ese poema de Ibykos: “Vuela por encima de un abismo que le es extraño”[21], lo cual deja suponer que el poeta intentaba de describir la extraña experiencia del vuelo sobre el espacio.
¿Pero la técnica humana no sería capaz de conquistar ese privilegio común a los dioses y a los pájaros? Imaginemos que, en una Creta mítica, el ingenioso tecnólogo Dédalo huyó, con su hijo Ícaro, del laberinto donde estaban encerrados, construyendo unas alas artificiales para utilizarlas en ello. Él había podido aterrizar en Sicilia, pero Ícaro, por su audacia juvenil, estaba muy próximo al sol y cae al mar, ya que el calor fundió la cera que sostenía las plumas a la estructura de las alas[22].
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3.- Significación filosófica de la mirada desde lo alto en los filósofos antiguos.
Para los filósofos antiguos, la mirada desde lo alto es un ejercicio de la imaginación por el cual nos representamos que vemos las cosas desde un punto de visto elevado obtenido por lo alto que se está respecto a la tierra, lo más frecuente gracias a un vuelo de espíritu en el cosmos. Hay una abundante literatura antigua que relaciona esa metáfora del vuelo del espíritu[23]. En nuestra perspectiva actual, no evocaré sino los textos que tienen una relación con una mirada dirigida sobre la Tierra o sobre el Todo, o con un movimiento sobre el Infinito. En efecto, se puede observar que el movimiento imaginativo del ascenso sobre las alturas es inspirado por el deseo de hundirse en la totalidad e igualmente más allá de la totalidad, en el infinito. Como lo ha dicho el autor del Tratado de lo Sublime[24]
Ni siquiera el universo entero es suficiente para la contemplación y al pensamiento correspondiente a la aspiración del hombre, pero frecuentemente sus pensamientos saltan los límites del mundo que lo rodea.
La mirada desde lo alto corresponde por tanto a una retirada que libera de la gravedad terrestre. Pero ello no excluye una visión crítica llevada sobre la pequeñez y lo ridículo de ello, pues fascina a la mayor parte de los hombres.
Al hacer en el Teeteto (173c), el retrato del filósofo, Platón escribe:
Su cuerpo sólo es el que permanece en la Ciudad y ahí se queda. Pero su pensamiento, que considera a todas las cosas de aquí abajo como mezquindades y nada, su pensamiento pasea por todo su vuelo; como dijo Píndaro: “por encima de la tierra”, mesurando su superficie y “más allá del cielo”, contemplando los astros y, por todo, escrutando el fondo de toda la naturaleza de cada uno de los seres, sin bajar en nada de lo que está próximo a él.
En República (VI, 486ª) está también en el tema del filósofo que Platón describe:
Tal alma no debe recelar ninguna bajeza, la pequeñez de espíritu era incompatible con un alma que debe tender sin cesar a abrazar al conjunto y la universalidad de lo divino y de lo humano […]. Pero el alma a la cual le pertenece la elevación del pensamiento y de la contemplación de la totalidad del tiempo y del ser, ¿crees tú que hace gran caso de la vida humana? […] Tal hombre no mirará a la muerte como una cosa a temer.
Reconocemos aquí la representación de un vuelo más allá de las cosas terrestres, pero encontramos en Platón la descripción detallada de un ejercicio espiritual de la mirada desde lo alto.
Tales descripciones aparecen, por tanto, en la tradición platónica. Cicerón[25] en el Sueño de Escipión, presenta sin duda esa experiencia como vivida en el sueño. Donde el autor y su lector hacen no menos que un ejercicio espiritual cada uno; el primero al componerlo, el segundo al leer el relato del sueño. Este ejercicio consiste en imaginar la visión del cielo, de los astros, de la tierra que se puede ver desde lo alto de la Vía Láctea. Es al universo entero, entonces, que se mira en conjunto: las nueve esferas, donde la más exterior es Dios mismo, las estrellas, los planetas y la tierra junto a sus montañas, sus ríos y el océano. En esa experiencia el individuo se esfuerza en identificarse con el Todo; se podría decir que se trata de una física vivida, interiorizada. Hace comprender al alma la pequeñez de las cosas humanas, la vanidad de la gloria, el verdadero sentido del destino del hombre llamado a vivir, no sobre la tierra sino sobre la inmensidad del cosmos.
Filón de Alejandría, en los comienzos de la era cristiana, evoca su experiencia filosófica[26]:
Tengo la impresión de estar constantemente elevado en los aires, llevado por una inspiración divina
que rapta a mi alma y volar junto al sol y la luna, junto al cielo y al universo entero. Y si me inclino desde lo alto, en ese éter, y extiendo mi mirada como desde la cúspide de un observatorio (skopia), podía contemplar los numerosos espectáculos que me ofrecen todas las cosas que están sobre la tierra y me felicitaría de haber escapado con viva fuerza a las calamidades inherentes de la vida mortal.
Es, de esta manera, a través del espacio infinito y la multiplicidad de los mundos, que el vuelo del espíritu toma su auge entre los epicúreos. El mundo que vemos no es para ellos sino uno de los mundos que se existen en el espacio infinito y el tiempo infinito. Por ejemplo, en Cicerón, un epicúreo evoca:
Esos espacios innombrables, infinitos, en los cuales el espíritu toma su ascenso y se extiende por los lugares en todas las direcciones de manera que no vea nunca ningún final, ningún límite por el que fuese detenido.
Lucrecio[27] dice de Epicuro:
Avanzó más allá de las flamantes murallas del mundo y recorrió, por el espíritu y el pensamiento, el todo sin límite.
Y a propósito de la búsqueda del saber:
Porque el espacio se extiende sin límites más allá de nuestro mundo, el espíritu busca a saber eso que se encuentra en esa inmensidad donde la inteligencia puede, a voluntad, hundir sus miradas donde el ascenso libre del espíritu puede captarlo.
O aún:
Al apartar las murallas del mundo, veo las cosas producirse en el vacío infinito.
Antes de llamar infinito al conjunto de las cosas y la pequeñez de eso que nos rodea, el cielo, la tierra, en relación a ese infinito, Lucrecio advierte al lector:
Lo que te hace transportar la mirada que te lleva a lo lejos y que ve desde lo alto, te hace mirar a lo lejos y en todos los sentidos.
Para los epicúreos se trata, por tanto, de la voluntad de hundirse en el infinito, en eso que es sin límite.
Es también en el infinito que se extiende el vuelo del pensamiento y la mirada desde lo alto en los estoicos, como lo testimonia Séneca[28]: “Cuán natural es al hombre ampliar su espíritu en el infinito”, y Marco Aurelio[29]: “el alma se extiende en el infinito del tiempo infinito”. Más en los estoicos no hay un universo finito, el infinito era el del tiempo en el cual el mismo universo finito se repite infinitamente.
Se puede decir que esa mirada desde lo alto, en los platónicos, los epicúreos y en los estoicos, es una suerte de práctica, de ejercicio de física, en la medida que, con la ayuda de los conocimientos físicos, el individuo se sitúa él mismo como parte del Todo del mundo o en el infinito de los mundos. Esta visión procura a la filosofía la alegría y la paz del alma. Epicuro afirma que no tuviéramos deseos del estudio de la naturaleza si no estuviéramos afectados por el temor de los dioses y de la muerte[30].
El alma, dice Séneca, posee, en su forma acabada y plana, el bien que puede esperar la condición humana cuando, al pisotear con los pies todo mal, gana las alturas y alcanza dentro de sí lo más íntimo de la naturaleza. Ella goza flotar en medio de los astros.
La mirada desde lo alto puede convertirse también en una mirada despiadada llevada sobre la pequeñez y la ridiculez de eso que desean los hombres. Porque en la perspectiva de la mirada desde lo alto, la tierra no es sino un punto en relación a la inmensidad del universo o de los universos. “La tierra me parece tan pequeña”, dice Escipión al relatar su sueño a Cicerón[31], “que me da vergüenza de nuestro imperio romano”. Esa crítica de las pasiones humanas, cuando se las observa desde un punto de vista superior, es largamente orquestada en todas las escuelas y, especialmente, nos lo deja ver la tradición cínica; sin ser ejemplo de desprecio por el hombre común. El pitagórico que entra en escena al final de la Metamorfosis de Ovidio[32] declara:
Quiero tomar mi camino en medio de los astros lejanos, quiero abandonar la tierra, esa estadía inerte, quiero hacerme llevar por las nubes y pisar con mis pies las espaldas del poderoso Atlas; desde lo alto veré a los hombres errantes en la aventura y en el temor, faltos de razón, por la idea de la muerte.
La misma mirada desdeñosa la encontramos en Lucrecio[33]
Nada más dulce que ocupar los altos lugares fortificados para la ciencia de los sabios; regiones serenas desde donde se puede dirigir la mirada hacia los otros hombres; de verlos errar en todas partes y buscar al azar el camino de la vida.
En Cuestiones naturales de Séneca[34], el alma del filósofo, desde lo alto del cielo, toma consciencia de la pequeñez de la tierra, de lo ridículo del lujo artificial, de lo absurdo de la guerra hecha para defender las minúsculas fronteras, y comparar los ejércitos humanos como tropas de hormigas. En Marco Aurelio, nuestro tema toma una forma particularmente realista:
Aquellos que quieren hablar de los hombres, hay que observar las cosas terrestres como si se estuviese desde un lugar elevado, mirando de lo alto a lo bajo: tropas, ejércitos, campos, bodas, divorcios, nacimientos, muertos, alborotos en los tribunales, campos desiertos, variedad de costumbres bárbaras, fiestas, lamentaciones, mercados, todo ese collage, y finalmente, el orden armonioso de los contrarios […] Mirar desde lo alto: reunidos por miles las multitudes, por las fiestas innombrables, todo tipo de navegación en la tempestad y la bonanza, cosas variadas que nacen, concurren, desaparecen […] estando presente en la mente que, si de repente se eleva por los aires, tu contemplarás desde lo alto las cosas humanas y su variedad y las despreciarás al ver cuán es de grande el número de los habitantes entre los seres aéreos y etéreos[35].
Ese esfuerzo por mirar a la tierra desde lo alto permite, por tanto, contemplar la totalidad de la realidad humana, bajo todos sus aspectos geográficos, sociales, como una suerte de hormiguero anónimo, y de reemplazarlo por la inmensidad cósmica. Vista en la perspectiva de la naturaleza universal, las cosas que no dependen para nada de nosotros, las cosas que los estoicos llaman “indiferentes”, por ejemplo, como la santidad, la gloria, la riqueza o la muerte, son llevadas a sus verdaderas proporciones.
