Del Gusto en Voltaire y Rousseau
David De los Reyes
El paladar de Voltaire y
la doble condición del gusto
En
tema del gusto y su génesis hasta su presencia en la actualidad puede verse desde
varias perspectivas. Para ello comenzaremos
dirigiendo nuestra mirada a los autores del siglo XVIII y en principio nos
encontramos con las reflexiones de Voltaire (1694 – 1778). El maestro de la
ironía ilustrada nos presenta una reflexión del tema en su Diccionario
Filosófico. En el apartado Gusto nos declara que no piensa tratar
sobre la condición de los alimentos y su relación con el paladar gustoso, y
aclara que muchas lenguas al hablar del gusto lo primero que sale es un plato
de comida. Considera que este tema tiene más aristas que un mero plato de
trufas. Pero bien sabemos que el gusto es eso, pero también mucho más. Es la
metáfora para el conocedor ilustrado del sentido de belleza en las artes. Hoy
perdido como brújula para el reconocimiento del arte en general, al ampliar su
dirección al callejón de lo estético para toda expresión artística. Igualmente en
este recorrido por el gusto nos encontramos con su oponente de marras de
Voltaire, el caminante solitario Jean Jacques Rousseau, el cual nos lleva a
relacionar el gusto con la virtud, el placer con la ética personal, y
comprender que al hablar de gusto se está ante una sociedad que carece de ello,
pues el gusto, para este ginebrino, va con la prácticas de la convivencia
social y su adquisición por medio de las costumbres de un lugar, declarando que
tanto los individuos, como las naciones, tienen su propio gusto que lleva a
distinguirlos de los otros.
Voltaire,
François-Marie Arouet (Paris, 1694 – 1778), fue un filósofo y literato francés,
uno de los más connotados representantes de la Ilustración. El gusto, para este
gran polemista y cultivador de la palabra iluminada, lo relaciona con el
placer del paladar, como dijimos, pero para negar que sea reducido al sabor
obtenido por las papilas gustativas al degustar cualquier manjar. Nos da una mirada rápida del concepto y su
justificación, propone que esta condición humana proviene de un acto reflexivo,
que parte por ser una experiencia sensible y voluptuosa en relación con lo
bueno y que al conocer este marco se puede rechazar lo contrario que no es tal.
En la confrontación de los gustos entre individuos podemos observar
indecisiones, lo cual es lo casual en todas estas miradas subjetivas, pero
cayendo en el abismo de no llegar a tener certeza de lo que verdaderamente se
presenta como agradable o aceptable, pues para ello se requiere haberse
ejercitado y acostumbrado en adquirir determinado gusto. Cosa que no es fácil
en ciertos campos del arte, que no es el del simple consumismo de signos y
productos con los que se inflama nuestro deseo material.
De
esta forma el gusto personal no se puede llegar a satisfacer sólo con la
perspectiva inmediata del ver y del comprender un objeto que expide un rasgo de
belleza o de atención estética. Para ello hay que vivirlo y describirlo con
nuestra imaginación. No por medio de un discernimiento contingente, donde el
tránsito del gusto personal debe estar atravesado, para Voltaire, tanto por un acercamiento
del gusto de orden intelectual como sensual.
Por
consiguiente, siendo fiel a su intensificado gusto etílico francés, nos dirá
que un catador apreciará y reconocerá enseguida la mezcla de dos licores, como
el conocedor literario sabe desojar en una obra literaria la mezcla de dos
estilos si aparecen en ella. Y, como todos los delicados de gusto y sin mucho
conocimiento de los matices de los fuertes y variados sabores picantes, echará
al rincón del mal gusto físico el gustar de condimentos demasiado intensos,
refiriendo una analogía con el mal gusto artístico que para él no era otra cosa
que aquello que constaba de muchos adornos recargados sin poder presentar nada
que pueda hacer gala de su constitución natural en su aproximación a nuestra
percepción.
Voltaire,
gastrónomo por todos los costados, no deja de acentuar su displicencia ante la corrupción
que expide el gusto depravado de los alimentos, (que hoy estaría en todos,
intensificado con toda la variedad de comida chatarra e industrialmente
procesada en millones de anaqueles tanto de supermercados como de
establecimientos de todo tipo). Este gusto depravado de los alimentos estriba
en preferir lo que degustan la mayoría de los hombres. Como el gusto depravado
vendría a presentarse en el arte al enamorarse de dispositivos que rechazan las
personas ilustradas, como sería preferir lo burlesco a lo noble, lo afectado a
lo sencillo y natural. ¿Cuál puede ser este gusto depravado en nuestro presente?
