Kant
y el giro hermenéutico
Hans-Georg
Gadamer[i]
La
posición de Kant en el pensamiento moderno es prácticamente única. En mayor o
menor medida es una condición previa común a las tendencias filosóficas más
opuestas. Los empiristas, por un lado, que reclaman para sí la destrucción
kantiana de la «metafísica dogmática», esta labor del «omnidemoledor»
(Mendelsohn), aunque siguen descontentos con algún residuo dogmático del
pensamiento racionalista, por ejemplo, en la deducción del espacio
tridimensional. Y, por el otro lado, los aprioristas, en su autoconcepción
trascendental, también se remiten a Kant aunque a fin de cuentas son todos
herederos de Fichte y quieren dejar atrás el resto dogmático de la cosa en sí a
favor de la deducción de toda validez desde el principio supremo del ego.
Incluso el contraste entre idealistas y materialistas, tal como existe en la
visión marxista, queda modificado por Kant en su determinación, en el sentido
de que Marx mismo, como se sabe, consideraba todo materialismo prekantiano como
dogmático. Sin embargo, sigue siendo un hecho que la consigna de volver a Kant
-lanzada alrededor de 1860 contra el predominio académico del idealismo
especulativo hegeliano, pero también contra el materialismo, el naturalismo y
el psicologismo en su oposición victoriosa contra Hegel- que iniciaba el
neokantianismo, se encontraba mucho más en la línea sucesoria de Fichte y Hegel
de lo que eran conscientes los seguidores de esta consigna.
Pero
la tendencia empírica en combinación con el apriorismo neokantiano modificaron
aún en otra faceta la imagen de Kant de la era postkantiana y posthegeliana.
Privilegiando la destrucción de la metafísica dogmática que había llevado a
cabo la crítica de la razón pura de Kant, se hizo pasar a un segundo plano la
fundamentación de la filosofía moral en el hecho racional de la libertad. Si
bien se consideraba -con razón- que la fundamentación de la filosofía moral en
la autonomía de la razón práctica y en el imperativo categórico era uno de los
mayores méritos de la filosofía kantiana, no importaba mucho que se tratara de
una fundamentación de la metafísica de las costumbres y que, por tanto, haya
vuelto a instaurar una «metafísica moral».
Es cierto que, en comparación con la filosofía de la historia
universal de un Hegel, construida de manera tan grandiosa como forzada, la
orientación de Kant por la ciencia natural pura en el sentido de Newton poco
podía ofrecer al mundo de la historia. La filosofía moral de Kant rechazó toda
fundamentación antropológica y pretendió expresamente tener validez para todos
los seres racionales en general. En una época que estaba orgullosa de haber
superado la metafísica, sin embargo, se intentó transferir la concepción del
método trascendental también a otros ámbitos, interpretando a Kant desde la «teoría
del conocimiento»; de este modo, se interpretó incluso el genial elemento de la
filosofía moral kantiana en el sentido de la teoría del conocimiento, buscando
una teoría que fundamentara al mismo tiempo el conocimiento del mundo histórico
y las ciencias naturales. Tanto la ambición de Dilthey de poner la crítica de
la razón histórica al lado de la crítica kantiana, como la teoría neokantiana
de Windelband y Rickert de un conocimiento histórico desde la idea de un
imperio de los valores como sistema teórico, son, a su manera, testimonios de
la supremacía de la crítica kantiana. Sin embargo, están muy lejos de ajustarse
a la auto comprensión de Kant, según la cual él había mostrado los límites del
conocimiento para poder asignarle un lugar propio a la fe.
De
modo que fue un Kant curiosamente abreviado al que se elaboró en la era del
neokantianismo -ya sea como criticismo o como filosofía trascendental- en forma
de una concepción de sistema general; y se trata de aquel neokantianismo
-especialmente en su versión de Marburgo, en la que se desarrolló la idea de
una psicología trascendental (Natorp) como parte lateral de una «lógica
trascendental» general- que sirvió de apoyo a la autoconcepción filosófica de
la incipiente fenomenología de Husserl.
