lunes, 8 de enero de 2024

  

Hobbes
     Del libro
Jean-Jacques Rousseau Et La Science Politique de Son Temps ( Jean-Jacques Rousseau  y la ciencia política de su tiempo) de Robert Derathé[1].
Traducción del francés por David De los Reyes.

 

Imagen: David De los Reyes: Proyecto Redes Sociales Vegetales/DDLR2022







Hobbes se cuenta entre los primeros escritores políticos que Rousseau leyó. Se encuentra, en efecto, en el Discurso sobre la Igualdad y en el fragmento sobre El Estado de guerra una larga refutación del "sistema insensato de la guerra natural de cada uno contra todos", y en el primer Discurso contiene ya una alusión a Hobbes.

Ha sido sorprendente, por otra parte, que Rousseau no ha buscado leer un autor del cual el atrevimiento en materia de derecho político había suscitado entre sus seguidores tanto horror como admiración. Desde la publicación del De Cive (1642) y del Leviatán no se celebró el genio del autor por miedo a condenar sus principios. Leibniz expresa muy bien la opinión casi unánime de su siglo cuando el alaba "el genio profundo de Hobbes pero le reprocha el permanecer "tan obstinadamente fijo en los falsos principios que había adoptado" .
En esos falsos principios, los teólogos y los jurisconsultos se disputaron el honor de refutarlo y durante más de un siglo y medio la fuerte personalidad de Hobbes domina en la historia de las ideas políticas y religiosas. Si sus adversarios fueron numerosos, Hobbes tuvo algunos admiradores como Becmann y Pufendorf, pero tanto unos como otros le debieron mucho y reconocieron la superioridad de su genio .
Baile, a quien no le agradaba mucho, declara sin embargo que el De Cive "hizo confesar a los clarividentes que no se había penetrada nunca tan bien en los fundamentos de la política". Barbeyrac que cita ese texto en el prefacio de su Pufendorf, dijo en su Grotius: "El libro de Hobbes -se trata siempre del De Cive-, con todos sus errores, esla obra de un genio meditativo, que da lugar a examinar y profundizar muy bien las cosas a las cuales no se pensarían sin eso; y que suministran frecuentemente unas Verdades muy útiles, que no carecen de ser relacionadas con buenos principios. Es cierto que por ello se puede hacer de los libros de ese famoso inglés el mismo uso de ciertas bestias y plantas venenosas". La fórmula final pone un aparte, se encuentre en ese juicio de Barbeurac sobre Hobbes la opinión de Leibniz: el autor es genial, pero sus principios son maliciosos. Cuando Pufendorf condena los principios de Hobbes en materia de religión, reconoce que ha sido su discípulo y hace en el prefacio del Derecho de la naturaleza y de las gentes el más bello elogio al filósofo inglés: "Tomás Hobbes, en su obra relativa a la ciencia política, ha producido un gran número de cosas de un valor inestimable y no es persona que no entienda de esas materias, para negar que el haya estudiado la constitución de la sociedad humana y civil con tanta profundidad que pocos de sus predecesores pueden compararse con él. Igual cuando él se aleja de la verdad el ofrece a sus lectores la ocasión de meditar una cosa que sin duda nunca han estado en el espíritu de persona alguna. Pero como expuso en materia de religión unos principios horribles y totalmente personales se hace igualmente y no sin razón muchos enemigos. Pero como él llega a lo ordinario, es condenado con la mayor arrogancia por aquellos mismos que, por decirlo así, ni lo han leído ni comprendido" .
Como Barbeyrac no reprodujo el prefacio del autor en su traducción del Derecho de la naturaleza y de las gentes, es probable que Rousseau no haya conocido ese elogio a Hobbes por Pufendorf, pero los juicios de Leibniz, de Bayle y de Barbeyrac fueron suficientes para picar en su curiosidad e incitarlo a emprender la lectura de Hobbes. Desgraciadamente, nada induce a nosotros permitirnos determinar con certeza cuales son las obras de Hobbes que Rousseau leyó ni en cuál edición lo hizo. Los tratados de Pufendorf y Cumberland contenían, sin duda, numerosos extractos de Hobbes como de una exposición detallada de su doctrina. Pero es poco probable, por no decir que imposible, que Rousseau se haya contentado con una exposición de segunda mano sin haber tenido la curiosidad de leer el autor en sí mismo. Vaughan, sin dar sus razones, admite que Rousseau no conocía a Hobbes sino por la edición latina del De Cive. Pero no debemos olvidarnos que el De Cive había sido traducido por Sorbière y no había en las costumbres de Rousseau de leer el texto latín cuando había una traducción francesa a su disposición. No lo hizo ni por Grotius, ni por Pufendorf. ¿Por qué habría de hacerlo por Hobbes? Sería, por otra parte, mucho más interesante saber si Rousseau leyó el Leviatán. Ciertamente el libro había llegado a ser incontrable en el siglo XVIII, pero lo que escribió Barbeyrac debía incitar a Rousseau el procurárselo. Luego de haber recordado que Hobbes publicó su Leviatán en 1651, Barbeyrac agrega: "Él se descubre mucho mejor en esa obra y ahí sostiene sin duda alguna que la voluntad del Soberano hace no solamente lo que es Justo o Injusto, sino igualmente a la Religión y que ninguna Revelación divina no puede obligar a la Consciencia, que cuando la autoridad o ante el capricho de su Leviatán, del Poder Soberano y Arbitrario, al que él a atribuido el Gobierno de cada Sociedad Civil, le ha dado fuerza de ley . Por nuestra parte, estaríamos tentados a creer que Rousseau, que sabía mal el inglés, haya leído al Leviatán en la edición latina.
De todas maneras, que Rousseau no haya conocido sino el De Cive o haya leído igualmente el Leviatán, es cierto que estudió detenidamente las teorías de Hobbes y que, totalmente en oposición a sus doctrinas, no escondió su admiración por ese autor, "uno de los genios más bellos que hayan existido" .
