Reflexiones inactuales en torno al
Discurso de las Ciencias y las
Artes
de Jean Jacques Rousseau
A los 300 años de su natalicio
David
De los Reyes
Val de Travers, Suiza, lugar de reflexiones de Rousseau
“Por todas
partes me tergiversan como si yo hubiera dicho que la ciencia
Es la única
fuente de corrupción entre los hombres…
Rousseau. Carta refutación a Gautier
“Cierto es que
el autor prefiere la rusticidad
a la orgullosa y
falsa urbanidad de nuestro siglo.
Rousseau. Carta al abate Raynal
Soy tosco,
huraño, descortés por principio,
y no quiero
apologistas; con que voy a decir la verdad sin trabas.
Rousseau, Ultima Respuesta.
I
El
porqué del Discurso sobre las Ciencias y
las artes. Rousseau, buen observador de su mundo en
ciernes, no dejó pasar en vano el
momento para purgarse de su propia decadencia cuando vino a sus manos el
periódico el Mercure de France que
ofrecía, en una publicidad de la Academia de Dijón, un premio por escribir
sobre la condición y cambios que en el hombre habían aportado las ciencias y las
artes en general. La academia de Dijón en 1750 le otorgaría el premio al joven
ginebrino desconocido a fin de ese año pero él, en su camino a visitar a su amigo
Diderot en la cárcel de Vicennes, no
lo sabía aún, sólo fantaseó descansando debajo de un árbol y comenzó su delirio
literario al cual luego, bajo la
influencia narcótica y literaria del
estoicismo de Plutarco y Montaigne, vendría a darle una obra que sería no sólo
su primer éxito literario y reconocimiento intelectual sino el inicio de su
intranquilidad emocional, sus sufrimientos y martirios solitarios hasta el
final de sus días.
El texto del Discurso
sobre las Ciencias y las Artes nos da una cara multiforme de las tantas
decadencias y vicisitudes del hombre inscrito a la civilización europea en la
temprana modernidad occidental. Entra en la colección de escritos insignes que
nos vienen a decir lo mal que ha hecho el hombre, lo vicioso y corrupto que es
por culpa de la sociedad, de cómo ha pervertido la vida, de las injusticias que
se han cometido en el nombre del progreso, de cómo se ha desprendido de su
cándida naturaleza. Y, por supuesto, ante esa imagen oscura y lacrimosa de la
humanidad (francesa y europea), nos
antepone la legendaria pureza guerrera de Esparta y la mítica de la Roma
republicana, modelos sociales de capacidad viril y de moralidad a toda prueba; cosa que hoy sabemos que dista
de haber sido así; además de ciertas pinceladas a favor del nativo americano
sin conocer en profundidad las injusticias que ese mismo nativo en su sociedad
podía cometer contra su hermano aborigen. Nunca el hombre ha vivido ninguna edad
de oro, eso es sólo un cuento para las almas crédulas o manipuladoras, como
aquella que aspiramos a llevar a una sociedad igualitaria por medio de una
revolución de militares y funcionarios: individuos, por condición, de jerarquías
aberrantes, en fin, la historia –y el delirio humano- da para todo y sobre todo
para cautivar a imbéciles sin reflexión, formación y experiencia.
Los autores hacen de Rousseau un crítico avangarde de la barbarie moderna (tendríamos que decir
que cada época ha tenido su barbarie, no sólo Grecia sino hasta muchas de las
llamadas república del presente; podríamos pensar que es la condición humana natural). Sin embargo Rousseau
dirigía, como faro delirante a veces, lúcido en otras, subjetivo y
romántico en muchas, su luz a los desprevenidos lectores del momento: a los
tranquilos ciudadanos y a la aristocracia
barnizada con las ideas de la ilustración que se presentaba en el
horizonte como la luz de un nuevo día. En otras palabras, contra la idea fija
pero atrayente y poderosa de la ilustración de que en la medida que más
comprendamos racionalmente al mundo y a nosotros mismos –y no emocionalmente,
que es la contrapostura rousseauniana- mejor podremos manejar el medio, la
sociedad, y la historia –ésta no podía faltar!- para nuestros propósitos.
Estallar los malos hábitos y los anclados prejuicios (no sólo religiosos sino
también políticos, científicos y
tecnológicos, artísticos, podríamos
agregar) nos evitará, como especie e individuo, una estruendosa caída final.
Rousseau nos
alerta que no se opone para nada al saber, sea el que sea, de la civilización,
aunque pareciera que el saber de la ciencia positiva, según sus palabras, su
efecto y sentido estaría en reproducir un tipo de humano desnaturalizado y
concentrado en el arte de la mera
apariencia; sobre esto ha corrido mucha tinta debajo del molino de las
humanidades y de los pensadores modernos, acordémonos del estimado Baudrillard,
rousseuniano del siglo XX a su modo, con su frase de todos somos transformistas, es decir, hemos dejado de ser naturales y nos adentramos en la selva técno-científica
de la apariencia mutante infinita, de la desterritorialidad electrónica virtual
mediática permanente (la educación a todo nivel lo ha hecho una realidad, nos
ha ayudado a esa transformación permanente: no se forma sino se deforma; no se nos da la posibilidad de crear nuestros
propios criterios sino que ya, todo tiene que estar pre-digerido para facilitar su digestión cultural).
De la civilización podemos guardar el principio de cortesía o cordialidad con lo que en el difícil trato entre humanos las
relaciones humanas se hacen más llevaderas, pero su entorno, que le da estructura y lógica de sinsentido, la
lleva a que dure sólo por minutos gracias a los estruendos bélicos de guerras,
de competencias entre industrias envenenadores del individuo, del habitad de la
biósfera , de ambiciones de banqueros creadores de crisis, de dominios
miserables políticos y de actuar, claro está, como el
más vivo: todas estas situaciones forman parte del acontecer civilizado. Confundir
los progresos del saber, de los recursos técnicos y científicos, del
arte de vivir en sociedad y de las artes en general como si fuese un adelanto
de la humanidad, es una cruel mentira: estaría por verse, dentro del dictamen a
lo Rousseau y quien sea un publicista de ello, diciéndonos que
más ciencia y arte nos da un orden social más armonioso es, por decir lo menos, un ingenuo o el
próximo asesino no sólo de humanos sino de
la tierra. Cuanta cháchara no ha llenado la boca de los políticos con la
propuesta de desarrollo sustentable y
luego se saltan el condón y siguen trayendo más bocas con inteligencia y cuerpo
desnutrido porque hay que seguir el dictamen de la corte medieval del
Vaticano. Ejemplo de esos son las
contradicciones ad nauseam de hoy.
Podemos ser fieles a Rousseau, a mayor progreso también mayor opresión, no es
casualidad que ni Suecia haya podido, con su Premio Nobel incluido, eliminar de
su sociedad cuasi-perfecta uno de los mayores índices de suicidios globales.
Algo huele mal en el caldo de la abuela Europa. La idea de progreso, y bien se
sabe hoy que es así, no implica de forma
directa evolución social. La técnica, el uso de la razón instrumental, como
dirían los sociólogos de los ’60, con sus fines, nos pone de cara a un buen
fin: la moral queda reducida a la concepción yuppie de ver quien se pasa más rápido por las armas al compañero y
la competencia (de eliminar al otro para ponerme yo), es la ley inmoral del día.
Nuestro mundo es muy rousseuniano; no deja de
proclamarlo, su multitud hambrienta
(agreguemos hoy sedienta) no deja de
aumentar y carecen de lo necesario.
Creo que Rousseau hoy no sólo atacaría a los defensores del Derecho Natural (si
es que queda alguno, pues el credo
alemán del derecho orgánico cuela a todo), a los políticos defensores del orden
monárquico (que hoy se ponen la máscara de demócratas con elección para
convertirse en tiranos virtuales a la carta) y a los filósofos (que no dejan de
hablar de bioética y luego se comen un pollito beneficiado éticamente en la esquina). Rousseau, mente atenta a los
matices sonoros del iluso progreso con moral de ganancia inmediata, nos advirtió que estaba ante el entierro de
la sociabilidad natural, donde se ha cortado toda continuidad armoniosa entre
un falso estado de naturaleza que pretendiese prefabricar cualidades sociales y una asociación razonable para
enfrentar las necesidades y desarrollar los sentimientos loables del
hombre. Encuentra a su paso una división
del trabajo que explota, un reparto de la propiedad por medio del abuso de
autoridad y el mito de un Estado con rostro (o máscara) humano político y civil
con unos funcionarios que te dicen que ahora
el país es de todos pero que ellos lo manejarán para siempre y nos dirán cómo tenemos que estar contentos,
es decir, sometidos, sin libertad civil e individual. En la sociedad de la
transparencia y de la genética espontánea de destrozos notamos que no deja de
colocarse, en todo momento, de
enmascarar con bellas imágenes y bellos
discursos, la permanente realidad
conflictiva que incremente a tiempo de
tic-tac.
Al bueno de Rousseau lo tuvieron siempre como lo
expresa el epígrafe de Ovidio (Tristia,
X), al comienzo de su obra: Barbarus hic
ego sum quia non intelligor illis,
es decir, me tienen por bárbaro porque no me
comprenden. Pero a diferencia del final de la frase creo que fue todo lo
contrario, lo comprendieron tan bien que no dudaron de calificarlo o
descalificarlo como bárbaro por sus propuestas inoportunas. Sin embargo en el prefacio del Discurso de las
Ciencias y las Artes, que se ha cuidado
de agradar a los ingenios sutiles y los
adeptos a la moda, sabe que sus reflexiones son semejantes a las que en toda época ha venido
a subyugar a ciertos hombres que van en contra corriente por las opiniones que
tienen de su siglo, de su sociedad, de su país.
Rousseau se sabía que estaba adelantado a su siglo, de la historia por venir y
su desarrollo; esto no hace sino más que reafirmarlo, de forma permanente, sus
visiones antropológicas, sociológicas y, en algunos aspectos, morales y
filosóficas.
No creo que un individuo como este suizo pudiera
estar muy asimilado y contento con el
estatus y resultados del desarrollo reinante global. Sabía, como Horacio (Ars poética, v.25) que las apariencias del bien nos engañan.
