Cuento áureo[1]
Manuel Díaz Rodriguez
“Psiquis, mujer al cabo, era imprudente y
curiosa. Mil desventuras le costó su primera curiosidad, cuando quiso ver el
rostro del amante dormido y una gota de aceite escapada de la funesta lámpara
ahuyentó al hijo de Venus. Desde entonces, y por mucho tiempo, la vida fue para
Psiquis una serie de malandanzas. Errante de país en país y de templo en
templo, saboreó todas las amarguras; padeció dolores y martirios extraterrenos;
de sus ojos convertidos en manantiales profundos, continuamente desbordados,
corrían, cruzando sus mejillas, dos ríos de lágrimas; y caminó tanto, tanto, y
por tales veredas, que la sangre tiñó varias veces de púrpura los cándidos
jazmines de sus pies, y los jazmines lucían como rosas.
La miseria de Psiquis turbó al fin
la impasibilidad augusta de los dioses; y la misma cólera de Venus pasó como
los incendios del crepúsculo. Fidelidad y constancia dieron el triunfo a
Psiquis, y Psiquis, dichosa y en paz, reinó sobre la Tierra. Su trono, el más
alto; su corte, la más ilustre: en ésta no había sino grandes artistas, poetas
de corazones puros, filósofos de labios disertos. Los aduladores de la reina
tenían por incensarios liras, y como único incienso el Verbo, hecho música en
las cuerdas, flor de luz en los labios. Pero a trono tan excelso y cortesanos tan ilustres debían, según dijeron
muchos, corresponder en riqueza y esplendor el cetro, la corona y los atavíos
reales. Y no más dijeron así, cuando artistas de gusto exigente partieron a buscar,
por todas las comarcas del reino, las preciosidades más raras, dignas de
resplandecer en la frente, el cuello y las manos de Psiquis; revolvieron
tesoros, ahondaron minas, rasgaron las entrañas de la tierra y del mar; y la
tierra dio su oro y sus gemas: topacios, amatistas, esmeraldas, rubíes de
sangre milagrosa, zafiros de tinta ideal, diamantes de aguas puras, mientras el
mar profundo y rico, si bien pobre de piedras preciosas, dio, en corales y
perlas, lo mejor que tenía de besos muy rojos y ensueños muy castos.
De vuelta a la corte, los grandes
artífices echaron sobre los hombros de la reina el manto de armiño y púrpura;
luego se dieron a trabajar el oro, día y noche, puliéndolo, repuliéndolo,
cincelándolo, para después embutir en el oro bien trabajado muchas piedras
fúlgidas y acabar la corona y el cetro; por último, engarzaron perlas y
corales, y un río de corales y perlas corrió por la garganta de Psiquis.
El cetro y la corona, fulgurantes
como soles, deslumbraron a la multitud puesta de hinojos a los pies de la
reina.
Pasaron días, años, generaciones de
hombres, y Psiquis, dichosa y en paz, oyendo música de liras y música de labios
disertos, reinaba sobre el mundo.
Pero una mañana, en el silencio, en
el silencio de su alcoba real, sola con sus riquezas, que brillaban en la
penumbra con fulgores mortecinos, se sorprendió reflexionando en lo inútil de
la corona y del cetro, en la mezquindad fastuosa de su manto, en la vana luz de
sus joyas, y se arrepintió de haber aceptado como tributo el presente de las
gemas. En sus reflexiones llegó a sentir un como vago impulso de piedad,
acompañado de un movimiento de rebeldía. Se despojó de la corona y del manto,
depuso el cetro, y se vio de pies a cabeza, blanca y desnuda, como en remotos
días pasados. Nostálgica de su ser antiguo, se avergonzó de vivir disfrazada
como una mujerzuela vanidosa. En sus atavíos regios vio una injuria a su
belleza incomparable, porque la belleza de sus formas era superior a la belleza
de las piedras preciosas más raras, su cabello más rico y luminoso que todas
las coronas, su desnudez más casta que el armiño.
No contenta con despojarse del
manto, del cetro y de la corona, Psiquis resolvió destruir sus riquezas, a fin
de no recaer en pecado de vanidad. Pero sus manos deliciosamente blandas, no
sabían destruir como destruye la mano brutal de los hombres. Ella no era capaz
de reducir a polvo inerte su fortuna y de aventarlo luego: su piedad, infinita,
abarcaba los seres y las cosas, y su piedad era infinita por ser grande su
ciencia. Estaba iniciada en todos los misterios de la vida, y ninguno tan
prodigioso como el misterio de su propia sangre. Nunca se derramó en vano la
sangre de sus venas: en donde ésta caía despertaba el germen de un ser de
belleza pura, graciosa y con alas, como la belleza de Psiquis; y a favor de tan
inefable virtud, la soberana pensó desembarazarse de sus gemas, convirtiéndolas
en frágiles seres primorosos.
Sin echar siquiera una ojeada sobre
la funesta lámpara, que debía recordarle su imprudencia de antaño, se dispuso a
realizar su pensamiento en la faja de luz que desde una ventana entreabierta
llegaba a morir a sus pies. Con un largo estilo, áureo y tenue como un rayo de
sol, hincaba sus dedos, y después con el estilo húmedo de sangre tocaba las
piedras preciosas hasta no dejar ni una sin el extraño bautismo sangriento.
