Hegel y el Arte Dramático
David De los Reyes
El arte dramático
Hegel (1770 - 1831) fue el filósofo del siglo XIX que mejor encarnó el sentido del complejo movimiento filosófico nombrado como idealismo alemán. Su libro más conocido y comentado es la Fenomenología del Espíritu (1807), obra en la que no dejan de estar presente los aportes del teatro occidental cuando nos desarrolla su descripción fenomenológica del movimiento y de la conciencia de la libertad occidental. Pocos son los autores citados y las citas pero, sin embargo, no se olvida de incluir un buen número de nombres relacionados con el teatro. Alude a autores como Aristófanes, Diderot, Schiller, Shakespeare, Goethe y a personajes de obras como a Edipo, Antígona, Hamlet, Macbeth, Fausto. Es importante decir esto porque son pocas las referencias bibliográficas en esta obra genial de un joven de treinta y seis, y sin embargo está presente el género teatral en sus reflexiones para desplegar su personal comprensión del desarrollo del espíritu humano, desde los niveles más simples del concepto en la certeza sensible de la conciencia hasta los más complejos que recaerán en la figura de la conciencia que él titula saber absoluto.
Pero si nos presenta en esa obra, casi de juventud, su amor por el teatro, éste será retomado como obra de arte específica en su seminario de Estética dado en la universidad de Berlín durante los últimos diez años de su existencia. En estos cursos, de donde surgirá la obra del mismo nombre (la Estética se edita en 1843 gracias a su secretario y discípulo Hotho), trató de responder a la pregunta del ser del arte en general y a sus manifestaciones particulares: música, arquitectura, escultura, pintura, poesía, etc. El arte invita a la contemplación pensante pero sin la pretensión de reconstruirlo y producirlo de nuevo. La estética trata de comprender sus principios, que para Hegel tendrá un sentido científico (racional), a la vez. Es en torno a la determinación del concepto de arte que va a organizar su filosofía del arte, en tanto discurso del ser.
Hegel se apartará del sentido tradicional de la estética en cuanto disciplina que se interesa por el arte como un caso especial sólo de belleza. El arte tendrá interés para este pensador alemán en la medida que cada obra bella representa y comprende una variante artística, una propuesta nueva, un hecho contrastante y una manifestación de la sensibilidad para expresar y dar significado y sentido al mundo y su época. No es búsqueda de belleza enceguecedora, deslumbrante, sino belleza en tanto capacidad de variación y propuesta estética arraigada en el campo siempre fértil y difuso de la historia.
Por todo ello el arte dramático comprenderá una de las partes del sistema que nos presenta; completa el vasto mundo de la poesía cuyo proceso comenzó con la epopeya, prosiguió con la manifestación íntima del sujeto –la poesía lírica- y termina con esta última expresión que reúne en sí la objetividad de la palabra con lo subjetivo de la lírica. La poesía dramática se convierte así en un tema de reflexión extenso e irá desde la comprensión estética de su significado, tanto en la antigüedad como en la modernidad, pasando a teorizar sobre qué es el drama como obra de arte poética, sus principios, su relación con el público, sobre la ejecución externa de la obra de arte dramático, su lectura y recitación, la perfección alcanzada por el arte del actor en la modernidad, el deslinde que encierra el arte teatral respecto de la poesía, sin dejar de señalar el desarrollo y las diferencias entre la poesía dramática antigua y moderna. En resumen, un conjunto teórico bien amplio para poder mirar en detalle cada uno de estos puntos que no dejan de tener cierto interés dentro de una poética del teatro y lo que significó para el siglo XIX.
Es de rigor detenerse cuando define a la poesía dramática, donde no deja de lado la importancia de la ejecución y el montaje de la obra teatral. Tales momentos están implícitos en su creación para el alcance de su total existencia y vida. De ahí que se dio la tarea de considerar y explicar la poesía dramática atendiendo a la necesidad de su representación escénica y su enlace con el público.
