PINTAR
ES AMAR DE NUEVO
Henry Miller
Traducción de Carlos Manzano
Ed. A dos velas, Barcelona, 2017.
¿Cómo, dónde y cuándo empezó todo esto? Es una
cuestión que me hago a menudo. ¿Fue, como me gusta
pensar a veces, la noche en que casi me caí frente a
las estampas de Turner, en la ventana de unos grandes
almacenes de Brooklyn…? ¿O bien mucho antes, y
tuvo un nacimiento mucho más misterioso? Pudo ser
en casa de John Imhof, en Glendale (Long Island),
donde pasé unas felices vacaciones en compañía de
sus hijos, Joey y Tony. John Imhof fue el primer pintor
de carne y hueso que conocí. Era un emigrado de
origen alemán que elaboraba vitrinas para las iglesias
de alrededores y que, de noche, a la luz de una pequeña
lámpara, pintaba acuarelas que luego regalaba
a sus amigos. Yo poseía entonces una de sus primeras
acuarelas, se la ofreció a mis padres cuando yo tenía
ocho años. Y, cada vez que la veo, todavía me sorprende
que la mano de un hombre sea capaz de tales maravillas.
Tenía que estar hecha con una lupa, y un pincel
finísimo.
Pero el verdadero impulso tal vez se dio en el colegio,
durante las clases de dibujo. Mi incapacidad era
tan flagrante que que se me aseguró muy rápido que
no pasaba nada si no asistía a las clases. Por aquel
entonces
—y no creo que la tradición haya cambiado mucho—
nos dieron moldes de yeso para copiar, la mayoría
griegos antiguos con las cuencas de los ojos
vacías y vestales sin cabeza, envueltas en grandes
vestidos.
O naturalezas muertas: unos vasos con o sin
flores. Yo pensaba que nada podía ser menos propicio
a la inspiración, y no he cambiado de opinión
desde entonces. Era incapaz de dibujar un vaso, y
todavía más incapaz de dibujar una hoja o una flor.
En cuanto a la mesa que servía de soporte al vaso…
ni siquiera un equilibrista profesional hubiera podido
mantenerse sobre esas mesas que dibujaba. Había
que rendirse ante la evidencia: ni mi propios profesores
esperaban nada de mí. Yo era, si puede decirse
así, una especie de paria de la estética. Y, para decirlo
todo, detestaba con todo mi corazón a la siniestra
bruja que nos tiranizaba, una vieja desechada y seca
que solo hablaba de planos, sombras, perspectiva y
otras estupideces.
Pienso sin embargo que esa experiencia, con el
sentimiento de fracaso e inadaptación que la acompañaron,
fueron sin duda muy útiles. A veces el fracaso
es mejor garantía que el éxito, y con frecuencia
un retraso beneficia más que un progreso. Rara vez
somos conscientes de hasta qué punto lo negativo
propicia lo positivo, cómo el mal acaba engendrando
el bien.
Posteriormente vino el periodo del que he hablado
a veces en mis escritos, ese periodo en el que cada día
iba a pie desde la estación de metro de la calle Delancey
hasta la Quinta Avenida y la calle 31, donde mi
padre había abierto una pequeña sastrería. (Si cada día
hacía el camino a pie no era tanto por mantenerme en
buena forma física —yo era entonces un apasionado
de la cultura física de la época— como para olvidar mi
triste condición de aprendiz de sastre.)
Entre la calle 27 o la 28 y la Quinta Avenida había
una tienda de arte. Siempre que pasaba me detenía a
observar las reproducciones de la vitrina.