En el artículo Hobbismo de la Enciclopedia, Diderot hace un paralelo tan brillante como fácil entre Hobbes y Rousseau: "La filosofía del señor Rousseau, de Ginebra, -nos dice-, es casi lo inverso de aquella de Hobbes. El uno cree que el hombre en la naturaleza es bueno el otro lo cree malo. Según el filósofo de Ginebra el estado de la naturaleza es un estado de paz, según el filósofo de Malmesbury, es un estado de guerra. Son las leyes y la formación de la sociedad que han hecho al hombre mejor, según cree Hobbes; que lo han depravado, es lo que cree el señor Rousseau. Para uno el estado nació en medio de tumultos y de facciones; para el otro viviría en el mundo y entre los salvajes. Otro tiempo, otras circunstancias, otra filosofía". Estaríamos tentados a agregar, para completar la oposición entre los dos pensadores, que uno ha sido defensor del absolutismo, el otro el apóstol de la democracia. Se haría así de Rousseau un anti-Hobbes, pero se estaría muy lejos de la verdad.
Si Rousseau ha sido indiscutiblemente el adversario de Hobbes, en el que ha visto, como toda su época, el teórico del despotismo, él está lejos de refutar totalmente todos sus principios. "No es tanto por lo que hay de horrible y falso, -nos dice Rousseau-, sino por lo justo y verdadero es que se hace odiosa". Hobbes ha sido, sin duda, un "sofista", pero un sofista genial, mientras que para Grotius no era más que "un niño de mala fe". También, entonces ya que no hay nada que deducir de las teorías de los jurisconsultos holandeses, Hobbes tiene la percepción de las grandes verdades que trata de distinguir bien de sus sofismas. Tal es el juicio de Rousseau sobre Hobbes. El cual no es solamente para Rousseau un adversario sino que lo juzga en su medida y del cual admira su genio, pero también un maestro al cual debe mucho.
Lo que hay de falso en la política de Hobbes son los principios de los cuales Grotius se hace abanderado. Esos dos autores son los principales "promotores del despotismo" y no escatiman nada para justificar a la monarquía absoluta y hacen creer al pueblo que la tiranía es un gobierno legítimo. Ellos admiten que el pueblo, al darse un rey, renuncia a todos sus derechos y que luego del contrato social la soberanía le pertenece sin compartirla, reservándose los monarcas el disfrute de un poder absoluto sobre sus súbditos que terminan por ser amos sobre sus esclavos. La aceptación del despotismo es la única finalidad con que Hobbes a imaginado su "absurda doctrina" del estado de naturaleza. "¿Quién puede haber pensado sin estremecerse el sistema insensato de la guerra natural de cada uno contra todos?... He ahí, hasta donde el deseo o más bien el furor de establecer el despotismo y la obediencia pasiva han conducido a uno de los más bellos genios que hayan existido". Así Hobbes si nos ha hecho un cuadro tan negro del estado es para hacer creer a los hombres que no pueden vivir en paz, sino bajo la dominación de un amo y mostrar que la servidumbre es aún preferible que una guerra sin fin.
Rousseau piensa al contrario, que nada compensaría la pérdida de un bien tan precioso como la libertad y la guerra civil, y le parece menos temible que la tiranía. Así es como responde a Hobbes: "Lo que hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad”. Por otra parte, no es verdad que la tranquilidad del que los hombres disfrutan bajo la dominación de un déspota sea la paz verdadera, porque si bien los súbditos de una monarquía absoluta están al abrigo de las injurias de sus conciudadanos, ellos permanecen expuestos a los caprichos de su soberano. "Se dirá, -dice Rousseau-, que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué han ganado ellos? Si guerras su ambición provoca, si es insaciable su avidez, si las vejaciones de su ministerio lo desolan más, ¿qué no harían sus disensiones? ¿Qué han ganado si esa tranquilidad es igualmente una de sus miserias? Han vivido tranquilos también dentro de los calabozos ¿Y ello es bastante para sentirse bien? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivieron tranquilos y mientras iban y venían fueron devorados" .
De esta manera la seguridad que disfrutan los ciudadanos en una monarquía absoluta es puramente ilusoria y el pacto social tal cual lo concibe Hobbes pone a los hombres en una condición peor que la anarquía del estado de naturaleza, porque, siendo súbditos de un rey absoluto, no tienen ninguna salvaguarda contra los abusos del poder o las locuras de su soberano, que pueden, a su gusto, disponer de sus bienes e igualmente de sus vidas. ¿No es insensato sostener, creadores de sociedades civiles, han decidido que estarían todos sometidos a la disciplina de las leyes, con la excepción de uno sólo que conservaría la libertad de hacer cualquier cosa y sería sobre investido del poder de mandar a los otros? "Eso sería imaginarse, como lo ha dicho ya Locke, que los hombres son muy locos para tomar gran esmero en remediar los males que podrían hacerlos unos putos o unos zorros, pero se alegrarían y se imaginarían que eso los salvaría, de ser devorado por los leones." Ese argumento se encuentra bajo la pluma de Rousseau: “no será más razonable de creer, ha dicho, son primero echados entre los brazos de un jefe absoluto, sin condiciones y sin reciprocidad, y que el primer deber es la seguridad común; que hayan imaginado unos hombres fieros e indómitos, ha sido el de precipitarse a la esclavitud. En efecto, porque ¿si ellos se han dado a sus superiores no es para defenderse contra la opresión y proteger sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementos constitutivos de su ser? ¿O, en las relaciones de hombre a hombre, lo peor a que se puede llegar es estar uno bajo la dependencia del otro, y va en contra del buen sentido el dejarse desollar por un jefe obsesivo, por la necesidad de conservar la seguridad de todos? ¿Qué equivalente hubiera podido ofrecerle para la concesión de tan bello derecho? y si él hubiera osado exigirle bajo el pretexto de defenderlos, no hubiera en seguida recibido la respuesta del apólogo: ¿Qué nos hará tanto más el enemigo? Es irrespondible, y es la máxima fundamental de todo el derecho político, que los pueblos se dan jefes para defender su libertad y no para sojuzgarlos. Si tenemos un príncipe, -ha dicho Plinio a Trajano-, es con el de preservarnos de tener un amo”.