Para Hegel el arte dramático es el producto que pertenece a una nación que se encuentra desarrollada. Si bien un poema épico o lírico es dirigido a un público restringido, la obra dramática se dirige a un público general y presente para quien se ha escrito y pensado la obra y el autor se encuentra comprometido con él. Su fundamento o bien su pathos para que sea aceptado como válido, deberá contener un interés universalmente humano o si no al menos un mínimo de contenido sustancial y válido dentro del público para el cual el poeta o autor la produce. Este interés, esta atención que despierta en las personas, en el público, es porque sus contenidos, caracteres, o pasiones están condicionados e identificados dentro de lo que serán las tendencias nacionales de una época -quizá hoy pudiera ampliarse hasta las tendencias que enmarca la ética mercantil de la globalidad enajenante. De ahí que la obra sea una realidad viviente de situaciones.
La poesía dramática no deja de lado a lo social. Introduce, de manera viva nuevas representaciones de la época respecto a la política, la eticidad, la poesía, la religión, la cultura, etc. (Voltaire, por ejemplo, buscó a menudo con sus obras dramáticas propagar los principios de la Ilustración; Lessing, en su obra Nathan, intentó justificar su fe moral en oposición a la mezquina ortodoxia religiosa; Brecht nos da en sus obras los dispositivos para una toma de consciencia y un cambio revolucionario social dirigido al público; Becket nos muestra la absurdidad de la existencia y la espera casi infinita de la nada simbolizada en un olvidadizo Dios que nunca llega; Cabrujas, la distancia que hay entre la pobreza cultural y espiritual de un país –Venezuela- y una élite de poder que se reviste continuamente de ridículo existencial). La obra nos muestra la intuición del poeta dándonos un punto de vista superior, contrapuesto y afirmativo ante una realidad cuestionada desde su propio interior.
También la obra dramática puede ser utilizada para llevar a cabo todo lo contrario. Cosa usual en nuestro mundo, donde la complacencia y una deliberada intención querrá halagar falsas tendencias que dominan en el público, pecando la obra, para Hegel, en forma doble: de autenticidad y respeto a cierta veracidad y contra el mismo arte, para el cual deja de tener significación.
En fin, para Hegel el drama tiene una elevada posición dentro de las creaciones artísticas. Es considerado como el grado más alto de la poesía y del arte; modelo de expresión donde la manifestación sensible de una idea concreta puede llegar a transformar desde su raíz nuestra existencia.
Poética de la actuación dramática
Si hablamos sobre la importancia de la poesía dramática y del teatro en la Estética de Hegel en la parte anterior, nos queremos referir ahora al sentido de una poética de la actuación del drama para este autor.
La poesía, como expresión literaria, carece de presencia plena y externa, es sutil e inmaterial, escapa a inscribirse en la realidad sensible del mundo exterior. El drama, al contrario, sólo adquiere su fuerza en la medida que representa una acción actual sobre ese mundo externo, de una existencia en acción ante los obstáculos de su época que se anteponen en la construcción de su destino.
Esta necesidad de acción hace que el personaje se vea colocado dentro de una realidad presente, en un ambiente y un lugar determinado: el escenario, donde se mueve y actúa. Por esta condición la poesía dramática tiene necesidad de aliarse con las otras disciplinas artísticas: diseño, arquitectura, música, etc. Con la reunión de todos estos elementos se nos lleva a que el escenario sea convertido, al igual que un templo, en una realidad arquitectónica donde la declamación se convierte en canto, la acción en una danza y el escenario, a través de su magnificencia y encanto plástico, se iguala por todo ello a una percepción artística. Hegel no deja de destacar que para la ejecución de toda obra de arte dramática se deberá recurrir a todos los medios a nuestro alcance, sea de la música o de la danza, de la arquitectura o de la iluminación, permitiendo resaltar, si es necesario, cada una de ellas en forma independiente frente a la palabra poética.
La voz humana y la palabra dicha no son, por si mismas, únicamente los materiales sensibles a que recurre la poesía dramática. En ella está implícito todo lo que constituye al hombre y su relación con los demás, con la otredad; no sólo sus sentimientos, representaciones y pensamientos singulares sino que involucra la acción concreta y al juego de las fuerzas desplegadas junto al grupo humano; el hombre es visto aquí en su total existencia, sobre las representaciones, propósitos, actos y conductas junto a los otros, donde sostienen comunicativamente análogas reacciones o actúa en contra de ellas. Los monólogos, en tanto creación teatral, por lo visto no gozarán de buen prestigio para este filósofo.