El
siglo xx, pero especialmente el movimiento filosófico después de la Primera
Guerra Mundial, está relacionado con el concepto de la fenomenología, y lo que
hoy se llama «filosofía hermenéutica» se sostiene en buena parte sobre la base
fenomenológica. Qué era la fenomenología tal como se presenta ahora en
retrospectiva? Ciertamente no era en primer lugar una variante -o, si se
quiere, la elaboración más consecuente- del neokantianismo de cuño
marburguiano. Como ya lo insinúa la palabra misma, la fenomenología era una
posición metodológica de la descripción sin prejuicios de los fenómenos, que
renunciaba metódicamente a la explicación de su origen fisiológico y
psicológico o a su reducción a principios preconcebidos. En consecuencia, tanto
la mecánica de las sensaciones (Mach), como el utilitarismo de la ética social
inglesa (Spencer), el pragmatismo norteamericano de James y la doctrina
hedonista de las pulsiones de la psicología profunda de Freud, fueron objeto de
la crítica fenomenológica de Husserl y Scheler. Frente a tales esquemas de
explicación, la investigación fenomenológica como un todo, lo mismo que la
psicología descriptiva y desmenuzadora de Dilthey, que se orientaba por las
ciencias del espíritu, podían llamarse «hermenéutica» -en un sentido muy
amplio-, en la medida en que no se pretendía explicar el sentido, la esencia o
la estructura contenidos en un fenómeno, sino exponerlo. Así, en el uso del
lenguaje de Husserl se encuentra desde temprano, efectivamente, la palabra
«exponer» [auslegen],[i] en el sentido de una descripción
detallada. Yendo aún más lejos, la teoría de las ciencias del espíritu
construida por Dilthey se basa finalmente por completo en el carácter
«hermenéutico» de la comprensión del sentido y la expresión.
No obstante, el apoyo consciente en el neokantianismo, por el que
Husserl optó para tener una justificación teórica de su arte de la descripción
y su teoría de la evidencia, significaba, una vez más, una concepción de
sistema que renovaba más a Fichte y Hegel que a Kant. Si bien es cierto que la
empresa de Husserl bajo el lema de ¿cómo me convierto en un filósofo honesto?
fue un esfuerzo trascendental de justificación, sin embargo, la reducción
trascendental al carácter apodíctico de la autoconciencia, que tenía que
convertir a la filosofía en «ciencia rigurosa», y el programa de una
fenomenología «constitutiva», construido sobre la evidencia del ego
trascendental, no correspondían en absoluto al sentido de la deducción
trascendental. Kant había aducido esta deducción trascendental como «demostración»
de la validez de las categorías, después de haber derivado con la deducción
metafísica la tabla de las categorías de la «facultad de juicio». La
fenomenología «constitutiva» de Husserl se parecía mucho más al ideal fichteano
de la «derivación», es decir, a la obtención de las categorías a partir de la
acción actuante [Tat-Handlung] del yo. Sin duda que Husserl había
de ser consciente de que la idea de sistema del idealismo especulativo
fichteano-hegeliano, y también la del neokantianismo (de Marburgo) carecían de
una fundamentación auténtica «desde abajo», y que sólo el esclarecimiento
fenomenológico de la correlación entre acto intencional y objeto intencional
hacía realizable la concepción trascendental de la «generación» o la
«producción». El conocido ejemplo recurrente de una investigación de la
correlación entre acto intencional y objeto era la fenomenología de la
percepción. En ésta destaca claramente el progreso decisivo con respecto al
concepto de correlación de Natorp debido a la riqueza de matices de la
diferenciación de la vivencia del acto intencional frente a un mismo objeto,
que viene a ser el tema del análisis fenomenológico. Este análisis llevaba a un
nuevo esclarecimiento fenomenológico de los resultados de comprensión de Kant en
el sentido de un neokantianismo consecuentemente próximo a Fichte.
Tómese
como ejemplo la vieja cruz del kantianismo, la doctrina de la «cosa en sí», que
Fichte consideraba como una metáfora que la interpretación podía eliminar y que
el neokantianismo de Marburgo (Natorp) había convertido en la «tarea infinita»
de la determinación del objeto del conocimiento. Husserl vio claramente la
ingenuidad de aquellos que creían percibir aquí en Kant un elemento «realista»
dentro de su filosofía idealista, y por eso esclareció justamente este elemento
«realista» del ser en sí con su análisis magistral de la fenomenología de la
percepción. El continuo de los matices que un objeto de la percepción ofrece
por su esencia, está implícito en todo acto perceptivo; y en esto consiste
precisamente el sentido del ser en sí de la cosa.
