Nuestra era de lo post
David De los Reyes
Nos encontramos a un impostergable paso de entrar en una nueva temporada en el infierno/paraíso de la ¿superada? modernidad. Siempre se ha observado a la naturaleza con ingenua mirada por una mayoría, otros como un espacio a explotar, por sólo decir dos. Pero todo a cambiado con el trazo profundo que ha venido dejando el paso de los dispositivos y conocimientos tecnológicos y científicos en torno a todo lo que nos rodea, incluyendo, sobre todo, a los cambios que ha operado tanto a nivel mental como físico de la especie ¿humana o posthumana?
Entramos en este redil de la era del prefijo post. Una partícula de nuestro lenguaje que surge del latín y que se incorporará cómodamente en la mente y en muchos de los discursos actuales para dilucidar el presente. “Post” viene a significar después de o lo que está más allá de, detrás de. Tal recurso lingüístico ha servido para construir palabras complejas, convirtiéndose en una de las más de moda en el ámbito intelectual como es el término de postmodernismo, y de ahí, la cola tras ella se ha ido ampliando.
Así que, en nuestro crítico presente, este prefijo latinoso se emplea en muchas referencias conceptuales. Dos de ellas, son postnaturaleza y postexperiencia. Conceptos que han hecho que les preste atención y darme tiempo para dedicarme a descifrar el territorio filológico que ocupan y sus bordes o límites.
Dando una primera mirada son nociones que vienen a describir y significar los cambios que han esculpido las acciones humanas al interactuar con el mundo que nos rodea.
Postnaturaleza está atada con naturaleza, pero se nos habla de una naturaleza que no es la de Leonardo Da Vinci, ni siquiera la del iluminado americano Simón Rodríguez, sino una que está más allá de las referidas, y en tantos textos de los siglos pasados. Antes la naturaleza se tomó como un referente para muchas normas que vendrían a dar sentido a la vida. En arte, v.gr., era vista como lo que se debía imitar, era la tan solicitada mímesis como uno de los cánones clásicos. La naturaleza fungió entonces como una pauta que se debía seguir para llegar a representar una idea de belleza cercana a lo sublime y al buen gusto. Seguir la simplicidad o lo elevado presente en la naturaleza en todo y reflejar su potencial simbólico ante el sujeto.
Rousseau habló en sus Discursos de la necesidad del regreso a la naturaleza para salvarse de la corrupción social a cambio de una vida comunal campesina, acompañada e influenciada con la mítica imagen indígena latinoamericana del buen salvaje, que luego se trasladaría a la gesta de los políticos revolucionarios como el buen revolucionario (término del intelectual venezolano Carlos Rangel) y su utopía comunista totalitaria. Como decían nuestros mayores, “todo tiempo pasado fue mejor”, que pudiéramos prodigar hoy como que toda naturaleza pasada fue mejor, si caemos en la nostalgia del buen esquizofrénico de Rousseau.
Así que pasamos de enfrentar y dominar a la naturaleza, como quería el buen juez inglés Francis Bacon, doblegarla hasta con el látigo y “violarla” si fuese necesario para someterla, y así se cumplió. Adentrándonos en la dimensión donde la naturaleza -sin prefijo- ha dejado de verse, en apariencia, como una fuerza dominante para la vida y la cultura humana gracias a la “virtud” utilitaria usufructuosa de la tecnología y de la ciencia positiva, sin muchos miramientos y límites éticos en su proceder. Ello ha creado un medio ambiente artificial, una red global estampada casi en la invisible realidad de las ondas hertzianas, en la atmósfera sobre el medio ambiente natural. Como notamos, en esta era de la postnaturaleza estamos casi obligados a tomar posición y aceptar, sí o sí, la afirmación de que la tecnología nos ha otorgado una voluntad de poder que supera los límites de la propia naturaleza en sí y de la existencia humana también. Al punto de próximamente prescindir, gracias a la inteligencia artificial o “posthumana”, de esa lenta y caprichosa especie: los humanos.
