viernes, 1 de noviembre de 2019


Sobre la nube te veas:
Theodor Adorno, cincuenta años después

David De los Reyes


Instrumasificación, dibujo de Al Margen



Por los caminos de las ondas y de las nubes de la industria cultural
A los cincuenta años de la partida definitiva del pensador, filósofo, compositor, crítico de arte judío-alemán Theodor Adorno (1903-1969), aquellos que seguimos su obra desde antes y ahora, nos preguntamos: ¿qué de actualidad sigue manteniendo sus reflexiones sobre la condición del pensamiento crítico que propuso en su última obra, Dialéctica Negativa (1965)? ¿Cuán vigente son aún los parámetros del arte y la estética en su Teoría estética (obra inconclusa, publicada en 1971)? ¿Cómo su idea de la ilustración se manifiesta (o quizás no) en los días aciagos por los que transitamos como humanidad y que han sido centro de atención en su Dialéctica de la Ilustración (1944)? Consideramos este último uno de los textos de filosofía más impactantes e importantes del siglo pasado, escrito junto a su compañero de marras y cercano amigo Max Horkheimer.  En el fondo se trata  de comprender nada menos que el hecho del por qué el individuo en lugar de haberse conducido a estadios verdaderamente humanos  se hundió (y  sigue hundiéndose) en un nuevo estadio de barbarie generalizado, ¿globalizado?.
Quienes hemos leído a Adorno sabemos que no es un pensador fácil de digerir. Cumple con seguir la tradición hegeliana de un lenguaje hecho a su medida, elegido para entrabarse con los temas que consideró de vital interés para la posibilidad de un cambio de época y de vida. Su postura filosófica se iniciará por hacer un análisis del racionalismo en su condición de ser  instrumento de libertad y de dominio. Señalando a la sociedad capitalista como la causa de la permanente restricción de las formas del pensamiento y de acción. Es un rechazo a la razón como fin último. Por tanto, a un año antes de su deceso, se opondrá al Mayo 68 francés, criticando su accionismo de protesta a favor de la argumentación crítica. Lo cual provocó que los estudiantes de la universidad de Frankfort rechazaran su opinión, tomando su aula  de clases.
Los textos de la Dialéctica de la Ilustración de su autoría, como el dedicado a la Industria Cultural, han sido objeto de múltiples interpretaciones, usos, manipulaciones y justificaciones para bien o para mal. Por ejemplo, sus consideraciones sobre la masificación aportada por la simultaneidad y repetición de los contenidos a tiempo de velocidad luz gracias a la electrónica. Como concepto, la industria cultural refiere a la desproporcionada valoración instrumental y mercantil de cualquier resquicio  de la cultura. Se trata de cómo opera y qué efectos provee los productos culturales al ser estandarizados y masificados por su perspectiva utilitaria e instrumental. La conclusión es que se llega a la banalización de  toda expresión cultural;  es un apéndice del modelo industrial de producción dominante.
Los índices de la libertad, tan pregonada por la ideología de la ilustración, sufren en su desenlace una reducción y coacción debido a la organización económica, en su dominio indetenible contra la naturaleza. Antes, era propio de ese capitalismo de recuperación postguerra mundial, una opción donde se acentuaba una libertad individual, pero la elección terminó recayendo para siempre en la inercia de lo mismo. Donde las formas de trato se convierten en una formalidad tecno-burocrática, donde la repetición es lo que da contenido y realidad pseudo verdadera, en tanto superestructura reinante. El ejemplo que coloca Adorno es el de una recepcionista de oficina, la cual se ve constreñida a un compromiso obligatorio y aprendido que va desde el tono de voz en atender el teléfono y en la situación más familiar de escoger las palabras para responder a un cliente. La  vida íntima cotidiana se organizada en torno al psicoanálisis o psicología cognitiva y positivista vulgar, de cuadernillo de autoayuda y de coach personal, que es lo que se presenta como la condición adecuada para llegar a alcanzar el éxito en su puesto a destajo. Una condición que transportada a nuestros días, ilustra una forma totalitaria simbólico-digital, hasta en los movimientos más íntimos de cotidianidad, huellas de la industria cultural  se revela y traspasa casi de forma invisible por nuestras vidas.
El concepto marxista de enajenación, (reificación, alienación, extrañeza erróneamente usados por los mismos marxistas), está siempre presente en su mirada negativa en la cosmovisión dialéctica que nos retorna a la imposible salida de este torbellino de signos y símbolos, imágenes y sonidos que nos escupen en todo momento los medios de comunicación para su época. Pero también hoy cuando se torna en un cerco más asfixiante  esa industria de la distensión, de la distracción, de la conformación de pensamientos y lenguaje presentes en todos los dispositivos electrónicos que cargamos sobre y debajo de nuestra piel. Donde lo específico de la vida se convierte en algo absolutamente abstracto pero asentado en la base de la virtualidad realista de las pantallas. Un mundo de publicidad invasora en la red del hiperconsumo simbólico y virtual de un big brother/big data incansable que nos acompaña de forma permanente. De una industria cultural hoy masivamente cibernética y virtual, rastreando nuestras elecciones íntimas para convertidas en posibles manipulaciones instantáneas y reduciendo aún más el espacio de la libertad individual El cerco está hecho, la libertad también está sometida al diseño cultural de la banalización, al que nos exigen que reaccionemos a través de nuestra empatía mecánica digital expresada en conexiones simultáneas y del like “frontal ratonil”.
Adorno pronosticaba la cultura de masas como una prolongación de la publicidad. De una publicidad que bien pudiera ser producto de un capitalismo pulpo, como de un estado monolítico socio/comunista con rostro humano, pero con zarpa de animal rapaz. La publicidad y el marketing digital, que se han convertido en más asertivos ante los incautos consumidores ávidos de nuevos productos ineficaces y succionadores de beneficios y de tiempo de vida, nos anteponen una asimilación forzada como consumidores de los mercados culturales. Los mismos que Adorno intentó desenmascarar en todos sus múltiples significados para su época, como las paradojas del proyecto ilustrado iniciado en el siglo XVIII.
Para los momentos históricos que traspasa su vida el dispositivo tecnológico  elegido fue la radio, fruto mecánico de  ondas hertzianas proclive al avance y expansión de la cultura de las masas. Luego incorporaría en su reflexión al aparato cultural de la televisión. Y hoy lo serían los smartphones perfeccionadores, junto con las redes sociales, de ese peinado masificador del gusto a través de la influencia y  el masaje táctil y perceptual efectuado por la intensa relación del dispositivo cultural de comunicación. Adorno explora un mundo que se le viene encima, lo envuelve e intenta contrarrestar su influencia a través de una alta cultura científica y filosófica en el hacer de la persona como opción de defensa individual. Observó que el cerco electrónico de los medios de antes (y más ahora), inmuniza contra cualquier desviación liberal que pudiera ser presentada por las consideraciones cotidianas del individuo medio de una sociedad. La única dueña de toda esa estrategia era entonces la empresa privada, pero hoy habría que agregar a la dirección de gobiernos únicos y totalitarios en los países del socialismo democrático popular realizado. La empresa, como estos gobiernos castradores de vida y creatividad humana, vendrían a preservar la totalidad soberana en el espacio y en el tiempo, al colocar los productores culturales como mercancía de valores de cambio, pero también como mercancías ideológicas para la legitimidad infausta de regímenes o líderes populistas, reduciendo cualquier posible intervención de otros consorcios civiles en el mercado o de otras posturas políticas más liberales dentro del patio político de un país.
La radio se había convertido, en los años 30 del siglo pasado, “en la boca universal del Führer”. Hitler llegó a todos los rincones de Alemania y a las almas de sus habitantes gracias al paso aéreo de las incisivas ondas hertzianas, transportadoras silenciosas en su navegar, pero portadoras de infaustos mensajes mesiánicos del delirante de las masas, “mediante altavoces en las calles, en el aullido de las sirenas que anunciaban pánico, de las cuales difícilmente puede distinguirse la propaganda moderna”. Lo que viene a corroborar que la política es un brazo más de las compañías multinacionales de la publicidad que junto a los portales de las redes sociales conforman las estrategias de acción para conformar dócilmente, pero con entusiasmo letal, a las masas en la obtención y permanencia del poder. Es lo que se puede observar, de forma más matizada pero más directa y eficaz, con las campañas electorales de un Trump, o con los discursos vociferantes de los populismos de países del Trópico y del Sur. Los medios culturales de manipulación (no de información ni comunicación, que es como se nos venden) hoy más pertinentes, necesarios y más inclusivos en nuestra vida diaria, dan forma a la causa en todos los sentidos, porque la niegan o porque las reafirman, pero la indiferencia no está permitida. La presencia del enunciado en nuestras mentes ya nos da forma a nuestro pensamiento, acosándolo y redireccionando nuestras emociones (negativas o afirmativas) para su causa. La imprenta lo hizo con la Reforma, la radio para el ascenso del nazismo, la televisión para la implantación de la ideología de la publicidad consumista simbólica a la americana y las redes ahora para la implantación de organizaciones multinacionales y globales, tanto a nivel económico como el lastre que pesa en toda condición civil en relación con lo político, recreando un narcisismo electrónico universal y justificando narcoestados multinacionales.
De esta forma las propuestas y conceptos de la industria cultural de masas no han dejado de perfeccionarse. Está dentro de la lógica de la voracidad del capitalismo, del imparable consumo y producción global (China, sobre todo), y la aguda aplicación de los reflejos condicionados de la virtualidad ensambladora de mensajes y símbolos, imágenes y discursos para reducir cualquier vestigio de autonomía personal. ¿Determinismo del logaritmo digital del big brother/big data ? No cabe duda. Y ante ello sólo tenemos la propuesta de diseñar personalmente estrategias de distanciamiento de esa asfixia tecnológica del parasitismo mecánico electrónico por la que transitan nuestros tiempos vitales.
De esta forma podemos pensar que las reflexiones angustiosas y radicales de Adorno ante el cerco del mundo industrializado al proyecto de la ilustración, de esa  modernidad que aspiraba a una vida mejor y más feliz, se hacen más pertinentes.  Plantea hacer una revisión y una actualización del pensamiento crítico y negativo con que el autor de la Escuela de Frankfurt describió toda esta retícula cultural de masas, un mundo más ignorante que nunca, más (y mejor) manipulado que nunca, más confuso que nunca y más pobre en experiencias reales y humanas que nunca. Pero la felicidad llegó en tono de smartphone. La felicidad ahora se llama conexión de masas. ¿Cultura de masas? Si, por supuesto, el individuo autónomo ha dejado de existir, pertenecemos a un magma acuoso de virtualidades sin sentido, apropiándose de toda voluntad independiente de aceptar y construir la tan buscada autonomía del pensamiento junto a su expresión individual, propia de aquel período de oro del iluminismo filosófico y cultural. Muerta la ilustración del individuo quedamos sólo como un reflejo ante las pantallas, la oscuridad ahora se ilumina con la fijeza de nuestra mirada en el flujo de imágenes incesantes y en la nada del suceder de la vida.

