Denis Diderot
Sátira contra el lujo, a la manera persa[1]
(Un texto clásico de estética)
–Observa usted las diversas sociedades de la
especie humana con tanta pena, que sólo conozco un medio de contentarle y
es transportarle a la edad de oro... –No, no, se equivoca usted. Una vida
consumida a los pies de una pastorcilla no es en absoluto lo que yo
llamaría una edad de oro. Quiero que el hombre trabaje. Quiero que sufra.
En un estado natural que se adelantara a sus deseos, donde la rama se
doblaría para acercarle el fruto a su mano, se haría vago. Y digan lo
que digan los poetas, quien dice vago, dice malvado. ¡Y luego todos esos
ríos de leche y miel! La leche no sienta bien a los biliosos como yo, y la
miel me deja como sin fuerzas... –Despójese de todo, pues, siga los
consejos de Jean- Jacques[2]
y hágase salvaje... –Sería lo mejor. En tal caso, al menos, no hay más
desigualdad que la que la naturaleza ha querido que exista entre sus
criaturas. Y en las selvas no se oyen los ecos de las quejas que un
sinnúmero de desgracias arranca al hombre en el bienhechor estado de
sociedad... –¿Qué le sucede? ¡No me diga que esas costumbres tan alabadas por
los lacedemonios no van a ser de su gusto!... –No me
hable de esos monjes armados[3]... –Pero ese oro, ese lujo ofensivos, esas suntuosas comidas,
esos sofisticados muebles... –No existen, de acuerdo. ¿Pero no
siente lástima por esos desdichados ilotas? La tiranía de un colono
americano es menos cruel, la condición de un negro, menos triste... –¿Qué
tiene que objetar al siglo de la Roma pobre, a ese siglo en el que hombres
por siempre célebres cultivaban la tierra con sus manos, recibían el
nombre de los frutos que recogían, de las funciones agrestes que habían
ejercido; a ese siglo en el que el cónsul presionaba al buey con su
aguijón, en el que el casco y la lanza estaban depositados en el mojón del
campo, y la corona de triunfador suspendida de la bocina de una carreta?
¡Qué tiempos aquellos! Los de la mujer descamisada del dictador ordeñando
las cabras, mientras que sus robustos hijos, con el hacha a la espalda,
iban al bosque vecino a cortar troncos para el invierno... –Se ríe. ¿Acaso
no cree usted que la cabaña de Quinto es más bella a los ojos de cualquier
hombre sensible a la virtud que esas inmensas galerías donde el infame
Verres exponía los despojos de diez provincias saqueadas? Vaya a
emborracharse a casa de Lúculo. Aplauda los divinos poemas de Virgilio.
Paséese por una ciudad inmensa donde las obras maestras de
pintura, escultura y arquitectura le dejarán boquiabierto de admiración a
cada momento. Asista a los juegos circenses, siga el paso de las marchas
triunfales, vea a reyes encadenados, goce del enternecedor espectáculo del
gemido escapado ante el yugo de la tiranía, comparta crímenes y desórdenes
del opulento opresor. No es ese mi mundo... –Ya no sé en qué tiempos, en
qué siglo, en qué rincón de la tierra situarle. Amigo mío, amemos nuestra
patria, amemos a nuestros contemporáneos, sometámonos a un orden de cosas
que podría ser, por azar, mejor o peor, gocemos de los privilegios de nuestra
condición. Si vemos defectos, y sin duda los hay, esperemos el remedio de
la experiencia y la sabiduría de nuestros maestros, y quedémonos donde
estamos. –¡Quedarme aquí, yo! ¡Yo! Que se quede quien tenga paciencia para ver
cómo un pueblo que se dice civilizado, y el más civilizado de la tierra,
saca a subasta el ejercicio de las funciones civiles. Mi corazón está henchido,
pero de indignación, y no pasa ni un día, ni un solo día sin que llene de imprecaciones
a quien volvió venales cargos y puestos, pues de ahí, sí, de ahí y de
la creación de los grandes exactores, vienen todos nuestros males. En el
momento en el que se pudo alcanzar todo gracias al oro, se deseó poseer
oro. Y el mérito, que ya no conducía a nada, se convirtió en nada.
Desaparecieron las emulaciones honestas. La educación perdió sus sólidas
bases. Si una madre se atreviera a hablar en esos términos a su hijo, le diría:
«Hijo mío, ¿por qué dejarte la vista en los libros? ¿Por qué desojarte a
la luz de la lámpara toda la noche? Consérvate, hijo mío. ¡Ya verás! ¿Tú
también quieres remover la urna que decide la suerte de tus conciudadanos?