Además,
Husserl podía entenderse como el verdadero consumador de la idea trascendental,
en la medida en que demostró la síntesis trascendental de la apercepción y su
conexión con el «sentido interior» en brillantes análisis de la «fenomenología
de la conciencia interior del tiempo». En planteamientos cada vez más sutiles
elaboró a partir de esta base el proyecto de todo el sistema de una filosofía
fenomenológicamente fundamentada como ciencia rigurosa, enfrentándose desde el
yo trascendental incluso a los problemas más difíciles: la conciencia del
cuerpo, la constitución del otro yo (el problema de la intersubjetividad) y del
horizonte históricamente variable del «mundo de la vida» [Lebenswelt].
Sin duda son estas tres instancias las que aparentemente oponen la resistencia
más dura a la constitución de la autoconciencia, y la obra más tardía de
Husserl estaba dedicada sobre todo a la superación de estas
resistencias. Quien se dejaba desorientar por estas instancias contrarias en la
realización de la fenomenología trascendental, no había comprendido, en su
opinión, la reducción trascendental (algo de lo que Husserl acusó no sólo a los
fenomenólogos de Munich y a Scheler, sino finalmente también al Heidegger de Ser
y tiempo). Dada la autoconcepción trascendental de Heidegger, en
su caso esto no estaba tan claro a primera vista. Aún en 1929, un año después
de la publicación de Ser y tiempo, Oskar Becker clasificó
la «analítica trascendental de la existencia» de Heidegger como la dimensión
hermenéutica del «mundo de la vida» dentro del programa de la fenomenología
trascendental de Husserl.
Entretanto,
sin embargo, se impuso rápidamente la auténtica intención de Heidegger, que iba
a la par con su reanudación de la problemática hermenéutica de la ciencia
teológica y la histórica, con lo cual el Kant originario recobró de una manera
sorprendente una nueva actualidad en contra de sus continuadores especulativos.
La clasificación de Ser y tiempo dentro de la fenomenología
trascendental de Husserl tenía que reventar, en verdad, el marco de ésta, y
Husserl mismo tuvo que admitir a la larga que la profunda y muy exitosa obra de
Heidegger ya no era una contribución a la «filosofía como ciencia rigurosa». La
expresión de «historicidad» de la existencia, usada por Heidegger, señalaba en
una dirección muy diferente. La tradición de la escuela historicista que se
reflejaba en las construcciones del pensamiento de Dilthey y del conde Yorck,
estaba en cualquier caso muy alejada del trascendentalismo de la filosofía
neokantiana. Bajo la influencia de la escuela historicista, pero también de la
reinterpretación schopenhaueriana de Kant en el sentido de una metafísica de la
ciega voluntad, a lo largo del siglo XIX, la base de la filosofía de la
autoconciencia se había deslizado hacia el «trabajo de la vida que forma el
pensamiento»; y sobre todo la incipiente influencia de Friedrich Nietzsche, por
mediación de los grandes novelistas, pero también la de Bergson, Simmel y Scheler,
pusieron a comienzos del siglo xx la vida en primer plano, lo mismo que la
psicología hizo con el inconsciente. Así, ya no eran los hechos fenoménicos de
la autoconciencia, sino la propia interpretación de los fenómenos que surgían
de la movilidad hermenéutica de la vida, era la que tenía que someterse, a su
vez, a la interpretación.
Se
trataba pues de una constelación complicada, que otorgaba al arranque del
pensamiento de Heidegger su efecto peculiar. Educado en el apriorismo
neokantiano de Rickert, que fue desarrollado por Husserl en su fenomenología
entendida como neokantiana, el joven Heidegger introdujo, sin embargo,
precisamente la otra tradición «hermenéutica», la de las ciencias del espíritu,
en las cuestiones fundamentales de la filosofía contemporánea. Especialmente la
irracionalidad de la vida representaba una especie de instancia contraria al
neokantianismo. Incluso la escuela de Marburgo trató de romper en aquel tiempo
con la fascinación del pensamiento trascendental, y el viejo Natorp se remontó
más atrás de toda la lógica, volviendo a lo «concreto originario». De una de
las primeras clases del joven Heidegger se transmitió la frase: «La vida es “diesig”»,
lo que no tiene nada que ver con el «Dies» [«lo que está acá»],
sino que significa nebuloso, brumoso. La frase dice, por tanto, que es algo
esencialmente inherente a la vida el no abrirse a un pleno esclarecimiento en
la autoconciencia, sino que se vuelve a rodear constantemente de niebla. Esto
era una manera de pensar muy conforme al espíritu de Nietzsche. En comparación
con ello, la consecuencia
inmanente del neokantianismo que se practicaba entonces, en el
mejor de los casos podía pensar lo irracional y los tipos de validez
extrateóricos como una especie de concepto límite de la propia sistemática
lógica. Rickert dedicó su propio ajuste de cuentas crítico a la «filosofía de
la vida». La idea de Husserl de la «filosofía como ciencia rigurosa» se
distanciaba, además, decididamente y por principio de todas las corrientes
irracionalistas a la moda, especialmente también de la filosofía de las
visiones del mundo. Lo que Heidegger se propuso, apelando a la historicidad de
la existencia, fue, en última instancia, un distanciamiento radical del
idealismo. Así, en nuestro siglo se repitió la misma crítica al idealismo que
los jóvenes hegelianos habían dirigido después de la muerte de Hegel al
enciclopedismo especulativo del sistema hegeliano. La mediación en esta
repetición se debió especialmente a la influencia de Kierkegaard, quien dijo de
Hegel, el profesor más importante en Berlín, que había olvidado el «existir».