Posiblemente todo aquel que está inscrito en la llamada industria cultural que
vendrá a satisfacer nuestra dosis de afectación de forma rápida y pasajera de
adicto consumidor pertinaz, es decir, de aquellos productos que tienen inscrito
la obsolescencia en el momento de su aparición y que viene a ser lo que nutre
un mercado de consumo transitorio masivo, comercial y chusco, sin mayor
profundidad que el pago de su adquisición para pasar lo más pronto a otra
apropiación compulsiva dentro del mercado estético de los dispositivos
vinculado con la afectación sensible. Preferir lo banal, las obras
estandarizadas por el mercado, los gustos alimenticios de intensos ingredientes
saborizantes o las obras de ¿arte? que son validadas por los efectos y el
schock producido sobre nuestra sensibilidad por la influencia que despierta con
el dispositivo de un impacto visual, sónico, táctil, etc. Esto podría ser
ejemplo de un sujeto sin gusto que, para Voltaire, padecería una enfermedad del
espíritu, de una carencia perceptual, de una patología en la sensibilidad en
nuestra estructura corporal, y de un desarrollo ante lo significativo truncado
por la imposición de efectos que no están sujetos a un cultivo de la reflexión
ni a una comprensión de los juegos sensibles del lenguaje artístico.
Voltaire
distingue una doble condición del gusto. Un gusto físico que se
desarrolla por el contacto con las artes, el cual es un gusto limitado sólo a
la vivencia de lo sensual. De un gusto que remite sólo a lo físico, aunque advierte
que puede llegarse a acostumbrarse el apreciar objetos que estéticamente antes podían
causarnos repugnancia. Y llega a un corolario naturalista sensualista: la
naturaleza pareciera que está conformada de tal manera que conduce al hombre a
desear todo lo que le es necesario. En
cambio, el gusto intelectual exige otras consideraciones y otros tiempos.
Nos exige la continuidad de la formación y reflexión para su apropiación. No
por ser sensible vendrá a poseerse una condición de gusto innato. El gusto
intelectual exige conocimientos. El
gusto por el que apuesta Voltaire es el que nos pide, por encima de nuestra
condición social, el emprender una aventura en el desarrollo del gusto por
medio no sólo de nuestra relación con la inmediatez sensible, sino por la
gradualidad del posesionarse de conceptos, juicios, teorías junto a sus matices
perceptuales, que pasan a conformar nuestra acción cotidiana ante lo que nos
afecta y nos perfila nuestro día a día.
Es la formación que lleva a saber distinguir y discriminar cuando nos
coloquemos ante determinada obra de arte, como el ejemplo que nos da: el
distinguir las partes de un gran coro de música, o el de ser capaz de
observar las gradaciones y matices de una obra visual, que en su época estaría
al captar en una obra pictórica sus claroscuros, su perspectiva, el uso
armónico de los colores o lo correcto del dibujo en su representación.
Notamos
entonces que el gusto no es un saber sensible que se adquiere de forma
inmediata o en poco tiempo. Si bien todos poseemos una capacidad sensible, un sensus
communis. Su ampliación consciente requiere para su aparición la disposición
en nuestro cuerpo y mente ejercitarse de
forma gradual, y con tiempo, según el caso. En el fondo es tener una
consciencia del uso de nuestros sentidos, de nuestros ojos, nuestros oídos; de
cómo enfrentamos nuestra mirada y nuestra escucha ante los tipos de obras que
nos afectan. Toda una dimensión extensiva de nuestra sensibilidad receptiva
como sujeto estético epistemológico formado. Es la opción de saber conmoverse
espiritualmente ante la representación de una representación teatral, pero sin
alcanzar a comprender su estructura, sus partes, su unidad, ni el delicado arte
ejecutado por algún personaje del por qué entra o sale de escena, ni otros
subterfugios de la artificiosa teatralidad en nuestra imaginación.
