El
Sacrificio y la Coronación
(Sobre
el tema de Idomeneo en Mozart) *
Jean
Starobinski
Universidad
de Ginebra
Presentación
y traducción: David De los Reyes
La tragedia de Idomeneo |
Jean Starobinski, con virtuosismo y erudición, nos
presenta en este ensayo sobre estética la significación del tema mitológico de
Idomeneo desde su itinerario literario abordado por Fenelón, hasta alcanzar su
novedosa aparición operística por el genio de Mozart.
El tema de Idomeneo fue célebre durante el siglo
XVIII, reelaborado por Fenelón en su gran novela sobre la educación titulada
Las Aventuras de Telémaco (1699). Según Homero (Odisea, libro V) Telémaco, en
la búsqueda de su padre Ulises, escucha los infortunios de Idomeneo. Fenelón
retoma este pasaje y lo reelabora. Idomeneo, uno de los vencedores de Troya
que, en su viaje de regreso, igual que Ulises, despierta las furia de Neptuno
sufriendo sus naves una terrible tormenta, logra escapar al temporal a costa de
un precio muy alto: promete el sacrificio del primer ser que encuentre al
llegar a las costas de Creta. El destino que los dioses dictarán será
implacable, este ser no es otro que su propio hijo.
Starobinski, desde otro ángulo, nos da los itinerarios
del viaje literario de Idomeneo, hasta alcanzar este mito la atención de la
seducida pluma del genial Mozart por el tema y nos presenta las dificultades
como su tratamiento en su ópera homónima comisionada en 1781.
La leyenda de Idomeneo se inscribe dentro de la
categoría de los mitos de regreso, que presentan una simetría con los mitos de
partida. Starobinski teje con delicadas pinceladas todas sus implicaciones en
la estética mozartiana donde "la música, atravesada por tantos alientos,
se encuentra tanto más libre para dialogar puramente con la sombra que trae
ella misma... para decir una emoción conmovedora que sobrepasa a toda
psicología individual". Donde la fuerza del amor y la resurrección vence
al momento de la muerte.
I. Las
Aventuras de Telémaco.
El nombre de Idomeneo fue célebre en el siglo
dieciocho. Y por tanto él había nacido con el siglo. El personaje había sido
casi creado por Fenelón, preceptor del heredero del trono de Francia, en sus
Aventuras de Telémaco (1699). Ese cuento filosófico, o más bien esa gran novela
sobre la educación, trasplantada sobre la gesta Troyana y más particularmente
sobre el poema de la Odisea, coloca en escena a Telémaco, el joven príncipe de
Itaca, en la búsqueda de su padre Ulises. A su paso por Creta (libro V), Telémaco
escucha los infortunios de Idomeneo. Para construir ese héroe cretense, Fenelón
se había servido de algunas partes dispersas de la obra de Homero y de Virgilio
.Una singular figura retomada de nuevo. Un héroe con doble rostro. Idomeneo es
uno de los vencedores de Troya y, como Ulises, en su viaje de regreso,
despierta la furia de Neptuno, "el estremecedor de las tierras", el
dueño de los vientos. Sólo escapa a la tempestad al precio más alto, ¡promete
el sacrificio del primer ser que encuentre sobre su tierra en Creta! El primer
ser que encuentra sobre la rivera de la playa será a su propio hijo.
El poema de Fenelón parece una gran escena trágica:
cuando Idomeneo descubre la identidad de la víctima, imprudentemente prometida,
la desesperación hace en un principio dirigir la espada contra sí mismo. Pero
el hijo ofrece su vida: "Heme aquí, padre; vuestro hijo está presto a
morir para apaciguar al dios; no atraigas sobre ti su cólera: yo muero
contento, pues mi muerte garantiza la vida vuestra. Golpea, padre; no temas
encontrar en mí un hijo indigno de ti que tema morir" . Idomeneo
"todo fuera de sí y desgarrado por las furias infernales, sorprende a todo
aquel que lo observa de cerca: entierra su espada en el corazón de su
hijo". Estos horrorizados, se sublevan; él regresa al mar y se exilia.