En la libre traducción al alemán de Christoph Schrempf, la obra de Kierkegaard
hizo época en Alemania en los años anteriores y posteriores a la Primera Guerra
Mundial. Jaspers transmitió su doctrina en un excelente texto con el título
«Referat Kierkegaard», y así surgió la llamada filosofía de la existencia. La
crítica al idealismo implícita en ella fue extendida por filósofos y teólogos a
terrenos muy amplios. Esta era la situación en la que la obra de Heidegger
comenzó a ejercer su influencia.
Esta
crítica al idealismo era a todas luces mucho más radical que todas las
diferencias críticas que existían entre neotomistas, kantianos, fichteanos,
hegelianos y empiristas lógicos. También el contraste entre la neokantiana
concepción de sistema y los intentos diltheyanos de una crítica a la razón
histórica se mantenía dentro de un marco, en último término, de presupuestos
comunes acerca de la tarea de la filosofía. El nuevo enfoque de Heidegger fue
el único que compartió con los jóvenes hegelianos el radicalismo de la crítica
a la filosofía. Parece claro que no es por azar que también la reanimación del
pensamiento marxista no pudo simplemente pasar por alto el punto de arranque
del pensamiento de Heidegger, y Herbert Marcuse incluso intentó establecer una
conexión entre ambos.
De
hecho, la consigna que el joven Heidegger proclamó fue bastante paradójica, y
encerraba una crítica dirigida a todos los lados. Fue la consigna de una
hermenéutica de la facticidad. Hay que ser consciente de que esto es como una
espada de madera; porque la facticidad significa precisamente la resistencia
inamovible que lo fáctico opone a todo comprender y entender, y en la
formulación especial que Heidegger dio a este concepto, la facticidad significa
una determinación fundamental de la existencia humana. Ésta no es únicamente
conciencia y autoconciencia. La comprensión del ser que lo distingue de todo lo
ente, no se cumple en el proyectarse a una constitución espiritual por medio de
la cual pudiera elevarse por encima de todo lo ente de índole natural. La
comprensión del ser que caracteriza al ser-ahí humano de tal manera que
pregunta por el sentido del ser, es en sí misma altamente paradójica. Porque la
pregunta por el sentido del ser, a diferencia de otras preguntas por el sentido,
no es un modo de interrogar que entiende algo dado conforme a lo que constituye
su sentido. El ser-ahí humano que pregunta por el sentido del ser se ve
confrontado más bien con el carácter incomprensible de su propia existencia.
Por mucho que el ser humano, en su comprensión, pueda asegurarse del sentido
inherente a todas
y cada una de las cosas, la pregunta por el sentido que debe
plantear encuentra, sin embargo, un límite insuperable en su propio poder
comprenderse a sí mismo. El ser-ahí por sí mismo no sólo es el horizonte
abierto de sus posibilidades hacia las que se proyecta, sino que se confronta
en sí mismo también con el carácter de una facticidad infranqueable. Aunque el
ser-ahí pueda elegir su ser -tal como Kierkegaard había caracterizado la idea
de la elección de «o esto, o aquello» como el carácter propiamente ético de la
existencia-, en verdad, así sólo se hace cargo de su propia existencia en la
que se encuentra «arrojado». El ser-arrojado [Geworfenheit] y el
proyecto [Entwurf] representan la constitución homogénea de la
existencia humana.
Esto
implica una crítica dirigida a ambos lados: al idealismo trascendental de
Husserl, pero también a la filosofía de la vida en el sentido de Dilthey e
incluso de Max Scheler. Esta doble dirección de la crítica se mostrará,
finalmente, al mismo tiempo como la apertura de un nuevo acceso al Kant
originario.