Voltaire
reclama la necesidad de reflexionar sobre lo que se ve y se escucha, lo cual
ese ejercicio, al cabo de esta experiencia con lo sensible elegido, nos
otorgará el poder comprender lo que nos recomienda para esta inserción del
gusto sensible dirigirse hacia un gusto intelectivo, de un juicio estético
reflexivo. El buen arte lleva a que el gran público de una nación pase de una
imantada insensibilidad contagiosa a una cercanía del gusto profundo estético: El gusto se forma
insensiblemente en una nación que carecía de él, porque poco a poco va
comprendiendo el espíritu de los buenos artistas. Es el caso que
refiere a su nación, la Francia de la Ilustración en el siglo XVIII, modelo
internacional de influencia y desarrollo de todas las artes, tanto para los
países europeos como para las nuevas impersonales repúblicas americanas.
Todos
nacemos con la capacidad de expresar cierto gusto sensual. Llegamos a
conmovernos por nuestra innata condición de la sensibilidad que nos proporciona
casi de forma natural un gusto sensual, como es el caso de la repulsión
de ciertos alimentos y la preferencia dada a otros por el placer que nos
proporciona al paladar acostumbrado a ellos. Voltaire comprende que eso no
puede discutirse, pues será una experiencia individual y no se puede corregir
los defectos de determinados órganos si no están bien conformados.
Sucede
lo contrario respecto al gusto artístico. En ello podemos captar cierto sentido
de belleza real, un buen gusto que nos lleva a una porcentaje de comprensión y
un mal gusto cuando se desconoce tales opciones artísticas; pudiendo superar
sus carencias y tal defecto por una atención a su uso y a las costumbres con
las que nos hacemos de nuestra experiencia sensible a lo largo de los días.
También
advierte que habrá especímenes del género humano que no tendrán la más mínima
capacidad de acercamiento a este gusto artístico. Hombres fríos y obtusos,
plenos de necedad y prejuicios que no tienen la menor disposición de esforzarse
para enderezar su inteligencia. Dejando claro que con estas
personalidades no se debe disputar en materia de gusto, pues simplemente
carecen de él y no tienen el menor interés en acercarse en cambiar tal no-preparación
en su persona.
El
gusto seguro y desarrollado, formado, por regla general, tendrá una opción
rápida de captar la belleza ante la diversidad de efectos; como notar de un
efecto particular entre una variedad amplia de belleza. Sus apreciaciones son
propias de toda una tradición clásica del arte. La de una razón sensualista que nos aclara la
rentabilidad estética de nuestras experiencias con lo artístico. Resguardándonos de los posibles choques contingentes
de defectos y de insensibilidad ante la obra bien hecha y significativa, sea a
nivel simbólico o cualquier de otra distinción, superando la indiferencia a un
orden creativo y distinto del arte.
El
gusto formado, la apreciación del gusto ante el arte, tiene la particularidad
de entrar verdaderamente en los placeres que dispone un público con gusto construido
conscientemente- Esto da grados de humanidad y formación, de calidad de
experiencias y formas de vida pues: ven, oyen y sienten las bellezas que se
escapan a los hombres que tienen una organización menos sensible o son menos
prácticos. Voltaire no duda por su propia experiencia. Concibe el gusto
artístico como un derecho del que no se debe evadir el hombre cultivado
esforzado por su propia decisión formativa. Un cambio en toda su condición
ontológica natural al sufrir un juicio estético adquirido por la experiencia al
contacto con la llamada belleza del arte, que hoy no tiene nada que ver
con la belleza referida como propia de ese siglo de las luces. Unas luces que
transformaría en el hombre de buen gusto con otros ojos, otros oídos, otro
tacto que el hombre vulgar, sin sensibilidad, sin formación de apreciar
los matices de la sensibilidad estética, del público que siente satisfacción en
los programas masivos que tienen mucho picante, es decir, acción y
efectos gratuitos que afectan solo a nuestra emocionalidad separada del espacio
de una inteligencia emocional consciente, que es lo que se prescribe en los
públicos de hoy.
O
como el mismo anota al final de su artículo del Diccionario referido:
“El hombre de buen
gusto tiene otros ojos, otros oídos y otro tacto que el hombre grosero. Le
desagradan los lienzos mezquinos de Rafael, pero admira la gran corrección de
su dibujo; descubre con satisfacción que los niños de Laocoonte son
desproporcionados comparándolos con la talla del padre; pero el conjunto del
grupo le hace estremecer, mientras otros espectadores lo contemplan tranquilos”[1].