Pregunta
y respuestas. La pregunta del Discurso de las Ciencias
y las Artes (DCA, de ahora en adelante),
es por todos harto conocida: ¿ha contribuido el restablecimiento de las ciencias y las
artes a depurar las costumbres o corromperlas? Es lo que intentó dilucidar,
de saber de qué lado ponerse al respecto. Su visión podemos resumirla en una
frase: no es que vendrá a impugnar a las ciencias y a las artes de plano, sino
que ante todo progreso defenderá, más que los provechos de los avances
científicos, la virtud natural ante todo. En este concepto de virtud deberemos adentrarnos: prefiere la probidad
de los hombres de bien y de justicia, a los que toman al partido de la verdad, cual fuese su fortuna, que la erudición de los doctos. Y su premio lo
encuentra no en el reconocimiento que le
otorga la academia de Dijón sino que: lo
hallaré en el fondo de mi corazón.
Su discurso no deja de elogiar los esfuerzos del
hombre por salir de la nada, es decir, del estado natural de carencias y
necesidades, quien ha disipado las
tinieblas gracias a las luces de su
razón. Con su razón ha podido trascender por encima de sí mismo, con su
inteligencia se ha remontado a regiones insospechadas; recorrer vastas extensiones
del universo, y dentro del mandato
antiguo ateniense socrático: volver
sobre sí mismo para estudiar al hombre y conocer su naturaleza, sus deberes y
su finalidad. Es lo que ha ocurrido
en pocas generaciones al haber superado las barbaries de las edades primeras en que había caído
Europa durante el período oscuro medieval y la verdad por
autoridad y fe dogmática, es decir, en un estado peor que la ignorancia.
Entre los causantes de esta deformación del conocer humano estarían aquellos que
pretenden manejar un saber, que para
su época se traduce en una jerigonza
científica, más despreciable aún que la ignorancia, (que) había
usurpado el hombre del saber y oponía un
obstáculo casi invencible a su retorno.
Hacía falta una revolución para
volver a los hombres al sentido
común, y la revolución vino al fin
por donde menos se la había esperado.
Y hoy, posiblemente, siga siendo aún un programa de acción más requerido e
inmediato que en su momento, pues la jerigonza
científica hoy nos viene por
múltiples vías e ideologías, no sólo por ignorantes titulados sino por los
medios desmedidos y sin conciencia con
lo cual llenan las mentes de hiperinformación y reducen al hombre a una
hipo-inteligencia, gracias al riesgo y la incertidumbre que nos proporciona toda la economía
electrónica globalizada con sus gans del momento. Hoy la jerigonza científica a la que se refería el buen salvaje
dieciochesco se traduciría por la
permanente sed de innovación del que se nutre el sistema global para crear
necesidades artificiales, conformando a un individuo que Roger Bartra ya había
calificado como el nuevo salvaje
artificial; la revolución por Rousseau aquí exigida se convierte en un
cambio individual más que político o social respecto a cómo nos comportamos con
nosotros y nuestras dependencias que ahogan nuestro desarrollo emocional,
intelectual y manual. Tal
innovación como principio de competencia global vendría a colocar riesgos de todo tipo dentro de las
economías regionales. Y esa jerigonza científica de marketing una indisoluble inferioridad al creerla como
un saber rentable que se tiene que seguir. La revolución que pide R. es la de
devolver al hombre su sentido común, y hoy tal sentido ni es común, ni es
individual, es el mediático y electrónico a seguir.
Considera que el espíritu tiene sus necesidades como
las del cuerpo, y ellas forman parte de
los fundamentos de la sociedad. No sólo de bytes
vive el hombre, nos diría R. las
ciencias tejen guirnaldas de flores sobre
las cadenas de hierro de que están
cargados, ahogan en ellos el sentimiento esa libertad original para la que parecían haber nacido, les hacen
amar su esclavitud y forman así lo que se llaman pueblos civilizados. La
necesidad elevó los tronos; las ciencias y las artes los han consolidado.
Tenemos aquí una serie de intuiciones y apreciaciones interesantes. Para
empezar está la consideración de la necesidad
espiritual del hombre que es tan importante como el dar de comer al
hambre corporal. Y lo espiritual vendría
a ser ocultado, en nuestro momento, por la inmediatez electrónica, las cuales
se nos presentan como guirnaldas de
flores sobre nuestro entorno técnico, reduciendo al hombre a una espiritualidad refleja, reactiva,
virtual, reducida a dispositivos y pantallas líquidas, quitándonos, -en su
apreciación bastante discutible-, de una libertad
originaria que poseemos por naturaleza (a lo cual pensamos que como todo,
si no nacemos en un ambiente que nos enseñen qué es vivir en libertad, no se
podrá defender el don de esa libertad adquirida; solo será una palabra más que
adorna constituciones y discursos políticos y públicos y hasta ahí; la conciencia de libertad no se
conoce de un día para otro, sino a lo largo de un trazo permanente defendido en
nuestras acciones diarias de vida). Pero es interesante que con tales avances científicos, muchos de
ellos nos harán sentir una apreciación
de amor por lo que nos esclaviza, seduciéndonos nuestra sensibilidad que ahora
es artificial gracias al aparato omnipresente de lo electrónico;
despojándonos de nuestra condición innata humana, el derecho natural (palabra
efímera también en la actualidad: todo derecho termina siendo artificial: es decir, una convención),
de sentir que manejamos nuestras vidas en las que parecíamos haber nacido. Y el corolario a todo esto es que la
ciencias y las artes lo que han consolidado son
los tronos en que se dictan
los modos que debemos asumir sin consultarnos: el ejercicio del poder como mera
necesidad de sobrevivencia ante el rocío del temor y de la muerte apuntándonos
y constante a nuestro lado.
Desde el Jura el lago de Neuchatel, Suiza
¿En
qué queda todo esto? Rousseau encuentra en los llamados pueblos civilizados
y cultivados (y en los llamados bárbaros e incultos también!), no cabe duda: él estaba mal
informado: los incas, los mayas y los aztecas no sólo admitían la esclavitud dentro de su organización sino hasta podían
introducir sendos bistecs humanos en las enchiladas mexicanas de los aztecas,
por ejemplo) como: esclavos dichosos por
vivir sólo en las apariencias de todas
las virtudes sin poseer ninguna. ¿Cuáles son esas virtudes referidas propias de una
civilización culta para Rousseau? Realmente lo que es propio del standing perseguido como burro con
zanahoria: el gusto delicado y fino de
que blasonáis; esa placidez de carácter y esa urbanidad en las costumbres que
hace el trato con vosotros tan accesible y tan fácil, es decir, todo lo que
caracteriza a la condición de un hombre educado en los valores cosmopolitas o
del jet set global. Toda una compostura
en lo exterior si ello nos pintará la imagen de las disposiciones verdaderas del corazón¸ como si la aparente
decencia (política, profesional, económica, etc.), fuera la virtud, como si las
máximas (que nos mandan todos los días a nuestros buzones electrónicos desde
¿el cielo digital?) nos sirvieran de regla y, finalmente: como si la verdadera filosofía fuera inseparable
del título de filósofo! A la final todas las necesidades con que nos
adecuamos a una vida más o menos civilizada
terminan siendo, dentro de esta lógica de la decadencia observada por Rousseau,
en otras tantas cadenas de carga. Todas esas cualidades pueden ir juntas y se exhiben con gran pompa.
Para este momento su discurso nos refiere cuál
debería ser el modelo de hombre a seguir: el del hombre rústico del campo que
está provisto de la fuerza y el vigor del alma y el cuerpo, que desdeña los
ornamentos, es decir, las modas y los oropeles, pues ello entorpecerían el
desplegado de sus destrezas ante el
medio ambiente; ornamentos, oropeles, frivolidades
que se han inventado…para ocultar alguna deformidad. Sus palabras: la riqueza de atavío viene a denunciar un hombre opulento, y su elegancia un hombre
de gusto; al hombre sano y robusto se le
conoce por otros signos: la fuerza y el vigor del cuerpo se hallarán bajo el atuendo rústico del
labrador, y no bajo el oropel de un cortesano. No es menos atavío a la virtud,
que es la fuerza y el vigor del alma. El hombre de bien es un atleta que se
place en combatir desnudo. Para él el hombre sano y robusto no es un
metrosexual, claro está, no es un elegante yuppie o empresario, o un dictador
caribeño y africano incluido, con trajes de Armani, Loewe, Gucci, Prada, etc.
Rousseau no es muy apasionado del arte de salón. Nos
dice que toda impresión sensible modela nuestras maneras de enseñar a
hablar, de cómo nos expresamos y, por ende, afectando a nuestras
pasiones, es decir a nuestra comunicación emocional, a nuestra intimidad
vinculante con nuestros seres cercanos. Se queja de que el hombre no
urbano si bien era una persona rústica
era más natural en sus modos emocionales de ser: y la diferencia en los modales anunciaba el primer golpe de
vista de la de los caracteres. Lo que encuentra alarmante, en su repulsa de
la apariencia, de la ciencia y los mecanismos de las tecnologías rodeando
nuestras vidas, es en cómo nos afecta al carácter. El hombre rústico no era mejor moralmente
pero si tenía más seguridad en cómo acercarse y reconocer la identidad
recíproca en sus semejantes. Hoy en día, ante tantas tribus urbanas ello se ha disparado y nos encontramos que todos, en
abstracto, pertenecemos a una nación pero en concreto, es decir,
emocionalmente, pertenecemos a un grupo tribal
urbano por nuestro carácter, nuestro lenguaje y formas exteriores de
reciprocidades y alternancias. Tal certeza adentrada en cierta tradición
consensuada tenía cierta ventaja cuyo
precio ya no nos alcanza. Se ha diluido y debilitado el amor y cuido de sí por
las constantes de informaciones, saberes
y emociones adictivas impuestos.