No es imposible que esos textos de Marco Aurelio hayan sido influenciados por los modelos de la tradición cínica. En efecto, podemos observar una cierta analogía entre la descripción que él propone de la tierra vista desde lo alto y la visión del mundo humano que evoca su contemporáneo Luciano, muy influenciado por el cinismo, a propósito de los viajes cósmicos imaginarios. En su dialogo titulado Icaromenipo o el hombre que asciende más allá de las nubes. Luciano hace relatar por el cínico Menipo, cómo ha decidido ir a explorar el cielo para ver las cosas tal como ellas son, en vez de atenerse a las teorías decepcionantes de los filósofos. Se ajusta las alas para volar: el ala derecha, de un águila y la izquierda, de un buitre, y emprende el vuelo sobre la luna. Cuando la ha alcanzado, ve desde lo alto a la tierra entera y, como el Zeus de Homero, nos dice que observa bien el país de los Tracios como el país de los Mesenios e igualmente a Grecia, a Persia y la India, cosa que lo llena, dice, de un placer variado. Y observa también a los hombres: “Toda la vida de los hombres se me apareció”, declara Menipo, “no solamente la de las naciones y las ciudades, sino la de todos los individuos, los unos navegando, los otros haciendo la guerra, los otros en juicios”. Pero tiene el poder de descubrir el mismo eso que pasa bajo las tejas, al abrigo de los otros, donde cada quien se cree bien oculto. Luego de una larga enumeración de crímenes, de adulterios, que ve cometerse, Menipo resume sus impresiones hablando en desorden, en cacofonía y del ridículo espectáculo: los hombres se pelean por los límites de un país, cuando la tierra, vista desde lo alto, le parece minúscula; los ricos se enorgullecen de bien poca cosa: sus tierras, nos dice, no son más grandes que uno de los átomos de Epicuro, y las agrupaciones de los hombres parecen enjambren de hormigas. Menipo continúa su viaje a través de las estrellas para llegar ante Zeus y ve que se burla de las oraciones contradictorias y ridículas que los humanos les ofrecen.
En otro diálogo titulado Caronte o los vigilantes, es el barquero de los muertos, es decir, Caronte, que solicita un día libre para ir a ver la superficie de la tierra, lo que puede ser la vida sobre ella y que los hombres recuerdan tanto cuando llegan al Infierno. Esta vez no se trata sino de un viaje cósmico, pero Hermes y él, como lo habían hecho los Gigantes que querían escalar el cielo[36], juntan varias montañas para poder observar mejor a los hombres. Reencontramos entonces el mismo género de descripciones que en el Icaromenipo y que en Marco Aurelio: navegantes, ejércitos en guerra, juicios, trabajadores del campo, actividades múltiples, pero vistas siempre llenas de tormentos. “Si desde el inicio”, dice Caronte, “los hombres se dieran cuenta que son mortales, que tienen una breve estadía en la vida, ellos deberían salir como de un sueño y dejar todo sobre esa tierra, y vivirían más sabiamente y morirían con menos pesares”. Pero los hombres son inconscientes. “Ellos son como las burbujas producidas por un torrente que se desvanecen apenas se forman”.
El diálogo titulado Caronte, tiene por subtítulo en griego Episkopountes, “aquellos que vigilan”. Pero precisamente, el filósofo cínico considero que su rol es el de vigilante de las acciones de los hombres, que él es una especie de espía que observa las faltas de los hombres y las denuncia. En los Diálogos de los muertos de Luciano, Hermes invita irónicamente a Menipo el cínico a tomar lugar al lado de un piloto, con el fin de que pueda observar a los otros desde un lugar elevado[37]. Y las palabras episkopos, kataskopos, “vigilante”, “espía”, son referidas en la tradición antigua para designar a los cínicos[38]. Esa mirada desde lo alto, para ellos, está destinada a denunciar el carácter insensato de la manera de vivir los hombres.
Por otra parte, no es indiferente que sea Caronte, el barquero de los muertos que, en el escrito que lleva su nombre, mire así desde lo alto las cosas humanas. En efecto, ve las cosas en la perspectiva de la muerte. El cínico denuncia la locura de los hombres que, olvidando la muerte, se adhieren apasionadamente a las cosas, al lujo, al poder y están obligados a abandonarlas inexorablemente. Es por lo que llama a los hombres a rechazar los deseos superfluos, las convenciones sociales, la civilización artificial, que son para ellos una fuente de problemas, de preocupaciones, de sufrimientos y los invita a retomar una vida simple y puramente natural.
Agreguemos que, para Luciano, -lo aprendimos en su pequeño libro Como se escribe la historia-, la mirada que se hace desde lo alto a las cosas humanas no es solamente la del filósofo sino también la del historiador. O más exactamente, la mirada del historiador debe ser como la de un filósofo: es decir, con coraje, imparcial, extranjera a todo país, benévola para todos, no dando nada ni al odio ni a la amistad[39]. Y esta actitud debe traducirse en su manera de relatar los hechos. Él debe ser, nos dice, como el Zeus de Homero, que dirige sus ojos tanto al país de los Tracios como sobre los Mesenios. Nos encontramos así una vez más esa mirada divina homérica que se posa desde lo alto de la tierra, pero esta vez para encontrar el modelo de imparcialidad que debe expresarse en la estructura misma del relato, gracias al punto de vista elevado desde dónde el historiador observa. Aquí la visión desde lo alto aparece como la condición de la objetividad del historiador, de su imparcialidad. Es lo que los modernos llamaron “el punto de vista de Sirius”.
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4.- La tradición medieval y moderna
Encontramos en Pascal y en Voltaire el tema de la mirada desde lo alto, capaz de cambiar la representación que nos hacemos de nuestra existencia terrestre y, por consiguiente, nuestra manera de vivir. Ante ellos, son sobre todo las curiosidades de un viaje cósmico imaginario que interesa a los escritores. En la Edad Media, el cuadro del viaje cósmico sirve sobre todo para exponer la estructura del universo tal como se lo representaban los Antiguos. Una de las primeras obras de este género es la Cosmografía de ese memorable adepto de la escuela platónica de Chartres del siglo XII que fue Bernardo Silvestre[40]. Como bien lo ha señalado Hélène Tuzet[41], en la Divina Comedia, no hay ningún verdadero viaje. Si Dante asciende sobre el Empíreo con Beatriz a través de las nueve esferas celestes, “viaja al cielo sin mirarlo” y “el abismo desde el espacio no existe para él”. Pasa de una esfera a otra de manera instantánea.
Encontramos ese género literario al comienzo del siglo XVII, comenzando con el Sueño (Somnium) de Kepler, escrito en 1604 y publicado en 1634, que recuenta un viaje a la luna, seguido del Iter exstraticum del famoso padre jesuita Athanasius Kircher, aparecido en 1656, que describe un viaje a las profundidades del cielo, igualmente con El Otro Mundo, viaje a la luna y al sol contado por Curano de Bergerac, publicado en 1657 y 1662[42].
Pero en la misma época reaparece con Pascal el tema antiguo del contraste entre la inmensidad del cosmos y la pequeñez de la tierra:
Que el hombre contemple así la naturaleza entera desde lo alto y plena majestad, que elogie su punto de vista de los objetos de abajo que lo rodean […], que la tierra le aparezca como un punto, al precio de una vasta vuelta que describe en torno a ese astro [el sol] y que él se asombre de esa vasta vuelta sobre sí mismo, no es sino un punto muy delicado a la mirada de aquel que los astros que ruedan en el firmamento contempla […] Todo ese mundo visible no es sino un trazo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza.
Y Pascal, como los antiguos, saca las consecuencias: hay que hacer que el hombre aprenda a estimar la tierra, los reinos, las ciudades y a sí mismo en su justo precio.
Reencontramos también en Pascal el tema de lo infinito del tiempo y del espacio que nosotros hemos encontrado en Marco Aurelio:
Cuando considero la pequeña duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e igual que veo, perdido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me asusto y me asombro de verme aquí en lugar de allá, pues no hay ninguna razón para estar más aquí que allá, por qué ahora y no luego.
Es interesante ver como esta representación de la inmensidad del mundo y de lo infinito del espacio, que presentaba para Epicuro o para Lucrecio o para Marco Aurelio la serenidad y la paz del alma, aportaba a los hombres de los tiempos modernos temor, como lo muestra la célebre exclamación: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me atemorizan[43]”.
En el siglo XVIII, es dentro de la tradición cínica de Luciano que lo encontramos con El Diablo en la Botella de Lesage, que vuelve transparente los techos de las casas para ver mejor los vicios de los hombres. También con las novelas de Voltaire. Su Micromégas, editada alrededor de 1750, cuenta la historia de cierto personaje de ese nombre, habitante de un planeta próximo a Sirius, y de un tamaño gigantesco: ocho leguas de alto, y de un habitante de Saturno que tiene casi mil metros de altura[44], que emprende un viaje a través del cosmos y llega a la tierra. Es evidente la ocasión para Voltaire insistir sobre la pequeñez de la tierra. Pero, en Voltaire, no es únicamente el espíritu y el verbo de Luciano que revive; encontramos también en él la tradición del viaje cósmico que eleva al alma[45]:
Zadig dirigía su viaje sobre las estrellas. La constelación de Orión y el brillante astro de Sirius le guiaban sobre el polo de Canope. Admiraba esos vastos globos de luz que no parecían sino débiles chispas a nuestros ojos, mientras que la tierra que no está, sino en efecto, en un punto imperceptible en la naturaleza, parecía a nuestra codicia una cosa tan grande y tan noble. Él se imaginaba a los hombres tal como son en efecto, como insectos que se devoran los unos a los otros sobre un pequeño átomo de barro. Esa imagen parecía verdaderamente aniquilar sus desgracias que lo regresaban a la nada de su ser y de Babilonia. Su alma se lanzaba hasta el infinito y contemplaba, separado de su significado, el orden inmutable del universo. Pero cuando inmediatamente volvía a sí mismo y se reencontraba con su corazón, pensaba que Astarté estaba quizás muerta para él; el universo desaparecía a sus ojos, y no veía en toda la naturaleza sino a Astarté morir y Zadig infortunado. Cuando se dejaba a ese flujo y reflujo de filosofía sublime y de dolor abrumador, avanzaba sobre las fronteras de Egipto.
Zadig viajaba sobre la tierra dirigiendo su ruta gracias a la observación de las estrellas. Pero, al mirar el cielo, tenía una especie particular de trasportarse sobre la imaginación. En una especie de éxtasis, el contempla el orden del universo y se siente llevado al infinito, lo cual le procura la paz del alma al menos provisoriamente.