La
crítica heideggeriana a Husserl se dirige sobre todo a la falta de una
demostración ontológica de lo que constituye el carácter óntico del ser-consciente
[Bewnßtsein]. Heidegger, quien había crecido con Aristóteles,
puso al descubierto la influencia no reconocida de la herencia del pensamiento
griego en la moderna filosofía de la conciencia. El análisis de la existencia
humana real, con el que Heidegger comienza la exposición de la pregunta por el
ser, descarta expresamente el «sujeto fantásticamente idealizado» con el que la
moderna filosofía de la conciencia relaciona la justificación de todas las
objetividades. Como se ve claramente, la crítica que Heidegger formula de esta
manera no es inmanente, sino que apunta a una deficiencia ontológica cuando
critica también el análisis husserliano de la conciencia y de la conciencia
temporal como cargado de prejuicios. Detrás de ello se halla la crítica a los
griegos mismos, a su «superficialidad», la unilateralidad de su mirada, que
captaba el contorno y la figura de lo ente, pensando el ser de lo ente en este
ser «invariable», pero, en cambio, no plantearon en absoluto la pregunta por el
ser, que precede a toda pregunta por el ser de lo ente. Hablando dentro del
horizonte actual, «lo ente» significa aquí lo actualmente presente, y esto no
acierta la genuina constitución óntica del ser-ahí humano, que no es presencia,
ni tampoco la del espíritu, sino que, pese a toda facticidad, está orientado al
futuro y al cuidado [Sorge].
En
dirección al otro lado, el nuevo enfoque heideggeriano no se planta tampoco
simplemente en el suelo del concepto de vida diltheyano. Si bien reconoce el
hecho de que Dilthey busca la última razón de todo en la vida como la tendencia
a una comprensión más profunda de lo que se llama espíritu o conciencia, sin
embargo, su propio propósito es ontológico. Quiere comprender la constitución
óntica de la existencia humana en su unidad interior, que no es el mero
dualismo del estar en la tensión entre el oscuro impulso de la vida y la
claridad del espíritu consciente. El quedar atrapado en semejante dualismo es
lo que critica también en Scheler. En el camino de su propia profundización
ontológica del enfoque de la filosofía de la vida y en medio de toda la crítica
a la moderna filosofía de la conciencia, de repente, Heidegger descubre a Kant.
Y precisamente aquello que el neokantianismo y su construcción fenomenológica
habían eclipsado de Kant: la dependencia con respecto a lo dado. Puesto que la
existencia humana precisamente no es un libre proyecto de
sí misma, ni una auto realización del espíritu, sino
ser-hacia-la-muerte, es decir esencialmente finita, resulta que en la doctrina
de Kant de la cooperación de intuición y entendimiento y en la restricción del
uso del entendimiento dentro de los límites de la experiencia posible,
Heidegger puede reconocer una anticipación de sus propios resultados de
comprensión. Particularmente la capacidad de la imaginación trascendental, esta
enigmática facultad intermedia de la disposición anímica humana, en la que
cooperan la intuición, el entendimiento, la receptividad y la espontaneidad, es
lo que le induce a interpretar la filosofía de Kant como una metafísica de la
finitud. No es la referencia a un espíritu infinito (como en la metafísica
clásica) lo que define el ser de las cosas. Es justamente el entendimiento
humano, en su dependencia de lo dado, el que define el objeto del conocimiento.
Gerhard
Krüger interpretó incluso la filosofía moral de Kant desde una libre aplicación
de los estímulos procedentes de Heidegger. Según él, la famosa autonomía de la
razón práctica no es una autonomía moral, sino más bien una libre aceptación de
la ley, e incluso una dócil sumisión a ella. Es cierto que Heidegger definió
posteriormente la filosofía de Kant más en el sentido del olvido del ser y que
abandonó el intento de comprender como metafísica su nueva exposición de la
pregunta por el ser sobre la base de la finitud de la existencia humana. La
manera de proceder consistió en renunciar a la idea de la reflexión
trascendental que precedió a su «viraje». Desde aquel momento desapareció el
tono kantiano de sus intentos de pensar y aún más cualquier conexión con la
crítica kantiana a la metafísica racionalista. No obstante, la idea de la
filosofía crítica sigue siendo un correctivo metódico constante que la
filosofía no debe olvidar.