Al contacto de la sangre hubo en
todas las piedras un estremecimiento de vida, y las gemas dejaron de ser
piedras para convertirse en larvas. Muy pronto desperezos de alas estallaron en
las orugas de color; y corales y rubíes fueron mariposas de alas rojas; las
esmeraldas, mariposas verdes, los diamantes y las perlas, mariposas blancas; el
zafiro, mariposa azul, en tanto que de las piedras policromas volaron
policromas libélulas.
Psiquis, como todos los creadores,
halló buena su obra, y se regocijó mucho al ver su tesoro convertido en bandada
de insectos. Libélulas y mariposas, antes de huir, se posaron en la frente, el
seno, la espalda y, sobre todo, en el cabello destrenzado de Psiquis, y en el
cabello destrenzado mariposas y libélulas fingieron un torrente de pedrerías;
luego revolotearon, llenaron la estancia real de música de alas y palpitaciones
de élitros, para escaparse al fin al través de la ventana entreabierta y
perderse a lo lejos, como Psiquis las vio perderse, entre las flores, entre los
árboles, en el cielo azul, amándose al aire y al sol, muy libre y sanamente.
La reina, con refinada lentitud,
saboreó su acto piadoso y, satisfecha de haberse conducido según el amor y la
verdad, no adivinó las consecuencias fatales de su obra. ¡Ah! No hay como la
piedad para cometer grandes errores, y el acto piadoso de Psiquis fue el último
y el mayor de sus errores. Cuando se apareció de nuevo entre los hombres,
cuando su belleza, en lo alto del trono, surgió blanca y desnuda como un lirio,
los hombres la desconocieron: miopes estultos, de no ver sino el esplendor de
las joyas, habían olvidado la belleza incomparable de Psiquis. Y no solamente
la desconocieron: entre la multitud hubo imbéciles que gritaron al verla:
¡Inmoralidad! ¡Infamia! ¡Usurpación!
A tales gritos, la muchedumbre,
puesta en pie, desconcertada y loca, semejante a una ebria de mil cabezas,
empezó a girar, a remolinar, a titubear, sin saber hacia donde dirigirse, falta
de amo, sin saber ante qué ídolo postrar sus rodillas de sierva habituada a la
genuflexión, y así estuvo, desesperando y vacilando, hasta caer a los pies de
un grotesco mamarracho de oro, que tenía forma de asno con aire grave de
pensador taciturno, sobre lomos y anca un trapo carmesí y por ojos dos inmensos
crisólitos.
Aún en lo alto del trono, Psiquis
experimentó la sensación desesperante que ha matado después a muchos hombres:
la sensación angustiosa de una soledad infinita en medio de la muchedumbre.
Viéndose perdida para siempre, bajó del trono y, como en su antigua romería
expiatoria, se fue por el mundo, de templo en templo, de país en país,
caminando, caminando, porque sus alas, entorpecidas por la inacción, no
recordaban el ímpetu glorioso del vuelo. Recorrió todas las comarcas de las
cuales había sido reina y señora, y en
ninguna parte la reconocieron los súbditos, despojada como iba de suntuosas
insignias reales.
Por fin, después de muchos desengaños,
decidió alejarse de los hombres y vivir, mientras las alas débiles cobraban
nuevos bríos, en cumbre deshabitadas. Y así, alejándose de los hombres, vengose
de éstos, pues a medida que ella se alejaba, los hombres padecían más y más de
una extraña ceguera que los obligaba a ver las cosas como al través de un velo
áureo.
Pero los dioses reservaban a
Psiquis, con la suprema alegría del vuelo, la alegría de hallar en una de las
cumbres a las cuales trepó, en la cumbre más alta, al único de sus vasallos que
supo reconocerla porque la nube color de oro no empañaba sus pupilas. Era un
pobre diablo moribundo en la flor de los años, mitad mendigo, mitad trovero.
Bohemio le llamaban desdeñosamente los hombres y lo creían estúpido porque
despreció la riqueza, el poder y los abrazos infames. No tenía sino un manto
agujereado por las lluvias del cielo y las piedras del camino, pero él no se
hubiera trocado por el más rico poseedor de tesoros. Durante su vida vagabunda
recogió claros de luna, puestas de sol, gorjeos de pájaros, fragancias y
músicas del bosque, y con todo eso construyó sueños, muchos sueños, hasta haber
en su alma tantos sueños como hay celdas en el panal y flores, por primavera,
en las acacias.
Y como Psiquis no sabía de
ingratitudes, no desamparó esa alma de poeta; antes bien la llevó consigo, al
irse en busca de un mundo nuevo, no manchado de humanidad; y siempre en
compañía de esa alma voló, hasta posar los cándidos jazmines de sus pies en la
Vía Láctea luminosa y desaparecer por la
gran ruta del cielo, blanca y azul, empedrada de zafiros y diamantes.
.
[1] Tomado de: Días de espantos
(cuentos fantásticos venezolanos del siglo XX). Carlos Sandoval-compilador,
Caracas, Comisión de Estudios de Postgrado, Facultad de Humanidades y
Educación-UCV, 1ª Edición, 2000, pp. 247-250.
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