Bibliografía

Adorno, Th., 1975: Filosofía y supersticiónCapítulo 3. Madrid, Alianza/Taurus.                     
                        2001: Mínima Moralia. Ed. Taurus, Barcelona.                                                             
                        2005: Dialéctica Negativa. Ed. Akal, Barcelona
                        2005: Teoría Estética. Ed. Akal, Barcelona.
                        2007: Dialéctica de la Ilustración, Ed. Akal, Barcelona.

Dependencia, dibujo de Al Margen




martes, 1 de octubre de 2019

Poe y Melville: 

un epicentro literario marino

David De los Reyes
(Universidad de las Artes, Guayaquil
Universidad Central de Venezuela)



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I
El poeta nicaragüense Rubén Darío fue un profeta respecto a la celebración de la obra de Poe. Publica en 1920 un particular libro de ensayos con el título de Los Raros. Ahí presenta a una serie de reflexiones críticas sobre sus poetas predilectosEl primer ensayo que encontramos es sobre el raro poeta Edgar Allan Poe y suscribe una apreciación personal que, aún pasado más de un siglo, se mantiene en pie. Esta apreciación agorera tiene una doble consecuencia. Primero advierte del permanente interés, pertinencia y constancia en torno a la inconfundible obra universal de Poe por autores de disímiles latitudes, diferentes disciplinas artísticas como de tendencias diversas. Y segundo, de su infaltable y constante celebración anual en muchas partes del globo. Y de esto último se trata aquí. Nunca pasó ni pasa desapercibido este hombre de capa negra gótica. Las palabras del romántico poeta latinoamericano así lo precisan: “La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en libro o en revista, no se ocupen del excelso poeta americano, críticos, ensayistas y poetas. Y hoy, por encima de todo, no menos presente el comentario y apreciación de su fantástica obra en el continuum virtual de la letra digital de las pantallas luminiscentes.
Pero este año 2019 tiene una particular y doble celebración. A Poe se le ha adherido a éste consabido recuerdo, la celebración del introspectivo Herman Melville, por los doscientos años de nacimiento. Si el octavo mes del año fue para tributar la obra y memoria de Herman Melville (nació el 1 de agosto de 1819-1891), no menos presente resulta la gran figura de Edgar Allan Poe (1809-1849), a los 210 años de su nacimiento (que fue el 19 de enero) o a los 170 de su partida a conmemorarse este 7 de octubre. Una muerte por demás espectral y no muy aclarada. Del final de uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, en palabras del nicaragüense Darío, quien continúa refiriendo a Poe como el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte, poeta infeliz, príncipe de los poetas malditos.

¿Por qué traer a estos dos creadores estadounidenses en este breve ensayo? Ambos, Poe y Melville, tienen en común, además del ejercicio de la escritura de ficción, haber elaborado dos de las novelas más singulares en torno al tema marino de la literatura en la primera mitad del siglo XIX. La Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket (1838), del bostoniano y la profusamente comentada pero menos leída Moby Dick (1851) del neoyorquino. Ambos serán narradores que dirigieron la proa de su imaginación literaria al vasto espacio, casi infinito, de los mares, de los habitantes de sus profundidades y de la vida impetuosa e irracional de los hombres que habitan en su personal literatura de viajes y de arenas saladas. Una y otra obra, tienen en común otro elemento determinante para el destino de sus autores: estos libros serán en su momento sendos fracasos comerciales para sus editores. Sus atentos lectores, pudiéramos inferir, aún no habían nacido.
Poe escribió, como sabemos, en principio poesía (sus tres primeros libros editados estuvieron enmarcados en ese género literario), y una serie de impecables cuentos cuyo entorno y pie ondean la atmósfera marina, pero su única novela fue cimentada sobre un turbulento mar arrollador y en un torbellino de pasiones oscuras que atraviesan a sus personajes. La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket (Harpers and Brothers ed., N.Y), su cuarta publicación editorial, es una obra a la que pudiéramos acercarnos bajo la lectura como una creación que rompe los parámetros de la novela usual del realismo, del naturalismo y del costumbrismo del siglo XIX. Su autor la presentó como un ensayo basado en el Diario de anotaciones de su amigo (ficcional) Jeremías Reynolds, que había llevado a cabo una expedición a la Antártida en el año de 1829. Reynolds había sido destituido de su barco por un motín dejándolo en Chile.
Leerla nos exige una mirada bajo un acercamiento tonal de hibridez, tanto por su forma y como por su contenido, pues comienza con un prólogo que es una confesión de Pym en tanto polizón de dieciséis años en un ballenero anclado en el puerto de New Bedford (EEUU). Luego, tras el relato de naufragio y la muerte, se desarrolla como una novela de aventuras, o una visión particular sobre hechos insólitos dados sobre el mar, como es la oscuridad de la inteligencia ante la desesperación del hambre de los sobrevivientes y su consecuente canibalismo, al que se  ve conminado Pym junto a otros compañeros. Han de comerse a su amigo Richard Parker para sobrevivir al naufragio; o a situaciones escabrosas en que ciertos hombres se ven confinados a vivir, o leer la obra como un documento periodístico (que hoy podría pasar como un sutil fake news), pero que termina en una doble vertiente. Por un la lado, tiene un implacable final fantástico, gótico y misterioso; y por otro, un recuento de sucesos que hubieran podido ser vistos como reales para la imaginación colectiva lectora. Por tal condición Pym se ve obligado a narrar los hechos tal como fueron.

II
Para la aparición del libro, partes de la novela fueron publicados en periódicos como si hubieran sido hechos reales, convenciendo a muchos lectores de la existencia de una tierra ignota en que el agua se calentaba en vez de enfriarse a medida que se viajaba hacia los polos. Poe se adelanta a la condición de colocar noticias falsas literarias, como ya dije más arriba, para su uso publicitario y crear una expectativa literaria.
El origen de la inspiración tanto para la obra de náufragos caníbales de Poe como para la cacería de la ballena Moby Dick por el capitán Ahad está basada en el trágico caso del ballenero Essex, el cual zarpó en noviembre de 1819 del puerto de Nantucket, (año que nace Melville), a un viaje sin retorno, donde su destrucción y naufragio se debió a un cachalote enfurecido ante el ataque y cacería de esa nave contra un grupo de ballenas junto a sus crías, frente a las costas de Chile. El caso es que Poe toma el hecho del hundimiento sin referir a la envestida destructiva del gladiador cetáceo contra el Essex y Melville tomará ese insólito hecho como un motivo para dirigir, como proa poética, la trama de su obra hasta el final. En ésta, la destrucción del barco por el cachalote blanco sería punto de partida para inspirar su relato; en la otra, sería el naufragio y el canibalismo el punto de partida y desarrollo de la aventura.
La obra del marinero literato Herman, se engendra cuando escucha y lee del caso estando en el mar, sirviendo como marinero en el ballenero Acushnet, y entrabar amistad con el hijo de uno de los oficiales náufragos, el primer oficial Owen Chase, quien había escrito una relación de los hechos, dejándole en sus manos prestada una copia del manuscrito donde relataba la desastrosa aventura de su padre. Poe, cultor de imágenes donde la sombra de la muerte es implacable, se detendrá en narrar naufragios y la supervivencia del grupo de marineros por el sacrificio vital de sus compañeros.
Pareciera que ambos escritores se hubieran puesto de acuerdo para utilizar e inspirarse cada uno en una parte distinta de la historia. Poe desarrolla su obra en los linderos que tocan la parte más directa, truculenta e inhumana, la del naufragio y canibalismo; Melville se inspirará de forma más abstracta y simbólica a través de la glorificación de la brutal fuerza natural e inconmensurable del cetáceo blanco y su envestida fatal ante la frustrada venganza del desquiciado capitán. Ese cachalote albino, hoy se sabe que existió y habitó realmente los mares del Pacífico Sur, cerca de las islas Mocha, al suroeste de la costa de Chile.
La primera edición de la obra de Poe data de 1838. Y por lo dicho hasta acá nos preguntamos si ¿la habría leído en ese momento Melville? No lo sabemos, pero sí la leyó en alguna de sus travesías en el mar, influyendo en él; tal apreciación es bastante segura. Melville tendría diecinueve años para ese entonces, y buscaba su futuro e incierto destino; se había desempeñado en varios oficios, como maestro y empleado de banco, hasta llegar a tomar la decisión de echarse a la mar para no suicidarse, como nos lo dice en primer párrafo de su impresionante novela Moby Dick, que tendrá que esperarse dos décadas para su aparición en 1851.