Ahora bien, él no ha sido un vagabundo, como los homicidas perseguidos por la
cólera divina. El llega a ser el fundador de una ciudad. Con sus compañeros,
Idomeneo establece una colonia en Salente sobre la costa de Calabria. Telémaco
y su guía Mentor, desembarcan de su viaje. Esta ciudad nueva, gracias a los
consejos de Mentor, corregirá sus injusticias y su fasto para llegar a ser una
ciudad ejemplar.
Idomeneo y su nuevo reino constituyen así el centro de
la obra de Fenelón. Al describir la organización de Salente, Fenelón desarrolló
un tratado de la acción de gobierno. Contrariamente a Luis XlV, con el cual
tiene ciertos rasgos parecidos, Idomeneo renuncia a las conquistas y hace la
paz con sus vecinos. Los campos prósperos y la ciudad industriosa son escuelas
de virtud, donde la ley reina por debajo de la monarquía. Todo está reducido a
una noble y frugal simplicidad y, en la armonía de una sociedad jerarquizada,
todo concurre en beneficio común. El lector ahí descubrirá el resurgimiento
utópico ante los abusos de la sociedad presente. La obra, cuya primera edición
fue subrepticia, es seguro una crítica a la costosa política de ansia de gloria
del Rey Sol. Telémaco, considerado al final del reino de Luis XIV como un libro
subversivo, llega a ser en toda Europa uno de los más grandes sucesos
literarios del nuevo siglo.
Fenelón ha hecho de su Idomeneo un personaje que pasa
por el peor extravío para acceder seguidamente a la verdadera sabiduría. Luego
de haber sido el verdugo de su hijo, acaba su vida en el papel de monarca
benefactor. Mentor, que le asiste con sus consejos, no es otra que la mirada
humana de Minerva, es decir, de la Razón. El aprendizaje de la ciencia de
gobernar por Idomeneo es el espectáculo que Mentor hace observar a Telémaco,
con el fin de prepararlo para gobernar en su momento. Fenelón establece así un
género literario donde la lección de alta moral pasa por la ficción de un
viaje, en una bella prosa rimada que musicaliza las aventuras y los preceptos.
El género está ilustrado por otra historia de aprendizaje principesco: el
Shétos del abate Terrasson, imitación de la novela de Fenelón, esta vez dentro
de un cuadro egipcio y masónico. Ahora bien, se sabe que el libreto de La
Flauta Mágica desarrolla un episodio de Shétos. El azar -¿será realmente el
azar?- ha hecho que tanto la primera como la última ópera de la serie de las
obras maestras de Mozart deriven de una misma línea de ficciones fabulosas:
bajo los colores de la pedagogía principesca, esas ficciones se dirigen a cada
lector para que las lleve a construir por sí mismo, inculcándole también una
imagen de lo que debe entenderse por buen gobierno. La experiencia
"iniciatica" es el tema común: cuáles virtudes se han de adquirir y
por cuáles pruebas se han de pasar para merecer ejercer el poder. La tragedia
sucesoria, el peligro de la interrupción de la continuidad dinástica, que
caracterizan a tantos aspectos de la tragedia y de la ópera clásicas, podían
interesar a un público más vasto que aquellas otras de la corte. Porque el
acceso del hijo a la condición de nuevo soberano era igualmente interpretable
como una figura de la toma de sucesión de sí mismo. Suceder al padre o acceder
a sí mismo sería un sólo y mismo advenimiento. Un mensaje fundado sobre esas
imágenes monárquicas legendarias ha podido perdurar hasta nuestra época
democrática, porque es muy verosímil que todo espectador descifre la figura
teatral del heredero del trono como un emblema de su propio yo. La alegoría es
inmediatamente inteligible. Al menos es seguro que la elocuencia, el modelo
estético y la moral política de Fenelón guardaron toda su actualidad a lo largo
del siglo y hasta la época misma de la Revolución Francesa. Mozart no es una
excepción. Además, recordemos que las ideas de Fenelón sobre "la
declamación apasionada" en música son una de las primeras legitimaciones
del recitativo acompañado del cual Mozart hará un soberbio uso desde los
primeros compases de Idomeneo.