Pero lo esencial de la poesía dramática es su representación; ella se alienta sobre el deseo y la esperanza de ser representada. Hegel sostiene ahí que en su época encuentra un gran número de dramas modernos que nunca llegan a ver la luz -y las sombras- de la escena; carecen de esa intención debido al autor, carecen de la simple razón de ser dramáticas: representables. Si un drama se puede apreciar con sólo su lectura, su contenido interno debe contener el germen de la representación para que adquiera cierto grado de excelencia mayor en su ejecución. De esta manera se nos recuerda que las tragedias griegas fueron creadas pensando sólo en su ejecución sobre el escenario teatral. Hegel llega a afirmar que no debería imprimirse ningún drama sino, al contrario, su existencia, casi secreta, debía estar condicionada como lo fue con los antiguos, conservando sólo el manuscrito para el montaje escénico y sólo permitir una circulación facsímil, muy limitada e insignificante. Es una recomendación para suprimir obras dramáticas que no puedan representarse, donde su aparición estaría sometida a las cualidades de la acción teatral y a la viva fuerza anímica interna para convertirse en dramas.
El poeta para llegar a ser en verdad dramático debe tener esencialmente ante su mirada la ejecución viviente y ha de dejar hablar y actuar a sus caracteres en el sentido de ella, es decir, en el sentido de una acción real y presente. Por todo lo dicho, la ejecución de la obra es uno de los momentos determinantes de su creación, es su piedra de toque. Se resalta ese sentido como elemento clave de la verdad dramática, sometida a la acción concreta del montaje. Ante el tribunal supremo de un público sensato o maduro en su gusto artístico, los simples discursos y tiradas de una simple bella elocución no se mantienen como obra de arte si les falta la verdad de la ejecución, de la auténtica acción dramática, de su puesta en escena.
Poesía y drama
Hegel no dejó ningún elemento del arte dramático sin comentar. Se muestra atento frente al sentido estético y la razón de ser artísticos de todos sus componentes. El arte del actor es uno de los elementos de la representación dramática que vendrá a perfeccionarse durante el período del siglo XIX. Si Diderot comentó la necesidad de un actor racionalista, que sustrajera de su representación la emoción y que se diera a representarla más que vivirla, Hegel se preocupará por su desarrollo integral, logrado ya en la romántica época moderna. Si Rousseau enjuiciaba la vida licenciosa de ciertos actores y su mal ejemplo dentro de una república pequeña y pobre (ver Carta a D’Alembert), la visión estética de Hegel no se preocupa tanto por esos puntos morales. Se detiene más en los cambios profundos que presenta ese arte y pondrá de lado las mezquindades y glorias de sus vidas privadas.
La lectura de un drama no es la acción que nos permitirá ejercer una mirada completa la obra en conjunto. Su representación es la condición de su fuerza vital, de su impulso, que le permite convertirse en obra de arte. Con la satisfacción del oído, gracias a su lectura, el ojo también adelanta sus exigencias. Si se oye una acción teatral también pedimos ver a sus personajes actuándola, ver sus gestos, el ambiente, sus emociones, en fin, su representación. Hegel nos habla de la costumbre dieciochesca de recitar, leer la obra en grupo, por ser una práctica familiar arraigada en la época; la gente se reunía a leer una obra de teatro como ahora se sientan a ver una banal telenovela o una película de porno-violencia. Pero a diferencia de nuestra sesión de narcosis televisiva, esa reunión de lectura, presumiblemente, dejaba una insatisfacción. La declamación quedaba corta y la ilusión de la acción teatral estaba carente de vida al abandonar la imaginación y ejecución total. Por ello el arte del actor es esencial para toda obra de teatro; no puede ésta prescindir de aquel.