Un día mi entusiasmo se dirigía hacia Cimabue,
al día siguiente a Giotto o Ucello;
y cada semana me parecía haber
descubierto un nuevo ídolo al que adorar: eran sobre
todo japoneses (Hokusai, Utamaro, Hiroshige),
pero también Renoir, Whistler, Monet, Van Gogh,
Boticelli, Marc Chagall, Holbein, Utrillo, León Bakst,
Memling, Seurat, Modigliani, Rousseau, Breughel,
Bosh, Van Eyck, Paul Klee, Kandisky, y muchos otros,
hasta el infinito. De tanto en tanto, compraba una
reproducción y me aferraba a ella, pensando que era
la mejor manera de destruir un ídolo. Escribía largas
cartas a mis amigos y compartía a los nuevos genios
en todos las artes que había ido descubriendo.
Por aquel entonces, tenía la pasión de escribir, y mis
panegíricos no se limitaban a los pintores, escritores
y músicos. Los hacía también de luchadores, boxeadores,
corredores de Seis Días e incluso de agitadores
políticos como Emma Goldmann, Elizabeth Gurley
Flynn, Jim Larkin, Giovanitti o Carlo
Tresca.
Un poco más tarde, coincidí con un viejo compañero
de la escuela, el chico que cada año dibujaba,
con tizas de colores, a Papá Noel y a sus renos
en la pizarra, al llegar la Navidad. Se llamaba Emile
Schnellock. Desde el día del aquel reencuentro fruto
del azar, en la esquina de una calle, nos hicimos
inseparables. A él le debo que sea ahora un apasionado
amateur del arte. Como buen discípulo,
siempre estaba dispuesto a sentarme a sus pies
y oírle discurrir sobre «los maestros». ¡Qué talento
tenía! Así, mucho antes de que tuviera el
sueño de manejar un pincel de verdad, nos entreteníamos
hablando de pintores y de pintura, buscábamos
libros de arte que cuidábamos como tesoros,
visitábamos museos y galerías: un mismo
entusiasmo nos animaba y embriagaba. A menudo
pasamos las noches absorbidos en la contemplación
de obras admiradas y veneradas en común. Este
largo paréntesis de adoración fue nuestra edad de
oro. Yo me veo, por así decirlo, frente al vestíbulo
del arte, con el sombrero en la mano.
Pero ni siquiera se me ocurrió probar a pintar o
dibujar. Para mí, era un dominio reservado a los genios
como mi amigo Emile, al que la naturaleza había
hecho para eso. Yo no era más que un escritor, y ni
siquiera estaba seguro de mi vocación. Estaba convencido
de que nunca sería capaz de dibujar algo tan
simple como un rectángulo.
Fue más o menos por esta época que mi esposa, que
se ganaba la vida en París, me trajo un ejemplar de un
extraordinario álbum de George Grosz: Ecce Homo.
Fue una revelación. Una brutalidad sin freno, una desesperación sublime,
una sinceridad tan desnuda e implacable como nunca había visto.
Grosz debía estar loco, pero su locura lindaba con la genialidad.
Una especie de Goya, más feroz de lo que nunca Goya se hubiera atrevido.
¡Y qué uso magistral y violento hacía de la acuarela!
Una noche. Estoy detenido frente a la vitrina de los
grandes almacenes donde las reproducciones de Turner
son iluminadas desde arriba por una luz dulce. Mi
amigo O’Regan está a mi lado. Me reconforta y da
seguridad.
Venimos de caminar durante horas buscando
una cara amable… o, por decirlo de otro modo, buscando
una comida gratuita. Mala suerte. Volvimos a
casa con más hambre de la que teníamos al salir. ¡Y
de repente, caemos frente a Turner! Yo había contemplado
esas acuarelas a menudo, hechizado siempre
por su encanto, pero nunca la había visto bajo su
verdadera luz. Parecían dirigirse a nosotros y decirnos:
«¡Adelante, también vosotros podéis poneros a pintar!
» Evidentemente, no estábamos lo suficiente locos
como para pensar que podríamos hacer un Turner de
buenas a primeras. Pero estábamos persuadidos de que
con un pincel y una paleta podríamos llegar a hacer
algún buen cuadro. ¿Porqué? ¿Era porque estábamos
tan hambrientos, porque nos sentíamos abandonados,
perdidos en el mundo?