Así es como Rousseau denota la urbanidad moderna de
su tiempo, en la que la convivencia y
cordialidad decanta en conveniencia y
apariencia; se sigue a lo propuesto por la manada y se rechaza al pájaro
pintado diferente, es decir, a la inspiración personal: todos a una y nadie a
ninguna. Como nos lo decía Rousseau: ya
no se atreve nadie a parecer lo que es; y en ese perpetuo cohibirse, los
hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas
circunstancias, harán todos las mismas cosas si no hay motivos más poderosos
que de ello les traigan. En el fondo pide la aceptación y defensa de un
derecho y deber a la originalidad;
sus reflexiones son una carta de presentación oficial de la sociedad de masas
que se avecinaba con la revolución industrial, sus batallones de explotados,
sus guerras de masas y sus cruentas sanciones económicas impuestas por encima
de toda moral. El rebaño se convirtió en un rebaño controlado; los pastores
ahora tienen audiencia mediática universal, y la sociedad lo que ha venido
haciendo es cercar las opciones de vida autónomas. ¿Nadie parece ser lo que
es? No, todos son una apariencia de ser.
Contra
la sociedad. Rousseau está contra la sociedad
francesa del momento, la cual conoce muy bien. A tanto lujo de la dinastía de
los luises le antepone la regla ciudadana de la República de Ginebra o de los
montañeses de Neuchatel. En las capitales del reino galo nunca encontrará personas que hablen y sean
abiertas en sus modos, de ahí que las
sospechas, las sombras, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la
traición se ocultarán siempre tras ese velo uniforme y pérfido de cortesía,
tras esa urbanidad tan ponderada que debemos a las luces de nuestro siglo. La
ilustración y sus acólitos son desenmascarados. Creen poseer la recta urbanidad
y sólo se presentan bajo el dobles de la apariencia. Pareciera que eso que nos
dice sonara aún ahora, en forma de un eco en la caja de resonancia de nuestras
ciudades. Todos estos planteamientos nos pudieran advertir que, en principio, como
se ha dicho muchas veces, Rousseau es el arquitecto de la sociedad totalitaria
de la modernidad, y lo que dejan ver sus
planteamientos, muchos equivocados, delirantes, subjetivos, es que este ginebrino está alejado de la uniformidad
social y la defensa por la individualidad, la originalidad, el formarse una
personalidad, el rescate de la virtud natural
y de la conciencia moral en beneficio no de la sociedad únicamente sino del
mismo individuo.
De esta forma la intervención de y las
artes en las sociedades que se ha puesto al otro lado de la naturaleza y de cierta tradición inteligente y no
dogmática, lo único que arroja al hombre es no sólo más confusión en sus vidas
sino adicciones y compulsiones; quítese el celular unos días y verá la realidad
de su adicción compulsiva a tal
comunicante trasto de modernidad y símbolo de estar al día. Habitamos en
un ambiente cultural intensamente adictivo. La adicción cibernética no es estar
pegado sólo a una cerveza todo el día o a un pipa de yerba toda la noche sino
nuestra relación reiterada, repetitiva,
limitativa a los objetos que se colocan
e invaden nuestras vidas tanto para neoliberales
como para neorevolucionarios:
ejercicio, trabajo, comida, sexo, ropas, partidos políticos, artilugios
electrónicos y mecánicos (desde microchips a Ferraris, etc.), con lo que vienen
a estructurar nuestras vidas en función de un consumo adictivo y compulsivo: si
no lo tengo me siento mal, es decir,
el propio síntoma del adicto: la angustia de que le falta algo (que es la
mayoría de orden imaginario pero, a su vez, táctil), para su buen vivir conectado. Surge el síntoma
de la ansiedad que está asociado a la necesidad de la repetición, es decir, de
una conducta neurótica con la que reducimos y limitamos nuestras vidas a esa
específica relación dependiente; muerta la autonomía, consumada el entierro de
la libertad individual a la rousseauniana, entrando al mecanismo que cerca al
nuevo esclavo electrónico formal, educado, servicial, competente y, sobretodo,
inconsciente.
Tal síntoma no sólo vendrá a ser observado con los
modos de vida moderna, sino también con la tradición en su mal sentido: en
asumirla como un dogma, una repetición que, a falta de salvavidas en el barco
de la globalidad, nos aferramos a ella como último bastión para prolongar el
hundimiento al que vamos dirigidos. Se
estructura el presente por medio del
ancla del pasado: se invoca a bicentenarios, a epopeyas antiguas, a
gestas heroicas pasadas, a homicidas con puñal patriótico, a emboscadas
militares para salvar la patria, es decir, al cuerpo de funcionarios
revolucionarios que manejan, para sí, el erario del estado. Lo que fueron
hábitos de vida en un momento pasado escogidos de manera libre y por una
decisión perentoria se convierten en los modos con que la nueva avestruz humana pone la cabeza dentro de la tierra,
perdón, en la pantalla del iphon, para no ver, ni enfrentar, las exigencias y
los rigores de los tiempos con sus hábitos, consensos, elecciones, y decisiones
circundantes y no virtuales. No
encuentran el permear con la tradición
en tanto herencia a cuidar sino a que sin ella no hay cambio en la
identidad y, como todo está acordado de antemano, ya no hay más que hacer y
así, fácil, nos adentramos a una identidad vacía, fija que a un solo golpe del vendaval del
molino de viento global queda sin armadura: ojos mirando al vacío. La educación
debería prepararnos para estos cambios inevitables, pero posibles a enfrentar,
para no desgarrar de forma fragmentada nuestras débiles identidades personales
(más no colectivas, ojo). Una permanente destradicionalización es suplida por el continuo tornado mediático
en que estamos envueltos y llevándonos al fondo del vacío artificial. ¿Una
educación para reconquistar la autonomía individual en principio aprendiendo a
reescribir el guión de nuestras vidas? Tal propuesta no estaría reñida con
Rousseau. Educación para la adicción o para la autonomía, he ahí un dilema.
En lenguaje del siglo XVIII lo que ha ido evolucionando es la intensidad
de la depravación efectiva en la que nuestras almas se han corrompido a medida que
nuestras ciencias y nuestras artes se han acercado a la perfección. ¿A la
perfección? Todavía no podía vislumbrar
que la perfección de la penetración,
manipulación en la vida, en la sociedad y en el medio ambiente, por esas mismas
disciplinas a las que alude. No hay elemento terrenal que no haya sido tocado
por el paso del conocimiento científico sin conciencia moral global. Un árbol
no es un árbol que provee oxígeno y agua sino un determinado metro cúbico con
un valor sonante a calderilla o un
obstáculo que se debe arrasar en medio de la selva (amazónica).
Nostalgia,
historia y vuelta a Sócrates. ¿A
cuál momento de la historia fija la mirada Rousseau para abordar sus críticas
incesantes al vicio moral que ha desarrollado la ciencia y la técnica una vez
que ha tocado las aguas de la sociedad natural?
No es otro que el mundo de Atenas y de Lacedonia. Siempre nos hemos devuelto a residir con
nuestra mirada e imaginación lo sabido del mundo griego antiguo. Pareciera que
occidente no puede ver sino cosas exquisitas en un mundo de carencias y, claro
está, de naturalidades. En Atenas,
fija Rousseau, el espacio de urbanidad y
buen gusto, la tierra de oradores y filósofos. La elegancia de la arquitectura respondía allí a la del lenguaje.
No separa en su apreciación estética natural el desarrollo equidistante entre
la tecné de la arquitectura con la equiparación al logos: el hombre no se desprende tan
fácilmente de su entorno, y su ser está consustanciado con su contexto habitable.
A ciudades bellas, un bello lenguaje, parece ser la máxima que se desprende de
esta condición. Es así que encontramos casi una declaración de principios con
la que se puede formular un juicio a todo lo surgido luego por la civilización
científico-técnica moderna por el registro sentimental rousseauniano: De Atenas salen esas obras sorprendentes que
servirán de modelo en todas las edades corrompidas. Lo
corrupto sigue un modelo pero nunca lo aprende de forma total: sólo se sirve,
pareciera ser, de vivirla y experimentarla en tanto apariencia. No pone de lado a Lacedonia, pues para el ginebrino es la cuna en donde los
hombres nacen virtuosos y el aire mismo del país parece inspirar virtud.
Respirar en el pueblo de Esparta era ya, casi, ser un virtuoso soldado
espartano.
En una nota a
pie de página en su texto Rousseau nos refiere cómo occidente refiere a
otros pueblos no bárbaros cultural y moralmente como bárbaros. Sus ejemplos recurren a mostrar la integridad del ateniense ante los tribunales en los cuales cuidadosamente apartaban en los juicios a la elocuencia y no permitían apelar ni a los mismos dioses. Refiere a los
romanos y su destierro de la medicina griega o a la prohibición de entrar magistrados por los españoles en América: ¿qué idea tendrían de la jurisprudencia? ¿No
se diría que con sólo ese acto creyeron reparar todos los males que habían
causado a aquellos desventurados indios? Pudiéramos decir que todavía están
esperando que se les permita entrar.
Al final de la 1ra. parte del discurso alude a
Sócrates. Este griego parece ser tomado por su maestro y sus palabras son traídas a 1750 para
consolidar sus juicios a la sociedad de las apariencias moderna. Apela a él
para reducir la influencia de las artes en tanto vicio de las almas. Deja escuchar su voz cuando juzga a los doctos y a los artistas de su época,
quien fuera el primero y el más
desdichado de todos ellos, según sus palabras.
Es la apelación contra los poetas, a quienes primero
elogia diciendo que infunden respeto a sí mismo y a los demás, pero que se tienen por sabios y que por tales así
se les considera equivocadamente y no por lo que son. Poetas y artistas vendrán
a tener la misma condición. Esgrime el criterio de autoridad al decir que nadie como él, que ha sido escultor, se le puede tomar por un desconocedor del
oficio artístico y está convencido, a pesar de todo, que poseen preciosísimos secretos. Sin embargo
ambos, poetas y artistas, incurren en el mismo prejuicio. Cito las notas del
mismo Rousseau que toma de la Apología
sobre Sócrates de Platón:
“Porque los más hábiles entre los que sobresalen en
su género, se consideran los más sabios entre los hombres. Esta presunción ha
empañado por completo a mis ojos su
saber. De suerte que poniéndome en el
lugar del oráculo y preguntándome qué me gustaría más, ser lo que soy o lo que
ellos son, saber lo que ellos han
aprendido o saber que no sé nada, me he respondido a mí mismo y he respondido
al dios: quiero seguir siendo lo que soy.