Al final del siglo XVIII, André Chernier había proyectado de ser una suerte de nuevo Lucrecio al escribir el poema titulado Hermes, que debía describir el sistema de la tierra, junto a las especies animales y vegetales, junto al nacimiento y evolución de la civilización humana hasta su final feliz, en una paz universal[46]. Los diversos esbozos de ese poema se circunscriben a un periodo que va desde 1780 a 1792:
Frecuentemente mi vuelo, armado de alas de Buffon,
cruzado con Lucrecio, y flambeado de Newton.
Veo el cinturón de azul sobre el globo extendido,
al ser y la vida y su fuente desconocida,
En los ríos de éter, todos los mundos rodantes.
Persigo al cometa con crines brillantes.
Los astros y sus pesos, sus formas, sus distancias.
Viajo con ellos en sus círculos inmensos […]
Los elementos diversos, su genio, su amor,
Las causas, lo infinito se abre a mis ojos ávidos.
Pronto, desciendo sobre nuestro fango húmedo,
Y ahí refiero sobre la naturaleza de fuego,
Por los rayos de los Dioses en su curso encendido.
Se entrevé aquí eso que será una de las ideas fundamentales de Goethe: la identidad del paso del poeta y del observador de la naturaleza, que ambos, deben estar más allá de las cosas para poder llegar a una mirada única llevada sobre el Todo.
Casa de Goethe en Weimar, escritorio.
5.- Las diferentes formas de mirar desde lo alto en Goethe
Para Goethe el ejercicio de mirar desde lo alto toma la forma de una descripción de impresiones demostradas, sean ellas referidas a una estancia real o ficticia en la cima de una montaña, sea de un ascenso en el aire, imaginado sobre el modelo del vuelo en globos aerostáticos, sea aquel otro de un vuelo en el cosmos. Algunos años antes, en efecto, había tenido lugar el primer vuelo del hombre en los aires, cuando los hermanos Montgolfier habían hecho su ascenso el 5 de junio de 1783. Goethe había estado vivamente impresionado por ese evento y había seguido con pasión todas las experiencias del mismo género que habían tenido lugar en la Alemania de entonces[47].
Casa del Jardín de Goethe en Weimar
Las cumbres de las montañas y la experiencia de renovación
Las cumbres de las montañas son para Goethe una especie de lugares mágicos que ejercen una influencia sobre el individuo que las alcanza. Como Wilhelm Emrich[48] lo ha señalado, es un trazo característico en la vejez de Goethe de situar sobre una alta montaña el instante decisivo donde se opera en sus héroes una profunda transformación interior, cuando ellos se separan de su rumbo, con el fin de rejuvenecerse de alguna manera y de orientarse hacia una nueva vida. La razón de ello es sin duda que la mirada desde lo alto eleva al alma más allá de lo cotidiano, y le hace ver la vida terrestre bajo un aspecto desconocido. Al final del tercer acto del segundo Fausto, luego de la muerte de Euforion, Helena abandona a Fausto y no le deja en las manos sino su vestido (Kleid), y Mefistófeles le dice[49]: “Ese vestido te llevará por encima de todo eso que es vulgar, en el espacio etéreo”. Ese vestido se transforma entonces en nube, que lleva a Fausto por los aires. Es volando, gracias a esa nube, que se reencuentra, al principio del cuarto acto, solo y en la cima de una alta montaña. Así que no se contenta de “contemplar bajo sus pies la más profunda de las soledades”, pero toma consciencia del sentido de su pasado y entrevé un nuevo porvenir.
Lo esencial de su pasado aparece en Fausto bajo la forma de dos nubes, una con la forma de Helena, la otra, como la de Margarita, que remontan más y más alto en el cielo. La primera “refleja, deslumbrante, el sentido profundo de los días desaparecidos” y, se eleva en el éter, “llevándose con ella lo mejor de él mismo”.
Su futuro es una total reorientación de su vida: asumir una vida activa al servicio de los otros hombres. En su vuelo que lo conduce a lo alto de la montaña ha visto al mar sumergir las tierras; puede incluso entonces exponer a Mefistófeles su gran proyecto: permitir a todo un pueblo vivir al abrigo de esa amenaza. Es la realización de ese plan que describirá el quinto acto, en el cual aparecerá la ambigüedad y los peligros de la acción humana.
Igualmente, al comienzo de los Años de viaje del Wilhelm Meister, Goethe coloca a su héroe en lo alto de una montaña: “A la sombra de una poderosa roca, Wilhelm estaba sentado sobre un lugar soberbio e imponente, donde el empinado sendero, a la vuelta de un saliente, descendía abruptamente sobre las profundidades”. Como lo fue para Fausto, será también para Wilhelm el lugar y la causa de la nueva orientación de su vida. El cambio profundo que se opera no es definido al principio del capítulo, sino que se expresa en la carta cuando Wilhelm escribe a Nathalie:
Heme aquí al fin sobre las cimas de estas montañas que nos separan de una barrera más poderosa que toda la extensión del país ya cruzado.
Lo alto de la montaña significa por tanto la separación con el pasado, pero también una perspectiva nueva que tendrá finalmente la misma orientación que la del Fausto: se consagrará al pensamiento y a la acción, pero en el caso de Fausto se dejaba llevar por una ambición sin límites y en el caso de Wilhelm, por una “renuncia”, como lo indica el subtítulo de la novela, es decir, consciente de los límites que encuentra en el dominio del conocimiento o de la acción. Geneviève Bianquis habla en los dos casos de una “conversión social[50]”, al mostrar con razón la importancia de esa orientación: “transformar al alma y la vida de los hombres al actuar sobre las condiciones materiales de su existencia”. Fausto emprende grandes obras de desecado de tierras; Wilhelm acompañará como médico a un grupo de emigrantes a América. No es imposible, como lo deja entrever Geneviève Bianquis, que el modelo de Voltaire, que estaba intensamente consagrado al desarrollo de la agricultura, de la industria, de la higiene, para mejorar la vida de los habitantes de su feudo de Ferney, haya podido ejercer una influencia sobre los intereses de Goethe en su vejez por las obras de utilidad social. Como veremos más tarde a propósito del Genio flotando por encima de la esfera terrestre, la mirada desde lo alto sobre la naturaleza puede inspirar el deseo de actuar al servicio de los hombres[51].
Casa de Goethe en Weimar, sala de estar
Las Cumbres de las montañas y la experiencia cósmica
Ya en su juventud, las cimas de las montañas parecían al poeta una suerte de revelación; basta recordar la estrofa del poema Al cochero Cronos[52] (1774). La diligencia, que en su curso figura la vida, es conducida por un cochero que Goethe identifica como el Tiempo. Ella llega a una cima:
Vasta, dominadora, grandiosa, la mirada
Hundida en la vida que le rodea,
De cumbre en cumbre,
Flota el espíritu eterno
En el presentimiento de la vida eterna.
En los Años de Viaje, lo frecuente de las cumbres no es solamente la ocasión de una ruptura y de una reorientación, sino finalmente, como en el texto sobre el Granito que hemos citado antes, es una suerte de experiencia cósmica. Por ejemplo, cuando, en el tercer capítulo, Wilhelm se encuentra con su amigo Jarno, una vez más sobre una cima abrupta, y es tomado por el vértigo. Cuando Jarno hace este señalamiento:
Nada es más natural que estar tomado por el vértigo ante el aspecto de un inmenso paisaje que se descubre bruscamente delante de usted y le muestra la pequeñez de vuestra grandeza[53]
Tomar consciencia de la pequeñez y de la grandeza del hombre, era precisamente, para Kant[54], el efecto que producía lo sublime, porque lo infinito nos aplasta, pero el pensamiento de lo infinito nos eleva, de tal manera que el sentimiento de lo sublime es a la vez pena, temor y placer. Es bajo esta perspectiva que probablemente Jarno agrega: “no hay verdadero goce sino ahí donde comenzamos a tener el vértigo”. No se trata más del vértigo físico, sino del vértigo ante lo inconcebible. En efecto, como lo señaló Erich Trunz en su comentario de los Años de Viaje, “la mirada que tenemos sobre el mundo desde lo alto de una cima es a la vez reconocimiento de lo infinito que nos es exterior y de los límites interiores que se imponen a nuestro saber[55]. La mirada desde lo alto, para aquel que es capaz de tomar consciencia del carácter sublime de eso que ve, le hace a desaparecer eso que es aprehensible y concebible por colocarlo en presencia de lo infinito y de lo inconcebible. Es lo que deja entender Wilhem cuando dice: “la mayor parte de las personas permanecen ahí [es decir, en una percepción superficial de las cosas] durante su vida y no llegan nunca a ese periodo espléndido donde eso que es concebible les parece común y vulgar[56]. Y Jarno responde a Wilhem: “Período espléndido, podemos decir, porque se tiende a estar entre la esperanza y la adoración”. Solo las naturalezas superiores tienen consciencia de los límites de nuestro conocimiento de la Naturaleza. Ven lo que Goethe llama los fenómenos originarios, más allá de los cuales no es posible ir, y dejan entrever, sin expresarlo, lo inconcebible y la adoración ante el misterio[57]: hay que “dejar los fenómenos originarios en su paz y su esplendor eternos”.
Casa de Goethe en Weimar
Vuelos de pájaros, de globos y poesía
Si Goethe, como lo hemos dicho, tomó tan gran interés por los primeros vuelos de globos aerostáticos, es porque había soñado intensamente superar la gravedad y de volar como un pájaro, más allá de todas las barreras, en su impulso sobre lo infinito. No es un azar si, en la primera estrofa de Viaje al Harz en invierno, el poema es comparado con el vuelo de un buitre que planea más allá de las nubes[58]. En Werther, es la gruya que simboliza el deseo de volar:
Cuantas veces he deseado ser llevado por las alas de las gruyas que pasan por encima de mi cabeza, volar a la orilla del mar inmensurable, beber en la copa espumosa de la infinita vida que, llena de alegría, se desborda[59].
Es de esta manera que el héroe de la novela evoca la visión paradisiaca que tuvo anteriormente de la Naturaleza y del estado de espíritu que tuvo cuando, desde lo alto de una roca, contemplaba el hormiguero de la vida universal. Fausto le hace eco, cuando contemplaba el paisaje iluminado por la caída del sol, y se imagina tener alas que le permitan seguir al astro en su curso. Lamenta que no sea eso sino un sueño, que las alas del espíritu no se adhieran como alas del cuerpo:
Por tanto, para cada uno de nosotros, es cosa innata que su sentimiento profundo conduzca a la vez a lo alto y sobre lo que está adelante; cuando, más allá de nosotros, perdida en el azul del espacio, la alondra hace retener las vibraciones de su canto; cuando más allá de la cima de pinos planea el águila con las alas desplegadas y que, más allá de los llanos y del mar, la gruya se apura sobre su patria[60].