Al día siguiente, encontramos por fin algo que
comer, y con las monedas que habíamos conseguido
fuimos corriendo a la búsqueda de una caja de
calidad. Esa misma noche me senté y me puse a
copiar el autorretrato de Grosz que adornaba la cubierta
de Ecce
Homo. Para mi inmensa
sorpresa, no
estaba del todo mal. Me sentía confundido. Envalentonado
por el súbito éxito, dibujé una silla, una
tetera, luego una cómoda. Y lo más extraño es que
mis dibujos se parecían a una silla, a una cacerola, a
lo que yo quisiera. Eran «reconocibles».
Pensé de repente en las clases de dibujo de la escuela,
y recordé a aquella viejecita seca que me había
dado por inútil. Bendiciendo su nombre, yo murmuré:
«Excelente. Excelente por la salud de vuestra alma,
vieja engreída. No sabes el favor que me has hecho,
¿eh?» Quise decirle que si no hubiera escuchado mi
amor propio hoy me encontraría pintando bananas y
piñas para el Almanaque de la Mujer.
La honestidad me obliga a decir que yo nunca he
aprendido a dibujar. El poco talento que tengo, un
talento
casi inexistente, sustituye a la técnica. He intentado
dibujar mejor, pero no sé si he aprendido mucho.
Lo que cuenta en el dibujo es el dibujo mismo, es
decir, si está mejor o peor hecho, acabado o dejado a
medias. Dicho de otro modo, lo que cuenta es el esfuerzo.
Aquellos que quieren unos caballos perfectos,
unos desnudos perfectos, una arquitectura perfecta,
adonde tendrían que dirigirse es a una fábrica. Estas
rúbricas cuentan con los mejores especialistas:
especialistas
en caballos, en manzanas, en vacas y ovejas,
en paisajes de nieve y montañas, en odaliscas, en escenas
de batalla, en barcos de vela, en naturalezas muertas,
en tormentas, en claros y oscuros simplemente
y en todo lo que
queráis. Casi ninguno de los pintores
que he conocido ha estado dotado de una habilidad
particular para representar un objeto preciso, por lo
que al final he llegado a concebir esa habilidad como
una debilidad, un peligro. Creo que hay que desaprender
lo que se sabe o se cree saber. (Recuerdo muy bien
mi llegada a casa de mis padres, al principio, cuando
tenía ganas de dibujar todo lo que veía —era para mí
un gran esfuerzo ir a verles—: llegué con mi cuaderno
de bocetos, mis lápices, mi carboncillo, una pluma
y tinta china, y les hice posar para hacerles unos
retratos.
Cuando me di cuenta de que, si me aplicaba,
los dibujos podían ser bastante reconocibles, me dije:
«¿Para qué continuar? Cualquier imbécil puede hacer
lo mismo. ¡Haz algo que no sepas!»)
¿Qué tiene de intrigante una mancha sobre la sala
de baño si, mientras vacías los intestinos, puede tomar
cientos de formas, de rostros, de siluetas? A menudo me
encontraba de rodillas, tratando de estudiar una mancha
en el suelo, para detectar todo lo que está oculto a
primera vista. No hay duda que el pintor que estudia
la cara del modelo que va a pintar, debe sorprenderse
por las cosas que reconoce de repente en la cara familiar
que tiene delante. Observando muy atentamente
un ojo, labios o una oreja —¡sobre todo una oreja,
ese extraño apéndice de la cara!— uno se queda
estupefacto
de las metamorfosis que puede sufrir la cara
de un hombre. ¿Qué es entonces una oreja o un ojo?