III
Este pequeño homenaje que traemos aquí, en memoria de estos dos autores decimonónicos estadounidenses, ha querido ofrecer algunos aspectos en torno al tema de lo marítimo en estos dos autores, sin poner de lado la temática de los balleneros y sus particulares concepciones de mundo en cada uno de ellos al respecto.
Si bien La Narración de Poe tiene una serie de eventos que muestran las condiciones de los colonos de los océanos, también advertimos que los barcos referidos en su obra, el Grampus y el Jane Guy, son balleneros, naves que zarpan a la cacería y al comercio de los productos del cetáceo por los Mares de Sur. El intrépido Pym-Poe, nos hablará de motines, naufragios, rescates, canibalismo y enfrentamiento a seres fantásticos que son, ¿coincidencia con la ballena Moby Dick?, varios de ellos de color blanco, que simbolizará el bien y el mal. Poe muestra en su novela a los nativos de las islas como supersticiosos a ese color, presente en el animal extraño que habían capturado en alta mar los tripulantes del ballenero, como también de los grandes blancos pájaros que surgen de la vaporosa cortina blanca del polo sur. Entre esos visos de ser ensayo y literatura ficcional a la vez, la obra de Poe, girando en torno al blanco presente en seres sobrenaturales, pudo surgir –y he aquí una especulación personal- en Melville la idea de la ballena blanca que estremecerá sublimemente a los trágicos tripulantes del Pequod.
Impresiona que, a diferencia con Melville, Poe tendría una reducida experiencia del mar. Un único viaje a Inglaterra (Londres), cuando se traslada de niño a suelo inglés con su familia adoptiva, donde en ese país adquirirá una formación de lenguas clásicas y modernas, del latín y del francés.  Y nada más.

Las dos obras decimonónicas estarán enmarcadas en una literatura de viajes y aventuras marítimas, presentando lugares y eventos exóticos, perdidos, inauditos a los urbanitas de entonces. Ambas tuvieron críticas que las ensalzaron como las denostaron estos divertimentos estéticos literarios de una fina y abierta exploración y conocimiento del alma y la naturaleza humana.
Ambas obras han sido calificadas por la crítica (de antes y de ahora inclusive), de ser imperfectas, cansinas y pesadas en largos pasajes casi teóricos marítimos, donde parecieran hacer un inventario de actividades y de situaciones en torno a la navegación, diferenciándose del giro final de cada una. La Narración de Poe desconcierta con su abrupto final aparentemente gratuito y trunco, frente a un ignoto ser blanco que absorbe a los personajes sobrevivientes de un naufragio.
El caso del capitán Ahab y el blanco cetáceo concluye con la destrucción del ballenero Pequod son su tripulación, del que solo dos seres continuarán con vida: Ismael, que también es la voz narradora que nos relata su aventura, y la ballena blanca; los únicos sobrevivientes de un encuentro mortal y ejemplarizante entre el hombre y las fuerzas de la naturaleza que representa el animal marino, el cual ejerce la atracción y venganza del poseído capitán Ahab, que vendría a representar la soberbia y el mal, la voluntad de poder destructiva y tiránica de este tiránico y experimentado marinero de marras.
Con esta breve relación entre estas dos obras peculiares sobre la condición del hombre de mar y al entorno de la líquida tela oceánica a que es referida como fondo de sus acciones y aventuras, de sus relatos y tramas marinas, hemos querido celebrar así como constatar, las agoreras palabras del nicaragüense Rubén Darío, a la obra expectante y única del admirado Edgar Allan Poe, pero no menos la del marinero Herman Melville. 

David De los Reyes 17 de septiembre 2019. filosofiaclínica1.blogspot.com


domingo, 1 de septiembre de 2019

LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD
Theodor W. Adorno

Filosofía Clínica ha querido no dejar pasar la celebración de los ciento dieciséis  años del  nacimiento  de este