Detengámonos un instante sobre el carácter particular de la emoción que provoca en nosotros el canto de la alondra. Como no evocar aquí las bellas páginas de Gaston Bachelard[61] que ha consagrado al tema de la alondra en la literatura, por ejemplo, de Schelley, Meredith, D’Annunzio. Cita esa fórmula feliz de Lucien Wolff empleada a propósito de Meredith: “La alondra mueve […] eso que hay más puro en nosotros”. “Ella no expresa únicamente”, dice Bachellard comentando esta vez a Schelley, “la alegría del universo, ella la actualiza, la proyecta”. Para nosotros, la alondra es a la vez vuelo y canto que nos arranca de la pesadez terrestre.
No es asombroso que para el Wilhelm de Años de Aprendizaje, el pájaro sea el símbolo del poeta, porque “el poeta, como el pájaro, puede volar sobre el mundo[62]”. Distante a los intereses sórdidos y de las inquietudes del común de los mortales, el poeta mira las cosas desde lo alto, ve la realidad tal como ella es: “Estalla en su corazón la pura flor de la sabiduría floreciente”. Es por lo que, por otra parte, afirma Wilhelm que no puede ejercer una profesión como los otros hombres.
Durante siglos el hombre ha soñado en volar como el pájaro, pero no pudo hacerlo sino por la imaginación. Y es el 5 de junio de 1783 que el sueño se hace realidad: el hombre se sustrae a la gravedad terrestre y, para Goethe, el globo de los hermanos Montgolfier se convierte en símbolo de la poesía. El 12 de mayo de 1798 Goethe escribe a Schiller:
Vuestra carta me llegó durante mi lectura de La Ilíada, como lo desearías. Regreso siempre a esa lectura de manera voluntaria pues gracias a ella me elevo más allá de todo lo terrestre, como en un globo de Montgolfier, y me encuentro así realmente flotando en ese espacio intermediario donde los dioses sobrevuelan en todas las direcciones.
Si la poesía de Homero nos eleva más allá de la tierra, es porque nos hace ver los eventos que narra, y el mundo entero, es visto como por la mirada de los dioses, desde lo alto del aire y las montañas, que contemplan las luchas y los sufrimientos de los hombres, sin privarse, por otra parte, de las posibilidades de intervenir, en ciertos momentos en favor de tal o cual. Esa mirada desde lo alto de los dioses homéricos fascina a Goethe. Por ejemplo, se deja llevar por su pasión por el vuelo, se compara al Hermes de Homero, “sobrevolando el mar estéril y la tierra infinita[63]”.
La poesía homérica es para Goethe un ejemplo de “verdadera poesía”, que la define así:
La verdadera poesía se reconoce por el hecho de, como un evangelio profano, liberarnos de los pesares terrestres que nos abruman, porque ella nos produce a la vez la serenidad interior y el placer exterior. Como un globo inflado de aire, nos eleva con el lastre que le hemos puesto a regiones superiores, y gracias a ella, los inextricables laberintos terrestres se desenlazan bajo nuestra mirada que los ve desde lo alto[64].
La última frase hace alusión al vuelo de Dédalo que había fabricado alas para escapar del laberinto en el que Minos lo había encerrado. Para Goethe el piloto del globo aerostático, que se eleva sobre la gravedad del mundo, y Dédalo que vuela escapando del laberinto, simboliza la liberación interior y la serenidad que nos trae la verdadera poesía. Ese superar la gravedad se encuentra en el destino de Euforion, el niño de Fausto y Helena, que es la encarnación de la poesía, personifica por otra parte, como dejando entender Goethe, la figura de Lord Byron. Euforion salta, brinca y, finalmente, se eleva por los aires más y más alto, hasta que, desgraciadamente, como Ícaro, cae y muere.
Goethe habla aquí de “evangelio profano”. La expresión es muy fuerte: la poesía es, de esta manera, una “buena nueva” para la humanidad. Esta definición de la verdadera poesía se sitúa en un contexto donde Goethe critica la poesía inglesa, a la cual reprocha de inspirar “una sombra de mal gusto por la vida”. Al contrario, la buena poesía debe aportar a la vez placer y serenidad. Nos libera de laberintos terrestres. Podemos notarlo en el entusiasmo de Goethe por la poesía homérica que es “verdadera poesía” y su representación idílica del mundo antiguo que ya hemos observado a propósito de la concepción goetheana del instante[65]. Pero hay que reconocer sobre todo que la liberación que aporta la verdadera poesía se realiza porque esta última implica una mirada desde lo alto, que nos separa de las preocupaciones terrestres y egoístas, para reemplazar nuestra vida aquí abajo en la vasta perspectiva del Todo. Como bien ha dicho Manfred Wenzel: “El verdadero poeta no procede de forma diferente al verdadero observador de la naturaleza. Ambos deben estar más allá de las cosas para poder dar una mirada única dirigida sobre el Todo”[66]. Se trata de percibir la totalidad y la unidad y no, como la mayoría de los hombres, solamente los detalles. Encontramos en todo esto una significación de la ciencia física practicada como un ejercicio espiritual por los filósofos antiguos y que les aportaba la serenidad y la paz del alma. La verdadera poesía es, pues, un “evangelio profano” en la medida que finalmente es una revelación, la revelación de la Naturaleza[67]:
¿Cuál podría ser la mayor ganancia del hombre en la vida,
Sino que Dios-Naturaleza se revele ante él?
Casa de Goethe en Weimar
Linceo o la pura contemplación
Linceo es el observador que mira desde lo alto de la torre del castillo de Fausto. Su nombre hace referencia a las extraordinarias capacidades visuales del piloto de los Argonautas. Aparece en el tercer acto de la segunda parte del Fausto, donde canta, todo deslumbrado, la belleza de Helena. En el quinto acto, es la belleza del mundo, que una vez más completamente deslumbrado, le dirige su alabanza[68]
Nacido para ver,
Responsable de explorar
Preso en esta torre
El mundo me place
Miro a la lontananza,
Y veo lo próximo.
La luna y los astros
el bosque y el corzo.
Así veo en todas las cosas
El eterno conjunto,
Y como ello me place,
También me gozo en mí mismo.
¡Oh, felices mis ojos,
Todo lo que habéis visto,
Todo, sin excepción,
Era hermoso, era bello!
Aquí la mirada desde lo alto de la torre nos lleva sobre el cielo y sobre la tierra. Provoca el asombro ante las distintas maravillas de la naturaleza, de las estrellas, del bosque, de los animales, maravillas que Goethe designa con la expresión “universal conjunto” (Zier) que corresponde, como lo ha señalado Friedrich Scheithauer, con el término griego kosmos, que significa a la vez “conjunto” y “orden”. Esta visión coloca al hombre en armonía con el mundo, pero también con él mismo: Linceo encuentra placer en él mismo porque sentir placer en el “eterno conjunto”. Es finalmente, por otra parte, la existencia misma que fascina a Linceo: “¡Oh, felices mis ojos,/ Todo lo que habéis visto,/ Todo, sin excepción,/ Era hermoso, era bello!”
Pero, como en Luciano, la mirada desde lo alto no revela solamente los esplendores maravillosos. Nos hace también conocer las malvadas acciones cometidas por los hombres. A penas Linceo termina su himno a la belleza del mundo coloca las cosas en su lugar:
No es para mí solo placer
Que esté en tan alto lugar
¿Cuál atroz terror
Me amenaza desde el fondo de las tinieblas?
Y describe eso que percibe poco a poco, el incendio por Mefistófeles de la pequeña casa de Filemon y Baucis. Está horrorizado por la desgracia que golpea a la vieja pareja. Describe con minuciosidad el espectáculo del incendio, los troncos quemándose, el color rojo púrpura. La Naturaleza es bella en todas sus manifestaciones, pero ignora el bien y el mal. Pienso inmediatamente en d’Albrecht Schöne[69] que, al final del himno de Linceo en honor al universal “conjunto”:
¡Oh, felices mis ojos,
Todo lo que habéis visto,
Todo, sin excepción,
Era hermoso, era bello!
hace alusión con antelación a la visión del incendio.
La mirada desde lo alto de Linceo es puramente contemplativa. Encerrado en su torre, no puede sino mirar, no puede actuar. Pero, sea como lo vea o como pueda verlo, el espectáculo es bello. Volveremos sobre esta relación posible entre la actitud ante el mundo percibido en todos sus aspectos y la de Nietszche[70].
Casa de Goethe en Weimar
“Genio volando más allá de la esfera terrestre”. Contemplación y Acción
Es otra perspectiva completamente distinta la que nos da un poema con un título sorprendente: “Genio volando más allá de la esfera terrestre”, una mano mostrando lo que está en alto y la otra, lo que está abajo. Ese poema es la explicación y el comentario de una de las ocho pinturas emblemáticas, que Goethe había colocado en su casa para el quincuagésimo aniversario del reino del Duque de Weimar en 1825. Según una explicación que da en un escrito de circunstancia, publicado el mismo año, cuatro de esos emblemas representaban las diferentes artes: la poesía, figurada por un águila sosteniendo una lira; la pintura, reconocida por el pincel, inscrito a una corona de laurel; la escultura, representada por un genio desvelando el busto de la naturaleza; la arquitectura, simbolizada por la escuadra, el compás y la plomada. Entre los otros cuatro, dos referían a la protección acordada a las artes por el gran duque de Weimar y a la paz procurada por las autoridades políticas. En cuanto a la pintura representada por el tapis sobre una urna, significaba, según el comentario, la posibilidad del arte de dar una especie de vida y belleza a los objetos sin vida. En fin, el emblema del que hablamos, el genio volando, simbolizaba “la contemplación y la meditación de lo que está en lo alto y lo que está en lo bajo. Podríamos agregar que personifica también la imaginación que permite el vuelo del espíritu. Sobre la pintura se observa la cima de la esfera terrestre y el cielo donde aparecen las nubes. En el cielo flota un genio representado bajo los trazos de un joven muchacho, provisto de alas y mostrando una mano a lo alto y la otra a la tierra.