Ese pasaje es extraído del Discurso sobre la desigualdad. En el Contrato Social, Rousseau opone a Hobbes otro argumento: "Cuando admitía, -dice Rousseau-, todo lo que yo había refutado hasta aquí, los promotores del despotismo no habían avanzado más. Habrá siempre una gran diferencia entre someter a una multitud y de regir a una sociedad. Que unos hombres sean sucesivamente dominados por uno sólo y algunos de ellos sean fuertes, no veo ahí sino un amo y sus esclavos, no veo a un pueblo y su jefe; es, si se quiereuna agregación, pero no una agregación, no hay ahí ni bien público ni cuerpo político". De esta manera no se puede considerar como una sociedad verdadera unos hombres reunidos bajo el dominio de un amo y que no tienen ningún otro lazo que no sea su común servidumbre. La monarquía absoluta, como la había dicho Locke, es "incompatible con la sociedad civil" y no podría pasar como una sociedad legítima de gobierno. Hobbes creyó encontrar en el despotismo el único remedio a la anarquía, pero ¿acaso el despotismo no es la anarquía misma?
Rousseau ha hecho, pues, una vigorosa crítica a Hobbes. Rechaza su teoría del despotismo como rechaza igualmente su concepción del estado natural. Ha visto, por otra parte, que las dos tesis son inseparables y que la segunda tiene por objeto de servir de justificación de servir a la primera. Pero sería inexacto de creer que Rousseau no ha tomado nada de la doctrina de su adversario, sino que ha introducido en su propio sistema los principios esenciales del De Cive, no sin, por otra parte, rectificarlos o traspasarlos para dales luego una significación nueva.
Cierto que Rousseau empleo todos sus recursos en combatir "el horrible sistema", la "absurda doctrina" de la "guerra natural de cada uno contra todos". Es llevado en su refutación no solamente para refutar lo débil de la justificación del despotismo, sino porque también tal teoría está en desacuerdo con el principio de la bondad natural del hombre. Esto dice, el hecho bien conocido de la influencia que ha ejercido, como una especie de seducción, esa teoría célebre sobre Rousseau y en todo caso le parece mucho más verdadera que la teoría de la sociabilidad que fue el evangelio de todos los jurisconsultos. También reprocha solamente en ello a Hobbes, el de haber presentado como un cuadro al estado de naturaleza, de tal forma que ella se aplica perfectamente a los hombres viviendo en sociedad.
Por otra parte, lo que Rousseau achaca a Hobbes es más bien su psicología del hombre natural que su concepción jurídica del estado de naturaleza. Hobbes afirma en el De Cive que "la naturaleza da a cada uno un derecho igual sobre todas las cosas" y que "en el estado de naturaleza no hay punto de injusticia en lo que un hombre haga contra otro". Ese principio en que los juristas, sin hablar de Locke, son unánimes en rechazar, Rousseau lo adopta. "Lo que el hombre pierde por el contrato social, -ha dicho-, es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo eso que lo tienta y que puede alcanzar”. "Dentro del estado de naturaleza, donde todo es común, -nos dice otra vez-, no debo nada a aquellos a los que no he prometido nada; no reconozco nada que sea prójimo que me sea inútil". No hay pues un punto de propiedad ni de injusticia en el estado de naturaleza y Rousseau hace suya la célebre fórmula de Hobbes: Nature dedit unicuique jus in omnia. Pero si está de acuerdo con Hobbes sobre ese principio, Rousseau no saca las mismas consecuencias. En Hobbes ese jus in omnia entra fatalmente "un estado de guerra, donde cada uno llega a ser el enemigo de todos los otros". La codicia de los hombres crea entre ellos una competencia o rivalidad que degenera en ellos en guerra general. Ello no es lo mismo para Rousseau. Sin duda el hombre tiene por naturaleza el derecho de tomar todo aquello que le seduce, pero en el estado de naturaleza, tiene pocas necesidades, está "sujeto a no pocas pasiones". También no hace del derecho que tiene sobre todas las cosas un uso restringido y la moderación de sus deseos le impide tener conflictos con sus semejantes.