El arte del actor es, junto con la música, una de las dos únicas artes activas plenamente desarrolladas en la modernidad de ese siglo. Se concentra en representar los gestos, la acción, la declamación, la música, la danza y el escenario, donde todos estos momentos permiten que permanezca el discurso como un elemento preponderante. El discurso, junto a todos estos recursos escénicos, es lo que define y determina al arte del actor moderno. En nuestro siglo la mímica, el canto, la danza, la expresión corporal, le han quitado muchas veces el sitial de honor al discurso y se han desarrollado otros sentidos poéticos del teatro; la poesía del parlamento puede quedar reducida a medio y pierde el dominio que ejercía frente a las demás artes acompañantes; quizá se pueda hablar de una fisonomía del arte del actor posmoderno en estos términos, en el desarrollo de otras poéticas implícitas en el arte teatral, la poética del gesto corporal.
Hegel contrastará en su estética los dos momentos del arte del actor que considera como determinantes para el teatro occidental: la actuación bajo la estructura casi escultórica del teatro antiguo griego contrastado con el realce y la consideración más cercana del actor dentro de la recreación de la obra teatral moderna.
En el mundo griego el arte del discurso teatral se unía con la escultura: el individuo actuante aparecía como una imagen objetiva estática. Los movimientos majestuosos surgen al animarse esa estatua viviente. Poco desarrollo sufrió la declamación del discurso, la intelección constituyó su elemento primordial. Ante él, el teatro moderno presenta un total interés por el tono y la expresión gestual, los matices y el color de la voz, la declamación debe ser íntegra, mostrando la objetividad del ánimo y el peculiar carácter de los delicados matices subjetivos junto a sus contrastes.
Musicalidad del drama
Quizá la distancia del actor con el público, quizá la acústica del teatro al aire libre, quizás la lejanía para captar los detalles completos del actor, y, por supuesto, quizá la preponderancia de lo intelectual por encima de la expresión en la tragedia, darán su particularidad al teatro griego. Se proveen de la música: para resaltar la declamación agregan el acompañamiento musical. Acentúan así el ritmo, dando una expresiva modulación más plena a las palabras, permaneciendo éstas como el elemento preponderante, resaltante, importante de captar. Los diálogos serán hablados y pocas veces acompañados musicalmente. Pero los coros se llenan con música; éstos se interpretaban de un modo lírico musical. Gracias al canto se hacía más comprensible el sentido del discurso. Sin ese elemento, afirma Hegel, se hacía casi imposible entender los coros de Esquilo y de Sófocles.
El teatro moderno rechazará, a diferencia del teatro antiguo, a la música y a la danza como un elemento preponderante para su comprensión. Se concentra en lo específico de la exteriorización espiritual del personaje. El dramaturgo intensificará una relación limpia con el actor; se aferra a los límites y potencialidades de su cuerpo: brotará en él su arte declamativo, su mímica, su fisonomía y su gestualidad; se busca la riqueza en el matiz de la voz; las pasiones se representarán como objetivamente vivas e internas, casi reales; las características del personaje se particularizan gracias al arte del actor. El actor moderno aparece en escena como un artista total, prestándose a la tarea de identificarse completamente con el carácter que representa, crear la ilusión de vida gracias al artificio de prestar su existencia para ello. Se busca obtener una artificial veracidad, una ilusión teatral. El dramaturgo moderno confiará plenamente en los gestos del actor más que la que los antiguos habían depositado en la palabra. La resolución de una escena estará hecha más por la expresión confiada a la mímica y gestualidad del actor que determinada unívocamente por la dicción de las palabras.
Como sabemos el actor antiguo se diferencia, sobre todo, por una carencia completa del juego de la mímica en su representación. Para suplirla crea las máscaras con la que los actores no se tienen que afanar por la expresión cambiante de su rostro en su caracterización. La máscara cubre los rasgos de su cara dándole sólo un espacio libre para la acción. De resto era someterse a un pathos trágico universal, si era una tragedia; en una comedia las máscaras se construían presentando una característica particular del personaje. Terminaban siendo una especie de imágenes escultóricas inmóviles. Los estados anímicos, el pathos, quedaban únicamente a ser comprendidos por el discurso.
Los actores no eran profesionales. No se requería ninguna especialización. Sobre las tablas podíamos encontrar tanto a poetas, declamadores, ciudadanos comunes como a los mismos autores, a un Sófocles o un Aristófanes actuando.