El motivo de un ser volando más allá de la tierra está inspirado probablemente en las figuras de Dédalo e Ícaro, que podemos ver en ciertos libros de emblemas, por ejemplo, en la colección d’Anselme de Boot (ver ilustración), o en una edición de la Metamorfosis de Ovidio en 1607 realizada por Martin de Vos. Es posible, como lo hemos visto, que Goethe haya pensado la aventura
Anselme de Boot, Dédalo e Ícaro
de Dédalo e Ícaro al escribir sus estrofas sobre el Genio volando[71]:
Entre lo alto y lo bajo
Vuelo para mirar con alegría.
Tengo placer por la multitud de colores.
Me regocijo en el azul.
Y cuando, el día, las lejanas
Montañas azules[72] me arrastran apasionadamente,
Y cuanto la noche, sobreabundante de astros,
Brillante, espléndida, por encima de mí,
Todos los días, todas las noches,
Sopeso la suerte del hombre.
Si se piensa siempre en lo que es Justo
Tendrá siempre belleza y grandeza.
Goethe escribe unos años más tarde, escribe un poema que puede ayudar a comprender la tercera estrofa:
Cuando, el día, el zenit, y la lejanía
Se deslizan, azules, en el infinito,
Cuando la noche, en el punto que cubre a los astros
Cierra la bóveda celeste
Al verde, en la multitudes de colores,
Un corazón puro señala su fuerza.
Y también así lo alto y lo bajo
Enriquecen al noble espíritu.
En la primera estrofa, el genio personifica la contemplación imaginativa, deslumbrado, asombrado por el esplendor del espectáculo de los colores del cielo y de la tierra, se expresan de una manera análoga a la de Linceo. Pero en las estrofas siguientes, la perspectiva se abre al infinito. El genio describe el espectáculo sublime y grandioso del cielo estrellado y de las montañas terrestres, que están a lo lejos en los límites del horizonte a los cuales el hombre está habitualmente confinado. Como lo ha señalado Karl Vietor[73], no es un azar que Goethe insista sobre el color azul de las montañas y del azur (azul oscuro; n. de. trad.). Porque precisamente, en su Tratado de los Colores, el azul es, podríamos decir, el color del infinito, del siempre más allá, un color misterioso: “Este color hace al ojo una impresión extraña y casi informulable”, “una nada atractiva”, el color que siempre nos huye. “De la misma manera que nosotros vemos azules en la profundidad del cielo y en las montañas lejanas, de la misma manera también una superficie azul parece huir ante nosotros[74]”. El párrafo siguiente explica esta afirmación: “De la misma manera que perseguimos con placer un objeto que huye, de la misma manera es como nos place ver el azul, no porque nos aprese sino porque nos hace seguirlo”. El azul nos arrastra porque habitualmente lo percibimos vinculado con una profundidad inaccesible en la cual queremos hundirnos: “Zenit y lejanía se deslizan, azules, en el infinito”, dice la última estrofa del poema, en la cual no es el genio quien habla sino el poeta mismo que, desde su torre, describe el vuelo entre el cielo y la tierra. Al azul se juntan, en esa estrofa, el verde y la multitud de colores, haciendo eco así al deslumbramiento que expresa el genio en la primera estrofa. A la mirada de lo alto se agrega aquí, en Goethe, la contemplación de todos los colores, es decir, según el Tratado de los Colores, las diferentes combinaciones de la luz y la oscuridad. ¿Cómo no evocar la grandiosa conclusión del monólogo de Fausto al inicio de la segundo parte del Fausto? En un paisaje montañoso, el héroe observa elevarse el sol. Pero cuanto el astro aparece, los ojos no pueden quedar fijos ante la luz, y Fausto se voltea entonces hacia la cascada, en la cual la luz se refleja en un arco iris multicolor: “Es un reflejo colorido en el que vivimos[75]”.
El vuelo del genio flotando más allá del globo terrestre tiene también una dimensión ética:
Todos los días, todas las noches, sopeso la suerte del hombre. Si se piensa siempre en lo que es Justo (ins Rechte), tendrá por siempre belleza y grandeza.
He colocado en mayúscula a “Justo” para hacer comprender que Goethe no ha querido enunciar una fórmula banal del tipo: el hombre encuentra su grandeza haciendo eso que es bueno y justo (das Rechte). Pero todo el contexto deja entender que esa nobleza moral tiene una estrecha relación con lo que el Genio contempla: los colores, el cielo y las montañas, lo alto y lo bajo. Como Karl Vietor[76], pienso que el regreso a ins Rechte designa al orden, la legalidad del mundo, en la cual el hombre debe insertarse, en pensarse en su justo lugar en el seno de ese orden que se manifiesta por los fenómenos luminosos, pero también en el cielo estrellado y en las leyes de la naturaleza. Tal aptitud tiene un doble aspecto. Por una parte, la mirada desde lo alto sobre el mundo multicolor nos hace tomar conciencia de una realidad en la cual la mayor parte de los hombres no presta ninguna atención: el espectáculo grandioso y sublime de la tierra y de la bóveda estrellada, del cosmos del cual formamos parte. Ello provoca un ascenso de nuestra conciencia, sobre todo si, como es el caso para Goethe, “es un reflejo colorido en el que vivimos”, y nos hace presentir el esplendor insostenible del Dios-Naturaleza. Por otra parte –y esto es esencial para el Goethe de sus últimos años-, ese “Justo”, en el cual el hombre debe situarse, debe encontrarse en la acción del hombre al servicio de la comunidad humana.
Podemos observar un movimiento análogo en los Años de Viaje, cuando Wilhelm mira al cielo estrellado desde lo alto de una torre:
En la noche más transparente brillan y titilan todas las estrellas, envolviendo al espectador que piensa contemplar por primera vez la bóveda inmensa del cielo en su infinito esplendor[77].
Wilhelm tiene la impresión de contemplar al cielo por primera vez; en principio porque habitualmente las nubes, las cumbres, los bosques nos ocultan ese espectáculo, y hay que elevarse por encima de la tierra para poderlo disfrutar, pero sobre todo porque requiere de un ascenso espiritual para poder probar su carácter sublime. Hay que sobrepasar “las inquietudes secretas de nuestro corazón que, más que las nubes y las tormentas, agitan en todo sentido para ensombrecer a nuestros ojos del universo entero”. En principio hay que prestar atención a la serenidad interior para ser capaz de ver al mundo.
Wilhelm se siente aplastado por el espectáculo grandioso: “Conocimiento y sorpresa, cierren los ojos. La inmensidad prodigiosa cesa de ser sublime; ella traspasa nuestra facultad de comprensión, amenaza aniquilarnos ¿qué soy ante todo eso?” Pero Wilhelm “resuelve el enigma” empleando expresiones que son paralelas a aquellas que hemos encontrado en nuestro poema. El genio comparte la suerte del hombre al decir: “Si se piensa siempre en lo que es Justo, tendrá por siempre belleza y grandeza”. Y Wilhelm: “¿Puedes solamente pensarte en el seno de ese orden eternamente viviente, no manifiesta en ti algunas cosas que se calla continuamente, gravitando en torno a un centro puro?”
Ese centro del que habla Wilhelm no es otro que la consciencia moral del hombre. El poema Vermächtnis (“Testamento”), hablará precisamente de la conciencia moral como de un sol interior. La visión de la belleza del mundo despierta así, de tal manera, la responsabilidad moral del individuo a la mirada de los otros hombres. “Y cuando igualmente”, continua Wilhelm,”te será difícil descubrir en ti ese centro, reconocerás la influencia benéfica y benevolente que emerge y atestigua su existencia”. Paradójicamente, el espectáculo sublime del cosmos, que nos aplasta, invita a tomar consciencia del deber moral que se impone a nosotros a cada instante.
Por otra parte es posible, consciente o no, la representación tradicional del vuelo de Dédalo e Ícaro que ejerce aquí su influencia. El genio vuela mostrando una mano hacia el cielo y la otra hacia la tierra, es decir, de alguna manera, las dos dimensiones de la nobleza humana, el pensar del cosmos y la acción sobre la tierra. El flota en su justo sitio: podríamos decir que no hay mejor comentario de este poema que el poema póstumo de Nietzsche intitulado Reglas de vida, título que pareciera, por otra parte, de hacer eco al poema Reglas de vida de Goethe, del cual hemos hablado en relación al instante[78]. En uno y en otro, entrevemos una voluntad de proponer un arte de vivir:
Para vivir voluntariamente la vida
¡Hay que estar por encima de ella!
¡Por tanto aprende a elevarte!
¡Por tanto aprende - en mirarla sobre lo bajo!
¡No permanezcas a ras del suelo!
¡No te remontes muy a lo alto!
¡El mundo será para ti más bello,
Si lo miras desde mi lugar!
En los Años de viaje, consagrados a la acción humana en todas sus formas, que actúa, por ejemplo, de profesor o del proyecto de emigración a América, está a la vez muy sorprendido y es muy significativo de encontrar alusiones múltiples a los estados excepcionales de tomar consciencia de lo indecible y de lo infinito del cosmos, que son sólo asequibles a un reducido número de hombres. Por tanto, son las experiencias que fundan una suerte de acción moral y la atención por los otros hombres. Este estrecho vínculo entre la consciencia cósmica y la consciencia moral aparece de una manera sorprendente, por ejemplo, en la extraña figura de Macaria. Ella es capaz, mentalmente, de viajar mentalmente por el cosmos, es como un astro entre los astros, “no parece haber sido creada sino para separarse de lo terrestre” y, por tanto, a todo lo largo de la obra, se puede observar sus cualidades de directriz de consciencia y la influencia tranquilizadora que ejerce sobre todos aquellos que la rodean. Más modestamente, Werther es aplastado por la visión sublime del cielo estrellado, y sigue siendo un hombre de acción que ejerce la profesión de cirujano. Macaria o Wilhelm son ellos encarnaciones de ese “noble espíritu” del que habla el poema del Genio volador, porque las cosas desde lo alto o desde lo bajo, es decir, la contemplación del cosmos y la acción sobre la tierra aportan igual enriquecimiento. Erich Trunz[79] evoca en ello la célebre conclusión de la Crítica de la Razón Práctica de Kant: “Dos cosas colman mi alma de una admiración y de una veneración siempre nuevas: el cielo estrellado encima de mí y la ley moral que está en mí”. Para Goethe, consciencia cósmica y consciencia moral están íntimamente ligadas, porque el espectáculo de las leyes de la naturaleza invita al alma a encontrar en ella misma el deber de la acción al servicio del otro.