Hasta ahora ha funcionado la idea mítica que nos advirtió hace tiempo que podíamos ser dioses o parecidos a ellos. La especie humana se siente autónoma y poderosa del resto de los otros seres vivos que le acompañan en el planeta. El animal humano siente que ha llegado el momento tan buscado de ser un Prometeo Desencadenado por doquier, irónicamente conectado a su Smartphone en la mano y acompasado literalmente a su andar (internet de las cosas). La humanidad mantiene la fe en la tecnología y en la ciencia por el hecho que ya ha llegado a controlar y manejar una buena parcela de eso que llamábamos como naturaleza, ese sustrato de donde saldrían todos los materiales para los inventos, herramientas, y lo requerido para la vida, a todo nivel. Así se llega a proclamar, con un optimismo casi ciber-agustiniano, no en la vida bajo dirección de la ciudad de dios sobre la ciudad del hombre, sino siguiendo la religión cibertecnocientificista, a la vida en la ciudad de la ciencia (en lugar de la ciudad de dios), sobre la ciudad del hombre, sin control sobre los cauces y sus corrientes alternas surgidas en todos los espacios posibles.
El poder de la ciencia vendrá a reemplazar el poder de la naturaleza. Cerrando el círculo de tiza brechtiano en un espacio plenamente antropocéntrico, donde queda poco margen para aquello que no sea beneficio humano inmediato o ¿postmediato? La arrogancia, la vanidad, recordemos, era el castigo que infligía Zeus, a aquellos otros seres divinos o mortales quería destruir al sublevarse ante las fuerzas del destino y de la naturaleza. Puede que ese mito vuelva a hacerse realidad, pero ahora no al destino de un individuo, sino al destino del conjunto de la especie humana.
Desde siempre que los insumos y productos que nos puede proveer la naturaleza se han valorado como “manjar de los dioses”, se ha pensado, muy monoteístamente, que al ser creados a imagen y semejanza divina, la naturaleza estuvo ahí para ser totalmente sometida como sierva a este prohombre que raya, con sus pasos hacia una cercana semblanza con la divinidad. Los recursos están ahí para ser explotados por los hombres. Y así llegamos a la postnaturaleza como concepto, relativamente para bien o para mal desde la perspectiva que tengamos.
De igual forma, no podemos olvidar la otra voz que hicimos entrar en este reflexivo juego. El concepto de “postexperiencia” se contrapondrá al concepto de experiencia. Antes, recordemos, siempre se decía que la experiencia era la madre de la ciencia. ¿A cuál experiencia referíamos entonces? Al vocablo latín de “experientia”, que señalaba la condición de haber vivido o conocido de cerca, en carne propia o como testigo ocular, alguna prueba o ensayo, que ayudase a contrastar o formar nuestra visión de mundo por una determinada acción cognitiva/mental y física ante y sobre el mundo; esta acción constituyó un rito de paso de la niñez a la adultes de poseer un pensamiento propio. Experiencia es una palabra compuesta. El prefijo “ex” viene a decantar en separación del interior, en desprenderse de algo. Y la raíz “peri” nos lleva a intentar o arriesgarse en algo. El sufijo “entia” (ente), es la cualidad de un agente nominal para crear palabras que refieren a algo abstracto. De esto deducimos que tener una experiencia vendría a denotar una práctica humana cualitativa de intentar probar o conocer algo a partir de las cosas, de los fenómenos mediante los cuales confrontamos la vida, obteniendo un conocimiento adquirido y analizado. El resultado de este “rito” es un saber “empírico” o heurístico, que a partir de pruebas y ensayos, permite ajustar y subsanar ciertos errores de apreciación y sapiencia en muchos campos del hacer humano.
Pero ¿cómo llegamos a la “postexperiencia”? En cierta forma es un salto que nos lleva más allá de ese esfuerzo humano originado al experimentar directamente el mundo y sacar ciertas conclusiones a partir del uso de la deducción, la inducción, la razón y la imaginación. Quienes abanderan este nuevo concepto encuentran que la idea tradicional hasta hace poco sostenida sobre qué es la experiencia, no calza con las acciones en las que nos vemos envueltos en este mundo paralelo creado por el artificio (arte y oficio) humano. La interacción ya no se quiere sentir con sudor sino a través de la cómoda relación hombre, teclado, pantalla. En este “mediado” o “socializado” estadio del experimentar pasamos la mayor parte de nuestras vidas, y a través de la manipulación lúdica y con el mínimo gesto de un clic, en los nodos nerviosos de internet y sus bancos de datos y sus millones de contenidos.