Una obra de anatomía os dará una definición y muchos
detalles, pero hacen falta conocimientos de otro
orden para mirar un ojo o una oreja con el fin de darle su forma,
su textura y su color. Bruscamente, he aquí que estáis viendo
y ya no tenéis delante un ojo o una oreja, sino
un pequeño universo compuesto de elementos extraordinarios
que no tienen nada que ver con la vista o el oído, nada
en común con la carne, el hueso, el músculo o el
cartílago. Esta es una primera manera de ver. Hay otra que
consiste en cerrar los ojos e imaginar un caballo que rasca
el suelo o un elefante sentado sobre sus patas traseras.
Para representar a un animal así, no es suficiente
imaginarlo en la mente, sino que además hace falta tocarlo,
pasar las manos sobre sus flancos, reaccionar al contacto
de su piel satinada o escamosa, incluso imaginar su
enorme peso, vibrar cuando un escalofrío nervioso
recorre sus tendones,
sentir el calor o la frescura de su carne.
Encuentro a todos los animales difíciles a hacer, incluso
a esos pájaros que sobrevuelan los cielos y que
podrían representarse con un simple golpe de pincel.
Evito pues a los animales tanto como es posible. Si
me veo obligado a dibujar un caballo, garabateo algo
con aire caballuno y prosigo con la mejor de las
intenciones.
Pero el resultado es a menudo ridículo: ¡parecen
dos hombres encerrados en un saco!
Pero ¿por qué solo hablo de animales? Todo lo
que quiero reproducir me supone un esfuerzo, incluso
las casas. He observado muy a menudo las casas
—tengo un interés natural por la arquitectura—;
cuando se trata de ponerlas sobre papel, me quedo
desconcertado. Primero, los tejados me salen siempre
torcidos, y cuando intento ponerlos en perspectiva no
lo consigo. En general, me contento con un
compromiso: dispongo las casas de lado. ¿Tiene esto alguna
importancia? Quizá para algunos curiosos: pueden darme
la espalda y mirarme con desprecio. Pero no la tiene
para los pintores. Los pintores parecen intrigados por
los pequeños trucos que me permiten esquivar
las dificultades. A veces, algunos me dicen: «Me gustaría
tener el coraje de hacer esto», ¡como si me hubiera
hecho falta coraje a mí! Cuando explico que
es por pura ignorancia que he hecho las casas
de esta manera, generalmente me responden:
«No pasa nada, seguro que se lo ha pasado usted
muy bien. Y además, es igualmente un cuadro, ¿no?»
Entonces, qué es un cuadro? Visiblemente, hay
tantas definiciones como gente para mirarlos. Sucede
igual con un libro, una escultura o un poema. Hay cuadros
que te hablan, y otros que no te dicen nada. (Mirad
solamente el gentío al que le ha gustado Mañana
de septiembre o La madre de Whistler.) Algunos
cuadros os guiñan el ojo; entráis y os convertís en su
prisionero. Algunos los miráis de prisa, como si
tuvierais
patines bajo los pies. Otros os hacen salir por
la puerta de servicio. Pero hay algunos que os aplastan
y os cortan el aliento durante días y semanas; todavía
pueden transportaros al séptimo cielo, haceros
llorar de alegría o hundiros en la desesperación. Lo
que os pasa cuando miráis un cuadro puede revelarse
de forma muy diferente a las intenciones del artista.
Millones de personas han visto La Gioconda maravillados,
boquiabiertos y con los ojos desorbitados.
Pero ¿quién pues decir lo que Leonardo da Vinci
tenía en su cabeza cuando la compuso?
Si levantara la cabeza y la mirara con sus propios ojos, dudo mucho
que pudiera decir con precisión lo que le hizo
presentar a la Mona Lisa bajo esta forma inmortal.
Hay veces, cuando termino una acuarela que
comencé de una manera muy diferente a como
quedó al final, que me pregunto si también esto
les pasa a los verdaderos artistas. Y he descubierto
que, evidentemente, no tiene nada de excepcional.
Ni siquiera para un Picasso. ¿Entonces?