Pero eso que es verdadero en el hombre salvaje no lo es más en el hombre civil. "El hombre salvaje, cuando ha comido, está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus semejantes... Pero en hombre en sociedad tiene otras motivaciones: se trata primeramente de proveerse de lo necesario y luego lo superfluo: inmediatamente llegan las delicias y luego las inmensas riquezas y luego los súbditos y luego los esclavos: no hay un momento de tranquilidad. Lo que hay de más singular es que cuanto menos naturales son las necesidades y perseguidas más aumentan las pasiones y peor es el poder para satisfacerlas; de suerte que luego de una larga prosperidad, luego de haberse llenado completo de tesoros, mi héroe terminará por degollar a todos hasta que él sea el único amo del universo”. Tal es el resumen del cuadro moral, si no de la vida humana, unas pretensiones secretas en el corazón de todo hombre civilizado. Tales consideraciones vienen a conducir a Rousseau a darle la razón a Hobbes, al menos parcialmente. Eso que hizo en El Emilio"Es una disposición natural del hombre, -ha dicho-, de mirar como si todo está en su poder. En ese sentido el príncipe de Hobbes es verdadero hasta cierto punto: al multiplicar con nuestros deseos los recursos para satisfacerlos cada quien será amo de todo. Así desde que los hombres vivieron en medio de sus semejantes sus pasiones se desarrollaron y sus deseos se acrecentaron desmesuradamente. A aquellos deseos vienen a juntarse unas "pasiones fácticas" de las cuales la más temible es deseo de sobrepasar a los otros y la ambición de dominarlos. Es así cuando entonces los hombres llegan a ser "enemigos natos los unos de los otros" y que la paz del estado de naturaleza da lugar a una enemistad general”. Se ve por ello que Rousseau aplica al estado civil la teoría que Hobbes tenía por estado de naturaleza. "El error de Hobbes,-ha dicho-, no es, pues, el de tener establecido el estado de guerra entre los hombres independientes y venidos sociables; pero ha supuesto ese estado natural a la especie y de haberlo dado por causa de aquellos vicios de cuál es el efecto" .
Rousseau ha conservado, luego, la idea matriz de Hobbes y en separarla de toda verdad psicológica. Descubre a la vuelta, pero dentro de los hombres que viven en sociedad, un apetito de dominación, un deseo de gloria que los empuja a sobrepasar, humillar y a sojuzgar a sus semejantes. Su teoría del amor-propio que se distingue del amor-de-sí es de inspiración hobbesiana. De Hobbes ha tomado el que las necesidades dividen a los hombres tanto como los une y lejos de constituir una unión social por excelencia, como creyeron los jurisconsultos, las necesidades son una fuente perpetua de discordia entre los hombres. Basta leer en El Emilio al comienzo del libro IV, el Prefacio de Narciso o el admirable capítulo del Manuscrito de Ginebra para ver hasta qué punto la psicología de Rousseau se inspira en la de Hobbes.
Si se pasa de la psicología a la política se encuentra la influencia de Hobbes en la teoría de la soberanía, como lo señala Vaughan . La soberanía representa para Rousseau dos características. Ella es, de principio, como en d'Althusius, un derecho inalienable, incomunicable, del cual el pueblo, igual si lo consiente, no puede despojarse en favor de cualquiera; ello es, por otra parte, inseparable de la idea de un poder absoluto. Como Hobbes, Rousseau es hostil a toda limitación y, a fortiori, a compartir la soberanía. No debe haber en el estado más que una sola voluntad que gobierne. Pero, para Hobbes, esa voluntad puede ser indiferentemente la voluntad de un sólo hombre o de una única asamblea. En Rousseau es solamente la voluntad del conjunto del pueblo, es decir, del pueblo reunido en una asamblea, que puede constituir la voluntad general o la voluntad soberana. Rousseau reserva, pues, al "pueblo reunido" el poder absoluto que Hobbes acuerda igualmente para el rey.
