Los valores en las teorías científicas
Carlos Blank
Introducción: la filosofía postempiricista
Con frecuencia se ha considerado al positivismo como la filosofía mejor ajustada al quehacer de la ciencia. Sin embargo, a medida que se han ido contrastando las tesis positivistas con el desarrollo efectivo de la investigación científica se ha ido poniendo de manifiesto cada vez más “que el positivismo es menos la filosofía que la ciencia propone que una filosofía impuesta a la ciencia”[1], que resulta una camisa de fuerza o un corsé que impide la libertad de sus movimientos en lugar de facilitarlos y estimularlos. De allí que se hiciera necesario trascender los estrechos límites que el positivismo, en particular, el positivismo lógico, pretendía imponer al devenir científico y buscar nuevas formas o nuevas avenidas de pensamiento que hiciesen mayor justicia al desarrollo de la investigación científica. Uno de los autores que más ha contribuido a rebasar los estrechos límites del positivismo lógico fue Karl Popper, quien en alguna oportunidad se calificase a sí mismo como el asesino de dicho movimiento. Sin dejar de reconocer sus méritos, como los de claridad y rigor, y compartir su interés por el pensamiento científico, este autor criticó el principio de verificabilidad como criterio de significado y la propuesta de una lógica inductiva como la marca distintiva de la ciencia. En su lugar, planteó la falsabilidad o la falibilidad como característica de la ciencia y como criterio de demarcación entre ciencia y pseudociencia. Pero si bien Popper fue un factor determinante en el diseño de una nueva imagen de la ciencia, sigue todavía atado a determinados presupuestos del positivismo lógico y serán entonces otros quienes acabarán desligándose todavía más del predominio de la visión heredada de la ciencia.
En particular, en la presuposición lógica del papel especial de la lógica formal en filosofía de la ciencia y, en segundo lugar, en la presuposición empirista de que la objetividad de la ciencia deriva completamente de su recurso a la observación o, al menos, a algún conjunto de enunciados que tienen una conexión particularmente estrecha con la observación. Una vez que nos vemos libres de estas dos presuposiciones, surge un cuadro muy diferente de la naturaleza de la ciencia, en el cual el juicio de la comunidad científica juega un papel mucho más importante que el que desempeña la aplicación de reglas formales y criterios efectivos, y en el cual teoría y observación están mucho más cerca de ser socios mutuamente iguales en la construcción de la ciencia. Popper desempeñó un papel importante en el progreso de la filosofía de la ciencia en esta nueva dirección, pero no completó la transición él mismo.[2]
La ciencia y sus paradigmas
Un paso decisivo en esta nueva dirección de la filosofía de la ciencia lo constituye el enfoque de Thomas Kuhn. El planteamiento de Kuhn conduce a una revisión de los conceptos tradicionales de racionalidad y objetividad científicas, así como el de progreso científico. Según él, el cambio de las concepciones científicas o cambio de paradigma -paradigm shift- no puede ser comprendido como el resultado de la aplicación de reglas lógicas y metodológicas exclusivamente, el llamado “contexto de justificación”, sino que debe ser tomado en cuenta también el llamado “contexto de descubrimiento”, siguiendo la clásica distinción de Hans Reichenbach. Mejor dicho, la aplicación de dichas reglas carece del carácter unívoco y universalmente válido que la ortodoxia suele atribuirles, y depende de variaciones e interpretaciones de distinto jaez, por lo que dicha aplicación debe ser comprendida dentro de un contexto hermenéutico mucho más amplio y rico en matices. En este sentido, puede decirse que dichas reglas funcionan como máximas en la medida en que influencian las decisiones pero no las determinan. Por otro lado, el hecho de que estas reglas funcionen como máximas o valores y no como criterios universales no sustrae a las decisiones científicas a favor de una teoría u otra de una discusión racional. Al contrario, este hecho ofrece un marco racional más amplio para comprender cómo actúa realmente la comunidad científica en determinados momentos. Esto explicaría, por ejemplo, que “dos hombres totalmente adheridos al mismo conjunto de criterios de decisión pueden, sin embargo, llegar a diferentes conclusiones.”