“No sabemos, ni los sofistas, ni los poetas, ni los
oradores, ni los artistas, ni yo, qué es lo verdadero, lo bueno y lo bello.
Pero hay entre nosotros una diferencia,
y es que aunque esos hombres no saben nada, todos creen saber algo, mientras
que yo que no sé nada, no dudo al menos de mi ignorancia. De suerte que esa
superioridad en el saber que me ha concedido el oráculo se reduce tan sólo a
estar perfectamente convencido de que ignoro lo que no sé”
No duda que si Sócrates resucitara estaría del lado
de él. El elogio a la ignorancia sabia
no lo haría cambiar de parecer ante los científicos y artistas de la modernidad
en ciernes: este hombre bueno continuaría
despreciando nuestras vanas ciencias.
Y siguiendo al maestro de la antigüedad en relación a la escritura, le echa en
cara a los libros buena parte de esa corrupción
del alma: Sócrates no contribuiría a
engrosar esa plaga de libros con que por
todas partes se nos inunda, y por precepto…no dejaría a sus discípulos y a
nuestros descendientes más que el ejemplo y la memoria de su virtud. ¡Así sí es hermoso instruir a los hombres¡[1]
Todo lo que corrompiera la virtud y hace languidecer
el valor ciudadano es maldecido. Y es el legado de los griegos artificiosos lo que harán entrar en cierta decadencia el
esplendor de Roma: Pero las ciencias, las
artes y la dialéctica prevalecieron: Roma se llenó de filósofos y de oradores; se descuidó la
disciplina militar, se despreció la agricultura, cundieron las sectas y se
olvidó la patria…desde que los doctos
han empezado a asomar entre nosotros, decían sus propios filósofos, se han
eclipsado los hombres de bien. Para Rousseau los romanos representan, hasta
antes de esa peste filosófica sofística artificiosa griega, en contentarse con
practicar la virtud; ¡todo se perdió cuando empezaron a estudiarla! Se
perdió la virtud y la moderación de los hogares rústicos que fueron trocados en techos de estuco: se
cambió lo natural por el artificio de la técnica de los usos de
los materiales.
Termina esta primera parte con una proclama a
destruir todo lo que para él significa decadencia, hay que derribar los
anfiteatros, los mármoles, los cuadros, las estatuas, hay que expulsar a esos
esclavos (los artistas), que los subyugan con sus obras pues el único talento
de Roma es, para este buen salvaje, el de conquistar el mundo para que reine en él la virtud. Realmente
desconocía los destrozos también aportados por el apetito y ambición militar de
sus legionarios y la crueldad como forma de vida. Definitivamente, pareciera que
también deberíamos echar a Rousseau de las escuelas de filosofía si fuese eso
lo que exigiera en definitiva con sus reflexiones. Si Sócrates en su época
posiblemente no hubiera bebido la cicuta hubiera sufrido lo que él irá a sufrir
en carne propia, el efecto de un recetario más moderno y más amargo: la burla insultante y el desprecio, por cien
veces más que la muerte.
Eso es lo que para él tendrán que sufrir todos
aquellos que son amantes de la verdad
en un mundo amante de la mentira: la apariencia. La naturaleza, según R., nos preserva de la fáustica ciencia. La docta
ignorancia es la consigna pues: lo
mismo que una madre arranca el arma peligrosa
de las manos de su hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos
males de que os protege, y que la pena
que halláis en instruirnos no es el menor de los beneficios. Los hombres
son perversos; serían peores aún si hubieran tenido la desgracia de nacer
sabios.
Todas estas reflexiones más que humillantes son
motivos de orgullo para el hombre probo. Ahora pasará a tratar a las ciencias y
las artes en la 2da parte de su Discurso.
Región del Val de Travers, Suiza, por donde pasó Rousseau
II
Prometeo,
civilización y gusto por el lujo y los placeres.
Refiere Rousseau la leyenda egipto-griega del inventor de la ciencia, un dios
que era enemigo del sociego de los hombres, este no es otro que Prometeo (para
los griegos), o Thoth (para los egipcios). Cuenta la leyenda que Prometo al
ofrecer a los hombres el fuego y al ver cómo quedó fascinado un sátiro este elemento
lumino-calórico, le dijo: sátiro,
llorarás por tus barbas, porque quema cuando se le toca. Lema que será el
principio que determina, según el mismo
Rousseau, su visión y prescripción de la ciencia. Luego nos da una serie de
argumentos de cómo han originado algunas de las actividades que constituyen el
hacer del hombre. Veamos sus palabras:
“La astronomía
nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la
lisonja, de la mentira; la geometría, de la avaricia; la física, de una curiosidad
vana, y todas ellas, sin excluir la moral, del orgullo humano. Las ciencias y las artes deben, pues, su
nacimiento, a nuestros vicios. No dudaríamos tanto de sus ventajas si lo
debieran a nuestras virtudes”[2], (subrayado
nuestro).
Como notamos Rousseau no tiene una opinión muy original y ecuánime
respecto a las actividades que han dado nacimiento a buena parte de la
condición civilizada de occidente.
Observa que cualquier disciplina tiene
más rasgos para observarla moralmente maldita que proporcionándole algún beneficio
al humano. Las ciencias y las artes, como veremos, no se deben su origen o
aparición a un esfuerzo del hombre por emprender una comprensión y una
racionalidad del mundo como un saber alterno y un campo paralelo del hombre
ante la naturaleza sino que se deben al vicio del hombre. Esta es su conclusión
que argumentará de ahora en adelante en esta segunda parte del D.C.A.
Las ciencias, sus ventajas no obedecen a nuestras
virtudes; la presencia de las artes se debe el lujo que las fomenta. Sus
argumentos son que toda disciplina debe su existencia a la decadencia humana;
de esta forma la jurisprudencia o la actividad de aplicar justicia se debe a la
condición de las acciones injustas de un hombre contra otro; la historia, según
su óptica, no sería nada sin la continua aparición de tiranos, de guerras, de
conspiraciones, es decir, la tal grandeza de los actos heroicos de la historia,
que tanto se repiten por doquier, no son más que el resultado de actos
cruentos, violentos, criminales que son traducidos por la historia como hechos
gloriosos, enmascarando el lado oscuro del que surgen. Como refiere el texto,
tomando las palabras democriteanas: la
verdad está en el fondo de un pozo: ¿estamos
hechos para morir amarrados al brocal del pozo donde se ha retirado la verdad?
Con ello comienza sus displicencias a los filósofos de la ilustración al
afirmar que con tal reflexión debería
desalentar desde los primeros pasos a todo hombre que aspirara seriamente a
instruirse mediante el estudio de la filosofía. Para Rousseau la filosofía
desafiará siempre a la razón, a la verdad, pues para él tiene su origen no en
el amor al saber sino en el orgullo humano. Tal propuesta será reiteradamente
encontrada en diversos escritos suyos, pues no se identifica con el proceder de los
filósofos en boga de su tiempo[3].
La filosofía, como la ciencia, a sus ojos sólo provee caminos falsos de
investigación. La verdad, en este cuadro que nos ha presentado, pareciera ser
un portento de errores y peligros y no de provecho; ambas disciplinas, por el sin fin de combinaciones que puede
proveernos es, para él, falsa en principio. Su principio de verdad está
referido más que a un conocimiento positivo a una forma de ser, a un sentido
ontológico del hombre, a una autenticidad de virtud ante la falsedad y vicios existentes: la verdad no tiene más que una manera de ser[4].
Las ciencias aparecen vanas en cuanto al objeto que
se propone ofrecer: la verdad de las cosas. Aquí Rousseau lleva a cabo una argumentación
equívoca, pues incluye en el mismo saco de la verdad lo que pudiera ser el
conocimiento científico del mundo y del hombre, y el conocimiento y adquisición
de la virtud en tanto verdad labrada por la condición moral del individuo y de
la sociedad a la que pertenece. Las ciencias son un desperdicio para la sociedad. A esto añade que: en política, como en moral, se hace un mal
grande con sólo dejar de hacer el bien; y a todo ciudadano inútil puede
considerársele como un hombre pernicioso.
Su estilo de vida lo lleva remeter contra toda actividad y actitud que
haga un mal uso del tiempo. Entre ellas estarán las letras y las artes, que son
ambas un cuerno no de la fortuna sino de los peores males, pues lo que llevan a
desarrollar es el lujo, la ociosidad y la vanidad de los hombres. Acordémonos
las palabras de Shakespare: ¡El último de
los mendigos siempre posee una bagatela superflua! Reducid la naturaleza a las
necesidades naturales y el hombre no será sino un animal. Los estados
fundan su esplendor no en el bien sino en el lujo manifiesto de las cortes, negando
la filosofía de que se proyectan sobre
el campo de las buenas costumbres, condición requerida para la duración de los
imperios o estados virtuosos, pues ello representará lo contrario diametralmente opuesto al oropel superficial
y diferenciador de los lujos. La virtud ciudadana se pierde cuando el único fin
que persigue todo hombre de una sociedad está determinado por la búsqueda de
enriquecerse a cualquier precio. Sin embargo, en su modernidad media, la
condición de la aparición del enriquecimiento por el desarrollo de las ciencias
y las artes obedece a la condición burguesa, la cual desarrolla una nueva forma
de propiedad basada en el capital. De aquí pudiéramos especular el por qué le
ha dado la Academia de Dijón a este joven
suizo el premio del concurso: la avanzada de la ciencia y las artes
vendría a minar económicamente, a larga, la condición tradicional de la
monarquía absoluta y pasar a comprender el ejercicio de la política repartiéndose
los poderes y negociar los dictámenes legales, dividiendo el poder entre el
monarca y el parlamento. Todo ello por erigirse, gracias al desarrollo
técnico-científico e industrial, formas distintas a las tradicionales de
enriquecerse y de convertirse una carga pesada a los poderes feudales
estamentales tradicionales. Rousseau, pudiéramos pensar, es usado porque ataca
a la condición de la nueva conciencia burguesa que vendrá a ser una carga
pesada para la empobrecida aristocracia y a la monarquía, la cual, a su vez,
marca cada vez más distancia y
comprensión a las necesidades del pueblo; son vientos de transformación y
cambios que no son apreciados por la pesada condición del poder monárquico y
estamental. Sin embargo Rousseau no toma conciencia de esa contrapartida en su
discurso y arremete centrándose en una postura conservadora a la antigua: el
hombre más que ciencias o artes, lujos o artificios, lo que debe hacer y
procurarse es desarrollar su virtud y alcanzar la verdad en el centro de su ser;
en su corazón; solicitando, pareciera, de
separarse de toda civilización por toda la carga pesada que contrae al hacer
concesiones con los avances culturales, científicos y técnicos del hombre. Es por ello que al mirar a su tiempo advierte
que: los políticos antiguos hablaban constantemente de costumbres y de virtud; los
nuestros no hablan más que de comercio y de dinero. Un mundo en que se
valora a los hombres como si fuesen cabezas
de ganado: un hombre, nos dirá, no
vale para el Estado más que el consumo que hace en él. Así un sibarita habría
valido lo que treinta lacedonios. Adivínese, pues, cuál de estas dos
repúblicas, la de Esparta o la de Síbaris, fue juzgada por un puñado de
campesinos, y cuál hizo temblar a Asia[5].