Rousseau toma de Hobbes su concepción de la soberanía y es precisamente por ello que no puede admitir que el soberano pueda ser un sólo hombre. La soberanía tiene en su naturaleza un poder que no puede ser dividido ni limitado, ella no puede pertenecer a un hombre, sin que ese hombre no devenga por ella a ser el amo de todos los ciudadanos que pierden así toda su libertad. Decir, como lo hacen Hobbes y Grotius, que la soberanía se emparenta, sin compartirla, a los reyes es, pues, declararse partidario del despotismo. Para que la libertad sea salvaguardada tiene que pertenecer la soberanía al pueblo. En ese caso el Estado puede disponer de un poder absoluto sobre todos sus miembros sin que ellos cesen de ser "también libres" como en el estado de naturaleza. Cada uno decide por todos y todos por cada uno, no hay más que temer -Rousseau lo cree al menos- que la soberanía absoluta del Estado no tenga por consecuencia la supresión de la libertad.
Todos los esfuerzos de Rousseau tiende a defender a la libertad sin que por ello debilite la autoridad del Estado ni se comprometa su unidad. No es aquí el lugar para examinar si tal empresa estaba consagrada al fracaso como lo han afirmado todos aquellos que veían en el liberalismo la única defensa de la libertad. Pero hay que reconocer a Rousseau el mérito de haber percibido que el Estado no es viable si no es él uno. Eso es a Hobbes a quien se lo debe.
Es bajo la influencia de Hobbes y a su ejemplo que el rechaza el captar a "la opinión común" de los jueces y de admitir la idea de un "contrato de gobierno", es decir, de un contrato entre el pueblo y sus jefes. De la concepción de los jurisconsultos resulta necesariamente un dualismo, la persona del Estado se encuentra compartida entre el pueblo y el príncipe. Rousseau está de acuerdo con Hobbes de suprimir ese dualismo, pero entiende que en esa supresión puede efectuarse en beneficio del príncipe o puede hacerse en provecho del pueblo, llegando a ser éste el único soberano .
En todo caso, para Rousseau no más que para Hobbes, no podría haber dos soberanos en el Estado. Es por lo cual Rousseau no vacila en declararse partidario de la concepción hobbesiana de las relaciones entre Iglesia y Estadio, cuando esa concepción había sido objeto de una reprobación unánime: "De todos los autores cristianos, -ha dicho-, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el remedio y quien ha osado reunir las dos cabezas del águila y volver a la unidad política, sin la cual jamás Estado y gobierno no estarán bien constituidos; pero él ha dejado ver que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su sistema y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del Estado. Ello no es tanto lo horrible y falso que hay en su política, como lo que hay de justo y verdadero que lo hace volverse odioso". Ese texto tan significativo muestra muy bien que Rousseau tiende a lo mismo que Hobbes respecto a la unidad política y que no puede admitir que la soberanía del Estado sea limitada por los privilegios acordes a la Iglesia o a cualquier otro cuerpo. La unidad política le parece lo único garante del Estado. Rousseau ha conservado, pues, lo que para él había de sano en la política de Hobbes.
Entre los pensadores políticos, Hobbes es, ciertamente, el genio más cercano a Rousseau. Tienen, el uno y el otro, el mismo horror a los compromisos y optan siempre por las soluciones radicales. Rousseau, por otra parte, no oculta que prefiere más al absolutismo de Hobbes que a las soluciones bastardas de los jurisconsultos. El Marqués de Mirabeau habiéndole enviado la obra del fisiócrata Le Mercier dela Riviere sobre El orden natural y esencial de las sociedades políticas, Rousseau le escribe desde Trye, el 26 de julio de 1767, para agradecerle. En esa carta declara que para él el "gran problema político" puede formularse así: "Encontrar una forma de gobierno que ponga la Ley por encima del hombre". Y agrega: "Si desgraciadamente esa forma no se encuentra, tendería ingenuamente que creer que ella no lo es, mi opinión es que se pasaría al otro extremo y poner de un golpe al hombre por encima de la ley; por consecuencia se establecería el despotismo arbitrario lo cual es posible: yo quisiera que el déspota fuera Dios. En una palabra, no veo un punto medio entre la más austera democracia y el hobbismo más perfecto: porque el conflicto entre los hombres y las leyes, que pone al estado en una guerra intestina continua, es el peor de todos los estados políticos”.