El dramaturgo moderno se aferra a la creación. Se otorga el derecho –posterior y ampliamente cuestionado-, de exigir una contribución total del actor. Preferirá que no agregue ninguna variante al papel asignado (el ruso Stanislasvky así lo pedía también). Su ejecución se pensaba y sometía a la concepción poética del dramaturgo. El actor seguía, en cierta forma, siendo un instrumento sobre el cual actuaba el discurso del poeta, una especie de caja de resonancia actoral. Es la visión del actor-esponja: absorbe todos los colores y ánimos del drama y los restituye en forma inmutable.
Hegel, a diferencia de Platón[1] o Rousseau, reconoce al actor en tanto artista. Ser actor no arrastra, en tanto profesión artística, ninguna mancha moral ni social. Arte que pide una exigencia completa al talento del actor, además de tener que poseer entendimiento, perseverancia, aplicación, práctica, conocimiento. Este arte requiere, como los demás, de un genio ricamente dotado y no de un ser teatral a medio hacer.
El actor como artista
No conforme Hegel con lo dicho sobre el actor encuentra una posibilidad más para que este arte exprese variantes que se distancien del mandato del poeta, del dramaturgo. Hegel prevé un tercer momento para el desarrollo del arte dramático. Es la instancia donde la actuación, además de la música y la danza se emancipan del mandato del logos, de la palabra.
Si nos ha hablado de un sistema de actuación en el que esta disciplina artística es vista como un órgano y proyección fiel viva, tanto en lo corporal como en lo espiritual del dramaturgo, en el segundo sistema del arte del actor que nos presenta exige al actor su autonomía para mostrar su virtuosismo y arte por sus particulares talentos actorales. Cuando el actor pide su autonomía lo hace dirigiéndose especialmente a retirar el peso del texto del autor; el texto toma un carácter accesorio y la acción se construye dentro de un marco personal donde lo relevante es llegar a desarrollar todas las cualidades histriónicas posibles. Es la postura que exige que los autores escriban sus obras en función del divismo; desprendiéndose del sometimiento y mandato del dictamen del poeta. El actor se vuelve autónomo y persigue una intención individual que se eleva por encima del dictamen textual de las obras. La poesía sirve entonces al artista sólo para proporcionar la oportunidad de mostrar y elevar al más brillante desarrollo este extremo de su subjetividad, su alma y su arte. Es lo que encontramos en la Comedia dell’Arte italiana donde sus personajes arquetípicos permanecen fijos; para representar a los arquetipos del Arlequín, o Pantalón, o al Doctor, se dan ciertas pautas, situaciones y una serie de escenas ya de antemano pero con un margen para la virtuosidad y despliegue de ocurrencias cómicas del actor. Por ello Hegel comenta que este tipo de obras constituyen una posibilidad para mostrarnos la libre creación del actor; se parte de un esquema, pero deberá completarse con las habilidades propias e improvisadas sobre una serie de resoluciones seleccionadas, ensayadas y memorizadas de antemano. Hegel afirma que cuando el actor se muestra sobre este marco estético teatral deberá elevarse a una virtuosidad también genial.
Los otros dos hallazgos que encuentra Hegel siendo autónomos del texto dramático son los caminos recorridos por la música, expresados en la ópera y en la danza. En la ópera porque la música se coloca por encima del texto; la música es el elemento principal. La ópera extrae de la música su poesía y el discurso es tratado libremente según los fines del compositor y no en función del libretista.
Sin embargo Hegel da cuenta de que la ópera es un espectáculo complejo, costoso y decadente. Un espectáculo que sólo satisface al lujo; que eleva lo accesorio a ser lo predominante; el fasto de la decoración, la suntuosidad de los vestuarios, la plenitud de los coros y su ordenamiento, se llevan más atención que el desarrollo interno de la acción y fin dramático. Es el arte-accesorio; lo superficial toma el puesto del sentido y la absurdidad de lo anacrónico se instaura como calidad y riqueza dramática. Hegel estaría al respecto más cercano a las posturas musicales de un Brahms que de un Wagner y su concepción de la obra de arte total, según esto.