 imprescindible filósofo alemán del siglo XX. Para ello nos 

hemos planteado en recordarlo este mes con uno de sus 

ensayos más polémicos y poco comentado, y menos 

estudiado por los críticos de la cultura y de la sociedad

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Expresiones como "crítica de la cultura" o "crítica cultural", y, sobre todo, su común adjetivo "crítico-cultural", tienen que molestar a todo aquel que esté acostumbrado a pensar con el oído y no sólo por ser, como "automóvil", un feo compuesto de étimos griegos y latinos, sino, principalmente, por sugerir una contradicción flagrante. AI crítico cultural no le sienta la cultura, pues lo único que debe a ésta es la desazón que le procura. El crítico cultural habla como si fuera representante de una intacta naturaleza o de un superior estadio histórico; sin embargo, él mismo participa necesariamente de esa entidad por encima de la cual se imagina egregiamente levantado. La insuficiencia del sujeto que en su innecesariedad y limitación pretende juzgar del poder del ser —esa insuficiencia del sujeto siempre flagelada por Hegel para servir a su apología del orden dado— resulta insoportable cuando el propio sujeto, hasta en su más íntima estructura, es fruto de la mediación del concepto mismo al que se enfrenta como sujeto independiente y soberano. Pero, por su contenido, la desmesura de la crítica de la cultura no se cifra tanto en una falta de respeto por lo criticado cuanto en su secreto, orgulloso y ofuscado reconocimiento. Casi inevitablemente da el crítico cultural la impresión de que él sí posee la cultura que se desprende de la existente. La vanidad del crítico se suma a la de la cultura: incluso en el gesto acusatorio mantiene el crítico enhiesta, incuestionada y dogmática, la idea de cultura. El crítico desplaza la dirección del ataque. Donde hay desesperación y vida inadecuada descubre hechos puramente espirituales, la manifestación de un estado de la conciencia humana, indicio de una decadencia de la norma de cultura. Insistiendo en ello, la crítica cae en la tentación de olvidar lo indecible, en vez de intentar, con toda la impotencia que se quiera, que se proteja al hombre de ese indecible.
La actitud del crítico cultural, gracias a la diferencia o distancia a que se coloca del mal y el desorden imperantes, le permite pasar teoréticamente por encima de éstos, aunque a menudo no consiga sino quedarse tras ellos. Lo que hace el crítico es articular la diferencia o distancia en el mismo dispositivo cultural que pretendía superar y que precisamente necesita de esa distancia para tomarse por cultura. El no juzgarse nunca lo suficientemente distinguida forma parte de las pretensiones de la cultura a la aristocracia y a la distinción, y con esas pretensiones se dispensa la cultura de someterse a la piedra de toque de las condiciones materiales de la vida. La hipertensión de la pretensión cultural, inmanente, sin duda, al movimiento del espíritu, aumenta la distancia a aquellas condiciones vitales materiales, en la medida misma en que va haciéndose cuestionable la dignidad de esa sublimación cuando se tienen en cuenta tanto la realización material posible como el amenazador aniquilamiento de innumerables seres humanos. El crítico cultural convierte en privilegio suyo esa aristocrática distinción de la cultura, pero destruye su legitimación al cooperar con ella en calidad de chinche pagada y honrada. Esto afecta sin duda al contenido de la crítica. Incluso el despiadado rigor con que la crítica enuncia la verdad acerca de la conciencia insincera sigue sujeto a la órbita de la misma entidad combatida cuyas manifestaciones contempla. Todo aquel que juega la carta de la superioridad respecto de algo tiene que sentirse siempre al mismo tiempo como miembro del edificio en cuyo último piso se encuentra. Si se hiciera la historia de la vocación del crítico en la sociedad burguesa, del crítico que ha llegado finalmente a crítico de la cultura, se descubriría sin duda en el origen un elemento usurpatorio del que Balzac, por ejemplo, podía tener aún conciencia. Los críticos profesionales eran ante todo "informadores": daban una orientación para moverse en el mercado de los productos espirituales. Por gracia de ese trabajo conseguían a veces cierta profunda comprensión de la cosa, pero seguían siendo, en definitiva, agentes del tráfico espiritual, de acuerdo, si no con todas las mercancías del mismo, sí al menos con toda la esfera como tal. Hoy siguen conservando huella de ello, incluso cuando han abandonado el papel de agentes. El que se les confiara el papel de expertos y luego el de jueces fue económicamente inevitable, pero además, casualmente, adecuado a la cosa misma. La agilidad que les proporcionaba posiciones de privilegio en la competencia —posiciones de privilegio porque, una vez alcanzadas, el destino de lo juzgado dependía ampliamente de su voto — suscita una apariencia de justificación técnica del juicio. Deslizándose hábilmente por todos los huecos y ganando en influencia con la difusión de la prensa, los críticos consiguieron la autoridad que su profesión finge preexistente. La petulancia del crítico se debe a que en las formas de la sociedad competitiva, en la que todo ser es ser accidental, ser para otra cosa, el crítico mismo se mide exclusivamente por su éxito en el mercado y es, por tanto, él mismo un producto del mercado. El conocimiento serio de las cosas y problemas no fue lo primario, sino, a lo sumo, producto secundario del éxito de agente en el mercado, y cuanto más carece el crítico de ese conocimiento objetivo, tanto más intensamente lo sustituye con pedantería y conformismo. Cuando en su mercadillo de la confusión — el arte — los críticos llegan a no entender una palabra de lo que juzgan y se rebajan gustosamente de nuevo a la categoría de propagandistas o censores, se consuma en ellos la inicial insinceridad de su industria. El privilegio de que disfrutan por lo que hace a la información y a la posibilidad de tomar posición les permite enunciar sus opiniones como si fueran la objetividad misma. Pero se trata exclusivamente de la objetividad del espíritu que domina en el momento. Los críticos ayudan también a tejer el velo.
El concepto de la libertad de opinión y expresión, incluso el de la libertad espiritual en la sociedad burguesa, concepto en el que se basa la crítica de la cultura, tiene su propia dialéctica. Mientras se liberaba de la tutela teológico-feudal, el espíritu, a causa de la progresiva socialización de todas las relaciones entre los hombres, sucumbió crecientemente a un anónimo control ejercido por las circunstancias dominantes, control que no sólo se le impuso externamente, sino que se introdujo en su estructura inmanente. Aquellas circunstancias se imponen en el espíritu autónomo tan despiadadamente como se impusieron antes en el espíritu atado a los órdenes heterónomos. No sólo se dispone el espíritu a su propio tráfico y compraventa en el mercado, reproduciendo así, él mismo, las categorías sociales dominantes, sino que, además, se va asemejando objetivamente a lo dominante incluso en los casos en que, subjetivamente, no llega a convertirse en mercancía. Las mallas del todo van enlazándose, cada vez más estrechamente, según el modelo del acto de trueque. La conciencia individual tiene un ámbito cada vez más reducido, cada vez más profundamente preformado, y la posibilidad de la diferencia va quedando limitada a priori hasta convertirse en mero matiz en la uniformidad de la oferta. Al mismo tiempo, la apariencia de libertad hace que la reflexión sobro la propia esclavitud sea mucho más difícil de lo que lo era cuando el espíritu se encontraba en contradicción con la abierta opresión; así se refuerza la dependencia del espíritu. Todos esos momentos, junto con la selección social de los portadores del espíritu, tienen como resultado la involución de éste. La responsabilidad del espíritu se convierte en una ficción, según la tendencia predominante en la sociedad. El espíritu no desarrolla más que el momento negativo de su libertad, la herencia del estadio sin plan y monádico, la irresponsabilidad. Aparte de eso, va adhiriéndose cada vez más apretadamente, como ornamento, a la estructura de la que pretende destacarse. Las invectivas de Karl Kraus contra la libertad de prensa no deben, seguramente, tomarse al pie de la letra: invocar seriamente a la censura contra los escribidores cotidianos sería lo mismo que querer expulsar al diablo con la ayuda de Belcebú. Pero, en cambio, seguramente la estupidización y la mentira que florecen bajo la protección de la libertad de prensa son algo mucho más importante que mero accidente en el decurso histórico del espíritu: son los estigmas de la esclavitud a que llegó al liberarse do la vieja tutela, los estigmas de la falsa emancipación. En ningún sitio se manifiestan esos estigmas tan claramente como en el lugar en que el espíritu roe la propia cadena: en la crítica. Cuando los fascistas alemanes excomulgaron la palabra "crítica" y la sustituyeron por el aguado concepto de "consideración del arte", lo hicieron sin duda exclusivamente movidos por el tangible interés del estado autoritario, temeroso del pathos del Marqués de Posas incluso en la burda petulancia de los críticos y colaboradores periodísticos. Pero la satisfecha barbarie que exigía la supresión de la crítica, la irrupción de la horda salvaje en el coto del espíritu, reprimió sin sospecharlo una cosa con su igual. En la bestial pasión de las camisas pardas contra los criticastros no alienta sólo la envidia a una cultura odiada porque les excluye, ni tampoco el mero resentimiento contra el que ejerce el derecho de decir aquello negativo que ellos querían suprimir. Lo decisivo es que el soberano gesto del crítico finge ante los lectores una independencia que no tiene y reclama una misión rectora incompatible con su propio principio de la libertad espiritual. Esto es lo que excitó a sus enemigos. El sadismo de éstos fue característicamente excitado por la debilidad, sutilmente disfrazada de fuerza, de aquellos cuya dictatorial gesticulación habría sido tan gstosamente imitada por los posteriores dominadores. Sólo que los fascistas sucumbieron a la misma ingenuidad que los críticos, a saber, a la fe en la cultura como tal, representada para ellos por determinadas ostentaciones y mitos aprobados. Los fascistas alemanes se sintieron médicos de la cultura, y le extirparon el aguijón de la crítica. Con ello no sólo la rebajaron al nivel de la manifestación oficial, sino que, además, mostraron desconocer lo íntimamente que, para bien y para mal, están imbricadas crítica y cultura. La cultura no es verdadera más que en sentido crítico-implícito, y el espíritu, cuando lo olvida, se venga de sí mismo en los críticos que él mismo cría. La crítica es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contradictoria; y con toda su inverosimilitud es la crítica tan verdadera como la cultura es falaz. La crítica no daña porque disuelva — esto es, por el contrario, lo mejor de ella —, sino en la medida en que obedece con las formas de la rebelión.
La complicidad de la crítica cultural con la cultura no se debe meramente a la ideología del crítico. Más bien es fruto de la relación del crítico con la cosa que trata. Al convertir la cultura en su objeto vuelve a objetivarla. Pero el sentido propio de la cultura es precisamente la suspensión de la cosificación. En cuanto la cultura se cuaja en "bienes culturales" y en su repugnante racionalización filosófica, los llamados "valores culturales", peca contra su raison d'etre. En la destilación de esos valores — que no en vano recuerdan el lenguaje de la mercancía — se entrega a la voluntad del mercado. En el mismo entusiasmo por las grandes culturas exóticas vibra el entusiasmo por la exótica pieza rara en la que se puede invertir dinero. Cuando la crítica cultural, hasta Valéry, se mantiene en el terreno del conservadurismo, se orienta secretamente por un concepto de cultura que apunta a una firme propiedad, independiente de oscilaciones coyunturales y propia de la era del capitalismo tardío. Ese concepto se presenta como libre de toda relación con formaciones históricas determinadas, y como capaz de dar seguridad en medio de la dinámica universal. Modelo del crítico cultural es el coleccionista que sopesa y valora, casi en tanta medida como el crítico de arte. La crítica de la cultura recuerda siempre el gesto del que regatea, o el del especialista que discute la autenticidad de una pintura o la coloca entre las obras menores del maestro. Hay que discutir la mercancía, para conseguir más por lo mismo. Como estimador, el crítico cultural se halla indiscutiblemente inmerso en una esfera manchada por los "valores" culturales, incluso cuando el crítico lucha celosamente contra la mercantilización de la cultura. En su misma actitud contemplativa respecto de la cultura hay un examinar, juzgar, pesar, elegir: esto le va, rechaza aquello. Su misma soberanía, la pretensión de poseer un saber profundo del objeto y ante el objeto, la separación de concepto y cosa por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de sucumbir a la configuración-valor de la cosa; pues la crítica cultural apela a una colección de ideas establecidas y convierte en fetiches categorías aisladas como espíritu, vida, individuo. Pero su fetiche supremo es el concepto de cultura como tal. Ninguna auténtica obra de arte, ninguna verdadera filosofía se ha agotado nunca —ha agotado nunca su ser-en-sí— en sí misma. Siempre han estado en relación con el real proceso vital de la sociedad de la que se desprendieron. Precisamente la negativa a quedarse en la culposa conexión de la vida que se reproduce ciega y duramente, precisamente la insistencia en la independencia y la autonomía, en el divorcio con el reino de los fines que impera en una sociedad, implica, al menos como elemento inconsciente, la apelación a un estado en el que la libertad estuviera realizada. Pero la libertad sigue siendo una ambigua promesa de la cultura mientras la existencia de ésta depende de la realidad vanamente conjurada y, en última instancia, mientras la libertad depende de la disposición sobre el trabajo de otros. El hecho de que la cultura europea (globalmente considerada) haya hecho degenerar hasta mera ideología lo que llegaba al consumo espiritual —y llega hoy más fácilmente, recetado por "managers" y psicotécnicos a las poblaciones — se debe a la trasmutación de su función respecto de la práctica material, esto es, a su renuncia a intervenir en ella. Esa trasmutación no fue, naturalmente, pecaminosa decisión, sino resultado de presión histórica. Pues la cultura burguesa no consigue dar a luz la idea de una pureza libre de todos los estigmas deformadores impuestos por el desorden que abarca como totalidad todos los ámbitos de la existencia sino rompiéndose, retirándose en si misma. La cultura burguesa no consigue manifestarse fiel al hombre más que sustrayéndose a su práctica, contradicción de sí misma, sustrayéndose a esa permanente reproducción del siempre-lo-mismo, del servicio mercantil al cliente al servicio real del dominante. Pero sustrayéndose a eso se sustrae a su hombre real. Una tal concentración de la cultura burguesa en torno a su propia y absoluta sustancia de cultura y sólo de cultura — concentración que tiene su manifestación más grandiosa en la poesía y en la teoría de Paul Valéry— conlleva, sin embargo, una corrosión de esa misma sustancia. Así vuelto contra la realidad, el acumen del espíritu cambia de sentido, por más rigurosamente que se le quiera mantener, en cuanto, por su retorsión, pierde contacto con aquella realidad. Por obra de la resignación que afecta ante la fatalidad del proceso vital, y aún mucho más por su especialización como un ámbito entre otros, el espíritu se encuentra así situado junto al ente mero y se convierte él mismo en un mero ente. La castración de la cultura, que provoca la irritada pasión de los filósofos desde tiempos de Rousseau y de la selvática sentencia sobre "el siglo de la tinta de imprimir", pasando por Nietzsche, hasta los misioneros del engagement por el propio engagement, se debe al propio desarrollo de la cultura como