Ya la removerás. Esa urna está en dinero contante y sonante en el fondo de
la caja fuerte de tu padre.» ¿Y qué hijo ignora tales cosas? En el
momento en que un puñado de concusionarios públicos se hicieron con las
riquezas, habitaron en palacios, exhibieron su maldita opulencia, se
confundieron todas las condiciones. Creció una emulación funesta, una lucha
insensata y cruel entre todos los estados de la sociedad. El elefante se
hinchó para aumentar de talla; el buey imitó al elefante; la misma manía
se apoderó de la rana, que emuló al elefante. Y en ese movimiento recíproco,
acabaron por morir los tres animales: triste pero real es esta imagen de
una nación abandonada al lujo, símbolo de la riqueza de los unos, y
máscara de la miseria general del resto. Si no posee un alma de bronce,
diga conmigo, levante la voz y diga: Maldito sea el primero que volvió venales
las funciones públicas, maldito sea el que hizo del oro el símbolo de la nación,
maldito sea el que creó la detestable raza de los grandes exactores,
maldito sea el que engendró ese hogar de donde salieron la ostentación
insolente de riqueza en los unos y la hipocresía epidémica de fortuna en los
otros, maldito sea el que condenó el mérito al retiro, y el que consagró
la virtud y las costumbres al desprecio. Desde aquel día, esa es la palabra, la
muerte funesta se extendió de un extremo a otro de nuestra sociedad. Seamos o
parezcamos ricos. Desde aquel día, el reloj de oro pendió del bolsillo de
la obrera, cuyo sueldo apenas le permitía comprar pan. ¿Y cuál fue el precio
del reloj? ¿Cuál el de ese vestido de seda con que se disfraza convirtiéndose
en una perfecta desconocida? ¡Su virtud! ¡Su virtud! ¡Sus costumbres! Y lo
mismo sucedió con las demás condiciones. Se arrastraron, se envilecieron,
se prostituyeron. No hubo distinción entre medios de adquisición. Honestos
o deshonestos, todos valían. Y no hubo ya común medida en el gasto.
El financiero marcó la pauta y todos los demás le siguieron. De ahí toda
esa enorme cantidad de casamientos desiguales que no desapruebo. Era justo
que hombres arruinados por el ejemplo de aquellos padres, fueran a reparar
sus fortunas metiéndose en sus casas, y a vengarse despreciando a las hijas.
¿Pero cuál fue la conducta de aquellas hijas despreciadas? ¿Y a quién llevaron
la dote de las hijas aquellos esposos? ¿De dónde viene el actual furor
generalizado por la galantería? Dígame, dígame cuál es su origen. Los Grandes
se han arruinado por emular la fastuosidad del financiero. El resto se ha hecho
disoluto al pretender imitar el libertinaje de los Grandes. El lujo arruina al
rico, y multiplica por dos la miseria de los pobres. De ahí la falsedad
del crédito en todos los estados. Confíe su fortuna al hombre ese que se
hace llevar en carruaje dorado, mañana tendrá las tierras embargadas,
mañana, ese hombre tan brillante, perseguido por sus acreedores, acabará
de patitas en Fort-L’Évêque... –Pero alégrese de ver cómo la corrupción,
la disipación, la fastuosidad gastan esas montañas de oro. Por ese medio
se nos restituye gota a gota toda la sangre que han ido sacándonos. Y nos
la devuelven una gran cantidad de manos ocupadas. Ese lujo contra el que
está protestando usted, ¿no es acaso el que sostiene el cincel en manos
del estatuario, la paleta en el pulgar del pintor, la gaveta... –Sí, sí, y
produce muchas obras, muchas obras mediocres. Si las costumbres están
corrompidas, ¿cree que puede mantenerse puro el gusto? No, no, imposible,
y si lo cree usted es porque ignora el efecto de la virtud en las bellas
artes. ¿Y qué me importan vuestros Praxíteles y vuestros Fidias? ¿Qué me
importan vuestros Apeles? ¿Qué me importan vuestros divinos poemas? ¿Qué
me importan vuestras ricas telas si sois malvados, si sois indigentes, si estáis
corrompidos? ¡Oh riqueza, medida de todo mérito! ¡Oh lujo funesto, hijo de
la riqueza! Destruyes todo, el gusto y las costumbres. Detienes la
pendiente más suave de la naturaleza. El rico teme multiplicar hijos, el
pobre teme multiplicar desdichados. Las ciudades se despueblan. Se deja
languidecer a la hija en el celibato. Habría que sacrificar para su dote un
carruaje y una mesa suntuosos. Se
aliena la fortuna para duplicar los ingresos. Se
olvida a los familiares y amigos. ¿Han anunciado a gritos por la calle un
edicto prometiendo un interés que decuplica un capital? El hijo de la casa
palidece, el heredero se estremece o se echa a llorar, y es que esas masas
de oro le estaban destinadas, y ahora van a perderse en el fisco público y
con ellas la esperanza de una opulencia por venir. De ahí que los hombres
acaben por ser extraños entre sí, dentro de una misma familia. ¿Y por
qué los hijos tendrían que amar, respetar en vida, llorar después de la
muerte, a unos padres, unos parientes, hermanos, amigos cercanos que sólo
se han interesado por su propio bienestar y no han hecho nada por ellos?