Los espartanos, es decir, los
habitantes de Lacedonia, serán el modelo admirado de pueblo antiguo, a los que
siempre reiterará y referirá su discurso en búsqueda de un pueblo del pasado
que represente lo virtuoso y ejemplar. En esto, pareciera, que no dejara de
seguir a muchos de los autores antiguos que, como Platón, rendían admiración
por el modelo político militar de la sociedad lacedónica. Síbaris representará lo contraria, la
decadencia, el lujo, la búsqueda de la vida cómoda sin tener actitudes para la
guerra y la virtud heroica griega. Por
el lujo, el despilfarro, el vicio y la decadencia mueren los imperios, es lo
que afirma al referirse al imperio romano el cual, tras haber engullido todas las
riquezas del universo, fue presa de pueblos que no sabían siquiera lo que era
la riqueza. Los francos conquistaron las Galias y los sajones, Inglaterra sin
otros tesoros que su valentía y su pobreza[6].
Este será un principio para medir la condición humana de las sociedades. El
lujo, en su opinión, convierte al hombre en un ser débil, incapaz de albergar
en su pecho el coraje de defender lo suyo. A cambio, la pobreza aliada a la
valentía volteará a todos los Estados que por algún tiempo engulleron a toda riqueza, lujo, placeres, excesos en seno y en su
forma de vivir. Así nos da el ejemplo
siguiente:
“una tropa de pobres montañeses cuya codicia se
limitaba a unas cuantas pieles de carnero, tras haber domeñado la altivez
austríaca, aplastó a esa opulencia y
temible Casa de Borgoña que hacía temblar a los potentados de Europa[7].
La historia pareciera dar una lección: las
sociedades habitadas dentro de la molicie y el lujo están condenadas a perecer;
para él no se requiere el lujo para nada, lo mejor es limitarlo[8].
Aquellas que tienen sólo la bravura, la valentía, la permanente condición de
vivir sin lujos y falsas necesidades desarrollan cualidades que vendrán a
superar a toda sociedad que se rodee de los
beneficios y productos que surgen de las ciencias y las artes. Esta
visión idealizada de las culturas pobres
contra las ricas es demasiado
maniquea. Hoy las ciencias y las artes han labrado la
diferencia y poder de los Estados dentro del concierto de las naciones y sus implicaciones dentro de la red
social que construye en función de un ejercicio de poder y modo de producción
económica. Y claro está, tampoco vendrá por sí solo la bonanza y la felicidad,
la virtud y la convivencia equitativa con sólo implementar las
concepciones del libre mercado
o de un socialismo colectivista. La educación para la formación de una
personalidad individual autónoma marca la diferencia y la moral de la libre iniciativa
individual y grupal se convierte en el cemento que confluye a sostener una
cohesión social política, económica y cultural por medio de la cultura y las
relaciones sociales. Sin embargo para los tiempos de Rousseau apenas se había emprendido el camino tomado por
la modernidad y la sociedad industrial en la que estamos hoy en día, con todos
los males que sabemos que han llegado junto con ella, como es la destrucción
ecológica del habitad y sus rémora de miseria humana, o la explosión
demográfica, los virus globalizados, la guerra química y biológica, los
autoritarismos, los fundamentalismos occidentales y orientales, apenas las pudo
vislumbrar. Su condena de las ciencias y las artes sobretodo persigue una posición moral más que de otro
orden: pues con el dinero se tiene de
todo, sí, excepto costumbres y ciudadanos. El dinero, el lujo, junto con
los quehaceres propios del horizonte moderno en ciernes de la producción en
masa no crea naciones, ni buenas costumbres ni ciudadanos libres a sus ojos. La
dependencia, el vicio, la esclavitud mental y física serán los únicos hitos en
los que para Rousseau vendrán a acorralar la condición de su presente dentro de
los reinos junto a sus monarquías absolutas. Hoy sabemos que el dinero y los
ciudadanos, junto al lujo y el goce individual crean otras costumbres, dinamiza la sociedad, refina en cierta forma las sensibilidades, de
relacionarse con las cosas, de experimentar otra dimensión sensual, cierta
pasión por un sentido de belleza,
ampliación de los placeres estéticos, una atención más subjetiva[9] y
hace al hombre que adquiere tanta individualidad, cultura como sociabilidad,
aunque sea de forma virtual ampliando la estetización de las formas de vida.
Se pregunta ¿de
qué se trata precisamente … esta cuestión
del lujo? El lujo vendrá a ser a sus ojos la condición a la que aspiran los
imperios que se asientan más en ser momentáneos que brillantes, virtuosos y
duraderos. Advierte que el gusto que no hay que confundir el gusto por el fasto
con la honradez. El apuesta por lo último.
Señala que nada grande puede surgir en aquellas personas que se inclinen por cuidados fútiles, superfluos, efímeros; tampoco tendrían el valor
para enfrentar y defender su forma de vida. La decadencia los arropa. La moda, en
el siglo XVIII, a los ojos de este paseante
solitario, ha llevado la frivolidad
tanto a la juventud como al resto de la sociedad, donde los hombres han sacrificado su gusto a los tiranos de la libertad.
Las consecuencias del lujo, presente el fasto de las
cortes y de la aristocracia, no deja sino una disolución de las costumbres y
amplía la diferencia social, es su consecuencia inevitable. Rousseau va
desarrollando una serie de observaciones que en el estadio de la modernidad que
le toca vivir ya tiene atención de su existencia y los cambios que sufrirán los
países arropados por la condición moderna. Siempre, claro está, desde una
óptica de lo crítico-negativo. No comprende o quiere comprender la contribución
al hombre del cambio que traerá esta nueva relación social, una lógica tanto
económica como una lógica estética en la medida que se extiendan los gustos y
los placeres. Aunque sus afirmaciones no dejan de ser sorprender por lo
atinadas que son hasta cierto punto, y que el desarrollo mismo de la modernidad
vendrá a reafirmar. En el fondo pareciera que estamos ante un conservador y
calvinista, un nostálgico del hombre natural, pues para él la oscilaciones del gusto y del
lujo arrojarán un determinismo social: la permanente corrupción del hombre; más que corrupción pudiéramos hablar de
estilos de vida que contendrán tanto
cualidades decadentes como afirmativas de la libertad y de la distinción
individual y particular del hombre integrado en la urbanidad moderna. Para
Rousseau no pueden ser otras cualidades asociadas con la pérdida de la virtud.
Asocia lujo con corrupción, gusto con carencia de costumbres recias y vitales
en el alma de los hombres. Observa, como el mismo lo padeció, que todo talento
no podrá escapar a satisfacer esas dosis de creaciones asentadas para y por el
lujo, a no ser que claudique desarrollar sus habilidades muriendo de indigencia y olvido. Todo artista sin
firmeza de alma tendrá que prestarse para satisfacer el talante de su siglo y degradarse con producciones pueriles (nos
da unos nombres de artistas: Carle, Pierre, Pigalle, sometidos a ese dictamen).
Echa de menos a las costumbres surgidas por las
necesidades y la simplicidad natural de los primeros hombres, imagen idealizada
de tal momento. Rousseau es un
permanente nostálgico; mira al pasado para encontrar un asidero imaginario en
qué recostarse para llevar a cabo sus críticas a las formas de vida; para él se
nos ha alejado de la naturaleza, la virtud, el sentido del coraje y de la
concordia entre los hombres:
“Cuando los hombres, inocentes y virtuosos, gustaban
de tener a los dioses por testigos de sus actos, dioses y hombres moraban
juntos en las mismas cabañas; pero bien pronto maleados los humanos, se
cansaron de estos incómodos espectadores y los relegaron al interior de templos
magníficos.
Como vemos, la hirviente imaginación rousseauniana
siempre se encuentra cerca y sus lecturas idealizadas del pasado siempre lo
acosan, le dan argumentos para apuntar contra su tiempo. Viene del pasado al
presente, su conciencia del presente abre un horizonte que sólo aspira a
rememorar –y a restablecer si es que puede-, el estadio virginal e inocente de
un hombre que nunca fue ni virginal ni inocente sino, como siempre hemos sido,
con nuestros evolutivos aciertos y errores; imagen producida más por su intensa
imaginación que por experiencia real de tales individuos.