Ese genio que vuela entre el cielo y la tierra ¿no representa acaso a la poesía?, esa poesía de la que Goethe decía que nos arranca de la pesadez como un globo aerostático. ¿En qué se diferencia del águila que, en la serie de las ocho pinturas alegóricas, vuela también entre lo alto y lo bajo[80], y que es precisamente el símbolo de la poesía? El poema que Goethe escribe sobre esto le reprocha a la poesía el cantar mucho a las cosas de lo alto y poco a las de lo bajo del hombre sobre la tierra. En esta perspectiva, parecería que, para Goethe, la mirada desde lo alto y los estados sublimes pueden inspirar pero no reemplazar la acción moral y la preocupación por los otros hombres.
Aquí no habla sino de la tercera estrofa del poema sobre el Genio Volando[81]:
Tenemos suficiente de Memento mori,
Prefiero no repetirlo
Por qué debería yo, en el vuelo de la vida,
Torturarte con el límite!
Es por lo que, como un viejo barbudo,
Docendo, te recomiendo
Mi querido amigo, según la manera que es la tuya,
Sin más, vivere memento.
Esta estrofa, por su tono particular, parece totalmente extraña al tema de la mirada desde lo alto del Genio volando por encima del globo terrestre. Ella se burla del vocabulario escolástico y del sombrío horizonte monástico, confrontando sin cesar con la muerte. Pero muchos detalles precisos deben atrapar nuestra atención. En principio, Goethe habla del vuelo de la vida. En esta perspectiva, el Genio es finalmente el hombre viviente. La vida es un vuelo que se sitúa entre lo celeste y lo terrestre, entre el cielo estrellado y los colores de la tierra. Y, segundo detalle, si la vida es un vuelo, ella es un impulso, una aspiración sobre lo infinito que no debe ser problematizada por la idea del fin y del límite. Goethe es aquí el discípulo de Spinoza: “La meditación del sabio no es una meditación sobre la muerte sino sobre la vida[82]”. Podemos evocar sobre este tema una escena de Años de Aprendizaje, en la que Wilhelm Meister, la Sala del Pasado imaginado por el tío de Nathalie, ve, sobre un sarcófago, un personaje leyendo un rollo donde están escritas estas palabras: Gedenken zu leben (“No olvides de vivir”)[83]. Encontramos aquí el sí a la vida y al mundo de Linceo: “Eres tan bello”, o del poema El Novio: “Sea la que sea, la vida es buena[84]”.
Hemos visto que el tema de la mirada desde lo alto en Goethe se inscribe en una larga y rica tradición. Pero podemos constatar también la originalidad de Goethe, que en relación a esa tradición, es considerable. El tema del desprecio de las cosas terrestres, ilustrado por Luciano y por Voltaire, desaparece completamente. Goethe habla sin duda de las pequeñeces del hombre. Pero si el hombre se siente aplastado por el espectáculo del cosmos, reencuentra toda su dignidad al insertarse en el orden universal, en la legalidad de la naturaleza. La mirada desde lo alto es, antes que nada, impulso sobre lo infinito, pero también deslumbramiento ante el esplendor del mundo y de la vida. Pero, como en la antigüedad, es un ejercicio espiritual que exige en aquél que lo practica de tener una cierta disposición moral. La mirada desde lo alto abre unas perspectivas insospechadas sobre el cosmos y sobre la vida humana, y provoca una especie de éxtasis cósmico. Pero para acceder a ello hay que, como Wilhelm, contemplar las estrellas, realizar un ascenso espiritual, liberarse de las preocupaciones y de los intereses materiales, para ser capaz de asombrarse, admirar y percibir lo sublime. Es posible que las teorías kantianas sobre lo bello y lo sublime hayan ejercido una influencia sobre Goethe. Se podría decir que, para Kant, sólo el alma buena es capaz de sentir la belleza de la naturaleza, porque ella no está enceguecida por el interés egoísta.
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6.- La mirada desde lo alto después de Goethe
Viviendo al mismo tiempo que Goethe, Leopardi ha evocado también la mirada desde lo alto a propósito del poeta y del filósofo. En 1823, tres años antes de que Goethe escribiera su Genio volando encima del globo terrestre, en su diario, intitulado Zibaldone, anota que la inspiración y el entusiasmo corresponden a una suerte de visión desde lo alto:
La poesía lírica, en la inspiración, la filosofía, en la especulación sublime, el hombre de imaginación y sentimiento, en su entusiasmo, todo hombre bajo el toque de una gran pasión, en el entusiasmo de las lágrimas y, me atrevo agregar, pasablemente calentado por el vino, vea y mire las cosas como desde una altura superior respecto a aquella que la inteligencia de los hombres atienden de ordinario.
Y Leopardi explica inmediatamente que esa mirada desde lo alto permite ver de un solo golpe de ojo una multitud de objetos que se les considera habitualmente separados unos de otros. Nos encontramos aquí con una idea análoga a aquella que Goethe tiene para dirigir, por encima de las cosas particulares, y poder llegar con a una mirada única captar al Todo.
Casi cincuenta años después de Leopardi, encontramos el tema en Baudelaire. Al principio de Flores del Mal, cuatro poemas están consagrados al poeta o a la poesía: Bendición, El Albatros, Elevación y Correspondencia. En El Albatros, el poeta es comparado con un pájaro hecho para volar, un “príncipe de nubes”, que es reducido y ridiculizado cuando desciende sobre la tierra. Pero el vuelo del espíritu del poeta es descrito de una manera muy detallada en Elevación[85]:
Por encima de estanques, por encima de valles,
De montañas y bosques, de nubes y mares,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrellas esféricas,
Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la profunda inmensidad,
Con voluptuosidad indecible y viril.
De montañas y bosques, de nubes y mares,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrellas esféricas,
Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la profunda inmensidad,
Con voluptuosidad indecible y viril.
Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas,
Ve a purificarte en el aire superior
Y bebe, como puro y divino licor,
El fuego celeste que inunda los límpidos espacios.
Detrás de los hastíos y los hondos pesares
Que cargan con su peso la brumosa existencia,
Feliz aquel que puede con ala vigorosa
Lanzarse sobre los campos luminosos y serenos;
Aquel cuyos pensamientos, como las alondras,
Sobre matutino cielo toma libre vuelo,
¡Que planea sobre la vida, y comprende sin esfuerzo,
El lenguaje de las flores y de las cosas mudas!
El vuelo del espíritu lo lleva más allá de la tierra e igual de lo que es visible en el cielo. Como lo hemos visto en Goethe, el poeta se separa aquí de los pesares terrestres, de las preocupaciones, de los intereses materiales y carnales. Se lanza más allá de todo, al infinito. Este vuelo procura una purificación y una suerte de ebriedad: el espíritu bebiendo, como un licor, el fuego celeste. Las últimas estrofas oponen la vida sobre la tierra: miasmas mórbidos, hastíos y hondos pesares, existencia brumosa y el medio al cual se lanza el espíritu: espacios límpidos, campos luminosos y serenos. El espíritu es comparado con la alondra que toma libre vuelo sobre los cielos.
Mirar desde lo alto y vuelo de espíritu están vinculados: el espíritu “vuela sobre la vida”. El final del poema es muy significativo. ¿Por qué nos dice que aquel que vuela hacia lo infinito “comprende sin esfuerzo el lenguaje de las flores y de las cosas mudas”? Es porque el espíritu ha recobrado su pureza, su inocencia por ese vuelo purificador. No es asombroso que, en el conjunto de poemas Flores del Mal¸ sea Correspondencia que sigue a ese poema, porque Correspondencia nos da de alguna manera una suerte de llave para comprender el “lenguaje de las flores y de las cosas mudas”. Encontramos en Baudelaire eso que Goethe llama la “verdadera poesía”, que era a la vez desprendimiento de gravedades terrestres y contemplación del misterio de la Naturaleza.
Ese vuelo del espíritu, Baudelaire considera también escucharlo en la música del preludio de Lohengrin de Richard Wagner:
Me siento liberado de los eslabones de la pesadez, y reencuentro, por los recuerdos, la extraordinaria voluptuosidad que circula en los lugares altos […] Entonces concibo plenamente la idea de un alma moviéndose en un medio luminoso, de un éxtasis hecho de voluptuosidad y conocimiento, volando más allá y bien lejos del mundo natural[86]
Pero el tema de la mirada sobre lo alto no aparece solamente en la perspectiva de la poesía. Puede también servir para definir el espíritu en la que la filosofía y el historiador miran las cosas terrestres. Es eso que llamamos “el punto de vista de Sirius”. El origen de la expresión se encuentra probablemente en el Micromegas de Voltaire, porque el personaje de ese nombre era habitante de Sirius; ve las cosas de la tierra de una manera que podríamos llamar “el punto de vista de Sirius”, si bien Voltaire no empleó esa expresión: El mismo punto de vista se encuentra en una carta de Heinrich von Kleist, escrita en 1806, que expresa la desesperación del hombre que toma consciencia de lo insignificante que es su vida terrestre ante el infinito espacio. “¿Cuál puede ser el nombre de esa pequeña estrella que se ve de Sirius cuando el cielo está claro? La expresión “el punto de vista de Sirius” aparece, creo, por primera vez en Ernest Renan en 1880:
Cuando se tiene un punto de vista del sistema solar, nuestra órbita tiene a penas la amplitud del movimiento de un átomo. Vista desde Sirius es aún menor[87]
Durante años, los editoriales de Hubert Beuve-Méry, en el periódico Le Monde, llevaron el título “El punto de vista de Sirius”. Se tiene el punto de vista de Sirius cuando se practica un ejercicio espiritual de separación, de distanciamiento para obtener la imparcialidad, la objetividad y el espíritu crítico, al desplazar las cosas particulares a una perspectiva universal, si no cósmica.
Mirada del poeta, del filósofo, del historiador, es lo que finalmente encontramos en Nietzsche cuando escribe:
Todo eso que es necesario, visto desde lo alto y en la óptica de una vasta economía de conjunto, es igualmente útil en sí. No solamente hay que soportarlo sino hay que amarlo […] Amor fati, he ahí el fondo de mi naturaleza[88].
Aquí la mirada desde lo alto remplaza al evento en la perspectiva del Todo y justifica un Sí al mundo y a la realidad, hasta en sus aspectos más atroces.