II. Conversaciones
parisinas
No continúo sin pruebas. Mozart había muy pronto
reencontrado a Fenelón, su Telémaco, a sus "reyes pastoriles", su
Mentor (que será trasformado en Sarastro) y seguro Idomeneo. En 1776, al pasar
por Cambrai con Wolfgang, Léopold Mozart visita la tumba de Fenelón, "que
se hace inmortal por su Telémaco" (carta de Léopold Mozart a Lorenz
Hagenauer, 16 de mayo de 1766). En 1770, luego de su estancia en Boloña, Mozart
anuncia a su madre que lee el Telémaco, y que va ya por el segundo capítulo. No
hay duda. Mozart no ha escogido por azar al tema de Idomeneo para responder el
encargo que le han pedido para el carnaval de 1781 en la corte de Baviera. La
figura del padre no podía ser indiferente a sus sentimientos conscientes o
inconscientes; pero hay algo más.
En 1778, luego de su estadía en París, había
conversado con Melchior Grimm, redactor muy solicitado de Correspondencia
Literaria, que lo había ya acogido en 1763. Mozart, luego de algunas
experiencias decepcionantes, se sentía forzado a emprender una gran ópera.
Grimm y Mozart, en su entrevista, deploran la dificultad de "encontrar un
buen poema". No veían, tanto el uno como el otro, ningún francés que en
ese momento fuera capaz de escribir buena poesía para un músico. "La
frialdad mortal y el mal gusto son las divinidades que inspiran a los
libretistas de la ópera francesa", aseguraba Grimm hacía mucho tiempo
(Correspondance littéraire, primero de diciembre de 1763). Los libretistas de
la ópera: entiéndase a los escritores para ópera que redactaban en verso las
tragedias líricas. Grimm, en la circunstancia, estaba plenamente convencido de
la idea que Mozart no cesaba de sostener: "En la ópera, la poesía debe, a
fin de cuentas, ser hija obediente de la música" (carta de Wolfgang a su
padre del 13 de octubre de 1781). En el importante artículo POEMA LÍRICO
inserto en la Enciclopedia, Grimm había formulado las exigencias de
simplicidad, de rapidez que justificaban de antemano al trabajo de elegancia
que Mozart, al componer Idomeneo, impusiera en 1780 al texto de Varesco y luego
a todos sus libretistas. El poeta o, en su lugar, el compositor, debe eliminar
deliberadamente todo aquello que retrase la acción dramática. Grimm y Mozart
tenían, por tanto, más de una idea en común sobre un tema que preocupaba
particularmente a Mozart.
Ahora bien, Grimm, desde 1764, estuvo interesado en el
tratamiento teatral del tema de Idomeneo. El poeta Lemierre recién había
terminado una tragedia sobre el tema, aún más aburrida que aquella otra de
Crébillon, interpretada en 1705. Y Grimm, en su mismo artículo, se levanta en
contra de las necesarias extensiones cansonas por la forma tradicional de la
tragedia. En la obra de Crébillon (que crea el nombre de Idamante) la intriga
se complica por una rivalidad entre Idomeneo e Idamante, ¡los dos enamorados de
Erixene! Antoine Danchet, sobre ese mismo tema, compone un libreto de un
prólogo y cinco actos sobrecargados de fastuosidad mitológica por la música de
Campra (1712): en ese poema dramático, la cautiva Ilione (que prefigura a Ilia)
era igualmente cortejada por padre e hijo. Y es Danchet quien introduce por
primera vez a Electra en esta historia. Varesco, el libretista de Mozart, la
mantendrá también. El juicio de Grimm sobre los distintos Idomeneos es preciso
y justo, y podría creerse y habérselo recordado a Mozart en su entrevista
parisina de 1778 y que Mozart no lo olvidó: "Ese tema falla por el
contenido y no hay mucha tela que cortar para amasar una tragedia de cinco
actos, en la forma que nosotros le habíamos dado. Nuestras piezas están más
plenas de discursos y el tema de Idomeneo no es susceptible: todo debe ser
pasión y movimiento. El tema de Jephté, que es el mismo en el fondo, tiene
sobre aquel de Idomeneo la ventaja de presentar por víctima (...) una hija, la
cual hace el contenido más conmovedor. Tanto uno como otro de estos temas son
hechos más para la ópera que para la tragedia. Son susceptibles de un
espectáculo más interesante y de un gran número de situaciones fuertes y
patéticas y favorables a la música" (Correspondance Litteraire, primero de
marzo de 1764). Hay, en efecto, una sustancia dramática suficiente en las solas
consecuencias de la promesa hecha a Neptuno, sin tener que sobreponer un
conflicto abiertamente edípico entre el padre y el hijo.
