La poética de la lectura (III)
Una aproximación a la obra de
Jorge Luis Borges
David De los Reyes
Secuencia Trinitaria Vegetal. DDLR2021. Redes Sociales Vegetales
Observación: Esta es
la tercera parte de mi ensayo sobre la obra de Borges. Las otras dos han
sido publicadas en los meses mayo y junio de este año en el blog. Falta
una parte más, a publicar en el mes de agosto.
IV
Carlos Fuentes ha comentado la poética de la lectura en Borges en su libro Valiente Nuevo Mundo (1990). De él
vamos a comentar y transcribir ciertos textos que nos parecen importantes para
nuestro escrito. Fuentes comenta que en Borges
encontramos, entre muchas de sus narraciones, un tiempo y un espacio
totales, que son sólo aproximados por un conocimiento total. Borges encierra
tal conocimiento en una biblioteca, la
cual posee también la condición de ser total; ello tiene por fin el hacernos
sentir que el mundo de los libros está
liberado de las demandas de la cronología o de la sucesión total: un autor, una
biblioteca, un libro, significan todos los autores, todas las bibliotecas y
todos los libros, presentes aquí, ahora, contemporáneos los unos de los otros
no sólo en el espacio (La Biblioteca de
Babel , El Aleph) sino en el tiempo: Kafka junto a Dante junto a
Shakespreare junto a Kafka junto a Borges, (Fuentes 1990.p.38-39). Para
Fuentes, igualmente, somos nosotros los lectores quienes trastocamos la unidad
del libro o del conocimiento o de la literatura o del tiempo y el espacio en
una multiplicidad. La unidad de la literatura brota de la pluralidad de las
lecturas. Borges acaso crea totalidades herméticas, de tiempo y espacio, como
planteamiento inicial e irónico de la narración, pero las traiciona enseguida
con accidentes cómicos, particularizantes (ej.: Funes el memorioso, sabe siempre qué hora es). Borges sabe que el
hombre puede concebir un tiempo y un espacio y un conocimiento absoluto, pero
el poder de tales absolutos está en las manos de esos mismos hombres que lo han
creado y éstos serán siempre seres plurales, imperfectos, mortales. Fuentes le
va a endilgar un término para descifrar, en cierta forma, esa unidad de tiempo
y espacio en la obra borgeana; término que es tomado de Batjin: la cronotopía (Batjin: llama así a que
todo proceso de asimilación de historia y literatura debe pasar primeramente
por la definición de un tiempo y un espacio). La cronotopía absoluta se vuelve
relativa mediante la lectura. Todo libro es un ente inagotable y cambiante por
el sólo hecho de ser, constantemente, leído. El tiempo de la escritura puede
ser finito y crear, sin embargo, una obra total, absoluta: pero el tiempo de la
lectura, siendo infinito, crea cada vez que es leída una obra parcial,
relativa, (ídem p. 39). La historia, todos los siglos de siglos, y pudiéramos
decir la eternidad, sólo discurren, gracias al lector en un “ahora”. Sólo en el
presente se lee la historia. En la narración de Pierre Menard, autor del Quijote, Fuentes nos advierte que cada
escritor crea sus propios antepasados. La literatura revierte la condición
natural de todo fenómeno físico o lógico; la causa sigue al efecto ¿Por qué? El
hecho reside en que “el tiempo literario es reversible”, pues la totalidad de
la literatura se nos ofrece a cada instante a nosotros los lectores: al leerlo,
nosotros nos convertimos en la causa de Cervantes; pero a través de nosotros,
los lectores de Cervantes (y Borges) se
vuelven nuestros contemporáneos – pero también contemporáneos entre sí. Pierre
Menard es el autor de Don Quijote porque cada lector es el autor de lo que
lee, (ídem, p.40). Lo dijo Vico, lo dijo Batjin, lo dijo Borges y lo repite
Fuentes: creamos la historia porque nosotros leemos la historia, la cual es
cambiante a cada nueva lectura, por la función
de la cronotopía, por la invención del tiempo y espacio relativo nuestro
que se cuela al tiempo y espacio ideal de la historia, de la literatura o de
cualquier libro en el momento de su lectura. La cronotopía total de Borges dio a los escritores hispanoamericanos la
comprensión simultánea de tres realidades. La primera fue la realidad universal
del tiempo y el espacio modernos, relativistas aunque inclusivos. En la
cronotopía Borgeana se encuentran, narrativamente vivos, Einstein y Heisenberg.