[3] La explicación de esta ambigua situación es, como ya apuntábamos antes, que los criterios de decisión tienen un rango flexible de aplicación y funcionan como valoraciones que influyen las decisiones pero no las determinan de manera unívoca. Como lo señala Kuhn: “No hay un algoritmo neutral para la elección de teorías, no hay ningún procedimiento sistemático de decisión que, aplicado adecuadamente, deba conducir a cada individuo del grupo a la misma decisión.”[4] Estas decisiones, sin dejar de ser racionales, se resisten a ser reducidas a un algoritmo o una formula exacta, pues “en tales situaciones hay al menos algunas buenas razones para cada posible elección.”[5]
Lo que yo niego no es entonces ni que haya buenas razones ni que estas razones sean de la clase como se suelen describir. Yo insisto, sin embargo, en que dichas razones constituyen valores que utilizamos para tomar decisiones en lugar de reglas de decisión. Los científicos que las comparten pueden empero tomar diferentes decisiones en la misma situación concreta. Dos factores están profundamente involucrados. Primero, en diversas situaciones concretas, diferentes valores, aunque todos constituyan buenas razones, dictan diferentes conclusiones, elecciones distintas. En tales casos de conflictos de valores (e.g. una teoría es más simple pero la otra es más precisa) el peso relativo otorgado a diferentes valores por individuos diferentes juega un papel decisivo en la elección individual. Más importante todavía, aunque los científicos comparten estos valores y deben continuar haciéndolo para que la ciencia pueda sobrevivir, no todos los aplican de la misma manera. Simplicidad, alcance, fertilidad, e incluso precisión, pueden ser juzgados de modos diferentes (lo que no implica que sean juzgados arbitrariamente) por personas diferentes. De nuevo, las personas pueden diferir en sus conclusiones sin por ello violar ninguna regla aceptada.[6]
Esta inserción de los valores –o de reglas que funcionan como valores- es de capital importancia y socava las bases de cualquier pretensión de establecer un estándar único y universal, puramente objetivista diríamos, para decidir entre teorías científicas rivales. La pretensión racionalista de establecer un método objetivo de elección racional, una suerte de algoritmo matemático o modelo mecánico de decisión, no pasa de ser una ilusión. Como lo señala Paul Feyerabend, “la idea de una ciencia que procede por medio de argumentación lógicamente rigurosa no es más que un sueño.”[7] En un sentido similar, Arthur Koestler señala que la evolución del pensamiento científico resulta tan desconcertante como la evolución del pensamiento político, pareciéndose más “a la actividad de un sonámbulo que a la de un cerebro electrónico.”[8] Llega incluso a afirmar que la historia de las ideas cosmológicas “puede ser llamada una historia de las obsesiones colectivas y de las esquizofrenias controladas.” [9] El devenir de la ciencia está lleno de zig-zags, de avances y retrocesos, de callejones sin salida o de problemas sin resolver. La historia del pensamiento científico tiene, sin duda, momentos de progreso lineal y acumulativo, períodos de normalidad o de ciencia normal. Pero estos períodos de normalidad pueden verse interrumpidos por períodos de crisis profundas, producto de una serie de anomalías que no pueden ser resueltas satisfactoriamente en el marco del paradigma dominante, lo que acarrea una ruptura con el orden prevaleciente y el surgimiento de una nueva ciencia revolucionaria, la cual con el tiempo también terminará convirtiéndose en ciencia normal y susceptible de ser destronada a su vez. Este cambio de paradigma supone un cambio profundo en el significado de los términos básicos y una nueva percepción del mundo, por lo que suele señalarse que el nuevo paradigma es inconmensurable con el anterior. Estos paradigmas son como rompecabezas que son capaces de resolver cada vez más problemas, sin que ello implique ninguna pretensión de ser una mejor aproximación a la verdad o a la realidad. En suma, esta “tensión esencial” entre tradición y ruptura es una constante del devenir científico. No en balde conceptos como los de revolución y crisis, que desempeñan un papel tan importante en el pensamiento kuhniano, son tomados del lenguaje político y social, lo cual no hace sino poner de relieve su semejanza en aspectos importantes.