Puente en Gorges de Areuse, Val de Travers, Suiza
Rusticidad
aguerrida contra la comodidad debilitante. Está
contra las comodidades de la vida que aportan los cambios operados por las
ciencias y las artes. Multiplicarlas y perfeccionarlas es caer en el lujo que
se extiende como un virus por los resquicios de las relaciones humanas haciendo
mella en la profundidad de su alma. Encontramos que Rousseau aspira a vivir una
vida a la espartana, pues los valores
que quiere establecer son lo que llama
los verdaderos valores y las virtudes militares, ambas desvanecidas y
debilitadas en el reino francés de su tiempo. La culpa la tendrán los cambios
operados por la expresión económica burguesa y moderna de las ciencias y las
artes, establecidas como fuentes de manipulación y corrupción. Su ejemplo es único, prefiere el
espíritu militar al espíritu de las ciencias y las letras:
“Cuando
los Godos asolaron a Grecia, no se
libraron del fuego las bibliotecas sino gracias a la opinión difundida de uno
de ellos, según la cual era conveniente dejar a los enemigos unos trastos tan a propósito para apartarlos del ejercicio
militar y entretenerlos en ocupaciones sedentarias y ociosas[10],
(sub. nuestro).
Aquí encontramos una técnica de control de los
individuos conquistados. La mejor forma de alejar a un pueblo de las verdaderas ocupaciones es darle
distracciones que deformen sus pensamientos para la atención de lo militar[11],
ocupándolos en prácticas que tendrían
como fin deformar y desviar pensamientos y voluntades para lograr un continuo
sometimiento al ejército invasor; no ve en ello la posibilidad de un aumento de
la capacidad creadora del hombre. Se prefiere, en el fondo, lo vigoroso y
aguerrido a lo ingenioso y docto; la acción y destreza militar que las actividades
del conocimiento y de la creatividad. Realmente si a ver vamos Rousseau no podría colocarse dentro de los
representantes vigorosos y aguerridos a los que refiere; su condición sería la
misma que el critica, la de ser una persona ingeniosa y docta por todas las
materias y obras que compuso y, por tanto, como el mismo dirá de las personas
que piensan más que el común: un depravado. Siempre encontramos en él una
nostalgia por una vida viril, tosca, nómada, arriesgada, alejada de lujos, de
la vida fácil y cómoda. Los bríos y la virilidad son aflojados y afeminados por
el estudio de las ciencias; la ciencia no consolida ni enardece el coraje, lo
reduce. Esto último pareciera ser que Rousseau, el abanderado de la democracia, no
quiere mucho trato con el conocimiento moderno de las ciencias y las artes, su
espíritu se centra contra aquellos representantes de las Sociedades de Ciencias
y Artes que vendrían a ser apéndices de hombres genuflexos, adocenados,
delicados y cercanos a las cortes. Si bien podemos sentirnos algo extraños ante
sus planteamientos también debemos reconocer su persistente búsqueda por un
hombre completo, que si bien pudiera esgrimir sabiduría de vida no por ello
saber, de forma igual, esgrimir la espada para la defensa de su vida. Creo que
esa es la condición del hombre
rousseauniano, un hombre viril, presto a ser aguerrido y defender a su patria,
donde la virtud y la comunidad está por encima de las actividades de las
ciencias y artes, las cuales, según su época, sólo serán pasatiempos para los
hombres de las ciudades y cortes, de los ambientes refinados y sociales
asentados en una decadencia que se ve venir y trastocar por el huracán de la
revolución francesa pronto en unas décadas adelante estallar.
Aspira, como en su Grecia idealizada,
a vivir como las antiguas repúblicas donde la mayor parte de sus
instituciones, según él, habían prohibido a sus ciudadanos todo oficio tranquilo y sedentario que sólo
proporcionaba la debilidad y corrupción
del cuerpo, sustrayendo el vigor al alma. Crear una naturaleza humana que
enfrente todo tipo de carencia y necesidad, y no que la menor necesidad lo agobia y a quienes el menor esfuerzo desalienta.
Saber soportar y aceptar, dada la situación, las condiciones difíciles que no
los detendrían en sus propósitos, que soporten
el exceso de trabajo,…resistan el rigor de las estaciones y de la intemperie.
Fuerza y vigor preferible a la mera bravura, que no ayuda a protegernos de la
muerte.
Tenemos que decir que de Grecia era Esparta su
referencia principal de estado virtuoso,
donde la virtud fue más pura. Ello se debió a que en ella no pulularon en sus
calles filósofos. Considera falso que la virtud de Grecia se debía a la cófrade
de los filósofos pues Esparta fue
precisamente virtuosa, a sus ojos, por no albergar en ella a ningún filósofo: Las costumbres de Esparta siempre se
propusieron como ejemplo en toda Grecia,
toda Grecia estaba corrompida, y aún
había virtud en Esparta; toda Grecia era esclava, sólo Esparta seguía siendo
libre: es desconsolador. Pero al cabo la altiva Esparta perdió sus costumbres y
su libertad, como las había perdido la culta Atenas; Esparta feneció ¿qué puedo
responder a eso? [12]
De
la moral y la educación. El cultivo de las ciencias y las
artes es nocivo para las cualidades bélicas pero también para las cualidades
morales: una educación insensata orna
nuestro ingenio y corrompe nuestro juicio. Veo por todas partes
establecimientos inmensos donde se educa costosamente a la juventud para enseñarles todas las cosas, excepto deberes. Va
contra una educación que no tenga fines prácticos, que aprendan otros idiomas
más no conocer su propia lengua, sin saber discernir la verdad del error,
hacerse ignorantes gracias a argumentos especiosos. Donde palabras como
magnanimidad, templanza, humanidad, valor, no tendrán cabida, conocimiento y
significación; no tienen cerca de sí el
dulce nombre de la patria. ¿Qué debemos aprender para Rousseau? Todo
aquello que nos haga hombres. Y su modelo, como lo hemos advertido antes, no es
otro que la educación de Esparta. Admira
la política del espartano líder Licurgo. Más que atender sólo a la ciencia las
instituciones educativas deberán abordar la condición moral de sus educandos al
tener maestros de valor, prudencia y justicia, es decir, hombres virtuosos más
que científicos. Las cualidades propias
de estos agentes pedagógicos deberán calificar por su sabiduría (para enseñar
la religión), justicia (para aprender a ser veraz), templanza (para vencer la
concupiscencia) y valor (para no tener miedo a nada). Está claro que lo que
quiere con todo ello es a que se contribuya
a hacer un hombre bueno; ninguno a convertirse en un hombre
ilustrado[13].
Tal degradación que encuentra en la formación (o deformación),
del hombre de su presente es producto
de la desigualdad vivida al introducir
la distinción a través de los talentos y
la degradación de las virtudes. Crítica el talento y defiende la
probidad; de un libro si su contenido es útil sino si está bien escrito; la
virtud se queda sin honores, se recompensa al ingenio; se dan premios para los
buenos discursos, pero no para las acciones buenas; todas estas serán las
frases que acuñara este tosco pero cultivado
ginebrino. El hombre moderno e
ilustrado no tiene el desinterés moral y la condición del hombre bueno rousseauniano. Busca, sea quien sea, no sólo la
fortuna, sino la gloria y el reconocimiento ególotra por los demás. Se quiere
ser un talento grato a ser un talento útil. Advierte que su época se
tiene a geómetras, físicos, astrónomos, químicos, músicos, pintores, es decir,
todos hombres ilustrados, más lo que
no se tienen son ciudadanos[14],
los que quedan los encuentra dispersos entre la campiña abandonada, perecen en ellas indigentes y despreciados.
Rousseau vive angustiadamente el ascenso del homo economicus de la vida urbana, junto al éxodo a las ciudades causada por el desarrollo
industrial científico-técnico; encuentra que ya no hay ciudadanos sino hombres
atribulados, carentes de atributos morales y afianzados a su tierra por un
sentimiento de patria. Los pocos
ciudadanos están más fuera que dentro de las ciudades: en los campos y
sus comunidades adyacentes.
Finalmente hace un llamado a las Academias a retomar
en ellas la necesidad de hacer obras útiles que procedan a establecer
costumbres irreprochables, que reavivan el amor a la virtud en el ánimo de los ciudadanos.
Tales sociedades:
“…mostrarán que este amor reina entre ellas y darán
a los pueblos ese placer, tan raro y tan grato, de ver a sociedades doctas
consagradas a inculcar al género humano, no sólo luces placenteras, sino
también instrucciones saludables[15].
Pide un cambio de rumbo al espíritu de la
ilustración. La ciencia y las artes sin albergar en ellas una actitud ética vendrán a ser fuentes
permanentes de lujo, conocimientos inútiles, desmedidas soberbias de sabios nada
virtuosos. Al cultivar el talento se descuida la virtud. Las academias tendrán
que recoger y reconocer ese ingrediente moral en sus actividades operativas y
difusoras del saber.
De
la filosofía. Conocemos bien el rechazo de Rousseau
por cierto tipo de filósofos. Su postura
esgrime la misma que contempló Sócrates
contra los sofistas, es decir, los llamados filósofos de su tiempo; de éstos
viene a denunciar los vicios que encarnaban para la ciudad, lo cual hizo que
los vicios proliferaran con los filósofos[16]. En
su D.C.A. no podía dejar de lado a la filosofía y se pregunta qué es ella, qué
contienen los escritos de los filósofos más conocidos, en qué consisten sus
lecciones por parte de estos amigos de la
sabiduría. Al oírlos no pasan a sus ojos por ser meros charlatanes,
sofistas, donde cada uno quiere tener tras de sí su séquito de seguidores
incondicionales: Venid a mí, soy el único
que no engaña. Uno pretende que no
hay cuerpos y que todo existe como representación. Otro, que no hay otra
sustancia que la materia ni otro dios que el mundo. Este postula que no hay
virtudes ni vicios, y que el bien y el mal no son más que quimeras. Aquél, que
los hombres son lobos y pueden devorarse sin escrúpulo ni remordimientos[17].
Podemos reconocer fácilmente a quién se refiere: a Berkeley y su idealismo en
su Tres diálogos entre Hylas y Filonús;
a D’Holbach y su materialismo por su obra Sistema
de la Naturaleza; a La Mettrie, pensador materialista epicúreo, perseguido
en su época por su Historia Natural del
Alma, y de El hombre-máquina;
hará referencia a las posturas relativistas de Mandeville por su obra Fábula de las abejas o los vicios privados
como beneficios públicos, quien trató de justificar al egoísmo y advierte
que toda civilización no es más que el producto necesario de sus vicios; también está referido Saint-Aubin y su Tratado de la Opinión¸ el cual advierte
que Heráclito sostenía que el bien y el mal son la misma cosa y que Epicuro,
según Séneca, ha afirmado que no existe la justicia y que cualquier acción ni es justa o injusta, solo es;
al final podemos encontrar los ecos de Hobbes y sus hombres lobos.