tal, para ser cultura, y a su enérgica y justificada oposición a la creciente barbarie del predominio de lo económico en su mundo. Lo que parece decadencia de la cultura es su puro llegar a sí misma. La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada. El fetichismo lleva a la mitología. Los críticos culturales suelen embriagarse con ídolos, desde los prehistóricos hasta los de la cálida época liberal — ya evaporada — que, en el momento de sucumbir, exhortó a meditar en el origen. Y como la crítica cultural se subleva contra la progresiva integración de toda conciencia en el aparato de la producción material, pero es incapaz de comprender éste, se vuelve hacia atrás, engatusada por una promesa de inmediatez. Lo hace por su propio peso, aparte de que le mueve a ello un orden que tiene que recubrir con sonora chachara sobre la deshumanización y el progreso todos los progresos que él mismo hace por el camino de la deshumanización. El aislamiento del espíritu respecto de la producción material eleva sin duda su cotización, pero, al mismo tiempo, hace de él, en la conciencia general, el chivo expiatorio de todo lo cometido por la práctica. Se decide entonces que la ilustración misma y como tal — no como instrumento del dominio real— tiene la culpa de todo: de aquí el irracionalismo de la crítica de la cultura. Cuando ésta ha conseguido disociar al espíritu de su dialecticidad con las condiciones materiales, lo concibe simplemente como un principio de fatalidad, sin descubrir el papel de su propia resistencia. Tampoco consigue comprender el crítico cultural que la cosificación de la vida no se debe a un exceso de ilustración, sino a un defecto de ella, y que la mutilización cometida en la humanidad por la incompleta y particularista racionalidad contemporánea es en definitiva un estigma de la irracionalidad total. La eliminación de esa mutilación, que significaría lo mismo que eliminación de la separación del trabajo físico y el espiritual, parece un caos a la ceguera crítico-cultural: y es que aquél que glorifica el orden y la estructura, cualquiera que sea su propio linaje, toma aquella fosilizada separación como arquetipo de lo eterno. Para ellos, la posibilidad de que un día cesara la mortal escisión de la sociedad es lo mismo que una maldición sin mañana: mejor el final de todas las cosas que el final de la cosificación de la humanidad. El miedo a este último armoniza muy bien con el interés de los interesados en la persistencia de la renuncia material. Cada vez que la crítica cultural perora contra el materialismo promueve la convicción de que el verdadero pecado es el deseo de bienes de consumo que tienen los hombres, y no la ordenación total que les impide llegar a ellos: el pecado es saciedad, no hambre. Si la humanidad fuera ya dueña de la plétora de los bienes, se sacudiría las ataduras de esa civilizada barbarie que los críticos culturales imputan al proceso del espíritu en vez de al atraso de las condiciones materiales. Los "valores eternos" a que alude la crítica cultural reflejan la enfermedad perenne. El crítico cultural se nutre de la mítica obstinación de la cultura.
Como la existencia de la crítica cultural, cualquiera que sea su contenido, depende del sistema económico, se encuentra entretejida con el destino de éste. Cuanto más perfectamente apresan los actuales órdenes sociales — con el oriental en cabeza — el proceso vital, y en él la "musa", tanto más se imprime a todos los fenómenos del espíritu el sello del orden. En unos casos, esos fenómenos contribuyen al mantenimiento del orden con función de entretenimiento o edificación, y se consumen precisamente como exponentes de ese orden, es decir, por su preformación social. Conocidos, garantizados, gustados, se introducen persuasivamente en la conciencia regresiva, se recomiendan como naturales y permiten la identificación con potencias cuyo peso no deja más elección que un amor falso. En otros casos se convierten en rareza por su desviación respecto del orden externo, y así consiguen ser también vendibles. Durante toda la era liberal la cultura cayó en la esfera de la circulación de los bienes, y la paulatina consunción de ésta corroe el sistema nervioso de aquélla. Con la eliminación del comercio y de sus irracionales recovecos por el aparato de difusión de la gran industria, la comercialización de la cultura llega ya a extremos risibles. Bien atada y administrada y concienzudamente calculada, la cultura va muriendo de inanición. La denuncia de Spengler, según la cual el espíritu y el dinero van juntos, resulta plenamente acertada. Pero a causa de su simpatía por las formas inmediatas de dominio, Spengler cultivó una concepción de la existencia como ajena a las mediaciones espirituales igual que a las económicas, y lanzó por la borda al espíritu junto con un tipo económico realmente superado, sin darse cuenta de que el espíritu, por mucho que sea producto de ese tipo económico, implica, sin embargo, la posibilidad objetiva de superarlo. Al modo como la cultura surgió del mercado como algo que se destacaba de lo inmediato, de la esfera de la propia conservación en el tráfico, la comunicación y el entendimiento, al modo como en el capitalismo maduro casó con el comercio, y sus portadores fueron "terceras personas", mediadores como los comerciantes, así también — esto es, según las reglas clásicas de la "necesidad social", según las reglas de la autorreproducción económica — se contrae hoy al ámbito en el que empezó, el de la mera comunicación. Su enajenación de lo humano culmina en la docilidad absoluta a las exigencias de una humanidad que el vendedor ha convertido en clientela. En nombre de los consumidores, los que disponen de la cultura suprimen de ella lo que le permitiría salvarse de una total inmanencia a la sociedad existente, y no dejan de ella más que lo que cumple en esa sociedad un objetivo inequívoco. Precisamente por eso esta cultura del consumo puede gloriarse de no ser un lujo, sino la simple prolongación de la producción. Los slogans políticos, calculados para las manipulaciones de masas, estigmatizan unánimemente como lujo, snobismo, highbrow, todo elemento cultural que desagrade a los comisarios. Sólo cuando el orden establecido se acepta como medida de todas las cosas se convierte en verdad su mera reproducción en la conciencia. La crítica cultural se indigna entonces y habla de superficialidad y de pérdida de sustancia. Pero como, a pesar de ello, se mantiene en la red en que se imbrican cultura y comercio, la misma crítica participa de esa superficialidad. La crítica procede, pues, como esos críticos sociales reaccionarios que contraponen al capital usurario el capital productivo. Pero, de hecho, toda cultura participa de la culpa total de la sociedad, pues, como el comercio (según la Dialéctica de la Ilustración) 1, vive gracias a la injusticia ya cometida en la esfera de la producción. La crítica cultural recubre y disimula la crítica, y sigue siendo ideología en la medida en que es mera crítica de la ideología. Los regímenes totalitarios de ambos tipos, deseosos de defender lo existente de las últimas resistencias que temen de la cultura sumida en ese estado servil, pueden probar fácilmente que esa cultura y su modo de conciencia son manifestaciones lacayunas. Apelan al espíritu, que en realidad resulta ya insoportable, y pueden aún sentirse purificadores y revolucionarios. La función ideológica de la crítica cultural da alas a su propia verdad, la resistencia contra la ideología. La lucha contra la mentira resulta así un pretexto en favor de la muda bestialidad. "Cuando oigo la palabra cultura, quito el seguro a mi revólver", dijo una vez el portavoz de la "Cámara Cultural del Reich" hitleriana.
Pero la crítica cultural no puede reprochar tan radicalmente a la cultura su decadencia como lesión de la pura autonomía del espíritu, como abierta prostitución, sino a causa de que la cultura nace en la separación radical del trabajo espiritual y el corporal, y se alimenta de esa separación que es su pecado original. Cuando la cultura se limita a negar superficialmente esa separación y finge una conexión inmediata en el lugar de aquélla, se coloca a un nivel inferior a su propio concepto. El espíritu solo, que en la locura de su absolutez se aleja radicalmente de la nuda existencia, la determina en realidad en su negatividad; y mientras en la reproducción de la vida queda aún un resto de espíritu, todo se refiere a éste con énfasis. La antibanausía ateniense era dos cosas a la vez: el despectivo orgullo de aquel que no se ensucia las manos por aquel de cuyo trabajo vive y la conservación de la imagen de una existencia que apunta a más allá de la coerción presente detrás de todo trabajo. Al dar expresión a la conciencia sucia, a la mala conciencia, proyectándola en sus víctimas, cuya bajeza destaca, la antibanausía es al mismo tiempo una acusación contra lo que esas mismas víctimas sufren: la sumisión del hombre a la forma concreta de reproducción de su vida. Toda "cultura pura" ha sido molesta para los portavoces del poder. Platón y Aristóteles supieron muy bien por qué tenían que evitar la idea de esa cultura, al inclinarse, por ejemplo, hacia cierto pragmatismo en cuestiones de arte, pragmatismo notablemente incompatible con el pathos de los dos grandes metafísicos. La moderna crítica cultural burguesa es, naturalmente, demasiado aguda para seguirles abiertamente en ese punto, aunque utilice tranquilizadores expedientes esquemáticamente análogos, como la distinción entre alta cultura y cultura popular, obra de arte y obra de entretenimiento, cono cimiento y concepción del mundo no constrictiva lógicamente. La crítica cultural burguesa es tanto más antibanáusica que la antigua clase alta ateniense cuanto el proletariado es más peligroso que los antiguos esclavos. El moderno concepto de cultura pura y autónoma da testimonio del antagonismo ineliminable e insuperable producido por la imposibilidad de compromiso con el ser ajeno y por la hybris de la ideología entronizada como ser-en-sí.
La crítica cultural tiene de común con su objeto la misma ceguera: es incapaz de llegar al conocimiento de su caducidad, la cual arraiga en la escisión. Ninguna sociedad que contradiga a su propio concepto — el concepto de humanidad — puede poseer plena conciencia de sí misma. Para impedírselo no hace ni siquiera falta la actividad subjetiva de la ideología, aunque, en tiempos de cambio histórico importante, ésta suele reforzar y adensar la ceguera. Pero el hecho de que las diversas formas de represión — según el estadio de la técnica en cada caso — se pongan al servicio de la conservación del conjunto social, y el hecho de que la sociedad, pese a todo el absurdo de su modo de ser, reproduzca la vida en las circunstancias dadas, suministran una apariencia de legitimación. Como contenido esencial de la autoconciencia de una sociedad de clases antagónicas, la cultura no puede liberarse de aquella apariencia, y tampoco lo puede la crítica cultural, que mide la cultura por su propio ideal. La apariencia se hace total en la fase en que la irracionalidad y la falsedad objetiva se esconden tras la racionalidad y la objetiva necesidad. No obstante, los antagonismos, a causa de su verdadera fuerza, se abren camino también en la conciencia. Precisamente por el hecho de afirmar — para gloriosa trasfiguración propia — el principio de la armonía en la sociedad antagónica, la cultura no puede evitar una comparación de la sociedad con su propio principio de armonía, y tropieza entonces con la disarmonía. La ideología, que confirma la vida, se coloca en contradicción con la vida por la fuerza inmanente del ideal. El espíritu, descubriendo que la realidad no se le asemeja, sino que está sometida a una dinámica fatal e inconsciente, pasa, contra su propia voluntad, más allá de la apología. El hecho de que la teoría se convierta en fuerza real cuando alcanza a los hombres arraiga en la objetividad del espíritu mismo, el cual tiene que hacerse problemático a sí mismo por el propio cumplimiento de su función ideológica. Si bien el espíritu expresa la ceguera, expresa también al mismo tiempo, movido por la incompatibilidad de la ideología con la existencia, el intento de escapar de la ceguera. Decepcionado, contempla el espíritu la mera existencia en su desnudez, y la entrega a la crítica. Condena entonces la base material según el criterio de su principio puro — por cuestionable que sea éste —, o bien realiza, por su incompatibilidad con la base material, su propia cuestionabilidad como espíritu. Por fuerza de la dinámica social, la cultura pasa a ser crítica cultural, la cual conserva el concepto de cultura, pero destruye sus manifestaciones actuales, descubriéndolas como meras mercancías y medios estupefacientes. Una tal conciencia crítica sigue estando sometida a la cultura, en la medida en que, ocupándose de ésta, aparta del mal real, pero al mismo tiempo la determina como complemento de ese mal. Se sigue de ello la dúplice posición polémica de la teoría social respecto de la crítica cultural. El proceder crítico-cultural es a su vez sometido a una crítica permanente, tanto por lo que hace a sus presupuestos generales —su inmanencia a la sociedad existente—, cuanto en lo que se refiere a los juicios concretos que enuncia. Pues la sumisión de la crítica cultural se traiciona en su contenido específico de cada momento y sólo puede sorprenderse concluyentemente en esos contenidos. Pero al mismo tiempo, la teoría dialéctica — si no quiere degenerar en mero economicismo asumiendo la actitud que supone que la transformación del mundo se agota en el aumento de la producción — está obligada a recoger en sí misma la crítica cultural verdadera, facilitando de ese modo que la falsa llegue a conciencia de sí misma. Si la teoría dialéctica se desinteresa de la cultura como mero epifenómeno, contribuye a la difusión de la falsedad cultural y, por tanto, a la reproducción del mal. El tradicionalismo cultural y el terror de los gobernantes rusos tienen el mismo sentido. Su aceptación global de la cultura y su simultánea condena de todas las formas de conciencia desajustadas con el sistema cultural son actitudes no menos ideológicas que la de la crítica que se contenta con llamar ante su tribunal a una cultura separada de todo, o bien hace responsable de todo mal a la supuesta negatividad de la cultura. En cuanto que la cultura se acepta como un todo, se la priva del fermento de su propia verdad, que es la negación. La satisfacción con la cultura como un todo da el clima ambiental de la pintura y la música grandilocuentes. El umbral de la crítica dialéctica, que la separa de la crítica cultural, se encuentra en el lugar en que levanta a ésta hasta la supresión del concepto de cultura.