La posición de los objetos en el espacio es definida en su relación relativa
con otros objetos en el espacio. El orden temporal de dos eventos no es
independiente del observador del evento. El observador no puede separarse de un
punto de vista. Tiene que ser considerado parte del sistema. No puede haber
sistemas cerrados porque cada observador describirá el fenómeno de manera
distinta. (ídem p. 41). Para ello es necesario el lenguaje. Espacio y tiempo
son productos de un lenguaje; es más, son lenguaje; espacio y tiempo son
nombres en un sistema descriptivo abierto
y relativo, (ídem). Si tomamos lo anterior como una premisa cierta nos
encontramos que sólo el lenguaje es quien da existencia y presencia a distintos
espacios y tiempos; espacios y tiempos divergentes, convergentes y paralelos
como lo es en la escritura borgeana. Con Borges la literatura hispanoamericana
asume la paradoja de la relatividad para dar cuenta de la totalidad. El lector
debe aprehender la obra en un momento del tiempo, más que como una
consecuencia. Y esa instantaneidad requiere un despliegue espacial apropiado:
una cronotopía, (ídem p. 43). Para Fuentes, Borges es el escritor que ha explicado, para la
narrativa hispanoamericana tal cronotopía moderna. Sus relatos serán aburridos
para quien no posea una inteligencia que pueda comprender una diversidad de
tiempos y espacios que, a la vez, revelen una diversidad de culturas. Borges
nos muestra la parcialidad del eurocentrismo que es negado por la revolución de
la conciencia cultural moderna (ídem, p.43). Con ello nos presenta un nuevo
lugar para el escritor hispanoamericano: ya no hay centros exclusivos o
aislados de la cultura. Las excentricidades de Herder – sólo Europa es histórica – o de Hegel –América es un todavía no, un nondum – dejaron de ser centrales
cuando la violencia histórica generalizada del siglo XX demostró que todos
somos excéntricos y que ser excéntricos es la única manera de ser central,
(ídem). Nuestro tiempo es la negación de una kultur absoluta y central. La cultura se transforma en un conjunto
de los aportes, diferencias y tensiones de la propia diversidad cultural de los
distintos tiempos y espacios existentes. Tal idea nos lleva a un nuevo tiempo, en el que no se niegue
presente al pasado, pues éste puede ser, en efecto, el único presente de una
cultura viviente, (ídem). Con ello arribamos al fin de la modernidad. En el S.
XVIII se vivió con la negación del pasado (léase período pre-colombino junto a
la colonia), como barbarie y la entronización del futuro como meta de todo
paraíso forjado por esa concepción de un progreso infinito e indetenible y que,
al final justo al borde de un vacío, encontraríamos el paraíso utópico eterno.
Tal proyecto fue para los “latinos” el único que valía la pena como fórmula de
salud social. No fueron capaces de crear otra medicina o tratamiento para el
mal latino. Todo nos condujo a forjar repúblicas de una brillantez absoluta en
sus leyes al lado de una hambrienta, injusta, sucia, relativa, nación real. La
convicción de que bastaría trasladar las leyes de occidente a Venezuela,
Bolivia o Guatemala, para transformarnos en naciones democráticas y prósperas; esto
creó en nosotros un terrible divorcio entre la nación legal y la nación real.
Nuestra adhesión a un único tiempo, el de la presunta universalidad europea,
junto con el espejismo del progreso y felicidad, llevó al “latino” a sacrificar
sus propios tiempos diversos. La América independiente negó al pasado, indio,
africano e ibérico, identificado con el retraso denunciado por la Ilustración; adoptó las leyes de una
civilización pero aplastó nuestras civilizaciones múltiples; creó instituciones
para la libertad que fracasaron porque carecían de instituciones para la
igualdad y la justicia, (ídem p.44). Individuos de primer orden como Bello,
Sarmientos, Lastarria, negaron implícita o explícitamente, la policultura
afro-indo-ibérica. Nuestro presente
podrá ser exposición de la simultaneidad diversa de tiempos, espacios y
culturas. Variedad de tiempos – divergentes, convergentes, paralelos – variedad
de espacios – Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
-, variedad de culturas – azteca, quechua, grecorromana, medieval, renacentista
-; y variedad de lenguajes para representar la variedad misma de tiempos,
espacios y culturas. Variedad genética, asimismo, para dar cabida a la variedad
lingüística: épica, drama, novela, poesía, mito, ensayo.(ídem p. 46). Nuestra
modernidad significa encuentro con la vigencia de nuestro pasado, (ídem).