Casa de Jardin de Goethe en Weimar, foto de 1904
7.- Aeronautas y Cosmonautas
Un hecho totalmente extraordinario de nuestra época es que hemos visto realizar viajes cósmicos que habían sido desde miles de años antes soñados, imaginados por la literatura o ejercicios espirituales. Se podría decir, en cierto sentido, que el hombre de Occidente se ha preparado por mucho tiempo espiritualmente para el viaje cósmico efectivo y ha vislumbrado el avance de las transformaciones que ese viaje podría conllevar en la conciencia de los individuos, en la representación que la humanidad se hace de ella misma y del mundo. Hemos visto como el viaje cósmico y la mirada desde lo alto, concebidos como ejercicios espirituales, podrían referir a ciertos filósofos como Séneca, Marco Aurelio o Luciano, al denunciar la vanidad y las injusticias de las desigualdades sociales y de la absurdidad de la guerra, como, gracias a esos ejercicios espirituales, el hombre se concebía a sí mismo como ciudadano del cosmos, como lo comprueba, al practicar, el sentimiento de una transformación, de un desplazamiento de la condición humana, que lo libra del temor a la muerte y le procura la paz y la serenidad interior.
La mirada desde lo alto no ha sido, por otra parte, llevado únicamente por la imaginación. Hemos visto los ascensos a las montañas en la Antigüedad hechas por Adriano y por el emperador Juliano, en el Renacimiento por Petrarca. En la época de Goethe, el hombre ha comenzado a superar la gravedad terrestre por el globo. Luego apareció la aviación.
Pero los vuelos espaciales han sido una experiencia absolutamente nueva. Por primera vez, el hombre ha visto desde lo alto la tierra en su conjunto, en una visión real. Podemos, por tanto, preguntar si la experiencia real ha provocado en ellos lo vivido por aquellos estados interiores análogos o totalmente diferentes de aquellos filósofos y poetas, como Goethe o Baudelaire, que lo han solamente imaginado. El problema es inmenso, y podría responder de una manera muy imperfecta. Por dos razones: en principio, en la perspectiva en la cual he tenido hasta aquí, quisiera considerar que la relación del hombre con la tierra que ve desde lo alto o con el cosmos donde está hundido, pero habrían muchas otras relaciones, sociales, psicológicas y técnicas que serían extrañas a mi investigación y que, por otra parte, no estoy en capacidad de tratar; seguido a esto, porque conozco de una manera muy limitada los testimonios de los astronautas hablando de sus estados interiores. Encuentro que este tipo de estudios tiene una veintena de años, pero, por otra parte, no he tenido el tiempo para trabajar mucho esta cuestión. El lector me perdonará quizás si no puedo hacerlo parte de mis reflexiones sobre sobre los clásicos, fundadas sobre los testimonios que se conocen de esa época. Había sido invitado a participar en el Coloquio titulado: “Fronteras y conquistas espaciales. La filosofía puesta a prueba”, que tuvo lugar en París en enero de 1987[89]. El coloquio tenía como fin intentar responder la pregunta: ¿los viajes cósmicos provocarían ellos una mutación, una transformación del hombre? En la misma problemática tocada ahí, ha sido compuesto, el mismo año, la colección de estudios titulados La Espaciopiteca. Sobre una mutación del hombre en el espacio[90]. Al año siguiente apareció una colección de testimonios de astronautas, ilustrado con fotografías, bajo el título La Tierra vista desde el cielo. Tales son las bases de mi documentación.
Es evidente que, para los astronautas, el estado de ingravidez es esencial. Podemos hablar del hommo ingravitus. Pero ello tiene unas consecuencias mucho más complejas que no podemos representárnoslo al imaginar un vuelo del espíritu humano más allá de la esfera terrestre en Goethe o también en Baudelaire. Para ellos separarse de la gravedad terrestre no podía sino provocar un estado de ligereza, de liberación de preocupaciones y vilezas de la vida. Pero ni Goethe ni Baudelaire no hubieron podido imaginar la realidad de esa experiencia cuando es vivida, en sus peligros psicológicos, la metamorfosis del comportamiento corporal por el hecho de realizarse en un medio donde no hay ni un arriba ni un abajo, que no es estructurado verticalmente; es el hecho de descubrirse flotando en el universo como la misma tierra, como un astro entre los astros en el cosmos[91].
¿Cuál es la relación ahora del astronauta con la tierra? Se trata, una vez más, de una relación muy compleja que conserva ciertos aspectos de la tradición literaria y filosófica, pero que introduce también elementos novedosos. Eso que desaparece completamente y que, por otra parte, había desaparecido ya en Goethe, es la idea de un desprecio por la tierra y sus habitantes. Sin duda, ciertos astronautas evocan estar impresionados por la pequeñez de la tierra en el cosmos: “Sonrío al darme cuenta de la inmensidad irrisoria y relativa de nuestro planeta[92]”. En principio, ellos están seducidos por la belleza de la tierra y, como Goethe[93], por la variedad de sus colores. Pero sobretodo, la tierra vista desde el cielo despierta en ellos mucho amor y solicitud. Como dijo el astronauta Wubo J. Ockels: “Creo que el hecho de estar en el espacio y de poder observar la tierra-madre hará nacer poco a poco un sentimiento de protección ante ella”[94]. Es significativo que la expresión tierra-madre es nombrada frecuentemente en los testimonios de los astronautas. Pero, en esta experiencia, el hombre se encuentra en una situación ambigua. Él se siente de la tierra, pero también se ha liberado de la tierra y, en cierta medida, de la condición humana[95]. En oposición al mundo terrestre “partiría al resto del Universo”, señala Michael Collins[96]. Podríamos pensar una especie de “sentimiento oceánico”, de comunión con el Todo. “no podrán creer cuánto eres arrastrado hacia esa materia agitada en torno a uno”, observa Thomas Stafford[97]. Al mismo tiempo, los astronautas sienten la nostalgia de la tierra, del viento y del olor de ella[98]. La tierra apareció a los astronautas bajo otra perspectiva y, como filósofos de la antigüedad, ciertos de ellos denuncian la absurdidad de las fronteras que dividen[99]: “La tierra es tan bella al desaparecer las fronteras nacionales”.
En fin, hay el carácter incomunicable de esa experiencia. El “síndrome del astronauta”, dice Wubo Ockels[100], pues ha vivido una experiencia incomunicable. El autor habla de un encuentro de astronautas en Budapest. Todos ahí encontraban que sabían de lo que hablaban. “Pero el problema es el siguiente: cada vez que un astronauta dice: “volar en el espacio es espléndido, asombroso, no existen fronteras”. Entonces, porque si nosotros estamos afectados por esta visión de mundo, ¿por qué no hacer la paz, etc.? Ello no es tomado en serio”. “No cambiará nada que un puñado de astronautas corran la tierra gritando: ¡El Mundo es Bello!” ¿Y entonces? La única cosa que podría ayudar sería que los políticos vayan por el buen camino. Deberían hacerse una idea de ello”.
La experiencia del vuelo cósmico produjo una profunda transformación en aquellos que la vivieron, como lo testimonia Edgar Mitchell quien, por una parte, hace alusión a una nueva relación con los hombres: “Es por los tecnólogos que podemos ir a la luna. Es por la humanidad que nosotros regresamos” y, por otra parte, una nueva relación con el universo: “Fuertemente he sentido que el universo es inteligencia, armonía y amor[101]”.
Es difícil decir si todos los viajeros del espacio tienen tales representaciones. Todos no son quizás capaces de efectuar el viaje cósmico interior, aquel de los filósofos, los poetas, los sabios que han osado emprender y que consiste en liberarse interiormente de una manera de ver muy parcial o muy antropomórfica al mundo, con el fin de ver todas las cosas en la perspectiva del cosmos. Sin viaje cósmico interior, sin mirada desde lo alto vivido como ejercicio espiritual de separación, de liberación, de purificación, los viajeros del espacio continuaran tomando a la tierra como ellos en el espacio, no la tierra parte del cosmos, sino la tierra como símbolo de lo humano demasiado humano, de las mezquindades humanas. El espacio puede entonces no ser sino el teatro agrandado de esas absurdas guerras de religión que continuaran desgarrando a la humanidad en este principio del siglo XXI. La conquista del espacio puede dar solamente un campo más vasto a la locura humana.
Pierre Hadot
(*) Este texto pertenece al libro de Pierre Hadot: N´Oblieu pas de vivre. Goethe et la trdition des exercices spirituals. Ed. Albin Michel, París, 2008.
Notas:
[1] El texto alemán en Goethe Werke, HA, t. XIII, p.255-256.
[2][2][2] B. Saints, Girons, Le sublime de la antiquité à nos jours, Paris, 2005, p.96.
[3] Uno reencuentra la imagen de la montaña como altar en el poema Viaje a Harz en invierno, en Poésies t.I, p.370-371.
[4] H. Blumenberg, La Légitimité des Temps Modernes. Paris, 1999, p. 133 (Die Legitimität der Neuzeit¸ Francfort-sur-le- Main, 1996, p. 336, n. 247).
[5] J. Burckhardt, Griechische Kulturgeshichte, III, 2, en Gesammelte Werke, t.VI, p.82. Se puede encontrar una crítica a la opinión de Burckhardt en G. Pochat, Figur und Landshaft. Eine historische nterpretation der Landschftsmalerei, Berlin, 1973, p. 182ss.
[6] Sobre los sentimientos que inspira la montaña al hombre moderno, cf. M.H. Nicholson, Mountain Gloon and Mountain Glory. The Development of the Aesthetics of the Infinite, Cornell University, 1959.
[7] J. Le Goff, La Naissance du Purgatoire, Paris, 1981, p. 11.
[8] El texto de Homero, La Iliada, IV, 275-276 dice así: “Como cuando un varón pastor de cabras/ desde una atalaya ve una nube/ que sobre el mar avanza/ por el soplo del Zéfiro impelida,/ y a él, que se halla lejos,/ negruzca, cual pez, se le aparece,/ según ella a la mar se va bajando,/ pues va arrastrando una tormenta inmensa,/ y al verla se estremece y sus ovejas/ al abrigo conduce de una gruta…”. Trad. Antonio López Eire. Ed. Cátedra, 1989, p. 183-184, libro IV versos 275-280.
[9] Ídem, p.245, V, 770-772.
[10] Apolonio de Rodas, Argonauticas, I, 1112-1116.
[11] Sobre la mirada desde lo alto y la geografía, cf. las páginas consagradas a ese tema en Chr. Jacob, La Description de la terre habitée de Denys d’Alexandrie ou la lecon de gégraphie, Paris, 1990, p. 23-28.
[12] Aristófanes, Las Nubes¸versos 275-290. Trad. Angel Ma. Garibay, Ed. Porrúa, México, p. 72.
[13] Séneca, Cartas a Lucilio, 89, 21; Marcial, Epigramas, IV, 64; Plinio El Joven, Cartas, V, 6 y II, 17; Estacio, Silvas, II, 2; Antología Palatina, IX, 808.