Si
uno sigue las intenciones de la filosofía tardía de Heidegger, tal como lo hice
en mi propia filosofía hermenéutica, y trata de ponerlas a prueba en la
experiencia hermenéutica, vuelve a meterse nuevamente en la zona de peligro de
la moderna filosofía de la conciencia. Sin duda se puede afirmar de manera
convincente que la experiencia del arte transmite más de lo que puede captar la
conciencia estética. El arte es más que un objeto del gusto, aunque fuera el
gusto artístico más refinado. La experiencia de la historia que nosotros mismos
hacemos, también está cubierta sólo en una pequeña parte por lo que llamaríamos
conciencia histórica. Porque es precisamente la mediación entre pasado y
presente, es la realidad y la influencia de la historia lo que nos determina
históricamente. La historia es más que el objeto de una conciencia histórica. Así,
como único fondo de referencia para estas experiencias se instala algo que, de
acuerdo con la reflexión propia a los procedimientos de las ciencias
hermenéuticas, podemos llamar la conciencia de la historia de la influencia [Wirkungsgeschichte],
que es más ser que conciencia, es decir que está más realizada y determinada
históricamente de lo que la conciencia sabe de su realización y determinación.
No
se puede evitar que una tal reflexión sobre la experiencia hermenéutica se vea
expuesta a la pretensión reflexiva de la dialéctica especulativa de Hegel y,
sobre todo, cuando no se la limita a las ciencias hermenéuticas, sino que se
redescubre la estructura hermenéutica en toda nuestra experiencia del mundo y
su exposición en el lenguaje. Es cierto que el motivo originario que está
concentrado en el término conciencia de la historia de la influencia, está
definido justamente por la finitud del resultado de la reflexión que puede
lograr la conciencia al reflejar su propio estar condicionado. Siempre queda algo
a espaldas de uno, por muchas cosas que
lleguemos a poner delante de nosotros. Ser históricamente
significa que la reflexión no esté nunca tan fuera del acontecer que el
acontecer pueda situarse frente a uno. En este sentido, lo que Hegel llama la
mala infinitud es un elemento estructural de la experiencia histórica misma. La
pretensión de Hegel de reconocer finalmente también en la historia la razón y
de echar toda mera contingencia a la basura del ser, corresponde a una
tendencia de movimiento inmanente al pensamiento reflexivo. Un movimiento en
dirección a una meta que nunca se puede pensar como terminable parece ser, en
efecto, una mala infinitud, en la que el pensamiento no consigue pararse. ¿En
dirección a qué meta podría pensarse la historia -aunque fuese la historia del
ser o del olvido del ser- sin desviarse nuevamente al reino de las meras
posibilidades e irrealidades fantásticas? Por grande que pueda ser para el
movimiento reflexivo de nuestro pensamiento la tentación de pensar más allá de
todo límite y condición y como si fuese realmente factible sentar lo que sólo
se puede pensar como posibilidad, al final sigue siendo correcta la advertencia
kantiana. Él distinguió expresamente las ideas en las que se fija la razón de
aquello que podemos conocer y para lo que nuestros conceptos centrales del
entendimiento poseen la significación constituyente. La conciencia crítica de
los límites de nuestra razón humana, a la que puso de relieve en la crítica a
la metafísica dogmática, sirvió ciertamente a la fundamentación de una
«metafísica práctica» sobre el «facto racional» de la libertad, pero esto
significa: para la razón práctica. La crítica de Kant a la razón «teórica»
sigue siendo correcta, contra todos los intentos de poner la técnica en el
lugar de la práctica, de confundir la certeza de nuestros cálculos y la
fiabilidad de nuestros pronósticos con lo que podemos saber con certeza
absoluta: lo que tenemos que hacer, y cómo podemos justificar aquello por lo
que nos decidimos. Así, el giro crítico de Kant no queda olvidado tampoco en la
filosofía hermenéutica, para la que la recepción heideggeriana de Dilthey puso
la base. Está tan presente en ella como Platón mismo, quien comprendió todo
filosofar como el diálogo infinito del alma consigo misma.
Hans-Georg Gadamer
[i] Publicado bajo el título: «Kant und die philosophische
Hermeneutik» en Kant-Studien 66 (1975), pp. 395-403. Traducción
de Angela Ackermann Pilári en: GADAMER, H-G., Los caminos de Heidegger,
Herder, Barcelona, 2002, pp. 57-66.
El sentido más concreto de auslegen es «exponer», aunque también designa «interpretar». Husserl usó ese sentido concreto de la palabra para designar la tarea de «hacer visibles» las distintas facetas de la percepción. [N. d. T.]
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