No han faltado, desde luego, quienes ven en este enfoque del desarrollo del conocimiento científico una seria amenaza a la objetividad y la racionalidad que debe acompañar en todo momento a la empresa científica, tildándolo, entonces, de irracionalista, de subjetivista y de relativista. Resulta difícil admitir que una actividad considerada como racional y objetiva por excelencia pueda estar sometida a los avatares y a las contingencias de la vida y de la historia humana, pueda ser influenciada por los caprichos o veleidades del momento histórico o de la voluntad humana. Aceptar esto sería equivalente a renunciar a la “Razón” como árbitro para la resolución de los conflictos de intereses. Pero, en realidad, no se trata de eso. Más bien se trata de renunciar de nuevo a los moldes excesivamente estrechos y rígidos en los cuales solemos encasillar la actividad científica, de ampliar y enriquecer más nuestro concepto de lo que entendemos por racionalidad científica en particular y de racionalidad en general. Como señala Kuhn, no se trata de que “la ciencia es irracional sino que nuestra noción de racionalidad debe ser revisada en todo momento.”[10] La aceptación o rechazo de una teoría depende de muchos factores, y si toda teoría nace en un “océano de anomalías”, la adhesión a una teoría obedece a que mientras no se disponga de una mejor será racional aceptar la dominante. De hecho, a menudo el cambio se produce cuando los viejos adherentes al paradigma dominante pasan a mejor vida y otros más jóvenes hacen de relevo generacional. Esto puede parecer poco racional a algunos, para otros, en cambio, se trata de una conducta perfectamente racional y comprensible.
En este sentido, el tipo de racionalidad que Kuhn nos describe guarda un gran parecido, como lo señala Richard Bernstein, con la racionalidad práctica, con el concepto de phrónesis aristotélico, pues se caracteriza por “ser un tipo de razonamiento en el cual hay una mediación entre unos principios generales y una situación concreta particular que requiere elección y decisión.”[11] Aquí tampoco existe la posibilidad de una decisión unívoca y existen diversas formas de estimar o evaluar una situación o de tomar diversos cursos de acción. Tampoco en este caso ello implica que esta diversidad de decisiones carezca de racionalidad. Pero a pesar de que esta ampliación de la racionalidad científica que nos plantea Kuhn constituye un gran aporte, cabe preguntarse de nuevo hasta qué punto se mantiene su enfoque prisionero todavía de la concepción heredada y del propio positivismo estrecho que pretende superar. En sus propios términos, cabe preguntarse hasta qué punto constituye su planteamiento un cambio de paradigma o es más bien una articulación o ampliación del viejo paradigma epistemológico.
¿Hacia un nuevo paradigma sobre la ciencia?
Se ha criticado mucho que el enfoque de Kuhn termina haciéndole concesiones al positivismo, al pretender una descripción factual de la ciencia, al describir la ciencia como es y no como debería ser, al renunciar a un enfoque normativista de la ciencia y al hacer del científico principalmente una suerte de pensador adocenado que sigue casi siempre la corriente dominante. Este reproche es el reflejo opuesto al que suele hacérsele a Popper, que es demasiado teoreticista y normativista, que trata de imponer un molde excesivamente exigente sobre los hombros del científico y que sus exigencias solamente se aplican a los momentos revolucionarios de la ciencia pero no a los más tranquilos y calmos de la ciencia normal. Si el primero parece inspirarse demasiado en la historia y la sociología, el segundo prácticamente no las toma en cuenta. Pero lo cierto es que hay entre ambos mucho más en común de lo que este simple contraste revela.