Traducido en Carrizal el 2 de noviembre de 1995.

 



[1] Robert Derathé: Jean-Jacques Rousseau Et La Science Politique de Son Temps. Ed. Librarie Philosophique J. Vrin. Fracia. 1995.

sábado, 6 de enero de 2024

   

 

Recordando a Arnold Schönberg

ENTRE FILOSOFÍA Y MÚSICA

Carlos Arturo Mattera



Foto: Arnold Schöenberg, intervención DDLR/2024



 

La tonalidad no es una ley natural eterna de la música

Schönberg

 

La obra de Schönberg debe ser escuchada sin inhibiciones ni prejuicios de ningún tipo… En la obra de Schönberg hay pura música, música como en el caso de Beethoven o Mahler. Las experiencias de su corazón se convierten en tonos… Su emoción es la de llamas abrasadoras; Crea estándares de expresión completamente nuevos, por lo que necesita medios de expresión completamente nuevos.

Sólo hay una cosa que es necesaria: vuestro corazón debe permanecer abierto.

Webern

 

Nos es más que oportuno, en el marco de la 8va edición de nuestro Seminario de Filosofía de la Música, recodar a 149 años de su nacimiento a Arnold Schönberg, uno de los compositores más influyentes y determinantes de los últimos tiempos. No sólo en el ámbito musical sino en el de las artes y la estética en general. Quienes hemos transitado precisamente los caminos de la estética y la filosofía de la música, tarde o temprano nos encontramos con ese nombre. E independientemente de la recepción o aceptación que pueda tener, el carácter revolucionario de su obra es indudable. Para ilustrar esta idea, he querido tomar justamente dos de las revoluciones intelectuales más decisivas de nuestra historia, La copernicana y la kantiana. En relación a la primera, es bien sabido que su paradigma consistía en remover la tierra del centro del universo y poner el sol en su lugar. Con ello no sólo se explicaron de modo más simple los hasta entonces erráticos movimientos de los cuerpos celestes, sino que se trasladó al sol la preeminencia de la tierra. Por lo que se refiere a la kantiana, García Bacca en sus lecciones de 1946 decía que la palabra “revolución” no era un invento suyo para aplicarlo a Kant, sino que la palabra ya se encontraba en los prólogos de sus dos primeras críticas: de la Razón Pura y de la Razón Práctica, en las que tanto para el conocimiento como para la moral, se demandaba una revolución similar a la que se había propuesto Copérnico, solo que en este caso lo que se tenía que remover del centro era el objeto y en su lugar poner al sujeto. Esto trajo como resultado las más radicales consecuencias pues lo que sucedió fue, dicho a grosso modo, que temblaron los fundamentos de la metafísica tradicional. El problema ya no era la existencia, atributos y constitución de las cosas, sino qué era lo que podía llegar  propiamente a conocerlas. En palabras de Ortega, a Kant: “No le importa saber, sino saber si sabe…” Se ha mencionado todo esto pues se nos ha dicho hasta el cansancio (siguiendo el mismo orden de ideas), que Schönberg habría removido del centro la tonalidad para en su lugar liberar la disonancia por ejemplo. O que habría removido del centro la armonía tradicional para ser sustituida por la atonalidad o más adelante por la dodecafonía. Sabemos que esto, si bien en cierta medida es cierto, lejos está de proporcionarnos un panorama completo de las implicaciones que la obra de Schönberg realmente ha tenido. Su carácter innovador, como el de toda obra original debería estar siempre y por naturaleza en oposición directa a la conservación de lo anterior, valga decir de lo tradicional, de lo antiguo. Pero este tampoco es el caso, pues contrariamente a las ideas de alejamiento, ruptura y superación del pasado, Schönberg se debe a él, como veremos más adelante. De momento diremos que a la armonía tradicional se superpone o, más bien, se suma su obra con todas sus investigaciones, reflexiones, búsquedas y hallazgos. Ahora bien, en relación al impacto que estas tres revoluciones tuvieron en el tiempo, en el caso de Copérnico hubo que esperar un poco. Nada más hay que imaginar a Galileo arrodillado frente a un tribunal de la inquisición retractándose de todo lo que había defendido a lo largo de su vida. En el caso de Kant ocurrió todo lo contrario, pues su obra tuvo una recepción casi inmediata, como se evidencia en Fichte, Hegel, Schelling e incluso Hölderlin, aunque no faltaron detractores. Schopenhauer quien fue un seguidor de Kant publicó hacia 1819 su apéndice Crítica de la filosofía kantiana, en cuyo epígrafe que había tomado de Voltaire podía leerse: “Es privilegio del verdadero genio, y sobre todo del genio que abre un camino, cometer impunemente grandes faltas”. También dijo sobre el estilo de Kant que era “brillantemente seco”. En el caso de Schönberg también hubo que esperar un tiempo, solo que en el curso de esa espera, su obra fue sometida a fuertes críticas, tuvo que soportar el rechazo e incluso, como recuerda Stravinsky, el hecho de prohibirse su interpretación, junto a la obra de otros compositores como es el caso de Hindemith y Alban Berg. También Glenn Gould en su escrito Que se prohíba el aplauso, recuerda a propósito del rechazo que:

 

No olvidemos que muchos de nuestros grandes compositores se hicieron famosos por haber tenido estrenos más escandalosos de lo que podían conseguir sus colegas. No olvidemos a Stravinsky y los motivos de Rite ni a Schönberg y las palizas de Pierrot. Cierto, replico, se hicieron famosos, si, y merecían hacerse famosos, pero no por los motines y ni siquiera, me atrevería a sugerir, por esas obras en concreto”.[1] 

 

De Gian Francesco Malipiero nos llega una de las críticas más severas, se habría referido del siguiente modo:

 

 “Estas semanas de festival nada han tenido que ver con la música. Los seguidores de Schönberg han exagerado. ¿Cuál será la consecuencia del dominio absoluto de la dodecafonía?... es que dentro de diez años, estoy convencido, nadie hablará del sistema dodecafónico”. [2]

 

Estas palabras del compositor italiano datan de 1931. Doce años más tarde Leopold Stokowski escribía en favor de Schönberg lo siguiente:

 

 Este compositor se liberó por completo del concepto de las tonalidades, de suerte que sus armonías discurren en toda dirección con entera libertad. Mediante la relación de los sonidos aislados, grupos de éstos, líneas melódicas, crea su personal concepto individualístico del diseño armónico. Con libertad magistral del ritmo y sus contrastes, tema y contramotivo, sutil y atrevida sucesión armónica, Schönberg ha aportado a la música un nuevo concepto, y con el mismo, nuevos recursos que con el tiempo, en el futuro, serán más ampliamente comprendidos y apreciados que lo son actualmente. Esto se refiere también a Alban Berg, el alumno y discípulo superdotado de Schönberg. Nos guste o no la música de Schönberg, no podemos negarle su maestría y su aportación, no tan sólo a la música, sino a los conceptos del arte en general”.[3]

 