III. Los
mitos del regreso y los mitos de la partida.
El acercamiento entre Jephté e Idomeneo era perspicaz.
El mismo Fenelón, en el largo y melodioso recitativo del sacrificio del hijo,
habría podido inspirarse en el admirable Jephte de Carissimi (1650). Grimm
conocía sin duda el Jephte de Montéclair (1732) o si no el oratorio de Haendel
(1751). Hemos podido percibir aún otras similitudes. Porque si el tema del
sacrificio de Jephté y de Idomeneo pertenece a las categorías de mitos que se
pueden considerar como mitos de regreso, son simétricos con otros, que son los
mitos de partida. Es el motivo de Ifigenia en Aulide. Cualquiera que haya leído
a Eurípides y Racine conocerá la historia que Gluck lleva a la ópera en 1774.
Para obtener los vientos favorables que permitieron la partida de los griegos
para la capital de Troya, Agamenón interroga los oráculos: el adivino Calcas le
informa que Neptuno exige el sacrificio de su hija. La ceremonia sangrienta se
prepara. Ifigenia no es salvada sino por una víctima sustitutiva, antes sierva
(en Eurípides), luego rival maléfica (es la Erifila en la obra de Racine). Los
mitos de partida son, la mayor de las veces, pareja con los mitos de regreso.
Los dioses que han acordado la partida pueden no acordar el regreso: apenas entrado
a Argos, Agamenón es asesinado por su mujer Clitemnestra y por el usurpador
Egisto. Luego, la madre asesina, a su regreso, es muerta por su hijo Orestes,
por instigación de su hermana Electra, (¡otro tema de una considerable familia
de óperas!). El matricidio de Orestes y de Electra es la imagen inversa del
infanticidio cumplido o proyectado por Idomeneo. No es gratuito que Electra,
acechada por la locura, sea presentada en el palacio de Idomeneo de Mozart. En
el último recitativo, Electra habla de reunirse con Orestes "en el fondo
de los abismos lúgubres".
En los mitos de partida como en los de regreso, en un
nivel muy arcaico de la consciencia, el guerrero que parte o regresa victorioso
es obligado a pagar el precio del pasaje. Tal es la deuda contraída que la
divinidad reclamará tan pronto como ella haya pedido lo demandado. Dar y tomar.
Para la victoria, por la terrible travesía sobre el mar azul, el héroe debe dar
aquello que aprecian más. Es su exvoto. Los dioses hacen pagar toda deuda:
envían peste o monstruos al reino de los perjuros deudores. Cualquier víctima
no es suficiente. Piden un sacrificio solemne por los grandes préstamos sobre
el altar del santuario. Ahora bien, en un sistema de equivalencia que aparece
en el mismo nivel arcaico, una víctima puede ofrecerse en el lugar de aquella
que fue primero designada. El dios que reclama la sangre -Moloch, Neptuno o el
ogro saturnino- no hace excepción de persona: él acepta una comidilla a cambio
de alguna otra. La pasión amorosa entra así en escena y, como en la lógica del
sueño, ella reemplaza o desplaza una figura por otra. Este o ésta que consiente
morir en lugar de la víctima primitiva designada, atestigua la verdad de su
amor. ¡Es la prueba suprema! Libera al dios de aceptar la muerte con ese remplazo.
O al contrario de perdonar, porque el amor es una contra-magia poderosa. Es lo
que en tal caso la divinidad ha cambiado: el dios terrible muestra su rostro de
compasión.
Por supuesto que se han podido dejar los adornos
convencionales y la retórica sin sorpresa en la que el teatro y la ópera del
siglo XVIII han cubierto a los dioses y héroes de la mitología: basta que esa
mitología dé acceso a lo vergonzoso, a los sueños más turbadores y con un
renovado lenguaje será suficiente para que se reanime el fuego. Si el poema de
Varesco no innovó nada, la música de Mozart, a pesar de lo que debe al estilo
de la época, reanima el misterio del tema mítico con un extraño e insinuante
poder. No hay sino que pensar en la riqueza de la orquestación, en los extraordinarios
recitativos acompañados del sublime cuarteto y los coros. El gran sueño
enigmático del infante destinado al sacrificio -Isaac, Ifigenia- recibe una
nueva vida.