En efecto, hay un aspecto inquietante de la postura de Kuhn y es el reconocimiento explícito que hace de no poder responder a la cuestión siguiente: “¿cómo una ciencia basada en los valores de la clase que yo he descrito pueda desarrollarse como la ciencia lo hace, produciendo repetidamente nuevas técnicas para predicción y control?” [12] Popper también habla de valores científicos –los mismos que señala Kuhn-y de valores extracientíficos y señala la imposibilidad “de desterrar los valores extracientíficos del quehacer de la ciencia.”[13] La pretensión de una ciencia “libre de valores” –wertfrei, en la expresión de Max Weber- es inconsistente consigo misma en tanto que tal neutralidad valorativa o axiológica constituye en ella misma una valoración. Para que desaparezca dicha inconsistencia bastará, sin embargo, una clara delimitación entre los valores científicos propiamente dichos, como la simplicidad, la claridad, la contrastabilidad, el alcance, etc. y los valores extracientíficos, como el financiamiento económico o el apoyo político o social. En nuestra opinión, Kuhn se mantiene fiel en parte a esta delimitación, si bien cambia de manera importante su carácter. Esto se hace evidente cuando nos percatamos de que los valores de los que habla Kuhn en la toma de decisiones entre teorías rivales son casi –obviamente no el de falsabilidad o contrastabilidad-los mismos valores científicos a los que hace referencia Popper: precisión, simplicidad, claridad, alcance, etc. Pero cabe hacerse la pregunta: ¿hasta qué punto los llamados valores extracientíficos pueden también influenciar de manera importante, si no decisiva, el desarrollo del pensamiento científico y la adopción o no de una determinada teoría? Se trata, sin duda, de una pregunta legítima pero que seguramente nos podría llevar a hacer concesiones mucho más allá de lo que el propio Kuhn estaría dispuesto a admitir. Por esta vía nos podríamos ver obligados a hacer concesiones a un programa fuerte de sociología de la ciencia, como el llevado a cabo por la Escuela de Edimburgo, a un externalismo radical, al cual siempre se opuso Kuhn, no digamos Popper. Esto no quiere decir que el propio Kuhn no haya dado un paso decisivo con relación al enfoque ortodoxo dominante.
Al mismo tiempo, la frontera entre lo que es y no es pertinente para el análisis filosófico de la ciencia queda desplazada, y muchos aspectos de la historia, de la sociología, de la psicología, e incluso la economía y de la política de la ciencia, que son considerados irrelevantes por los que identifican filosofía de la ciencia con análisis formal, pasan a ser relevantes desde el nuevo punto de vista.[14]
Con relación a los valores que él pone en el corazón mismo del proceso de selección entre teorías rivales vale la pena señalar también dos aspectos. El primero, que no es únicamente la aplicación de estos criterios lo que está abierto a diversas interpretaciones sino también el uso mismo de estos criterios. En este sentido podemos entender la afirmación de Feyerabend de que “los valores no sólo afectan la aplicación del conocimiento sino que son ingredientes esenciales del conocimiento mismo.”[15] O cuando señala también que “los científicos no sólo son responsables de la correcta aplicación de los estándares que han importado de otra parte, son responsables de los estándares mismos.”[16]
Esto nos lleva al segundo aspecto que queríamos destacar y que tiene que ver con la propia legitimación de los valores que orientan la actividad científica. Así como aparece una circularidad en la interdefinición de paradigma/ciencia normal y comunidad científica, a saber, paradigma/ciencia normal es aquello en torno al cual hay un consenso general de la comunidad científica y comunidad científica es aquella que tiene un consenso en torno a determinado paradigma/ciencia normal, ahora aparece una circularidad en la relación que se establece entre los valores/racionalidad y la comunidad científica. En palabras de Bernstein: “¿Son los criterios o los valores aceptados por las comunidades científicas racionales porque estos son los valores aceptados por las comunidades científicas, o son aceptados por las comunidades científicas porque son los criterios de racionalidad?”[17]
