Denis Diderot
De la Manera[1]
(Texto clásico)
Tema difícil, demasiado difícil quizá para quien sabe lo poco que yo sé. Materia de reflexiones finas y profundas, que exige unos conocimientos muy extensos y sobre todo una libertad de espíritu de la que carezco. Desde la pérdida de nuestro común amigo[2], por mucho que mi alma intente agitarse, permanece envuelta en las tinieblas del recuerdo de tantas escenas dolorosas. En este mismo instante en que le hablo, estoy al lado de su lecho, lo estoy viendo, oigo su lamento, estoy tocando sus rodillas frías, pienso que un día... ¡Ay, Grimm!, dispénseme de escribir o al menos déjeme llorar un momento. La manera[3] es un vicio común a todas las bellas artes. Sus orígenes son aún más secretos que los de la belleza. Tiene un algo original que seduce a los niños, que impacta a la multitud y que corrompe en ocasiones a toda una nación. Pero le resulta más insoportable al hombre de gusto que la fealdad, ya que la fealdad es natural y no sabe de ridículas pretensiones ni desviaciones mentales. Un salvaje amanerado, un campesino, un pastor, un artesano amanerados son monstruos inimaginables. Creo pues en primer lugar que la manera ya sea en las costumbres, en los discursos o en las artes, es un vicio propio de una sociedad civilizada. En el origen de las sociedades, se encuentran las artes brutas, el discurso bárbaro, las costumbres rústicas; pero tienden al unísono hacia la perfección hasta que nace el gran gusto; no obstante, el gran gusto es como el filo de una navaja, sobre el que resulta difícil mantenerse. Enseguida se depravan las costumbres, se extiende el imperio de la razón, el discurso se vuelve epigramático, ingenioso, lacónico, sentencioso, las artes se corrompen por el refinamiento. Se encuentran las antiguas rutas ocupadas por modelos sublimes imposibles de igualar. Se escribe poética. Se imaginan nuevos géneros. Se hace uno singular, original, extraño, amanerado. De ahí que la manera parezca el vicio de una sociedad civilizada en la que el buen gusto tiende a la decadencia. Cuando el buen gusto ha alcanzado en una nación su más alto grado de perfección, se discute sobre el mérito de los clásicos, que se leen menos que nunca. La pequeña proporción del pueblo que medita, que reflexiona, que piensa, que toma como única medida de su estima lo verdadero, lo bueno y lo útil, es decir, los filósofos, desprecian las ficciones, la poesía, la armonía, la antigüedad. Quienes sienten, quienes son interpelados por una bella imagen, quien poseen un oído fino y delicado, gritan: «¡Blasfemia! ¡Impiedad!» Cuanto más se desprecia al propio ídolo, más se inclinan ante él. Si aparece entonces un hombre original, de espíritu sutil, que discute, analiza y descompone, corrompe la poesía por medio de la filosofía, y la filosofía por medio de unas ingeniosas obritas de poesía, nace una manera que arrastra a la nación. De ahí surge toda una legión de insípidos imitadores de un modelo extraño, imitadores de los que podría decirse, como lo hacía el médico Procopio: «¡De los jorobados os burláis...! ¡Si sólo están mal hechos!»
Esos imitadores de un modelo extraño son insípidos, porque su bizarrearía
es artificial. Su vicio no les es propio. Son monos imitadores de Séneca,
de Fontenelle y de Boucher[4]. La
palabra «manera» es ambivalente, positiva o negativa. Pero cuando está
sola, en general se utiliza en un sentido peyorativo. Se dice «tener
maneras», «ser amanerado», y siempre en el sentido de vicio. Pero
también se dice «su manera es grande», como en el caso de Poussin,
Le Sueur, el Guido, Rafael, los Carracci. Sólo cito aquí a pintores, pero
la manera se encuentra en todos los géneros, en escultura, en música, en
literatura. Hay un modelo primitivo que no existe en la naturaleza y que
está sólo vagamente, confusamente, en el entendimiento del artista. Hay entre
el ser más perfecto de la naturaleza y ese modelo primitivo y vago un espacio,
una dimensión por la que se dispersan los artistas. De ahí las diferentes
maneras propias de las diversas escuelas, y de algunos maestros
distinguidos de la misma escuela, maneras de dibujar, de iluminar, de colorear,
de vestir, de ordenar, de expresar. Todas son buenas, todas son más o
menos próximas al modelo ideal. La Venus de Médicis es bella. La estatua de
Pigmalión de Falconet es bella. Sólo que parecen ser dos especies
distintas de bella mujer. Me gusta más la bella mujer de los clásicos, de
los antiguos, que la bella mujer de los modernos porque es más mujer.