El paseante
voluptuoso de Rousseau y la sencillez del gusto desde la campiña
El caso de Jean
Jacques Rousseau (1712 -1778), el polímata suizo francófono ginebrino, nos lleva a tener
nuestra atención sobre el gusto bajo otro perfil distinto a Voltaire. Este comprende en unir la
perspectiva estética con la ética. Nada más leer sus primeras palabras sobre el
asunto nos lleva a recordar la postura que desarrollará Kant en su tercera
crítica, la Crítica del Juicio, publicada en 1790, en torno al juicio
estético, en la cual se concluirá, de manera determinante, que siempre será un
juicio subjetivo, individual en principio.
Pero el pensador
suizo enfatiza que el gusto no puede imponerse a través del juicio estético mismo,
pues no es susceptible de demostración.
Aceptar que poseemos por nuestro gusto una afirmación de algo como bueno
no nos puede referir que estamos ante una verdad absoluta artística. Por más
que se busque comparaciones con referencias en torno a ello no podemos asegurar
que nuestro gusto merezca una preferencia por encima de otra opinión. Esta, sea
individual o por el producto de la idiosincrasia de una nación (como puede ser
una música folclórica ante otra, i.e.). Ese énfasis estético lo que nos revela realmente
es un prejuicio individual (nacional), que no se puede convertir en una
razón universal, ante lo cual es mejor aceptar la tolerancia de mantener un
paralelismo de reconocimiento de la diferencia surgida ante la diversidad de
opiniones al respecto.
Imponer un gusto
por encima de otro, como darle una importancia al buen gusto por encima de otro
es, para Rousseau, un síntoma de depravación.
El gusto debe vivirse más que reflexionarse; es la postura de una
personalidad que ya afina la ruta futura del alma romántica. Y su posición es que
los discursos que aparezcan sobre el gusto, como también de la virtud, muestran
una época en que ya no hay, o son escasas, las experiencias virtuosa o gustosa
que se puedan observar. Este autor nos
afirma que en donde reina tanto una como la otra, la sensación es arropada por
la costumbre, se adentra en la intimidad subjetiva experimentada en la
cotidianidad vivida tanto individualmente como en la convivencia con los otros.
Como costumbre se le presta atención, se le ama y nada más, no hay que hablar
sobre ello. Así: la unión íntima del gusto con las costumbres no escapa a
quien reflexione por un momento. Es una inconsecuencia que no está en el
hombre, y lo lleva a actuar constantemente contra sus propios prejuicios[2].
Rousseau relaciona
el gusto con lo bello. Rechaza lo que llama como bello abstracto. ¿Qué
es lo bello abstracto para este autor? En una primera aproximación pareciera
que va en contra de la idea de belleza platónica, donde lo bello percibido o
experimentado en los objetos sería una apariencia y, por la concepción de la
teoría de las ideas, algo imperfecto e ilusorio. El paseante solitario de
Rousseau nos dará una concepción más romántica o física de la experiencia de lo
bello, adentrándonos a comprenderlo en función de la cultura y del tiempo, es
decir, de su aparición histórica en una sociedad. De esta forma nos separa de
aceptar una belleza abstracta (intelectual),
al no haber sido vivida, sentida y experimentada. Experimentada en tanto
aceptar ciertas relaciones de conveniencia y convención social respecto a lo
que debe ser bello. Lo bello no se remite a un concepto o a una teoría
desgajada del contacto personal sensorial estético. Sólo nos tenemos a nosotros mismos para medir
las relaciones que nos despiertan en nosotros sentir lo bello de un
objeto o de una experiencia, y es esa experiencia y no los juicios sobre las
afectaciones lo que nos llevarán a toparnos con lo ente que es bello. Lo bello
no es una proposición abstracta, un juicio universal, sino un vínculo con lo
que vivimos, nos afectamos, y agradamos por el juego de las relaciones
sensoriales personales. Lo bello humaniza al reconocernos en lo otro las potencialidades
sensibles de la creación artística o natural.