[14] Séneca, Cartas a Lucilio, 79, 2.
[15] Historia Augusta, Vida de Adriano, 79,2.
[16] Ibid., 14, 3.
[17] Ammien Marcelino, Histoires, XXII, 14, 4-6.
[18] Lucrecio, De la naturaleza, VI, 468-469; VI, 421-422.
[19] Diodoro de Sicilia, Biblioteca Histórica, XVII, 7, 6.
[20][20] A.-J. Festugière, La Révelation d’Hermes Trismégiste, t.II, p. 445, n.6 (las páginas 441-459 son muy interesantes para el problema que nos ocupa).
[21] Ibid. P.445, n.6.
[22] Fr. Frontisi-Ducroux, Dédale. Mithologie de l’artisan dans la Grèce Antique, Paris, 2000 (1era. Ed. 1975).
[23] La representación del vuelo del espíritu posee, para ciertos historiadores, el problema de una influencia eventual del chamanismo. He evocado ese tema en ¿Qué es la filosofía antigua?, Paris, 1995, p.276-289, y en el artículo “Chamanismo en la Filosofía Griega”, en H. –P. Frankfort et R. Hamayon (ed.), The Concept of Shamanism. Uses and Abuses, Budapest, 2002, p. 385-402.
[24] Du Sublime, XXXV, 2-3, p.50.
[25] República, VI, 9-29.
[26] Filón, De specialibus legibus, III, # 1-2 (trad. Moses). Compárese también con ibid., II # 644, hablando de los sabios, ciudadanos del mundo.
[27] Lucrecio, De la naturaleza, I, 72-74; II, 1044-1047: III, 16-17.
[28] Séneca, Cartas a Lucilio, 102, 21.
[29] Marco Aurelio, Écrits pour lui-même, XI, 1.
[30] Cf. los textos de P. Hadot, ¿Qu’est que la philosophie Antique?, op. cit., p. 185.
[31] Cicerón, República, VI, 16, 16; cf. Séneca, Cuestiones Naturales, prologo, # 11-12; Marco Aurelio, op. cit., VI, 36 y XI, 12.
[32] Ovidio, Metamorfosis, XV, 147-151.
[33] Lucrecio, De la naturaleza, II, 7-10.
[34] Séneca, Cuestiones naturales, I, Prólogo, # 7.
[35] Marco Aurelio, op. cit., VII, 48; IX, 30; XII, 24, 3.
[36] Homero, Odisea, XI, 308.
[37] Luciano, Diálogos de los muertos, 20, t. VII, Loeb Classical Library, n° 431, p. 102.
[38] Por ejemplo en Epicteto, Entretiens, III, 22, 24.
[39] Luciano, Como se escribe la historia, # 41, trad. inglesa, t. VI, Loeb Classical Library, p.56.
[40] Bernard Silvestre, Cosmographie, introducción, traducción y notas por J. Lemoins, París 1998. La obra es conocida también bajo el título De mundi universitate libri duo sive Macrocosmus et Microcosmus.
[41] H. Tuzet, Le Cosmos et l’imagination, Paris, 1989, p. 217.
[42] Sobre esos textos cf. A. Koestler, Los Somnambules, Paris, 1960; M.H. Nicholson, Voyages to the moon, N.Y., 1948, y The Breaking of the Circle, N.Y., 1949; H. Tuzet, Le Cosmos et l’imagination, p. 215 ss.
[43] Pascal, Pensées, ed. L. Brunschvigs, Paris, 1971, # 72, p. 347-349; # 305, p. 427; # 206, p. 428.
[44] Voltaire, Micromégas, cap. Primero, p. 29 (Hatier Poche).
[45] Id. Zadig, cap 9, p. 49 (Hatier Poche).
[46] André Chenier, Oeuvres complètes (Bibliothèque de la Pléaide), Paris, 1958, p.391.
[47] Cf. los excelentes artículos de R. Denker, “Lufthardt auf montgolfierische Art in Goethes Dichten und Denken”, Jarhbuch der Goethes-Gesellschaft, 26 (1964), p. 181-198, y de M. Wenzel, “Buchholz peinigt vergebens dis Lüfte. Das Luftfarht – und Ballonmotive in Goethes naturwissenschatlichem und dichterischen Werk”, Jahrbuch des Frieien Deutschen Hochastifts, 1988, p. 79-122, esta lectura me ha ayudado mucho a redirigir el presente estudio.
[48] W. Emrich, Die Symbolik von Faust II, Frankfort-Bonn, 1957, p. 370.
[49] Faust II, acto III, versos 9952-9953, op.cit., p. 1261.
[50] G. Bianquis, “Goethe et Voltaire”, en Études sur Goethe, Paris, 1951, p.98.
[51] Cf. supra.
[52] Traducción ligeramente modificada de J.-F Angelloz, en Les Pages immortelles de Goethe, presentadas por H. Carossa, Paris, 1942, p.117. Ver también Goethe, Poésies, t. I, p. 250.
[53] Goethe, Años de Viaje, I, 3.
[54] Kant, Critique de la faculté de juger, II, # 26-28. Trad. A. Philonenko, p. 94-98.
[55] Goethe, Werke, HA, t. VIII, p. 561.
[56] Goethe, Años de viaje, I, 3.
[57] Sobre la noción de fenómeno originario, cf. G. Bianquis, Études sur Goethe, Paris, 1951, p. 45-80; P. Hadot, Le Voile d’Isis, p. 261.
[58] M. Wenzel, art. cit., p. 95, el poema de Goethe se encontrará en Poésies, t. I, p.366.
[59] Werther, p. 67.
[60] Goethe, Faust I, versos 1092-1099, Théâtre complet, p.981.
[61] G. Bachellard, L’Air et les songes, Paris, 1992 (Le livre de poche), p. 106-116.
[62] Años de aprendizaje, II, 2.
[63] Carta a Kestner del 5 de febrero de 1773, WA, t. IV, 2, p.52; cf. W Schadewaldt, Goethestudien. Natur und Altertum, op. cit., p. 134 y 155.
[64] Poésie et Verité, trad. P. du Colombier (modificado), libro XIII, p.371. Quizá sea interesante agregar que Goethe escribe a Carlota von Stein que Voltaire mira desde lo alto, como desde un globo de Montgolfier, pero también ve con cierto desprecio (Goethe Briefe, HA, t.I, 7 de junio de 1784, p. 440).
[65] Ver en este blog “La presencia es la única diosa que adoro” de Pierre Hadot, en el mes de marzo del 2011.
[66] M. Wenzel, art. cit, particularmente p. 104-105.
[67] En el austero osario, verso 31-32, HA, t.I, p. 367, en Poésie, t.II, p. 275.
[68] Fausto II, acto V, verso 11288-11303, op. cit., p. 1311-1312.
[69] A. Schöne, J.-W. Goethe, Faust, Kommentare, Darmstadt, 1999, p. 728.
[70] Refiere Hadot a su capítulo El sí a la vida y al mundo, que colocaremos en los meses siguientes en el blog.
[71] Se encontrará el texto en alemán y la traducción (que P. Hadot se permite modificar algo) y sus diferentes estrofas en Goethe, Poésies, t.II, p. 730.
[72] Con R. Ayrault (Poésies, t.II, p.730) y K. Vietor (“Goethes Altersgedichte”, en K. Vietor, Geist und Form, Berna, 1952, p.154), p. Hadot retiene la versión: Blauer Berge (“montañas azules”), que prefiere a las otras versiones: Luftiger Berge (“montañas batidas por los vientos”) o Bunter Berge (“montañas abigarradas”). Es más coherente, dice Hadot, con la teoría de los colores que subyace en el poema. En Poesía y Verdad, III, 11, Goethe evocando el peregrinaje al monte Saint-Odile, habla del azul de las montañas suizas que se ve desde lo lejos y que “arrastran” tanto a él como a sus compañeros.
[73] K. Vietor, op. cit., p. 154ss.
[74] En: Tratado de los Colores, # 779-780.
[75] Faust II, acto I, versos 4727, op. cit., p. 1076.
[76] K. Vietor, op. cit., p. 157.
[77] Años de viaje, I, 10.
[78] Ver en el blog “La permanencia es la única diosa que adoro”, mes de marzo 2011.
[79] E. Trunz, en Goethe, Werke, HA, t. VIII, p. 583.
[80] Texto alemán y traducción en Poésies, t. II, p.728.
[81] Ibid., t. II, p. 730.
[82] Spinoza, Etica, IV, # 67.
[83] Años de aprendizaje, VIII, 5.
[84] Poésies, t. II, p. 745.
[85] Baudelaire, Oevres complètes, t. I, ed. C. Pichois (Bibliotèque de la Pléiade), Paris, 1975, p. 7-11.
[86] Ibid. Nota de C. Pichois, p. 839, citando el ensayo de Baudelaire sobre Wagner.
[87] E. Renan, Oevres complètes, t. XI, Paris, 1958, p. 1037.
[88] Cf. Nietzsche contra Wagner, Épilogue, # 1, en Nietzsche, Oeuvres philophiques complètes, t. VIII/1 (1974), p. 370.
[89] J. Schneider y M. Léger-Orine (ed), Frontières et Conquête spatiale, Dordrecht-Boston-Londres, 1987.
[90] A. Brahic, P. Langereux et alii (ed), Le Spatiopithèque. Vers une mutation de l’homme dans l’espace, Paris, 1987.
[91] Ibid., p. 176 (testimonio de Wubo J. Ockels).
[92] La Terre vue du ciel, p. 137 (testimonio de Jean-Loup Chrétien); p. 80 (James Irwin); p.104 (Pavel Popovitch); p. 184 (Vitaly Sebastianov).
[93] Ibid., p. 165 (Olev Makarov); p. 113 (Patrick Baudry); p. 116 (Vladimir Lyakov); p. 134 (Byron Lichtenberg).
[94] Le Spatiopithèque, p. 179; La Terre vue du ciel, p. 59 (Akexeï Leonov); p. 88 (Alfred Worden); p. 176 (Alexander Alexandrov); p. 220 (Sigmund Jähn).
[95] Le Spatiopitèque, p.177 (Wubo Ockels).
[96] La Terre vue du ciel, p. 99.
[97] Ibid., p. 46.
[98] Ibid., p. 53 (Loren Acton); p. 177 (Piot Klimack); p. 200 (Andrean Nikolaiev).
[99] Ibid., p. 131 (Mohammed Ahmed Faris); p. 138 (Sultan ben Salman al-Saoud).
[100] La Spatiopitèque, p. 181.
[101] La Terre vue du ciel, p. 215 y 216.
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