Contra la crítica cultural inmanente puede argüirse que disimula lo decisivo, a saber, el papel de la ideología en los conflictos sociales. Al suponer algo así como una lógica cultura! independiente — aunque la suposición sea sólo metodológica —, se hace uno cómplice de la escisión de la cultura, del proton pseudos ideológico, pues el contenido de la cultura no está exclusivamente en sí misma, sino en su relación con algo que es su reverso, el proceso material de la vida. Como enseñó Marx a propósito de las relaciones jurídicas y de las formas de estado, la cultura "no puede concebirse desde sí misma... ni partiendo del sedicente desarrollo general del espíritu humano". Prescindir de esto equivale a cosificar la ideología y solidificarla. De hecho, una versión dialéctica de la crítica cultural debe guardarse de hipostasiar las escalas y las unidades de medida de la cultura misma. La crítica dialéctica se mantiene en movimiento respecto de la cultura, comprendiendo su posición en el todo. Sin esta libertad, sin que la conciencia rebase la inmanencia de la cultura, no es imaginable ni siquiera la crítica inmanente: sólo es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no está totalmente arrastrado por ese movimiento. Pero la exigencia tradicional de una crítica de la ideología está también ella sujeta a una dinámica histórica. Esa crítica se concibió como acción contra el idealismo, pues éste es la forma filosófica en la que se refleja la fetichización de la cultura. Hoy día, empero, la determinación de la conciencia por el ser se ha convertido en un medio de escamotear toda conciencia que no esté de acuerdo con la existencia. El momento de objetividad de la verdad —momento sin el cual es imposible pensar siquiera la dialéctica— se sustituye implícitamente por positivismo vulgar y por pragmatismo; en última instancia, por subjetivismo burgués. En la época burguesa clásica la teoría dominante era la ideología, y la práctica de la oposición se encontraba inmediatamente contrapuesta a ella. Rigurosamente hablando, hoy no hay ya casi teoría, y la ideología es como el ruido directamente producido por el mecanismo de la inevitable práctica. Hoy día nadie se atreve ya a pensar una sola proposición a la que no pudiera añadirse — en cualquier campo — la indicación de a quién favorece. El único pensamiento no-ideológico es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está generalmente bloqueado por el lenguaje dominante. Desde que todo gremio político-económico civilizado ha comprendido como evidente que lo que importa es transformar el mundo, considerando mera y frívola travesura el interpretarlo, resulta difícil limitarse a citar las tesis contra Feuerbach. Pero la dialéctica incluye también la relación de acción y contemplación. En una época en que la sociología burguesa ha "saqueado" (la palabra es de Max Scheler) el concepto marxista de ideología para pasarlo por el agua del relativismo general, el peligro que consiste en no comprender la función de las ideologías es ya menor que el representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal y administrativa, que decide acerca de las formaciones culturales y las articula en aquellas constelaciones de fuerza que el espíritu tendría más bien que analizar, según su verdadera competencia. Igual que otros elementos del materialismo dialéctico, la doctrina de la ideología se ha convertido de instrumento de conocimiento en instrumento de tutoría sobre éste. En nombre de la dependencia de la sobreestructura respecto de la estructura se pasa así a vigilar la utilización de las ideologías, en vez de criticarlas. Y se va perdiendo la precaución por su contenido objetivo, siempre que resulten claras en su utilidad. La misma función de las ideologías se está haciendo cada vez más abstracta. Se ha justificado la sospecha de viejos críticos culturales según la cual en un mundo en que la cultura como privilegio y el encadenamiento de la conciencia por la educación impiden propiamente a las masas la experiencia de las formaciones espirituales, no importan tanto los específicos contenidos ideológicos cuanto la presencia de algo, sea lo que sea, que sirva para rellenar el vacío de la conciencia expropiada y distraiga la atención para que no se descubra el patente secreto. Para el contexto social dominante es seguramente menos importante el contenido ideológico específico que un film pueda comunicar a los espectadores que el hecho de que éstos, de vuelta a sus casas, queden interesados por los nombres de los actores y por sus historietas galantes o matrimoniales. Conceptos vulgares como el de distracción son más adecuados para estos hechos que explicaciones más ambiciosas sobre si un escritor es representante de la pequeña burguesía y el otro lo es de la alta. La cultura se ha hecho ideológica no sólo como contenido esencial de las manifestaciones del espíritu objetivo — muy subjetivamente confeccionadas —, sino también y en gran medida como esfera de la vida privada. Ésta disimula con aparato de importancia y autonomía el hecho de que hoy día no vegeta sino como apéndice del proceso social. La vida se trasforma en la ideología de la cosificación, la cual es propiamente la máscara de la muerte. Por eso frecuentemente la tarea de la crítica consiste menos en inquirir las determinadas situaciones y relaciones de intereses a las que corresponden fenómenos culturales dados que en descifrar en los fenómenos culturales los elementos de la tendencia social general a través de los cuales se realizan los intereses más poderosos. La crítica cultural se convierte en fisiognómica social. Cuanto más alienado, socialmente mediado, filtrado, se hace el todo de los elementos naturales, cuanto más "conciencia" es, tanto más se hace el todo "cultura". El proceso material de producción se manifiesta como tal al final como lo que ya era en su origen, en la relación de trueque: como la falsa conciencia de los contratantes el uno respecto del otro, como ideología, además de medio para la conservación y reproducción de la vida. A la inversa, empero, la conciencia se reduce cada vez más insistentemente a mero momento de transición en la conexión del todo. Ideología es hoy la sociedad como fenómeno. La mediación de la ideología compete a la totalidad, detrás de la cual está sin duda el dominio de algo parcial, pero sin que pueda esta parcialidad ser reducida directamente a un interés parcial, sino más bien como una parcialidad que en todos sus fragmentos está a la misma distancia del centro.
La teoría crítica no puede admitir la alternativa de colocar la cultura entera en tela de juicio, desde fuera de ella y bajo el concepto supremo de ideología, o confrontarla con las normas que ella misma ha hecho cristalizar. La decisión sobre permanecer en la inmanencia de la cultura o situarse en transcendencia de ella supone una recaída en la lógica tradicional que fue el objeto de la polémica de Hegel contra Kant: todo método que determina límites y se mantiene dentro de los límites de su objeto rebasa por eso mismo dichos límites. La dialéctica presupone en cierto sentido la posición cultural-transcendente, como conciencia que se niega a someterse desde el primer momento a la fetichización de la esfera del espíritu. Dialéctica significa intransigencia contra toda cosificación. El método transcendente, que se dirige al todo, parece más radical que el inmanente, que empieza por suponer ese cuestionable todo. El método transcendente-cultural se sitúa en un punto superior a la cultura y a la ceguera social, punto arquimídico desde el cual la conciencia consigue poner en movimiento la totalidad, a pesar de la inercia de ésta. El ataque al todo cobra su fuerza del hecho de que cuanta más apariencia de unidad y totalidad hay en el mundo, tanta más cosificación lograda se da en él — tanta más escisión. Pero la sumaria liquidación de la ideología — tal como se manifestó entre los soviets en la condena del "objetivismo", pretexto de un terror cínico — hace en el fondo demasiado honor a esa totalidad. Es una posición que consiste en comprar a la sociedad su cultura en bloque, sin preocuparse por cómo se va a disponer de ella. La ideología, la apariencia socialmente necesaria, es hoy la sociedad real misma, en la medida en que su fuerza y su inevitabilidad integrales, su existencia irresistible, se ha convertido en un sustitutivo del sentido arrasado por ella misma. La afirmación de un punto de vista sustraído a la órbita de la ideología así cristalizada es tan ficticia como la construcción de utopías abstractas. Por ello la crítica transcendente de la cultura, igual que la crítica cultural burguesa, se ve obligada a retroceder, a apelar a lo que está a sus espaldas, a aquel ideal de naturalidad que constituye precisamente una pieza esencial de la ideología burguesa. El ataque transcendente a la cultura se expresa por ello generalmente en el lenguaje falso del buen salvaje. Desprecia el espíritu: las formaciones espirituales, que son manufactura, que no tienen — según piensa ese ataque — más misión que recubrir la vida natural, pueden manipularse a placer a causa de esa supuesta nulidad de sustancia, y pueden aprovecharse para fines de do minio. Esto explica la insuficiencia de la mayoría de las aportaciones socialistas a la crítica de la cultura: esas aportaciones carecen de experiencia del objeto de que se ocupan. Queriendo borrar el todo como con una esponja, desarrollan cierta afinidad con la barbarie, y sus simpatías están innegablemente con los primitivos e indiferenciados, por más que ello contradiga el actual estado de la fuerza de producción espiritual. La precipitada negación de la cultura se convierte en un pretexto para favorecer lo más grosero y pecaminoso, hasta la represión, al mismo tiempo que se decide en favor de la sociedad el viejo conflicto de ésta con el individuo, todo según la medida del administrador que se ha apoderado de la sociedad. Desde aquí no hay más que un paso hasta la reintroducción oficial de la cultura. El proceder inmanente se resiste a ello, mostrando ser el más esencialmente dialéctico. Este proceder recoge consecuentemente el principio de que no es la ideología la que es falsa, sino su pretensión de estar de acuerdo con la realidad. Crítica inmanente de formaciones espirituales significa comprensión, mediante el análisis de su configuración y de su sentido, de la contradicción existente entre la idea objetiva de la formación cultural y aquella pretensión, y consiste en dar nombre a aquello que expresa la consistencia e inconsistencia de las formaciones espirituales de la constitución y disposición de la existencia. Esta crítica no se contenta con un saber general de la esclavitud o servidumbre del espíritu objetivo, sino que intenta convertir ese saber en energía para la consideración de la cosa misma. La comprensión de la negatividad de la cultura no es tal, no es concluyente, más que cuando se justifica con la prueba precisa de la verdad o falsedad de un conocimiento, de la consecuencia o incoherencia de un pensamiento, de la cohesión o incongruencia de una formación, de la sustancialidad o nulidad de una configuración lingüística. Cuando tropieza con insuficiencias no las atribuye precipitadamente al individuo y a su psicología, al chivo expiatorio del fracaso personal, sino que intenta derivarlas de los diversos momentos del objeto. Esta crítica persigue las aporías de la lógica, las irresolubilidades ínsitas ya en su tarea. Y en esas antinomias comprende las propiamente sociales. Para la crítica inmanente lo logrado no es tanto una formación que reconcilie las contradicciones objetivas en el engaño de la armonía cuanto aquella que exprese negativamente la idea de armonía, formulando las contradicciones con toda pureza, inflexiblemente, según su más íntima estructura. Ante una formación así lograda pierde todo sentido la sentencia de "mera ideología". No obstante, la crítica inmanente sigue subrayando la evidencia de que hasta hoy el espíritu se encuentra siempre sometido a unos lazos. No es capaz por sí mismo de superar las contradicciones de que se ocupa. Incluso la más radical reflexión sobre el propio fracaso tropieza con el límite infranqueable de no ser más que reflexión, sin poder modificar la existencia de que da testimonio el fracaso del espíritu. Por ello la crítica inmanente no consigue tranquilizarse con su mero concepto. Ni tampoco es lo suficientemente vanidosa como para equiparar sin más la inmersión en el espíritu a la liberación de su cárcel, ni lo suficientemente ingenua como para creer que la decidida inmersión en el objeto, gracias a la lógica interna de éste, sea premiada con la verdad con sólo que el saber subjetivo sobre el todo no se introduzca constantemente, como cosa extraña, en la determinación del objeto. En la medida en que el método dialéctico tiene que recusar hoy la identidad hegeliana de sujeto y objeto está también obligado a tener en cuenta la duplicidad de momentos: se trata de relacionar el saber de la sociedad como totalidad, y el saber de la imbricación del espíritu en ella, con la exigencia del objeto — como tal, según su contenido específico — de ser conocido. Por esta razón, la dialéctica no permite que ninguna exigencia de pureza lógica le castre su derecho a pasar de un género a otro de las cosas, su derecho a iluminar la cerrazón de las cosas con la mirada puesta en la sociedad, y su derecho a presentar la cuenta a la sociedad que no es capaz de redimir la cosa. Al final, se hace sospechosa al método dialéctico la contraposición de conocimiento interno y procedente del exterior, que se le presenta como síntoma de esa cosificación que ella debe combatir como crítica: a la abstracta atribución del pensamiento administrativo corresponde aquí el fetichismo del objeto ciego a su génesis, la prerrogativa del especialista. Mientras que la consideración inmanente inflexible está siempre en peligro de recaer en el idealismo, en la ilusión de un espíritu autosuficiente, dueño de sí mismo y de la realidad, la consideración trascendente corre el riesgo de olvidar el trabajo del concepto para contentarse con el caso promulgado arriba, la etiqueta prescrita y el dicterio ya tópico y sin fuerza, como "pequeño-burgués". Un pensamiento topológico —un pensamiento que sabe el sitio de todo fenómeno y no sabe lo que es ninguno de ellos — está secretamente emparentado con el paranoico sistema idealista, horror de toda experiencia del objeto. Con vacías categorías se divide el mundo en blanco y negro y se dispone para el dominio contra el cual se concibieron inicialmente los conceptos. Ninguna teoría, ni siquiera la verdadera, está segura de no pervertirse nunca en locura el día en que se prive de la relación espontánea con el objeto. La dialéctica tiene que guardarse de ese peligro, tanto como de la ingenua esclavitud al objeto de cultura. No debe prescribirse el culto al espíritu ni la hostilidad al espíritu. El crítico dialéctico de la cultura tiene que participar y no participar de ella. Sólo así conseguirá justicia para la cosa y para sí mismo.
La crítica tradicional de la ideología, que es crítica trascendente, está anticuada. En principio, a causa de la transposición directa del concepto de causa de la naturaleza física a la sociedad, se apropia precisamente el método de aquella cosificación que tiene como tema crítico, y queda así, por tanto, por debajo de su objeto. De todos modos, no hay duda de que la crítica de método trascendente puede responder que no utiliza conceptos de esencia cosificada más que en la medida en que lo está la misma sociedad, y que mediante la dureza y la grosería de ese concepto de causa presenta a la sociedad el espejo que le demuestra su propia dureza y grosería y su prostitución del espíritu. Pero la sombría sociedad unitaria no soporta ni siquiera aquellos momentos relativamente sustantivos, separados, en que pensaba la teoría de la dependencia causal de la sobreestructura respecto de la estructura: En esta cárcel al aire libre en que se está convirtiendo el mundo no se trata ya de preguntar qué depende de qué, hasta tal punto se ha hecho todo uno. Todos los fenómenos han cristalizado en signos del dominio absoluto de la realidad. Precisamente porque no existen ya ideologías en el sentido estricto de conciencia falsa, sino sólo propaganda por un determinado mundo mediante su simple reproducción, o bien mentira provocatoria que no pretende ser creída, sino que se limita a imponer silencio, la cuestión de la dependencia causal de la cultura planteada como cuestión sobre una mera y clara dependencia, tiene hoy algo de primitivo. No hay duda de que, en última instancia, ese primitivismo afecta también al método inmanente, arrastrado por su objeto hasta el bajo nivel de éste. La cultura materialísticamente aclarada no se ha hecho materialísticamente sincera, sino sólo más baja. Con su propia particularidad, ha perdido también la sal de la verdad, que consistía en otro tiempo en su contraposición a otras particularidades. Si se la pone ante la responsabilidad que recusa no se consigue más que una prueba de enfática retórica cultural. Por su parte, la cultura tradicional, en bloque, es hoy nula, por haberse neutralizado ella misma y haberse dispuesto y confeccionado a la medida de los intereses; su herencia, reivindicada por los rusos con aparente piedad, es superfina, inútil en general a causa de un proceso irreversible; es un verdadero objeto de ludibrio, y en esto llevan sin duda razón los negociantes de la cultura de masas que pueden aludir a ello mientras la negocian en baratijas. Cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu, y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente.