Y, sin embargo,
Rousseau nos conmina aceptar la postura clásica de la idea de belleza
aristotélica. Lo bello aparece para el hombre por imitación: El hombre no
hace nada bello sino por imitación. Siendo fiel a su postura naturalista y
defensor del mítico buen salvaje no afectado por las depravaciones de la
sociedad europea de su momento, encierra esta perspectiva del gusto al
relacionar que los verdaderos modelos del gusto se encuentran y surgen
al imitar a los elementos de la naturaleza. Al alejarse de este modelo
insoslayable el arte se deforma, disminuye la condición bella de una obra. La
naturaleza es el escenario que debemos amar en principio y de la que surgirán
todos los modelos posibles, haciendo de ello la regla, el canon de la belleza
para todo producto de nuestra imaginación. Esto nos resguarda de vivir la idealista concepción platónica atemporal de
lo bello en sí; tener a la naturaleza como dadora de todos los buenos gustos
humanos. Nos resguarda del gusto depravado que vendrá atenerse ¡y someterse! al
capricho y la autoridad de lo que les place a los que tomamos como nuestros guías
para la experiencia de lo bello[3].
Esto se nos
muestra, i.e., en su ensayo sobre El origen de la melodía.
Ahí Rousseau opone el artificio a la naturaleza. Si la melodía y el canto es
una pura obra de la naturaleza, la armonía, al contrario, será «una producción
pura del arte». Es por estas palabras que Rousseau analiza la edad de oro que
preside a la unión de la melodía y el lenguaje. El autor describe a la sociedad
pastoral antes de la llegada de la edad heroica griega. Y así encadenará la
prueba que para él tiene la superioridad de la melodía sobre la armonía. En su
conocida polémica con el compositor francés Jean Philippe Rameau encontramos el
origen de estas dos actitudes ante la idea del gusto, de dos filosofías del
arte musical distintas: la sensibilidad melódica en Rousseau ante la racional armonía
de los acordes en Rameau. La melodía ilustra el grito de la naturaleza, el
acento, el nombre y el tono patético y apasionado que agita al alma dada por la
voz humana. Rousseau siente salir la melodía desde su propio corazón. Por
su canto interior, el escritor encuentra el alma de la música, reconociendo la
voz de la naturaleza y descubriendo el origen de la melodía.[4]
Rousseau advierte de
forma crítica al supuesto buen gusto de los artistas, los nobles, los
líderes, pues en ellos el gusto está presente para expandir su vanidad, como
proyección de su personalidad egocéntrica. Estos, vendrían a establecer el
sistema e imperio del lujo, es decir el ornamento personal superfluo para
resaltar una superficial distinción social, al aspirar aceptar como bello lo
costoso y lo difícil de obtención. Es una belleza que no surge de la regla propuesta
por el pensador, nos referir tal ejercicio de vanidad gustativa como
única: una postura naciente de una personalidad presuntuosa, arrogante y
engreída; imposición estética en contradicción con lo verdaderamente bello para
este pertinaz caminante ginebrino; lo cual está alejada de aceptar lo bello
como imitación de la naturaleza. Tales formas de percibir presuntuoso no dejan nada sano a los
ciudadanos. El lujo y la vanidad absorbidos de estos individuos hará de los
mejores hombres seres corruptos por el afán de imitar no la naturaleza,
sino al envanecimiento social de tales personajes. No dejarían en ellos la
opción de apropiarse un gusto sano en las afectaciones de los ciudadanos. Esto
da pie al nacimiento de los vicios que querrán ser satisfechos, permaneciendo
esta condición más por la fuerza que tienen tales personajes sobre el resto,
terminando ser aceptado como un hombre bueno aquel que se ha convertido
en un bribón, según afirman sus propias palabras. Siendo no el gusto por cierto
confort a lo que refiere el autor sino al lujo que expide vanidad,
superioridad, soberbia, posesión, incómodo ornamento. Tal lujo no provee nada
bueno a nadie y menos a la sociedad, lo considera una plaga, una peste
cultural. El lujo y su sistema de vanidad y exhibición de poder y distinción
material ante los demás sólo vendrá a producir más miseria, junto al abandono y
muerte del cultivo de los campos; la vida del campesino para él se convertiría
en la vida óptima e ideal para la especie humana. El sistema del lujo, propio
del consumismo capitalista absurdo y destructor de recursos, es el causante de
los males del conjunto terráqueo y humano: devasta la tierra y hace peligrar
al género humano. Juicio que nos muestra una preconciencia ecológica hasta
en la apreciación estética del buen gusto rousseauniano; este no escapa a estar
vinculado con cierto estilo de vida al aire libre, junto a la labor bien
producida y a un saber hacer del hombre que se forma separado de la vanidad del
lujo. Por ello al final de su reflexión nos espeta a nosotros como ciudadanos
corrompidos por el lujo y el consumo: ¡Ven!,
fastuoso imbécil, ¡no pongas tu placer en la opinión del otro! Que te enseñaré
a degustarlo por ti mismo. ¡Sé voluptuoso, y no vano! ¡Aprende a adular tus
sentidos, rica bestia! ¡Ten gusto y disfrutarás!