Carlos Fuentes convierte su teoría de la cronotopía borgeana más que en
una estética en tanto poética de la lectura, en una política del gusto
cultural. Encuentra carencias,
negaciones deliberadas y escondidas, soterradas entre nuestra tradición
hispanoamericana y lleva a comprender los principios que revela Borges entre su
escritura; comprender que ya no hay culturas centrales sino que todos vivimos
excéntricamente dentro de una relatividad cultural dentro de la diversidad de
tiempos y espacios presentes e históricos; sólo al ser excéntricos, dice
Fuentes, es como podemos llegar a ser centrales en tanto fenómeno cultural.
V
Borges
ha reclamado el comprender a la literatura como un hecho estético; ella es
expresión; está hecha de palabras; y el lenguaje, en sí mismo, no es menos
estético que una pintura o una sinfonía. Para él cada palabra es una obra única
y poética. Las palabras son imágenes del alma de cada uno. El lenguaje es una
creación compleja, en toda palabra se refleja una parte del universo; todas
postulan el universo, cuyo más notorio tributo es la complejidad. Dentro de esa
dialéctica borgeana comprendemos que si la literatura es un hecho estético, afirma
igualmente que la mayoría de la literatura de hoy se construye en el énfasis,
en la afectación. Encontramos que todo literato o escritor pretende dar la
palabra última sobre los temas que toca, sacraliza a la literatura; se pretende
hacer de ella una ceremonia más que un momento lúdico. Palabras definitivas,
palabras que postulan sabiduría divinas o angélicas o resoluciones de una más
que humana firmeza – único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado – son del
comercio habitual de todo escritor. Y que está demás tanto reducir como
extirpar un texto en forma inhábil, o no entender que la descuidada
generalización e intensificación es una pobreza sentida por el lector,
enfermedad de lo ampuloso en el uso del lenguaje. Y si bien encuentra que la
literatura es expresión, no deja de ser él también enfático y certero cuando se
refiere a la literatura francesa. Su
juicio es lapidario y asombra por la conclusión a que llega. Ha dicho que en
París interesa menos el arte que la política del arte. Y al afirmar eso saca su carta debajo de la
manga. Si no se cree en esa inclinación por la política del arte, nos dice, que
nos fijemos en la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre
dirigidas por algún comité albergado por su nomenclatura o dialecto político.
Un tipo de escritor que habla de derechas y de izquierdas; otro con carácter
militar, pues habla de vanguardias y retaguardias. Para llegar a esa lúcida
conclusión: a los franceses les ha interesado más la economía del arte que sus
resultados. Hispanoamérica no ha dejado de copiarse a lo francés. Pero en
Hispanoamérica la literatura resulta más bien como una prolongación de la
política. Monegal ha escrito que quienes no estemos con el llamado progresismo,
o el nacionalismo, o hasta el mismo marxismo, pasan a sufrir lo que se ha
llamado la conspiración del silencio, o en forma más patética, muerte civil,
del cual nos dice que es el recurso favorito para obliterar una obra que
molesta por su importancia. Literatura más como discriminación y persecución –
o como práctica política -, que búsqueda de la misma expresión. Borges opina
que los que hoy suelen llamarse intelectuales no lo son en verdad; se ha
convertido la inteligencia en un oficio o en un instrumento para la acción. El
intelectual es, para él, el contemplativo puro, que, a veces, condesciende a
escribir y, muy contadas veces, a publicar: Hugo de San Víctor, escolástico,
esteta y místico en el siglo XII y en su tratado De Modo dicendi et meditandi
(Martene-Durand, V,c.887) nos habla de la contemplación así: “Tres son las
facultades del alma racional: inteligencia, pensamiento y contemplación... La
contemplación es la intuición perspicaz y libre del espíritu para percibir
incluso las cosas más dilatadas. El pensamiento y la contemplación se
diferencian al parecer, en que el pensamiento se ocupa siempre de las cosas
ocultas a nuestra inteligencia, y la contemplación, por su parte, de las cosas
evidentes por su naturaleza o por nuestra capacidad; además, el pensamiento
siempre se centra en indagar una sola cosa, mientras que la contemplación se
extiende a numerosas cosas o incluso a todas... La contemplación es la fuerza
vital de la inteligencia, que teniendo todo ante la vista, lo abarca con clara
mirada, y así, en cierto modo, la contemplación posee aquello a lo que aspira
el pensamiento... En el pensamiento está la inquietud, en la inteligencia la
admiración y en la contemplación la belleza”. Y si nos remontamos al siglo IV
a. de n. e., nos dirá Aristóteles en su Etica
a Nicómaco (1177 b 1), de la contemplación que parecería que ella sola (el
arte de la contemplación), se ama por sí misma; pues nada se obtiene de ella
excepto la contemplación, mientras que en las actividades prácticas conseguimos
algo más o menos además de la acción. Y se piensa que la felicidad está en el
ocio; en efecto, estamos ocupados para tener ocio y combatimos para tener paz.