Notas
1. MAX HORKHEIMER y T. W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente. Amsterdam, 1947. (Nota del T.)



Martha de Francisco: 

“hilandera” de virtuosas sonoridades

Claudia Furiati Páez | @festilectura







Una carrera de casi cuatro décadas en la industria sonora, como pionera en la digitalización de la música clásica, en la que compartió escenarios y estudios con grandes del género, la agrupación I Musici, Alfred Brendel, Jessye Norman y John Elliot Gardiner, son apenas los “agudos” que asoma su colorida trama vital como Tonmeinster.
Parte de este transitar lo compartió durante un breve encuentro que sostuviéramos durante las jornadas de Conferencias de Audio y Sonido del Ecuador (CASE)[1] en Guayaquil, organizado por la Universidad de las Artes a fines de junio de 2019, pero que aceptó retomar vía entrevista virtual, gracias justamente a las tecnologías interactivas, con las cuales Martha de Francisco se da a mil maravillas. El escenario no pudo ser más inspirador, la biblioteca de su padre en Bogotá, entre cuyas lecturas entretejió mucho de su afán por la reproducción de metáforas sonoras. Dejamos que sea su voz la que hile, aunque nos permitimos alguna “puntadas”.
P: Iniciamos este diálogo en un espacio evocador para usted, el rincón de lectura de Don Adolfo de Francisco Zea, figura prominente de la medicina colombiana, pero también bibliófilo, cuya curiosidad por la Literatura e Historia universales le llevó a ocupar membrecía de estas academias colombianas, junto a la de Medicina. ¿Cómo influyó este ambiente familiar en la formación de Martha de Francisco?

MdeF: Tuve el privilegio de crecer en una familia muy intelectual a la par que artística, donde se le daba un papel muy importante a lo cultural y el arte. Fui criada junto a mis cuatro hermanos, envuelta en aquel clima intelectual pero también humano y cariñoso. Al momento me rodean más de ocho mil libros y mi padre se mantiene activo en la lectura.

Refiere que tal fascinación libresca llevó a su padre a la escritura de ensayos sobre las psiques del escritor Franz Kafka o del personaje cervantino Don Quijote, “aunque su especialidad es la cardiología y medicina interna”[2].

De igual forma, aprecia la influencia artística ejercida por su madre Gloria Serpa-Flórez, filósofa, escritora e investigadora de la literatura lírica colombiana, quien también figura como miembro notable de las academias de la Lengua e Historia. “Mamá a pesar de no haber cursado educación musical formal, cantaba lindísimo acompañada de su tiple”. Un influjo sensitivo que toma aún más relevancia al constatar el nombre de la columna que escribía semanalmente para El Tiempo: “El tejido de Penélope”[3]. 