Porque, ¿qué es la mujer? El primer domicilio del hombre. Tengo que percibir,
pues, ese carácter en la anchura de las
caderas y los riñones. La
elegancia no puede consistir en una esbeltez en contra del carácter, de la
esencia, porque será una elegancia falsa, amanerada. Hay una manera
nacional que resulta difícil eludir. A uno le tienta la bella naturaleza que ha
tenido siempre ante los ojos. No obstante, el modelo primitivo no es de
ningún siglo, de ningún país. Cuanto más se acerque a él la manera
nacional, menos viciosa será. ¿Qué estropeó casi todas las
composiciones de Rubens? La fea y material naturaleza flamenca que se empeñó en
imitar. En temas flamencos sería quizá menos reprensible. Quizá, la
constitución fofa, blanda y compacta le vaya bien a un sileno, a una
bacante y demás seres crapulosos. Sí, le convendría perfectamente a
una bacanal. Porque no toda incorrección es viciosa. Hay deformidades
propias de la edad y de la condición. El niño es una masa carnosa sin
desarrollar; el viejo es descarnado, seco y cheposo. Luego, hay incorrecciones
locales: el chino tiene los ojos pequeños y oblicuos; la flamenca, las
tetas pesadas y el culo gordo; el negro, la nariz aplastada, los labios
gruesos y el cabello encrespado. Si se respetaran tales incorrecciones no
se caería en el amaneramiento sino, antes al contrario,
estaría evitándose. Si la manera es afectación, ¿qué parte de la
pintura no peca de tener ese defecto? ¿El dibujo? Pero si hay quien dibuja
redondo y hay quien dibuja cuadrado. Los unos hacen sus figuras
longuilíneas y esbeltas, los otros las hacen cortas y pesadas. O las partes se
dejan sentir demasiado, o nada en absoluto. Quien haya estudiado al
desollado, verá y transmitirá siempre lo que hay debajo de la
piel. Ciertos artistas estériles tienen tan sólo un pequeño número de
posturas corporales, un solo pie, una mano, un brazo, una espalda, una pierna,
una cabeza, un rostro, que repiten siempre. En éste, reconozco al esclavo
de la naturaleza, en aquél, al esclavo de la antigüedad. ¿El
claroscuro? ¿Pero qué es sino afectación esa manía de reunir toda la
luz sobre un objeto y dejar el resto de la composición en la sombra?
Parece que esos artistas lo hayan visto todo siempre por un agujero. Otros
diseminarán más sus luces y sombras, pero caerán sin cesar en la misma
distribución. Su sol es inmóvil. Si se ha fijado alguna vez en las
pequeñas circunferencias de luz que refleja el agua de un canal
enviándolas al techo de una galería, tendrá una idea correcta de lo que es
el parpadeo. ¿El color? Pero si el sol del arte no es el mismo que el sol
de la naturaleza. Ni la luz del pintor, la del cielo; ni la carne de la
paleta, la mía; ni la visión de un artista, la de cualquier otro. Entonces,
¿cómo no va a haber manera en el color? ¿Cómo no va a ser el uno demasiado
brillante y el otro demasiado gris? ¿Y cómo no va a haber un tercero
demasiado mate, demasiado oscuro? ¿Cómo no va a haber un vicio de técnica
resultante de todas esas falsas mezclas? ¿Un vicio de escuela, o
de maestro? ¿Un vicio físico, un defecto del órgano al que los diferentes
colores no afectan en la misma proporción?