Así en esta época de lo digital, nos encontramos con esa práctica que Alessandro Baricco en su texto The Game (Anagrama, 2019) ha considerado de estar todos experimentando una realidad, con dos corazones que laten a tiempos distintos: el mundo de las cosas y de lo de afuera que nos rodea, la de los entes, y el ultramundo, construido artificialmente, cifrado y encriptado por bits, pero más cercano, por su intensidad adictiva actual, a nuestra epidermis. La postexperiencia se concentra en traspasar, “dejar atrás”, lo llamado por real (antes por naturaleza o la realidad humana externa a nuestro cuerpo), y quedarse “arrellenado en la butaca” de las vivencias digitales. Esto constituye un enfrentamiento existencial que no podemos obviar, el navegar a través de una vida híbrida del homo numericus, que trata de equilibrar su permanencia de vida entre lo real mundano y lo digital ultramundano.
Esta definición se ha dado la tarea de desarrollar estrategias de la aplicación incesante de algoritmos para sortear todo escollo acerca de la libertad individual y social en nuestra cotidianidad. Para ello se ha desarrollado toda una peculiar episteme matemática sobre cómo reaccionamos emotiva, imaginaria y corporalmente ante esta nueva faceta de la aventura humana de circuitos nerviosos binarios. Creando un cerco de emociones y adicciones cuasi perpetuas, donde nuestros pasos son medidos y controlados perspicazmente casi a “velocidad luz”.
Ciertos seres pensantes observan este lúdico entorno acogedor por las nuevas y, porque no, ¿viejas? generaciones como una pérdida de conexión con la realidad, de un distanciamiento con el y lo otro, y una sobrevaloración de los dispositivos tecnológicos como dadores de condiciones de calidad de vida y que tenemos que poseer en sus batidas consumistas de nuevos y permanentes dispositivos necesarios para transitar por las calles virtuales y poder sobrevivir hoy. Llevando a concentrarnos en las próximas apps a consumir, o los emocionantes videojuegos que están planificando para nuestro enclaustramiento digital que constituye una latitud imaginaria cuasi infinita y eterna, sobrevolando en una permanente superficialidad, convencidos e indiferentes a los ideales de la modernidad que buscaban un mundo mejor.
El mundo no es mejor o peor ahora que antes, toda época tiene sus dificultades, sus aciertos y sus escollos, sólo que ahora se ha convertido, gracias a la creatividad casi infinita humana, algo mucho más peligroso, distante, inestable, para su existencia en conjunto. Carga energético-emocional que también debe incorporarse en nuestra dosis de ¿postvitalidad natural?
Postexperiencia y postnaturaleza son conceptos que refieren y connotan una existencia y realidad que tenemos que vivir con ambidiestra habilidad y doble corazón (el mundo y el ultramundo/multiveso), cuasi universal en el presente humano. Es parte de esa sociedad líquida pronosticada por Bauman, donde todo cambia y nada permanece, donde la obsolescencia es un principio constructivo de todo lo que se crea y produce, para renovar el “ideal” mítico del consumo infinito. Estos vocablos dan al traste con la forma en que ahora interactuamos conectados por los circuitos de silicio de las computadoras del ultramundo/metaverso, sin percatarnos de que la naturaleza, el mundo, está ahí (y en nosotros…), esperándonos para cumplir con el requerimiento humano de construir la experiencia del conocimiento y del saber moderno supuestamente superados.
Esto puede ser para algunos el umbral de un nuevo estadio ingenuo de la evolución humana, sin “rasguños” mayores a su condición y el mejoramiento de sus posibilidades en tanto individuos de masas. Pero lo que nos lleva a comprender que estamos entrando a una desconexión con la “dura” realidad del presente y esto no menos con aquello que observaba tan de cerca Da Vinci y que le cautivaba su plena atención, los fenómenos naturales y su representación pictórica para su mejor comprensión.
Como lo entrevió un gurú norteamericano del movimiento hippie de los años sesenta del pasado siglo, me refiero a Stewart Brand: “muchas personas intentan cambiar la naturaleza de la gente, pero es realmente una pérdida de tiempo. No puedes cambiar la naturaleza de la gente, lo que puedes hacer es cambiar los instrumentos que utilizan, cambiar las técnicas. Entonces cambiaras la civilización”.
DDLR2023/Guayaquil 04 de abril
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