Kuhn deja sin resolver estas cuestiones o las mantiene abiertas. Ya sabemos que estas serán encaradas de manera poco ortodoxa por Feyerabend. Sin embargo, quisiéramos utilizar a otro pensador más ortodoxo, Jürgen Habermas, quien se ha ocupado de modo central de la relación entre conocimiento e interés y ha hecho de esta relación y su legitimación una fuente de inspiración de su propio pensamiento. Basándose parcialmente en Herbert Marcuse, Habermas considera a la ciencia moderna como la nueva base de legitimación del dominio de la sociedad industrial avanzada. Esto es posible porque “la racionalidad de la ciencia y técnica ya es por su propia esencia una racionalidad del disponer, una racionalidad del dominio.”[18] La creciente disposición técnica que se genera a partir del desarrollo científico está estrechamente vinculada con el proceso de industrialización de las sociedades capitalistas. El crecimiento económico “auto-regulado” (comillas nuestras) que caracteriza el proceso de industrialización ha sido posible gracias a la institucionalización de la innovación y al carácter científico de la tecnología moderna. Como diría Whitehead, se ha inventado el método de invención. Esta creciente disposición técnica –control del mundo natural y social-, que está en la raíz del conocimiento científico, provoca una profunda transformación en el seno de las sociedades capitalistas avanzadas. El Estado debe intervenir para regular los conflictos de intereses que se generan a partir de los mecanismos de acumulación, mediante el uso de mecanismos de distribución compensatorios. Esta mediación estatal si bien no cancela totalmente el conflicto de clases, hace imposible identificar el interés en el mantenimiento del sistema de producción con el interés de una clase particular, pues “el dominio político en el capitalismo de regulación estatal ha asumido en sí, con la prevención de los peligros que amenazan el sistema, un interés por el mantenimiento de la fachada distributiva compensatoria, interés que trasciende los límites latentes de clases.”[19]
Esta nueva forma bajo la cual se presenta el conflicto social en la sociedad capitalista avanzada va acompañada de una creciente despolitización de las masas. Esta despolitización es el resultado de la separación entre el saber técnicamente utilizable y la conciencia práctica del mundo de la vida social –Lebenswelt- que se opera en el seno de las sociedades tecnocráticas modernas. En la esfera del mundo del trabajo surge una clase tecnocrática o tecno-estructura como producto de la íntima vinculación entre la ciencia, la producción y la administración. [20] Esta nueva mentalidad tecnocrática ha sido mordazmente descrita por Feyerabend en los siguientes términos:
Los ciudadanos toman sus claves de los expertos, no del pensamiento independiente. Esto es lo que ahora queremos decir con ‘ser racional’. Cada vez mayor parte de la vida de los individuos, de las familias, de los pueblos, de las ciudades, es controlada por los especialistas. Muy pronto una persona no podrá ser capaz de decir ‘estoy deprimido’ sin tener que oír la objeción, ‘¿luego tú piensas que eres un psicólogo?’[21]
Pensar que todos los problemas de la vida humana tienen una solución técnica específica es asumir de nuevo ese estándar de racionalidad científica que creíamos haber dejado atrás. Más bien pudiésemos decir, parafraseando a Wittgenstein, que si se diera el caso de que se resolviesen todos los problemas técnicos, los problemas de la vida apenas habrían sido rozados. Ello no implica que una sociedad mejor deba excluir la ciencia y la técnica, pero tampoco quiere decir que se base solamente en ellas. A diferencia de aquellos que sostienen una posición anticientífica o contra la técnica, que ven a la ciencia y a la técnica como un proyecto histórico superable, Habermas considera a la ciencia y a la técnica como “un ‘proyecto’ de la especie humana en su conjunto.”[22] Por eso “lo que hay que hacer, más bien, es poner en marcha una discusión políticamente eficaz, que logre poner en relación de forma racionalmente vinculante el potencial de saber y poder técnicos con nuestro saber y querer prácticos.”[23]
Lo que debe establecerse es un diálogo auténtico y permanente entre las necesidades sociales, entendidas en su sentido más amplio, y las posibles disposiciones técnicas, de manera que no sean las necesidades las que estén guiadas por las disposiciones técnicas exclusivamente, sino que también la técnica esté guiada en función de estas necesidades sociales. Por su parte, ello requiere un serio esfuerzo de reflexión prospectiva acerca de los fines y valores de la vida social y de los diversos grupos que la conforman, de modo tal que el progreso técnico no sea algo que nos tome siempre totalmente desprevenidos, como suele suceder, sino que dicho progreso técnico sirva a los fines de la sociedad más justa y libre a la que todos aspiramos. Esto supone, a su vez, la superación de ese modelo puramente tecnocrático que suele dominar las sociedades avanzadas, superar el elitismo intelectual que a menudo impide el desarrollo de una sociedad más humana. Para ello hace falta, entre otras cosas, un mayor grado de participación de los ciudadanos en las decisiones que les conciernen y afectan, a través de una opinión pública bien informada y la toma de conciencia por parte de la comunidad científica de las consecuencias prácticas de sus recomendaciones técnicas, esto es, involucrar más a los científicos en el devenir de la sociedad y destacar su responsabilidad y rol social.