¿La expresión? Pero si es a
la que más se acusa de amaneramiento. Efectivamente, la expresión es amanerada
de cien formas diferentes. Hay en el arte, como en la sociedad, las falsas
gracias, los melindres, la afectación, el preciosismo, la vulgaridad, la falsa
dignidad o la altanería, la falsa gravedad o la pedantería, el falso dolor, la
falsa piedad. Todos los vicios, todas las virtudes, todas las pasiones
tienen sus muecas. Las muecas están a veces en la naturaleza, pero siempre son
desagradables en la imitación. Exigimos que un hombre siga siendo hombre en medio de los peores suplicios[5]. Es
normal que un ser que no está volcado por completo en su acción
resulte amanerado. Todo personaje que parece decirle a uno: «Mira qué
bien lloro, mira qué bien me enfado, qué bien suplico» es falso y
amanerado. Todo personaje que se aleja de las justas conveniencias de su
estado o de su modo de ser, de su esencia, un magistrado elegante, una
mujer que se desespera y que mueve enérgicamente los brazos, un hombre que
anda y que mueve con gracia la pierna, son tan falsos como amanerados. Ya he dicho con anterioridad que el célebre Marcel[6] hacía de sus discípulos artistas
amanerados, y no me desdigo. Los movimientos ágiles, llenos de
gracia, delicados, que confería a los miembros, alejaban al animal de las
acciones simples y reales de la naturaleza, sustituyéndolas por otras
actitudes convencionales que conocía mejor que nadie en el mundo. Pero
Marcel desconocía profundamente el aire franco del salvaje. Aunque estoy seguro
que en Constantinopla, si hubiera tenido que enseñar a bailar a los
turcos, habría compuesto otras reglas. Pretender que hubiera enseñado
igual y de maravilla la monería esa francesa de la buena educación, por
qué no. Pero que ese alumno consintiera en desolarse por la muerte o la
infidelidad de su amante, o en echarse a los pies de un padre irritado, eso
sí que no me lo creo. Todo el arte de Marcel se reducía al conocimiento de
un número limitado de movimientos en sociedad. No sabía ni siquiera lo
suficiente para formar a un actor mediocre. Y el modelo más insípido que
hubiera podido escoger un artista, habría sido un alumno suyo. Puesto
que hay grupos que son exigidos, masas convencionales, actitudes fósiles, una
distribución esclava de la técnica a menudo en detrimento de la
naturaleza y del tema, falsos contrastes entre las figuras, contrastes
igual de falsos entre los distintos miembros de una misma figura, hay pues
«manera» en la composición de un cuadro. Reflexione al respecto y se
dará cuenta de que lo pobre, lo mezquino, lo pequeño, lo amanerado también se
encuentra en los tejidos, en la vestimenta, en pintura como materia
también. De la imitación de la naturaleza, ya sea exagerada, ya sea
embellecida, nacerán lo bello y lo verdadero, lo amanerado y lo falso.
Porque entonces el artista está abandonado a su propia imaginación. Se queda
sin ningún modelo preciso. Todo lo novelesco es falso y amanerado. –«Pero
toda naturaleza exagerada, agrandada, embellecida más allá de lo que nos
presenta en los individuos más perfectos, ¿acaso no es novelesca?» No. –«¿Qué
diferencia hace usted entre lo novelesco y lo exagerado?» Véalo en el preámbulo a este Salón[7]. La diferencia entre la Ilíada y una novela es que aquella representa el mundo tal como
es, un mundo semejante al nuestro, pero donde los seres y en
consecuencia los fenómenos físicos y morales son mucho más importantes,
más grandiosos. Medio seguro para excitar la admiración de un pigmeo como
yo. Pero me canso y me aburro de mí mismo, y acabo por temer aburrirle a
usted también. No estoy nada satisfecho de estas páginas, que quemaría
sino fuera por la pereza que me da volver a empezar. Mañana, el
resto. Y me libraré de usted, y usted de mí.
[1] Denis Diderot: De la
Manera. Artículo de su libro Salón 1767. Ed. A. Machado. Madrid,
2003. En Anexos.
[2] Étienne-Joël Damilaville (1723-1769), inspector principal del impuesto «vin- gtième» (había
que pagar la vigésima parte de los ingresos), en el Quai des Mira- mionnes, amigo
íntimo de Diderot (véase correspondencia) y autor de la voz «vingtième» en la Enciclopedia.
[3] Se refiere al estilo manierista en las artes de su época. Estilo decadente y afeminado, según la opinión de este pensador francés.
[4] Séneca ha sido criticado en múltiples ocasiones por Diderot. A Boucher lo llama el
«Fontenelle de la pintura».
[5]En su ensayo sobre la pintura, Diderot retoma el tema, ejemplificado con el Laocoonte.
[6]Marcel, fallecido en 1759, maestro de danza del rey en 1726. Ya trata Diderot el tema con ironía en su Ensayo sobre la pintura, citando como «maestros de gra- cias» a Marcel y a
Dupré, maestro de danza en la Ópera.
[7] Se refiere a su propio
libro de críticas sobre arte, Salón 1767.
No hay comentarios:
Publicar un comentario