Lo contrario de la ópera es la tragedia. En ésta última la pompa del aspecto sensible no tiene lugar alguno. La ópera, al contrario, siempre se sostiene y muestra por su magnificencia sensible, bien del canto y del coro resonante adjuntos a los efectos armoniosos de las voces y de la orquesta, bien terminando con cierto encanto para sí, seductor del adorno externo y la ejecución. Y ante esto los demás elementos que la componen no dejan de rivalizar: los magníficos decorados -cuando los hay- junto a sus trajes y el resto de los elementos que la completan nunca deben dejar de apagar y mostrar un tenso tono de fastuosidad.
Hegel nos muestra su decepción ante la ópera y su cola de artificio como género artístico; nos dice: A esta pompa sensible que siempre es signo de una acentuada decadencia del auténtico arte, corresponde entonces, como contenido más adecuado lo particularmente maravilloso, fantástico, fabuloso y carente de conexiones racionales, de lo cual Mozart en su Flauta Mágica nos ha dado un ejemplo pleno de medida y de elaboración artística.
La ópera es vista como un espectáculo donde nada es tomado como esencial: vestimenta, escenografía, instrumentación, libreto, en fin, cualquiera de los elementos que la componen, se ven agotados y no se toman con ninguna seriedad de verdadero contenido dramático, nos queda sentirnos como si leyéramos los cuentos de Las Mil y una Noches.
Del ballet y su presencia en el arte del siglo XIX no se hará mayor juicio. Tampoco se había desarrollado la amplia gama de estilos y posibilidades escenográficas que vendrán a darse ya desde fines del siglo pasado y durante todo el siglo XX. Para el momento el ballet presenta los mismos síntomas que los de la ópera pero a nivel de acción corporal. Todo termina en una fastuosidad cambiante absorbida por el encantamiento de los decorados, los trajes, la iluminación. Hegel al observar la danza se siente trasladado al reino donde, nos dice, el entendimiento de la prosa, de la necesidad y urgencia de lo cotidiano han quedado muy atrás de nosotros. Arte donde los entendidos sólo quedan admirados por las cualidades de los músculos en movimiento, la intrepidez desarrollada, y la esbelta flexibilidad de las piernas, momentos todos donde la danza sabe desempeñar muy bien ese papel. Por todo ello no se priva de declarar que en la danza toda esa fuerza en movimiento queda traducida en una insignificancia y pobreza espiritual. Sin dejar de apreciar que el conjunto constituye una victoria completa de las dificultades técnicas, de una medida y armonía, de una mímica del movimiento, de una libertad y gracia que no dejan de ser raras por no darse muchas veces.
La pantomima de la danza -que deberá ser auténtica expresión en acción- queda desplegada por la habilidad exigida; se sumerge, perdiéndose, en el conjunto de los arriesgados movimientos. Pero ello es una amenaza para el elemento lírico; en la danza encontraremos que tendrá una tendencia a promover su desaparición. Lo lírico era, para Hegel, lo que podría elevarla hacia el libre ámbito del arte.
A veces las apreciaciones estéticas de un filósofo racional no pueden prever del todo los cambios que en el futuro se darán. Hegel trabaja con los materiales que son ya casi pasado o si no, ruinas de la historia. Acordémonos que su reflexión se centraba al levantar el Búho de Minerva su vuelo al anochecer, en la acción y eventos dados en el pasado. Quizá por esto estuvo limitado en su apreciación respecto a la danza, al verla como una expresión autónoma del arte dramático y no como un arte específico, como lo es hoy, que no tiene que pedir a ninguno ayuda ni muletas para mostrar la belleza del movimiento corporal en pleno desarrollo de sus potencialidades y posibilidades estéticas aunado a un paisaje musical de fondo.
Finalmente podemos señalar con las palabras de Nietzsche que refiere a Hegel. Este pensador es uno de esos individuos excepcionales, que vienen a destiempo y nacen póstumamente.
Bibliografía
Hegel, G.W.F.: 1989: Lecciones de Estética. Ed. 62. Barcelona
Hegel, G.W.F.: 1989: Lecciones de Estética. Ed. 62. Barcelona
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