¡En ese momento, oh amigos míos, los amigos no existen; oh padres, los padres
no existen; oh hermanos y hermanas, los hermanos y las hermanas no
existen!... –Sin duda, es ese un lujo pernicioso contra el cual le permito
que peroren, usted y los filósofos. ¿Pero no existe otro que se
conciliaría con las costumbres, la riqueza, el bienestar, el esplendor y la
fuerza de una nación?... –Puede ser. ¡Oh Ceres, pintores, poetas, estatuarios, tapices, porcelanas, y hasta esas figuras, esos magots de gusto ridículo, pueden
elevarse entre tus espigas! ¡Amos de las naciones, tendedle una mano
a Ceres, elevadle altares! Ceres es la madre común de todo. ¡Amos de las
naciones, haced que sus campos sean fértiles. Aligerad al agricultor del
peso que le aplasta! Que quien está nutriéndoos pueda vivir, que quien da
leche a vuestros hijos, tenga pan, que quien los viste, no tenga que ir
desnudo. La agricultura, ese es el río que fertilizará vuestros imperios.
Haced que los intercambios comerciales se multipliquen de cien diversas
maneras. Ya no tendréis un puñado de súbditos ricos, sino una nación
rica... –Pero, dígame, ¿para qué sirve la riqueza sino para multiplicar
nuestros placeres? ¿Y no son los placeres multiplicados los que
dan nacimiento a todas las artes de lujo?... –Pero ese lujo será la señal
de una opulencia general, y no la máscara de una miseria común. ¡Amos de las
naciones, quitadle al oro su carácter representativo de todo mérito. Suprimid
la venalidad de las cargas! Que quien tenga oro pueda tener palacios,
jardines, cuadros, estatuas, vinos deliciosos, hermosas mujeres; pero que
no pueda pretender sin mérito desempeñar ninguna función honorable en el
Estado. Y así lograréis que haya ciudadanos ilustrados, súbditos
virtuosos. Habéis impuesto penas a los crímenes; imponed recompensas a la
virtud, y no temáis en la duración de vuestros imperios más que el lapso
temporal. El destino que rige el mundo quiere que todo pase. La condición
más feliz de un hombre, de un Estado, tiene un término. Todo lleva
en sí un germen secreto de destrucción. La agricultura, la bienhechora
agricultura, engendra el comercio, la industria y la riqueza. La riqueza
engendra la población. La extrema población divide las fortunas. Las
fortunas divididas restringen las ciencias y las artes a lo útil. Todo lo que
no es útil es desdeñado. El tiempo es demasiado valioso como para perderlo
en especulaciones ociosas. En todos aquellos lugares donde se vea un puñado de
tierra recogida en el valle y transportada en un cesto de mimbre hasta la
desnuda punta de una roca, y la esperanza de una espiga alimentada por la
colocación de una valla, seguro que no se ven grandes edificios, que habrá
pocas estatuas, pocos Orfeos y que se escucharán pocos poemas divinos... –¿Y
qué me importan a mí esos monumentos fastuosos? ¿En ellos reside la
felicidad? La virtud, la sabiduría, las costumbres y tradiciones, el amor
de los hijos por sus padres, el amor de los padres por sus hijos, la
ternura del soberano por sus súbditos, la de los súbditos por su soberano, las
buenas leyes, la buena educación, el bienestar general, eso, eso es lo que
yo ambiciono... –Enséñeme el país donde se goza de tales ventajas, y me iré,
aunque sea China... –Pues... –Ya veo. Astucia, mala fe, ninguna gran
virtud, ningún heroísmo, una multitud de pequeños vicios, hijos del
espíritu económico y de la vida contenciosa. Aquí, el ministerio ocupado
sin cesar en prevenir la perfidia de las estaciones; allá, el particular
intentándolo todo para llenar su granero de trigo. Ninguna quimera de pundonor,
confesemos que así están las cosas... –¿Dónde iré, pues? ¿Dónde encontraré un
estado de felicidad constante? Aquí un lujo enmascara la miseria; allá,
un lujo nacido de la abundancia no produce sino una dicha pasajera. ¿Dónde
he de nacer y dónde he de vivir? ¿Dónde está la morada que pueda
prometerme a mí y a mi posteridad una felicidad duradera?... –Vaya allí
donde los males han llegado al extremo, porque no puede irse sino a un
mejor orden de cosas. Espere a que las cosas vayan bien, y disfrute de ese
momento... –¿Y mi posteridad?... –Es usted un insensato. Quiere prever
demasiado el futuro. ¿Qué era usted para sus ancestros hace cuatro siglos?
Nada. Mire de la misma forma a los seres por venir, que están a idéntica
distancia de usted que usted de aquellos. Sea dichoso. Sus tataranietos serán
lo que el destino, que dispone de todo, quiera que sean. En todo imperio,
el Cielo promueve la existencia de un amo que gobierna, que enmienda y que
destruye. Luego llega un descendiente que lo releva o que lo derroca. Ese es el
decreto inmutable de la naturaleza. Sométase a él.
[1] Tomado de: Denis
Diderot: Sátira contra el lujo. En: Salón de 1767. Ed. A. Machado
libros; colec.: La Balsa de la Medusa. Madrid. 2003.
[2] Refiere a Jean Jacques
Rousseau y su concepción del buen salvaje de las tierras americanas.
[3] En el Suplemento al Viaje de Bougainville, Diderot compara a los jesuitas del
Paraguay,
que explotan a los indios, con los lacedemonios que explotaban a los ilotas.
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