Reflexionemos un poco… Esta metamorfosis no
intencionada de un sujeto es radicalmente diferente
a una experiencia común: esa que consiste en visitar
a un amigo para discutir de Bergson o de Einstein, y
que termina en una agradable visita a un burdel.
Encuentro que tanto los pintores como los escritores
se aferran a sus armas y siguen el rastro como
los buenos sabuesos, y que se mueven como un pájaro
de presa sobre una cornisa imaginaria, listos
para saltar hacia el feliz incidente que les llevará
a un puerto desconocido en el que nunca habían
soñado. Y en la medida en que cada uno sigue la
pendiente de su naturaleza, habla una lengua diferente
a los otros. A fin de cuentas, sea cual sea el lenguaje
utilizado el resultado es el mismo: un cuadro.
Serán los marchantes de arte y los críticos los que
nos enseñarán a clasificar las obras por categorías,
incluso aquellas que por su naturaleza se escapan
a cualquier tipología. Una constatación asombrosa
es que aquellos que con frecuencia han sido más
ridiculizados (sobre todo entre sus colegas) han acabado
convirtiéndose en los más significativos de su época.
En general, han sido las cabezas de turco de las
academias, de aquellos que no aprenderán nunca
nada, que no saben reconocer ni
estimular ningún talento.
Pintar es volver a amar. Para ver como el pintor ve
es necesario mirar con los ojos del amor. Un amor sin
nada de posesivo: el pintor está obligado a compartir
aquello que ve. La mayoría de las veces, nos hacen
ver y sentir lo que ignoramos o, por contra, aquello
a lo que somos inmunes. Su manera de acercarnos
al mundo en el que vivimos nos confirma que nada
es del todo vil u horrible, banal o indigesto excepto
nuestra propia energía de visión. Ver no es solamente
mirar; es necesario observar con amplitud, penetrar
con la mirada. O, como John Marin me dijo un día:
«El arte debe mostrar lo que pasa en el mundo».
Soy consciente claramente de la transformación
que se produce en mí cuando me lanzo a ver el mundo
con los ojos de un pintor. Las cosas más familiares,
los objetos con los que he trasegado toda mi vida
devienen una fuente de admiración infinita que me
conmueve por completo. Una tetera, un viejo martillo,
una taza desportillada, cualquier objeto que descubro
en mi mano lo miro como por primera vez. Y
así es, por supuesto. ¿No vivimos todos un poco sordos,
un poco ciegos, privados de los sentidos? Ahora,
estudiando la apariencia de un objeto, su textura, su
manera de hablar, entro de lleno en su vida, en su
historia, en todas las revelaciones que ha de hacerme
todavía. Advierto que los objetos son como
las personas: algunos hacen buena compañía,
otros simplemente rodean. Algunos se muestran
felices y elocuentes cuando entran en contacto
con otro. Yo no había concedido gran valor
a la composición, aunque obviamente era
por negligencia. ¿Los objetos que amaba se veían bien
juntos? Yo les hacía preguntas.
¿Estaban felices en el arreglo voluntario o accidental
en que se encontraban? ¿Alguna vez alguien ha notado
que los guijarros recogidos de una playa se reconocen
cuando las tenemos en nuestras manos y las acariciamos?
¿Acaso no adquieren una nueva expresión?
Una vieja tetera que uno frota con un gesto tierno.
Incluso un hacha: bien cuidada, todavía puede servir
a su amo con amor.