Escena final "Idomeneo", MetOpera |
IV. El
amor ha vencido.
La parte dramática adoptada por Mozart y Varesco es la
primera que hace sobrevivir a Idamante. Sin duda en las piezas anteriores es
inmolado o se acuchilla. La regla de la ópera seria, seguramente, reclama un
final feliz y recurrirá al deus ex machina para todo arreglo cuando el desastre
parecería irrevocable. Un giro sobrenatural salva todo.
La escena final de Idomeneo se desarrolla bajo la
mirada de la estatua de Neptuno, que es revivida extrañamente en aquel momento
donde el hacha es levantada sobre Idamante. En la obra de Mozart, en su versión
larga, el oráculo (con acompañamiento de los metales), pronuncia un veredicto
circunstancial, absolviendo al padre pero castigando al rey. En tanto que rey,
Idomeneo perjura y debe perder el reino (pero no aquel otro igual a sí mismo
que es su hijo); en tanto padre, es perdonado: Idamante vivirá y le sucederá.
En cada espectador, al escuchar el aria final de Idomeneo Torna in me la pace,
sabe que el rey destituido partirá a fundar una ciudad nueva sobre otra rivera.
Idamante recibe las insignias reales. ¿No habrá superado con éxito algunas de
las pruebas decisivas que más tarde serán reservadas para Tamino: muerto el
monstruo, obedece sin protestar, acepta la separación, ofrece su vida? Mozart,
lo sé, no da suficiente heroicidad a Idamante y le reserva aires más "convencionales":
¡hubiera preferido que no le hubieran dado a componer ese rol para un castrato!
(Recurre a un tenor para la representación vienesa de 1786, pero musicalmente
la suerte estaba echada) El oráculo, el gran sacerdote e Idomeneo mismo, parecieran
poner juntos sus funciones de autoridad, prefigurando mejor la figura de
Sarastro.
Mozart, en su preocupación por la eficacia dramática,
prefiere abreviar las palabras del oráculo. Se conocen tres versiones. Pero
todas comienzan por las palabras esenciales: Ha vinto amore... (El amor
triunfa). Esas palabras, ya habían sido usadas en otras óperas (en Rameau
notablemente). Pero aquí creemos con certeza que la victoria decisiva aparta a
Ilia, que se ofrece en víctima substitutiva. Y somos persuadidos por la música
misma de la verdad profunda de ese amor. Es la más bella música, sea cual sea:
la felicidad tormentosa o la plenitud impaciente. Mozart ha construido el papel
y los aires de Ilia -la cautiva, la amorosa- en razón de hacer aparecer su amor
como el antagonismo principal de la poderosa sombra neptuniana. Es quizá el
antagonismo principal de toda la ópera. Porque lo subraya: no hay un conflicto
real entre los diversos personajes de Idomeneo. Los caracteres no entran en
oposición unos con otros. La psicología de las relaciones interhumanas es casi
ausente en esta ópera y, a primera escucha, ciertamente han podido disgustar.
Pero hay que escuchar mejor: toda la acción desarrolla las consecuencias de la
promesa y se desarrolla bajo la borrasca y los caprichos del poder elemental.
Las diversas voces - desde los héroes temerarios a las voces colectivas del
coro- responden al triunfo de ser una necesidad sin rostro, que se manifiesta
en la orquesta desde la obertura. La música, atravesada por tantos alientos, se
encuentra tanto más libre para dialogar puramente con la sombra que trae ella
misma y para decir una emoción conmovedora que sobrepasa a toda psicología
individual. Tal como la cuenta Mozart, la fábula dice la fuerza del amor y de
la resurrección en el mismo momento de la muerte.
* Este
artículo fue enviado gentilmente por el Dr. Jean Starobinski, de la Universidad
de Ginebra (Suiza). Ha sido publicado también en Apuntes Filosóficos de la UCV.
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