Borges de igual forma declara
que, independientemente del intelectual contemplativo, sólo existen buenas o
malas literaturas. Y las literaturas comprometidas le suenan a equitación
protestante. Por ello, un texto, no puede ser algo definitivo, algo que tenga
una conclusión única. Una obra estética no puede albergar un único significado
e intensidad expresiva para todos por igual y de manera intemporal. Comprende a
toda obra un mundo abierto y presente a cada nuevo lector que, a su vez, la
modificará con sus propias experiencias y de acuerdo a los valores y a “cómo se
lea” en su entorno epocal. No hay textos absolutos pues los textos humanos no
lo son; si llegasen a ser absolutos pertenecerían a la ley divina, es decir, -
al decir de Borges – leyes inhumanas; los textos, si tienen una virtud, es la
de poder ser ambiguos, la de contener en ellas el poder de seguir interrogando,
con lo cual nos muestra su cualidad intrínseca de mantenerse viva. Decir que un
texto es definitivo es perder la riqueza que puede ganar con el diálogo del
lector. El concepto de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio,
dirá. Toda obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica
antigüedad; obra que posee una multiplicidad de efectos en la pluralidad de
lectores que la aborden. Aunque todo escritor tiene la ambición de escribir
dicho contra-texto, un libro de los libros que incluya a todos, a manera de
arquetipo platónico, comprendiendo que en él se halla la verdad del resto o el
origen de todos, un texto cuya virtud no aminore con los años, lo cual es
imposible. Comprendiendo que el estilo de todo deseo, y aquí hablando del deseo de todo escritor, es la
eternidad, de la cual Borges se burla. Se comprende que el lenguaje no puede
ser un hecho científico sino artístico (observación de Chesterton); lo
inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Hacer del lenguaje
poético y literario algo científico es limitar sus significados y cerrar la
mutabilidad de su plasticidad infinita; de olvidar la potencialidad de su
ambigüedad a cada nueva lectura y relectura. Y reclama, por ejemplo, a Quevedo,
que nunca lo hubo pensado así; según Borges, para aquél el lenguaje siempre fue
esencialmente, un instrumento lógico (OI/OC.662). Al igual halla que en las
mentalidades clásicas, y la de él es una, la literatura es lo esencial, no los
individuos. Joyce o Moore incorporan, en sus obras, páginas y sentencias
ajenas. Wilde regalaba argumentos para que otros lo ejecutaran y desarrollaran.
Eso muestra para Borges una misma actitud ante el arte literario: un sentido
ecuménico e impersonal; lo importante era la literatura, no el individuo. De
ahí el error en la adoración del literato o de formar un mito alrededor del
escritor pasando a un segundo plano a la literatura, a la obra literaria. Para
quien copia minuciosamente un escritor lo hace en forma impersonal por
sospechar – dice Borges – que apartarse de él en un punto es apartarse de la
razón y de la ortodoxia. El mismo Borges incurrió en ello y confiesa que para
él, durante muchos años, que la casi infinita literatura estaba en un solo
hombre. Tal hombre fue Carlyle, o Johannes Becher, o Whitman, o Cansinos-Asséns, o De Quincey.
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