Como notamos no se salva nadie. La filosofía a la
que refiere Rousseau se centra en estas posturas que se desentienden de la
moral tradicional y antigua de la virtud
griega y romana, entendida como amor a la patria y el espíritu guerrero
requerido para su defensa. No se ha dado
cuenta que la ciencia de la guerra ha cambiado, que la ciencia la ha minado,
que las luchas no son cuerpo a cuerpo sino a distancia, a través del intermediario de la pólvora y los
hombres más que querer a una patria son súbditos de un déspota al que sólo le
piden que les pague por su vida, como condición moderna de todo servicio,
condición que hasta el día de hoy sigue siendo así: dime cuanto vales y te diré
quién eres.
En su respuesta
al Rey de Polonia encontramos una
aclaración respeto al qué-hacer del filósofo y lo compara con la actitud del
campesino: “El estudio del universo debería elevar al hombre hacia su creador,
lo sé; pero lo único que eleva es la vanidad humana”, esto lo refiere a la
condición del filósofo para él, pues pretenden escudriñar en los secretos de Dios, y se atreven a
vincular su particular sabiduría con la sabiduría eterna. Los filósofos según
Rousseau, aprueban, censuran, corrigen, prescriben leyes a la naturaleza y
límites a la divinidad; y mientras está ocupado se afana por arreglar la máquina
del mundo, el labrador, que ve la lluvia y el sol fertilizar alternativamente
sus tierras, admira, alaba y bendice la mano que le dispensa tales mercedes,
sin meterse a indagar el modo en que le llegan (D.C.A.:55). Encontramos una
postura anti-intelectualista, donde el ideal del hombre es el que hace sin
preguntar el porqué de las cosas más allá de las respuestas que obtiene con el
simple entendimiento cultivado por la observación directa de la naturaleza.
Prefiere la actitud del labrador a la indagación del científico o la reflexión
del filósofo. Es reducir las condiciones del hombre a sus inherentes cualidades
naturales, prescribiendo a todos los
filósofos que basan su saber como una opción de aumentar su vanidad. El saber
por el saber no es buena actividad; el conocimiento deberá estar en función de una mejor comprensión de la
felicidad social y de la virtud individual: es su proyecto sumergido entre sus
textos.
En fin, la filosofía de su momento pareciera
convertirá los hombres en sectarios más que inducirlos a la práctica de la
virtud. Y por supuesto, el paganismo moderno, es decir, la desacralización de
la vida, la separación de la religiosidad por la búsqueda del interés
individual no es olvidada, y le restriega que tal actitud pagana nos ha entregado a todos los desvaríos de la razón
humana y junto a ello no escapa la invención de la imprenta y sus productos
blanco y negro de los libros: Pues
gracias a los caracteres tipográficos. Para él la imprenta sólo ha sido un
invento para el desorden de Europa, la considera el instrumento del progreso
del mal, refiere que los reyes pronto tendrán que proscribir este
arte terrible en sus estados. Refiere, este atolondrado im-preso
pensador, en contra de la propagación del conocimiento por el bien y defensa de
una supuesta moral, la anécdota del
Sultán Achmed[18]
y el califa Omar:
“El sultán Achemed, cediendo a las instancias de
algunos supuestos hombres de gusto, consintió el establecimiento de una
imprenta en Constantinopla. Pero apenas comenzó a funcionar la prensa se vieron
obligados a destruirla y a tirar los trabajos a un pozo. Se dice que el califa
Omar, cuando le consultaron qué debía hacerse con la biblioteca de Alejandría,
respondió de esta manera: Si los libros de esta biblioteca contienen cosas
contrarias al Corán, son malos y hay que quemarlos. Si únicamente contienen la
doctrina del Corán, quemadlos también, son superfluos. Nuestros sabios han
citado este razonamiento como el colmo
del absurdo. Sin embargo, supongamos a Gregorio Magno en el puesto de Omar y el
Evangelio en lugar del Corán: la biblioteca hubiera sido quemada también, y ese
sería quizá el más hermoso rasgo en la
vida de tan ilustre pontífice.
Rousseau siempre polémico. Contra la imprenta y los
libros. Buena parte de su vida se hubiera visto bien limitada por la carencia
de tales productos impresos. Extremo lector, obsesionado escritor, copista de
música, colaborador de prensa y de la Enciclopedia. No deja de ser algo
contradictorio tan furibundo rechazo a la propagación de la letra imprenta.
Afirma que el cultivo de las letras ilustra sólo a unos pocos y corrompen, sin
marcha atrás, a toda una nación[19]. La
revolución francesa no hubiera podido llevarse a cabo sin ella: ahí están todos
sus publicistas militantes; e igual
todos los movimientos republicanos de América. Este censor del libre curso del pensamiento
hubiera tenido que comenzar por él mismo para ser coherente con su discurso: ni
una letra más, ni una página más, y sin embargo sus obras completas ocupan
cinco tomos de la editorial Gallimard en papel biblia! La fórmula de su saber
no está precisamente en su lectura de los libros. Nos declara en su Refutación a Gautier que él en
cambio he cerrado mis libros, y después
de haber oído hablar a los hombres, los he visto actuar. Es el método que
le provee de sus observaciones del fenómeno humano, y lo que observa es la
corrupción de las costumbres en cualquier parte.
Remite a la imposibilidad de los antepasados en
concebir tales escritos de peligrosas
divagaciones al estilo de los ateos
Hobbes o Spinoza (según sus ojos), o de un materialista sin alma como Leucipo,
un Lucrecio o de Diágoras el Ateo.
Ciudad de Neuchatel, atravesada por el caminante Rousseau
Costumbres
e Ilustración. No sé qué tipo de costumbres refiere
Rousseau que son corrompidas por el saber de su siglo. Su postura contra
las luces es una guerra sin cuartel:
“Dios todopoderoso, tú que tienes las almas en tus
manos, líbranos de las luces y de las artes funestas de nuestros padres, y
restitúyenos la ignorancia, la inocencia y la pobreza, únicos bienes que pueden
darnos la felicidad y que son preciosos para ti”.
Rousseau no es ningún revolucionario. Es un
conservador. Un incomprendido por el mundo por sus posturas radicales y él, un
incomprendido del mundo de la modernidad al ir contra las tendencias que
vendrían a realizar, si bien cuestionada, una evolución social en la búsqueda
de la libertad individual, sin que ello estuviese exento de contradicciones,
errores y acobijara otros males en muchos órdenes de cosas: culturales,
sociales, ecológicos, políticos, etc.
En su Ultima
respuesta al Rey de Polonia tenemos un párrafo donde pudiéramos observar
una síntesis de su posición desplegada sobre los libros, las bibliotecas, las
imprentas y el saber que corrompe a las almas de los hombres:
“He dicho ya en otro lugar que no proponía
revolucionar la sociedad actual, quemar bibliotecas y todos los libros,
destruir los colegios y las academias; y debo
añadir aquí que no propongo
tampoco reducir a los hombres a contentarse con lo simplemente
necesario. De sobra comprendo que querer convertirlos a todos en personas de bien sería un proyecto quimérico. Pero
me he creído obligado a decir sin rebozo la verdad que de mí se ha inquirido.
He visto el mal y he intentado averiguar sus causas. Que otros más audaces e
insensatos busquen el remedio”[20]
Pareciera con estas palabras que Rousseau no
pretende cambiar al mundo, no pretende
llevar el entusiasmo del cambio de la realidad por medio de sus
propuestas. El sólo es un patólogo social; su soledad la defenderá ante todo.
No lo busquen para emprender cruzadas ni autos de fe. Sin embargo el sufrirá
ello al publicar el Emilio y el Contrato Social, acompañado con sus
propuestas revolucionarias al menos anunciadas.
A la final la felicidad para él se encuentra muy
lejos de lo que ha provisto la ciencias y las artes para los hombres de su
época. Ellas han corrompido las costumbres y con ello menoscabado la pureza del gusto. Para Rousseau es una verdad que un
pueblo una vez corrompido nunca podrá retornar a la virtud[21]. Su utopía, si pudiéramos hablar así
está en regresar a la Edad de Oro de Hesíodo, no mira hacia adelante sino que
su vista se queda en el comienzo de los tiempos, empecinado en querer trasladar
una virtud y una moral que no corresponde a los aires de su tiempo.
Encuentra que los editores han echado a una
plebe indigna acercarse a las ciencias.
Refiriendo su creencia de todos aquellos
que no han podido hacerse realmente de las letras y que fueren separados de
poder adquirir un oficio dentro de las artes
útiles para la sociedad. Rousseau no contempla aquí la libertad de la voluntad,
propio del espíritu de la ilustración, como referirá Hegel en su Lecciones de la filosofía de la historia.
Esta visión rousseauniana del hombre mal
preparado, diletante de las letras,
ignorante de las ciencias aunque habla la jerigonza de las letras y las
ciencias, es nefasto para abordar la felicidad del pueblo (la diferencia entre
un pueblo feliz y uno corrupto es que este último no son los que tienen leyes malas como los que desprecian las leyes[22]).
Creo que muchos regímenes han hecho lo que él ha querido, manteniendo al pueblo
lejos de una educación cabal e ilustrada, útil y racional para la vida autónoma
de los individuos. Prefiere que sea un
fabricante de paños a ser un geómetra subalterno. Encuentra que los grandes
espíritus (Descartes, Newton, Verulamo), preceptores del género humano, no
tuvieron maestros. Los maestros ordinarios no hubieran podido hacer gran cosa
por ellos sino estrechar su entendimiento al encerrarlos en la angosta
capacidad presentes ellos. Ante una mala educación es preferible tener
habilidad y un magnífico conocimiento de un buen oficio: es el consejo que nos
deja este pensador. Y el modelo del hombre de estudios es calcado de sí mismo:
“Si hay que permitir que algunos hombres se
consagren al estudio de las ciencias y de las artes, habrán de ser aquellos que
se sientan con fuerzas para marchar solos tras de sus huellas, y sobrepasarlas[23].