Siempre he amado y reverenciado los objetos viejos,
los usados, los marcados por el paso del tiempo y los
acontecimientos humanos. No me considero muy diferente:
una cosa que ha servido, que ha hecho muchos
viajes, al que el uso y el abuso han desgastado
y pulido. Debería poder decir: una cosa al que han
hecho buen uso. Una cosa sólida, cuando pienso en
los maestros que he tenido, en las experiencias y en
los encuentros infelices, gloriosos o accidentales. Esto
explica porqué todas los retratos que comienzo a pintar
acaban siendo en cierto modo autorretratos. Incluso
cuando se trata de una chica, incluso cuando el
modelo no se parece para nada a mí. Me conozco bien,
conozco mi rostro y todos sus cambios, mi expresión,
mi aire de hombre de la Edad de Piedra, un aire que
ya nada borrará. Esto es lo que me llega a interesarme,
y no el parecido. Soy una criatura que ha servido,
una criatura usada, un objeto que ama ser
acariciado manoseado, frotado, que ama
que lo metan en un bolsillo tanto como
tomar el sol. Una cosa que se puede utilizar o no,
a voluntad.
Es curioso que durante esos años (a finales de los
años veinte), cuando estaba listo para devorar de un
bocado todo lo concerniente al arte, fue cuando mi
amigo Emile me habló de su admiración por hombres
como Robert Henri, Georges Luks, John Sloan, que
conocía y trabajaban con él, y sobre todo es extraño
que no tuviera yo algún pintor de talento entre mis
amigos. Boardman Robinson fue un cliente de mi padre
que tenía un aire muy de artista, pero nunca tuve
la audacia de mencionar la simple palabra «arte» en su
presencia. Estaba también Hans Stegel, que frecuentaba
el bar que abrí durante un tiempo con mi mujer en
el Village, pero también perdí la ocasión por timidez.
De todos modos, apenas hubo tiempo de nada porque
un día nos enteramos de su suicido. La única excepción
fue Frank Harris, otro cliente de mi padre; pero
con él no hablé nunca, solo escuchaba.
Hablaba maravillosamente bien, y
siempre de los mismos temas: Jesús, Shakespeare y Oscar Wilde.
Creo que para mí fue una ventaja no tener a nadie
a quien confiarme. Como amigos, tenía a los
grandes pintores, y todos habían pasado ya a mejor
vida. Me relacionaba con ellos como Balzac con los
marcos brillantes que ornamentaban los muros de su
casa de Passy, cuando todo lo que tenía eran deudas
y una imaginación desbordante. Vivía con las obras
de Klee, Marc Chagall, Rouault, Vlaminck, y a menudo
me preguntaba qué tipo de amigos eran estos.
(Tuve la ocasión de visitar a Vlaminck en su mansión
en Normandía, poco antes de su muerte. Fue
una experiencia inolvidable, pero llegó con veinte
años de retraso.) En París, pude conocer a un gran
número de artistas: a Marcel Duchamp (el hombre
más refinado del mundo), el escultor Zadkine, Kokoschka,
Max Ernst, Soutine, Tinanyi, Gregory Michonze,
Ephraim Doner, Hilaire Hiler, Abraham
Rattner, Hans Reichel, Benno «el salvaje de Borneo»
y demás. Cuando volví a Estados Unidos, me hice amigo
de Man Ray, Beniamino Bufano, Beauford Delaneay,
Jean Varda, Fernand Léger, Bezalel Schatz y también
de un célebre cirujano de Nueva Orleans, el adorable
doctor Souchon, que comenzaba a pintar a sus
setenta años. Debería hablar aquí de otro hombre
que comenzaba también a pintar tardíamente: Meyer
Hiler, el padre de Hilairie. Todo lo que hacía Meyer
Hiler me transportaba. Era lo que se dice un pintor
naïf, y trabajaba discretamente, con simplicidad,
con amor, poniendo toda su atención para no
olvidarse de nada, pintando incluso en los ladrillos,
en las hojas, en los radios de las ruedas. A mis ojos,
todos sus cuadros eran piedras preciosas, pequeños
chefs-d’ouvre: no diría tanto de algunos de los
grandes
pintores.
Sobre las influencias que recibí, la de los maestros
japoneses fue sin duda la más profunda. Fueron los
primeros artistas cuyas obras colgué en las paredes de
mi casa, y algo me dice que serán también los últimos.