Esta sola afirmación bastaría para ser concluyente a propósito del “olvido” de Schönberg advertido por Malipiero. Sería muy interesante saber que pensó una vez pasados esos diez años, teniendo en cuenta que fue una década sumamente prolífica para la nueva música. Precisamente alrededor de 1931 Schönberg compone sus piezas para piano op. 33a y 33b, de 1932 a pesar de quedar inacabada y de ser representada póstumamente, data su gran ópera Moisés y Aron y, de 1936 su concierto para violín. Por su parte Alban Berg en 1935 el mismo año de su muerte, terminaba su concierto para violín y dos años más se estrenaba una de sus obras maestras Lulu. Y de 1938 es el cuarteto de cuerdas de Anton Webern, célebre por tener como fundamento el motivo BACH. Esto es solo por mencionar algunas composiciones. Retomando ahora las palabras de Stokowski, se hace mención a uno de los problemas, o al problema de fondo a propósito de las valoraciones negativas sobre la obra de Schönberg. Se trata del problema del gusto, en este caso del desagrado. Adorno quien vio esto desde múltiples perspectivas intentó justificarlo a toda costa, llegando a afirmar que lo incomprensible de esta música radicaba en su reproducción, dejando incluso recaer algunas veces el problema sobre la imprecisión de directores e intérpretes. En mi opinión, no importa que tanta erudición se desbordara sobre la cuestión, el problema seguía siendo el mismo, un problema de escucha. Los oyentes bien podrían haber tenido un alta, media o baja cultura musical y el resultado seguía siendo el mismo, no les gustaba lo que oían. Cuando se pretendió traducir todo esto como fenómeno estético, Schönberg puso de relieve que esto “estético” respondía a una serie de arbitrariedades sin fundamento. Nos decía en su Tratado de la Armonía que:

 

“Estos juicios de belleza y fealdad son excursiones absolutamente inmotivadas al campo de lo estético, que nada tienen que ver con el conjunto del sistema. Las quintas paralelas suenan mal (¿por qué?); esta nota de paso es dura (¿por qué?); los acordes de novena no existen, o bien suenan duros (¿y por qué?). ¿Dónde residen, en el sistema, las razones comunes básicas para estos tres "porqués"? ¿En el sentimiento de lo bello? Y eso ¿qué es? ¿En qué relación está el sentimiento de lo bello con este sistema? ¡Con este sistema, por favor!”.[4]

 

De afirmaciones como estás y otras tantas, muchos concluyeron erróneamente que Schönberg estaba en contra del sistema tradicional. En realidad estaba en contra de los teóricos que pretendían canonizarlo y decía que:

 

 “¡Pero las cosas deberían ser de otra manera! Un auténtico sistema debe, ante todo, poseer unas bases que abarquen todos los resultados. Mejor dicho: que abarquen todos los resultados que existen realmente, ni uno más ni uno menos. Tales bases son las leyes naturales. Y sólo esas bases, que no tienen excepciones, podrían tener la exigencia de ser válidas siempre, pues alcanzan una necesidad común e ineludible, como las leyes naturales”.[5] 

 

En relación a esto las siguientes palabras de Stravinsky que encontramos en su Poética Musical son más que representativas:

 

“Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la música de Arnold Schönberg —para citar el ejemplo de un compositor que evoluciona sobre un plan esencialmente distinto del mío, tanto por la estética como por la técnica—, cuyas obras han provocado a menudo violentas reacciones o sonrisas irónicas, es imposible que un espíritu honrado y provisto de una verdadera cultura musical deje de notar que el autor de Pierrot lunaire es cabalmente consciente de lo que hace y que no engaña a nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede llamar cacofonía a una música por el mero hecho de que no agrade”. [6]

 

Intentemos ahora ilustrar la situación del oyente partiendo del concepto del velo de Maya, tal como lo ha tomado Nietzsche de Schopenhauer. Veamos la cita:

 

“Y así podría aplicarse a Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416 «Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montaña de olas, un navegante está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de una mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiando en el principium individuationis (principio de individuación)»”[7]

 

La imagen sería la siguiente: El navegante, ahora el oyente, bajo la ilusión que produce el velo de Maya, se encuentra en la tonalidad, y la embarcación representa todo el orden preestablecido que esta implica. Desde allí se puede desde la intuición anticipar lo que va a sonar aún sin haber oído. Y a pesar del asombro que se pueda producir luego de oír, el oyente sabe que permanecerá en la seguridad que le ha proporcionado el mencionado orden. Pero una vez removido el velo de Maya emerge la atonalidad. Y desde la embarcación que ahora representa la libertad frente a las reglas, no es posible ya desde la intuición anticipar lo que va a sonar. Este es más o menos el efecto de oír por primera vez una obra dodecafónica. Únicamente podría anticiparse habiendo oído no solo una sino varias veces, poniéndose a prueba así la capacidad mnemotécnica del oyente. “No comprenden como lo divergente converge consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y la lira” decía Heráclito… Tonalidad y atonalidad pertenecen pues a un mismo reino, el de la Música. Llegados hasta este punto podemos afirmar en relación a la revolución de Schönberg, que en realidad no se movió nada del centro. Y si centro significa aquí armonía tradicional, no tendría por qué haberlo hecho, pues como se dijo anteriormente Schönberg no sólo se debe a la tradición, se sentía parte de ella, se sentía heredero del ilustre pasado germánico-musical que le precedió. Quienes le ven únicamente como un reaccionario, pareciera que han olvidado este importante hecho. Es cierto que su nombre ha estado ligado al expresionismo especialmente su obra temprana y que aparece en las listas del Blaue Reiter.  Y que los críticos e historiadores quisieron ver en su evolución como compositor, el camino de las vanguardias. Pero esto no es suficiente para desligarle de su pasado.