P: ¿Parte de esa literatura heredada, intuimos, la conforman por ejemplo biografías de compositores del Barroco o Romanticismo europeo? 

MdeF: Ni tanto, como lectora precoz tuve predilección por la literatura e historia universal, la filosofía y sicología, así como sobre arte. Ya entrando a la adolescencia además de desarrollar intereses por lo musical, me atrajo el conocimiento matemático. Durante mis últimos años de bachillerato, cursados en un colegio de método alemán, me dediqué a buscar esa carrera que combinara la lógica de los números, la acústica y las notas musicales. Orientada por mis profesores de piano, di con esa especialidad, Tonmeister en Alemania.

P: Tonmeinster como se llama al Maestro de Audio en la reconocida Musikhochschule Detmold[4] suena quizás rimbombante ¿Expresa este título realmente todas las responsabilidades de la función?

MdeF: El concepto de Tonmeister se creó en Europa, específicamente en Alemania,  cuando se hacía cine en Berlín, a principio de la década de los 20. Mientras una persona se ocupaba de la imagen, el diltmeister, otra atendía el tono, la música, las voces, y se denominaba tonmeister (maestro de tonos). Para el idioma alemán, esta no es una palabra rimbombante, sino muy clara en la definición del responsable del sonido. Cuando llegué a Alemania a cursar la especialidad confirmé que estas cualidades convergen en un ingeniero de sonido capaz de adentrarse en una partitura completa de orquesta, tal como lo hace un director, al tiempo que domina la microfonía, acústica, electrónica, y aparatos de estudio. La combinación de esos dos amplios y diferentes campos en un solo profesional, resultó muy práctica para el desarrollo de la industria discográfica.

P: Ya que evoca a Alemania, y conectando entre esos dos mundos que le nutrieron, el literario y el musical, me permito parafrasear a un contemporáneo de Beethoven, Johann Goethe, también citado por Ud. ¿Considera que su viaje sonoro aún no llega a destino? ¿En qué etapa creativa se encuentra Martha de Francisco luego de testimoniar el cenit y ocaso de la industria discográfica de fines del S.XX?

MdeF: Luego de esta grata trayectoria en la que logré relevantes metas de para un productor musical del género clásico, la convergencia digital que trajo el nuevo siglo, también revolucionó nuestro trabajo al imponer una forma de circulación de la música a través de la red. En mi caso implicó salir del sello Philips[5], tras su fin de operaciones, e iniciar una etapa de producción a ensambles y artistas individuales, más que de orquestas. Igualmente, ha representado una magnífica oportunidad de enseñar mucho de ese conocimiento a la próxima generación de ingenieros de sonido. Una de las razones que me llevó a la docencia en la Universidad de McGill[6], en Canadá, es confirmar que las técnicas y métodos de grabación empleados con los grandes sellos discográficos, en los 80 y 90, están en peligro de desaparecer, si no son transmitidos a los futuros colegas. Es mi misión preservar este legado.

P: De tal disrupción digital ha sido testigo también su principal herramienta de trabajo: la consola o mesa de mezcla. Verla al mando de ella, remite a la atávica figura de la hiladora frente a su telar, combinando fibras sonoras para una única urdimbre. ¿Vale para usted esa metáfora? ¿Puede una profesión que ha sido predominantemente de hombres, asociarse ritual del tejer?

MdeF: Me gusta mucho esta metáfora pues tiene mucho de verdad en cuanto a lo que realiza un ingeniero de sonido, combinar las diferentes señales sonoras emitidas por los micrófonos conectados a una misma consola, precisando hasta qué punto se pueden mezclar tales emisiones. En el “tejido” generado podrán verse, escucharse y sentirse detalles de la música captada en ese instante.

En mis grabaciones no solo busco encontrar el balance perfecto de todos los hilos sonoros de la música, en cuanto a los sonidos de los instrumentos, sino también de entender y ayudar a surgir todos los matices musicales de la intérpretes. Ese apoyo a los músicos para que su ejecución fluya de la mejor manera es parte del telar sonoro que conformo como productora musical y Tonmeister.

En cuanto a la predominancia de género masculino en mi profesión, no sé decir exactamente por qué ha ocurrido. Si bien la naturaleza de esta técnica hizo que fuera más buscada por hombres que mujeres, también es cierto que las mujeres tuvieron condiciones más adversas para estudiarla. En mi tiempo, tan solo representamos un 5% de la corte de grabación de música clásica. Hoy esta brecha se ha reducido, incluso a nivel global, y en el caso de nuestra maestría en McGill observo un notorio incremento de futuras colegas.

De Francisco reconoce además que en su caso esa intuición femenina en combinación con el manejo de la técnica, le facilita indagar en la sicología interior del artista para luego ayudarle a aflorar su interpretación. “En ello lo femenino puede ser un gran catalizador”, asegura.

P: Este compromiso con la academia le ha llevó incluso a sumergirse literalmente en uno de sus más ambiciosos proyectos en el campo de arqueología musical, The Virtual Haydn (2009)[7]. ¿En qué consistió esta grabación antológica junto al pianista Tom Beghin y al ingeniero  Wieslaw Woszczyk?  

MdeF: Este ha sido uno de los proyectos más interesantes y desafiantes que me ha tocado participar. Se trató de una grabación de dimensiones monumentales; reunir toda la música de Joseph Haydn que en su época coexistía para instrumentos de teclado. Lo cual equivale a unas casi quince horas de reproducción musical. Beghin quien además de pianista, es experto en música de fines del S. XVIII, ideó hacer réplicas de teclados antiguos de la época del compositor austriaco, que precedieron al piano de cola actual. Entretanto Woszczyk, se dedicó a hacer mediciones y mapeos acústicos de nueve recintos, en Inglaterra, Austria, Hungría donde pudieron haber sido presentadas estas piezas de la época tardía de Haydn.

Luego en un laboratorio musical se ubicaron siete pianos, clavecines y clavicordios reconstruidos para ser ejecutados y grabados uno a la vez, bajo una bóveda de autoparlantes. Así conforme se producía la melodía acústica en sala en Montreal, el sistema sonoro de computador reproducía la forma en que reverberaba en aquel recinto en Viena, por ejemplo. El intérprete además de constatar la ejecución del instrumento en directo, percibía simultáneamente la refracción virtual de aquellas históricas locaciones.

P: Llegar a este nivel de sutileza auditiva implica muchas horas de apreciación musical, cultivar el oído como aliado instrumento. De ello insiste a sus alumnos alrededor del mundo. ¿En qué consiste este don?

MdeF: Considero que escuchar en detalle es el don más importante de esta profesión, especialmente si de música clásica se trata, cuya resonancia se produce en recintos naturales y frente a una audiencia. El sonido se conforma a partir de elementos acústicos, emanados tanto de los instrumentos en ejecución, como las reflexiones en el piso, techo y paredes de la sala donde se emite. Éstos se reúnen inmediatamente después de la llegada de la emisión acústica, en los oídos de los presentes y convergen en fracciones de segundo de distancia del sonido directo. Se percibe entonces como el sonido directo se va llenando, ampliando, expandiendo y esa enriquecida forma de escuchar la inculco a mis discípulos.

P: En su paso por Ecuador tuvo oportunidad de conocer los futuros maestros de tonos, actualmente en formación en las especialidades de productores musicales y licenciados en artes sonoras. ¿Cómo ve el nivel académico en el país?

MdeF: Disfruté mucho estos días de intercambio con estudiantes de la Universidad de las Artes y otras academias del país, noté mucho entusiasmo en ellos. Aprecié su grado de inmersión y compromiso con los contenidos de las charlas dictadas por expositores invitados. Estuvieron dispuestos al intercambio y actualización de conocimientos, mostrando un impulso de saber similar al que he apreciado en cursantes en Argentina, Colombia y México.

Se enorgullece al  mencionar que en Ecuador imparten el contenido de su cátedra sus discípulos de la maestría en grabación sonora. Ellos son Gabriel Ferreyra y Hazel Burns en la Universidad San Francisco de Quito y Meining Cheung en la Universidad de las Artes de Guayquil (siendo esta última la responsable de su asistencia al CASE). Pronto se le sumarán dos magísteres más, actualmente cursando en McGill, quienes a su vez serán relevados en aula por un chico guayaquileño, miembro de la nueva corte por ingresar este septiembre.

Entretanto, el verano llega con la promesa de muchas otras tramas, entre las que afina sus charlas y talleres para Boston, Paris y Tokio, así como detalles para grabaciones con orquestas sinfónicas en Montreal y Nueva York, además de un grupo de música medieval en Canadá. Quizás alguna de ellas le conduzca al Grammy que casi conquista 2003 como productora musical del compacto de la ópera Alceste de Gluck, producida bajo sello Philips y dirigida por Sir Gardiner (I).



[1] Universidad de las Artes. “UArtes y AES inauguraron la II edición de las Conferencias de Audio y Sonido del Ecuador”. Acceso el 03 de julio de 2019, http://www.uartes.edu.ec/uartes-y-aes-inauguraron-la-ii-edicion-de-las-conferencias-de-audio-y-sonido-del-ecuador.php
[2] Adolfo de Francisco Zea, “La locura de Don Quijote” (Bogotá: Edición Conjunta de Academias Colombianas de Historia, La Lengua y Medicina, 2007)
[3] Academia Colombiana de la Lengua. “Gloria Serpa, nueva académica de número”. Acceso el 03 de julio de 2019, https://www.asale.org/noticias/gloria-serpa-nueva-academica-de-numero.
[4] La Universidad de la Música de Detmold es una de las de mayor nivel y tradición en su estilo en Alemania y Europa. Fue fundada en 1946.
[5] Philips Classics Records fue un sello disquero, perteneciente a la corporación electrónica alemana de mismo nombre. Operó desde 1980 hasta principios de este Milenio.
[6] Universidad McGill de Montreal, es una de las más antiguas y prestigiosas de Canadá, fundada en 1821. Ofrece una Maestría en Grabación Musical.
[7] The Virtual Haydn. Complete Works for a Piano Keyboards, 2009. Acceso el 04 de julio de 2019 http://www.music.mcgill.ca/thevirtualhaydn/project_description.html