De esta forma podemos tomar las palabras del romántico avangarde solitario en su mirada visionaria al esbozarnos su comprensión de la importancia voluptuosa personal en vivir por cierta condición y costumbre del gusto en nuestras vidas. No se trata de apartar las comodidades de cierta opción estética existente en los contornos en que habitamos, sino en saber separarse y huir del gusto que se nos impone por vanidad, engreimiento, o por el poder de influencia y capricho de los especialistas del gusto que terminan siendo un agrado artificial y hoy por la persistente influencia en las redes sociales de la elección personalizada procedentes de los algoritmos de la Big Data. Falsa de afectación que termina moldeando nuestra conducta hacia la vileza, la miseria y la devastación de nuestro mismo habitad estético y cultural. Por mi parte puedo estar de acuerdo con tal concepción del gusto. Cultivar el gusto individual, vivir la sensualidad, el goce y la voluptuosidad a partir de nuestra aproximación personal. Actos estéticos que se incorporan como costumbres dentro de nuestra cotidianidad, sin intentar alcanzar, por vanidad e imposición, el de los otros por medio del enfático juicio sobre lo que es el gusto para esta clase de individuos fatuos, que Rousseau no dudó en introducir hasta a los mismos artistas junto el saco de los que cultivan la vanidad, afectación, engreimiento, jactancia como condición de distinción y poder social. El gusto es una acción individual subjetiva, que parte de nuestra propia experiencia personal al asumir el agrado y la placidez sensual como un ingrediente necesario para la reafirmación de nuestras vidas.
Notas:
[1] Voltaire, Diccionario
Filosófico. En: https://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Voltaire/gusto-Diccionario-Filosofico.htm. Visitado 14/06/2021. Todas
las referencias al tema en Voltaire son tomadas de esta publicación.
[2] Jean Jacques Rousseau : Obras complétas, t.v, pp. 482-483. Pléyade, París, 1995. Trad.: David De los Reyes. En: http://saber.ucv.ve/ojs/index.php/rev_af/article/view/13545/13237. Visitado 16/06/2021. Todas las referencias al tema en relación con Rousseau son tomadas de esta publicación.
[3] Esta concepción reina en el ambiente que frecuente este pensador. Nos encontramos con una apreciación muy cercana con la del creador de La Enciclopedia, Diderot, quien avalará esta condición de la imitación de la naturaleza como parangón y encuentro con la belleza. Pero este crítico de arte ajustará su afirmación al arte pictórico, del cual escribirá ampliamente a través de sus críticas sobre los pintores más representativos de la época. En su libro Salón 1767, encontramos un apartado anexo titulado Pequeña enciclopedia de términos estéticos donde nos encontramos esta definición del gusto así: “Gusto: Se dice en pintura del carácter particular que reina en un cuadro en relación con la elección de los objetos representados, así como con la forma de hacerlo. Se dice de un cuadro que es de buen gusto, cuando los objetos representados han sido bien escogidos e imitados, conforme a la idea que los conocedores tienen su perfección. Se dice buen gusto, gran gusto, gusto trivial, mal gusto. El buen gusto se forma con el estudio de la bella naturaleza. Gran gusto supone un gusto extraordinario, sublime incluso, que depende directamente de la inspiración. Hay que ser poseedor de grandes talentos para ejecutar cuadros de gran gusto. En: Denis Diderot, 2013: Salón 1767. Ed. La balsa de la medusa. Madrid.
[4] De todas maneras, la evolución
armónica de la música occidental proveerá a Rameau la primacía de encontrarse
en la preponderante dirección posterior de la música europea. Ver: David De los
Reyes: Reseña: Jean Jacques Rousseau: Obras Completas. Rev. Apuntes
Filosóficos, # 7-8 (1995): 281-285. En: http://190.169.94.12/ojs/index.php/rev_af/article/viewFile/14075/13763 . Visitado: 16/06/2021.
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