El verdadero saber no es para expresarse y construir
en una sociedad del saber, la cual se
proclama a todos los puntos cardinales hoy en día en torno a la sociedad de la información que
en estamos. Para Rousseau, antes que nada, se debe preocupar la sociedad por
construir ciudadanos. El saber queda reservado para un pequeño número de
individuos que son los que levantarán
monumentos a la gloría del espíritu humano. A ellos no hay que frenarlos en
sus esperanzas. Sólo las grandes ocasiones son las que hacen a los grandes
hombres (caso del príncipe de la
elocuencia romana: Cicerón; o Moro en Inglaterra, ambos al ocupar cargos
públicos importantes dieron la talla para la grandeza de ese Estado).
Aconseja a los hombres de Estado
rodearse de éstos, pues el arte de dirigir a los pueblos es más difícil que
el de ilustrarles. A los hombres no es nada fácil inducirles a hacer el
bien; para ello se requiere obligarles, por medio de la fuerza; el principio de
autoridad es requerido para el buen orden social de Rousseau. Se requieren
sabios de primer orden para contribuir
al bienestar de los pueblos al inculcarles su sabiduría. Antes de inculcarles
la educación por las ciencias se deberá comenzar a instruirlos en los deberes
de ciudadanía; el mucho estudio no consigue hacer para él al hombre más
razonable. Más que estar contra la ciencia la postura de R. es que ella debe
reunir, en sus representantes y estudiosos, el gran talento junto a las grandes
virtudes
La ciencia sólo se admitida para ese fin donde,
junto a la virtud y la autoridad dirigidas a una noble emulación y trabajo
encontrar el concierto de la felicidad del género humano. Son sus creencias y
especulaciones. Admite que el poder no puede caminar sólo. Requiere ir
acompañado por las luces y la sabiduría.
Los sabios pensarán grandes cosas, los príncipes las harán justas, y los pueblos seguirán siendo viles, corruptos y desdichados.
A los hombres vulgares, él incluido, les aconseja
que al no tener grandes talentos es preferible permanecer en la oscuridad personal. No se persiga
reputación pues ¿para qué buscar nuestra
felicidad en la opinión ajena cuando podemos hallarla en nosotros mismos?
Pide dejar a otros el instruir a los pueblos y que nos limitemos a cumplir bien
los de cada quien: no hay necesidad de
saber más.
El final de su discurso es un llamado a la virtud[24] y
al cuido de la sencillez de las almas y al encuentro con los principios de una
filosofía encontrada en cada uno de nuestros corazones la cual basta para conocer las leyes de la naturaleza a partir
del dictamen de la voz de nuestra
conciencia a partir del ahogar los sonidos discordantes de nuestras pasiones:
“¡Oh virtud! Ciencia sublime de las almas sencillas,
¿tantos esfuerzos y tanto aparato son
preciso para conocerte? ¿No están grabados tus principios en todos los
corazones y no basta, para aprender tus leyes, con entrar uno en sí mismo y
escuchar la voz de la conciencia en el silencio de las pasiones? Ahí está la
verdadera filosofía: sepamos contentarnos con ella, y sin envidiar la gloria de
esos hombres célebres que se
inmortalizan en la república de las letras, tratemos de poner entre ellos y
nosotros esa distinción gloriosa que antaño se observa entre dos grandes
pueblos: que uno sabía decir bien las cosas, y el otro hacerlas[25].
Finalmente podemos decir que su D.C.A. tendrá
como objetivo el incitar al hombre
reflexionar e introducirse en su propia condición humana natural, separarse
de la vida efímera de los pastos humanos
que domestica y debilita el carácter, proveyendo de vulgaridad y frustración al
emprender una permanente dependencia con los productos de la sociedad en
conjunto. Hombres de la montaña, guerreros a lo Espartano, espíritus libres de
vanidad y soberbia, son algunos de las
cualidades morales que antepondrá al emergente hombre rodeado y enclaustrado en
los potreros urbanos por el poder, la ciencia y técnica consumista y
distractora de la vida de sí, del amor de sí.
Encontramos que el ideal del hombre, como vimos, es el que hace sin preguntar el por qué de las
cosas más allá de las respuestas que obtiene con el simple entendimiento
cultivado por la observación directa de la naturaleza. Prefiere la actitud del
labrador a la indagación del científico o la reflexión del filósofo. Los mundos
cambian y hoy el mundo y la sociedad, en su empeño de perfeccionamiento productivo y económico, no ha dado otra cosa que
hacernos más dependientes nuestras vidas de esas dos disciplinas tan denostadas
en su discurso.
Estas son algunas reflexiones que nos ha suscitado
esta obra polémica, interesante, que como faro en el fin del mundo nos da
cierto aliento a seguir explorando la condición del hombre en los trescientos años del natalicio de Jean
Jacques Rousseau.
Bibliografía:
Rousseau, J.J. 1979: Escrito de Combate. Ed. Alfaguara. Madrid.
[1] Para R. como lo deja dicho en su
Ultima respuesta al Rey de Polonia,
es que los únicos libros necsarios para
el hombre común no deben ser otros que los de la religión, únicos que no he condenado nunca. Reafirma el juicio de Séneca, en
sus Epístolas morales, al referir
que Pucis
est opus litteris ad mentem bonam: una buena inteligencia no necesita una
gran cultura literaria. D.C.A.: 97.
[2] D.C.A.:19
[3] Rousseau considera a estos meros
escritores oscuros y de letrados ociosos que devoran sin provecho alguno la
sustancia del Estado (ibid:20). Culpa a estos ociosos de ser fútiles
declamadores, que se meten en cualquier parte minando los fundamentos de la fe
y aniquilando la poca virtud que queda. Sin incrédulos a los añejos términos de
patria y religión; sus talentos están dirigidos a una filosofía que pretende
envilecer cuánto hay de sagrado entre los hombres; tal tipo de individuos bastaría relegarlos entre los ateos.
Toda esta perorata gratuita contra los filósofos de su tiempo es porque han
tomado la dirección contraria a la que
apuntan sus pasos: ante los ilustrados
se les opondrá las vicisitudes de un alma individual romántica, que es la de
Rousseau, el cual reiterará que su búsqueda de la virtud y la verdad estarán en
la relación que desarrollará en buscar en el fondo de su corazón.
[4] D.C.A.: 20
[5] Ibid:21
[6] Ibid:22
[7] Ibid
[8] Su ejemplo ideal es la actitud
de Sócrates del que refiere que a la vista de lo que se exhibía en una tienda
se felicitaba por no tener nada que ver con todo aquello. Para Rousseau debemos
limitarnos a la cantidad grande de necesidades que ya nos da la naturaleza y,
por tanto, limitarnos para que no caigamos en la imprudencia grandísima de
multiplicarlas sin necesidad y poner de esta manera el alma en una mayor dependencia. Ver: Ultima respuesta al Rey de Polonia, en ibid:99.
[9] Lipovetsky, G. y Roux, E.: 2004:
El lujo eterno. Ed. Anagrama.
Barcelona, p.41.
[10] Ibid:24
[11]
Ser militar o soldado para Rousseau no tiene nada que ver con lo que
pudiéramos observar para lo que son hoy en día utilizados estos cuerpos del
estado. En principio, considera que la
guerra puede ser, a veces, un deber pero no se puede tomar nunca como
profesión. Ello nos deja ya claro que no prefiere que haya un ejército
mercenario o de profesionales sino de ciudadanos, como puede ser el cuerpo
militar de la Suiza actual. Y segundo que todo hombre debe ser soldado para la defensa de su libertad; ninguno debe
serlo para invadir la del prójimo. Con lo cual comprendemos que la
condición militar en Rousseau está dirigida a la defensa de la libertad
ciudadana y del territorio que habita, es decir, lo que vendría a ser la condición del hombre de Esparta o de
ciertas ciudades-estado del mundo griego. Más que conquistar era defender lo
que se había conquistado por la ciudad en conjunto, la condición de pertenecer
a una ciudad libre y considerarse ciudadano de la misma. Ver ibid:85. Y por
supuesto: no convine poner armas en manos de enargúmenos, Ibid:82.
[12] Ibid:87
[13] Ibid:26
[14] El verdadero sentido de esta palabra se ha desvanecido casi totalmente
para los modernos, nos dice Rousseau en su Contrato Social (Del pacto
fundamental).
[15] D.C.A.: 28
[16] Ibid:69
[17] Ibid:29
[18] Ibid: 29. Ver nota X,
[19]
Ibid:36.
[20]
Ibid:99
[21]
Ibid:69
[22]
Ibid:37
[23]
Iden:30
[24] En su Respuesta al Rey de Polonia encontramos estas palabras de
entusiasta moral: Adoro la virtud, me lo
atestigua el corazón, y también me
pondera sin tasa la enorme distancia que media entre ese amor y la práctica que hace el hombre virtuoso;
por otra parte, estoy muy lejos de poseer ciencia, y todavía más de pretenderlo.
R. será un paladín de la virtud como condición de ser del hombre bueno y del ciudadano,
su empeño en atender a las ciencias de forma crítica pueda que también se deba
a esa confesión última, la que no detenta ningún saber científico. Respecto a
ello la juzga, sobre todo, por los cambios operados en la sociedad y en los
modos alterados de las costumbres sencillas del hombre común y la corrupción al
alterarse la tradición, la religión y las leyes. Igualmente podemos referir sus
palabras sobre la educación de la virtud en los niños: el que quiera educar a un niño
no empieza por decirle que hay que practicar la virtud, sino que le enseña
primero a ser veraz, luego a ser mesurado, después valeroso, etc. Y finalmente
le enseña que el conjunto de todas estas
cosas se llama virtud. Y segunda, que somos nosotros los que nos contentamos
con demostrar la teoría; pero los persas enseñaban la práctica, (ibid:97).
La virtud no es un concepto, es una práctica continua del hombre por adquirir
la costumbre virtuosa de prodigar la
verdad, la mesura y la valentía, según estas palabras de Rousseau.
[25] Ibid:31
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