 

“Mis profesores – decía – fueron principalmente Bach y Mozart, y en segundo lugar Beethoven, Brahms y Wagner… También aprendí mucho de Schubert y Mahler, Strauss y Reger también. No me aislaba de nadie y por eso podía decir de mí mismo: Mi originalidad proviene de esto: inmediatamente imitaba todo lo bueno que veía, incluso cuando no lo había visto por primera vez en la obra de otra persona”[8]

 

A propósito de su relación con la tradición, quisiera referirla a partir de la figura de Bach y no por capricho. Sobre este tema existen ya estudios especializados que en buena parte, apuntan a demostrar su influencia en los distintos momentos de su producción musical y a reconocerle como un estímulo fundamental para ésta.   Después de todo Bach es el nombre más citado en su Tratado de la Armonía, por encima de Beethoven e incluso de Wagner, que es el que uno esperaría ver citado con más frecuencia. El Tratado hizo su aparición alrededor de 1911, un año más tarde lo hizo el Pierrot lunaire, obra llena de referencias a la historia pero que guarda una peculiar familiaridad con Bach, especialmente en la canción N° 6 “Madonna”. Otro importante aspecto a destacar está en que hacia 1922, paralelamente al tiempo en el que se desarrollaba la técnica de los doce tonos, Schönberg se encontraba orquestando dos de los preludios corales de Bach para órgano, el BWV 654 "Schmücke dich, o liebe Seele" Decórate, oh querida alma y el BWV 631 "Komm, Gott Schöpfer, Heiliger Geist" Ven, dios Creador, Espíritu Santo. Que se encontrara dedicado simultáneamente a dos trabajos tan diferentes nos dice mucho. Finalmente si queremos saber el lugar de privilegio que ocupa Bach en la obra de Schönberg, basta con remitirnos al segundo prefacio a sus Ejercicios preliminares de contrapunto, escrito poco después de 1936. Allí puede leerse:

 

“Y, por otro lado, ¡no hay en la música una perfección más grande que la de Bach! Ningún Beethoven o Haydn, ni siquiera un Mozart, que fue el más cercano a ella, han alcanzado tal perfección. Pero parece que esta perfección no produce un estilo que los estudiantes puedan imitar. Tal perfección es la de la Idea, la de la concepción básica, no la de la elaboración. Esta última es sólo la consecuencia natural de la profundidad de la idea, y la idea no puede imitarse ni ser enseñada”. [9]

 

Este pasaje también nos dice mucho sobre su sensibilidad ya que muchas veces ha sido tenido como más racionalista que otra cosa, quizá por el grueso de su obra teórica. Pero resulta que pocos se han referido con tanta honestidad al problema de la creación artística, en la que en su opinión intervienen tanto la razón como el sentimiento. Esto que pareciera tan evidente adquiere una singular significación, pues la cantidad o la medida en que éstos intervengan poco importa, ya que cada obra tiene sus propias exigencias. En la serie de ensayos publicados bajo el título El estilo y la Idea de 1951, encontramos uno que lleva por nombre El Corazón y el Cerebro en la Música, en el que Schönberg expone una serie de magníficos ejemplos sobre esta relación. Subyace en ellos la idea de que un pasaje contrapuntístico pudiera parecer muy complicado, cuando en realidad fue escrito de modo inmediato. O por otro lado, un par de compases aparentemente sencillos que en realidad tomaron más tiempo en escribirse del que podría uno imaginar. Su conclusión es la siguiente:

 

“No es el corazón por si solo el que crea todo lo que sea bello, emocional, patético o encantador; ni tampoco es el cerebro solo capaz de producir la perfecta construcción, la organización sonora, lo que sea lógico o complicado. En primer lugar, en todo lo que en el arte es de valor supremo se debe mostrar el corazón tanto como el cerebro. En segundo lugar, el verdadero genio creador no encuentra dificultad para dominar mentalmente sus sentimientos; ni el cerebro ha de producir tan solo lo árido y lo inexpresivo al concentrarse en la corrección y en la lógica”[10]

 

 

 

 

 



[1] Glenn Gould. Escritos Críticos. Ediciones Turner. Madrid. 1989. p. 308

[2] Walter Frisch. Schoenberg and his World. Princeton University Press. Princeton New Jersey. 1999. p. 19

[3] Leopold Stokowski. Music for all of us. Traducción Antonio Iglesias. s. e. 1943. p. 107

[4] Arnold Schoenberg. Tratado de la Armonía. Traducción y prólogo de Ramón Barce. Real Musical. Madrid 1979. p. 4

[5] Ibid. p. 4 - 5

[6] Igor Stravinsky. Poética Musical. Traducción Eduardo Grau. Emecé Editores. Buenos Aires. 1952. p. 30.

[7] Friedrich Nietzsche. El nacimiento de la Tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995. p. 43

[8] Walter Frisch. Op. cit. p. 163

[9] Arnold Schoenberg. Ejercicios preliminares de contrapunto. Editorial labor. Barcelona. 1990. p. 233

[10] Arnold Schoenberg. El Estilo y la Idea. Taurus Ediciones. Madrid 1963. p. 227