En resumen, podemos señalar que no existe una forma racional suprahistórica al margen de las formas de la vida social, como tampoco existe una racionalidad pura o científica al margen de valoraciones concretas. La infalibilidad de la ciencia –de la ciencia natural- es un mito que suelen defender algunos legos, pero que es visto con suspicacia por los propios científicos. La ciencia progresa gracias a su falibilidad, no porque sea infalible. Toda observación está cargada de teoría y es por ello mismo revisable también. El mito de lo dado es superado en esta nueva concepción de la ciencia. Pero debemos también superar la creencia en una ciencia puramente neutral y completamente aislada del resto de la sociedad. Por ello la pretensión de una ciencia al margen de un contexto de valores que le permite o impide operar, no solamente es ilusoria sino que es peligrosa, ya que de estos valores dependen en gran medida la dirección y la racionalidad de las diversas formas de la vida humana y social. Es necesario tener esto en cuenta si queremos “un mundo más pacífico en el que, materia y vida, pensamientos y sentimientos, innovación y tradición colaboren para el beneficio de todos.”[24]
Finalmente, se ha argumentado que las decisiones cruciales tales como la de de qué manera se ha de resolver un conflicto entre teoría y observación, o cómo se ha de evaluar una nueva teoría propuesta, no se adoptan mediante la aplicación de reglas mecánicas, sino mediante juicios razonados por parte de los científicos y mediante el debate en el seno de la comunidad científica. Este proceso, al que se reconoce falible, se presenta como un paradigma de decisión racional.[25]
[1] Ricoeur, Paul: Corrientes de la investigación en las ciencias sociales, T. 4: Filosofía, Tecnos/Unesco, Madrid, 1982, p. 120.
[2] Brown, Harold: La nueva filosofía de la ciencia, Tecnos, Madrid, 1988, p. 100.
[3] Kuhn, Thomas S.: The Essential Tension. Selected studies in tradition and change, The University of Chicago Press, Chicago, 1977, p. 324.
[4] Kuhn, Thomas S.: La estructura de las revoluciones científicas, FCE., México, 1983, pp. 304s.
[5] The essential Tension, p. 328.
[6] Kuhn, Thomas S.: “Reflections on my Critics” en Criticism and the Growth of Knowledge, Imre Lakatos & Alan Musgrave (eds.), Cambridge University Press, Cambridge, p. 262.
[7] Feyerabend, Paul: Farewell to reason, Verso, Londres/NY, 1987, p. 10.
[8] Koestler, Arthur: The Sleepwalkers. A History of Man’s Changing Vision of the Universe, Penguin Books Ltd., Londres, 1982, p. 11.
[9] Idem
[10] Kuhn, Thomas S.: “Notas sobre Lakatos” en Historia de la ciencia y sus reconstrucciones racionales, Tecnos, Madrid, 1982, p. 91.
[11] Bersnstein, Richard: Beyond Objectivism and Relativism: Science, Hermeneutics and Praxis, University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1984, p. 54.
[12] The Essential Tension, p. 332.
[13] Popper Karl y otros: La lógica de las ciencias sociales, Grijalbo, México, 1978, p. 19.
[14] Brown, H., ob. cit., p. 222.
[15] Farewell to Reason, p. 28.
[16] Ibid. p. 284.
[17] Bernstein, ob. cit. p. 58.
[18] Habermas, Jürgen: La ciencia y la técnica como ‘ideología’, Taurus, Madrid, p. 57.
[19] Ibid, p. 94.
[20] Cf. Ibid. pp. 74-80 y passim.
[21] Farewell to Reason, pp. 11s.
[22] Habermas, ob. cit. p. 61.
[23] Ibid. pp. 128s.
[24] Feyerabend, ob. cit. p. 89.
[25] Brown, H., ob. cit., p. 223.
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