«Influencia» es una palabra quizá demasiado grande
para lo que quiero decir, pues mis acuarelas no tie-
nen nada de su habilidad, su minuciosidad, tampoco
trato los mismos temas. Quería decir sencillamente y
con toda humildad que han sido mis primeros ídolos
y también los más perdurables. En mi opinión, son
ellos los que deberían ser considerados «los pintores
de la realidad». Los grandes pintores de «ese mundo
en suspenso», pero también de todos los mundos que
se unen para formar el nuestro.
Una cosa que nadie me ha enseñado, y que me da
vergüenza reconocer, es la disciplina. Por una razón
que no me explico, nunca pensé que debía consagrarle
a la pintura el tiempo que realmente exige. Prefería
hablar de ella que pintar. Apenas me atrevo a darme el
título de amateur. Sin embargo, es verdad que pinto,
y de tanto en tanto hago algo que puede llamarse un
cuadro.
La explicación a esta actitud ambivalente se encuentra
quizá en el hecho de que me pongo a pintar cuando
soy incapaz de escribir. La pintura me refresca y
regenera; me permite olvidar que momentáneamente
soy incapaz de ilar una frase. Pinto mientras el depósito
se está llenando. Pero no siempre sucede así. En
ocasiones
pinto tras mi ración cotidiana de escritura, lo
que significa que he escrito bien, con desenvoltura, y
que aún me queda algo de energía para gastar. En esos
momentos doy unos golpes de pincel, y me detengo al
cabo de algunos minutos, a veces incluso estoy más de
una hora. En general, la iluminación es mala, tengo
la mesa llena de cosas, me servirán la comida de un
instante a otro, todo va en mi contra. Entre la prisa y
el nerviosismo, soy capaz de crear dos o tres horrores;
una vez terminada la cena, aún puedo volver a la pintura
y terminar alguna obrita, según si la iluminación
es buena o mala. Mis éxitos se me suben tanto a la
cabeza que estoy a veces a punto de dejar de escribir
para consagrarme de lleno a la pintura. Pero tarde
o temprano, la necesidad de escribir me lleva
irresistiblemente a mi despacho. Comienza entonces un
periodo muy interesante, en el que aprovecho todas
las ocasiones para dedicarme a mis pinturas. Escondo
furtivamente mi máquina de escribir, me deslizo
sobre mis cuadros y los contemplo con estupefacción.
(¿Soy yo quién ha hecho eso…? ¿Y eso? Pero, ¿cómo?)
Cuando estoy en ese estado, prefiero mirar mis pobres
y pequeñas obras que un Picasso, un Vermeer o incluso
un Hokusai.
Las únicas obras que me gustaría colgar en las
paredes son las de los niños. Para mí, los dibujos de
los niños están al nivel (un poco por encima, hay
que decirlo) de los grandes maestros. ¡Con qué frecuencia
he intentado imitar el trabajo de los niños!
¡Con qué frecuencia, al sentarme a pintar, me digo:
ahora pintaré como un pequeño muchacho mexicano…
o una pequeña china! Pero nunca lo consigo.
Varios amigos me han visto caer en la desesperación,
y en medio de una crisis exclamar: «¡Qué alegres
colores han puesto aquí! ¡Qué libertad! ¡Cómo
deben haberse divertido!» Esos dibujos no reflejan
sino la simple alegría de unos pequeños muchachos
que difrutan descubriendo sus propias posibilidades
de expresión. Los niños están tan cautivados y
absorbidos por lo que hacen que no tienen concien-
cia de ninguna emoción marginal. Más allá de si su
intención ha sido reflejar el miedo, el horror o la
angustia,
el efecto que producen siempre es el mismo:
alegría. La obra de un niño nunca deja de provocarnos,
nos llama, porque en ella hay tal honestidad y
sinceridad que nos penetra y nos impregna con ese
halo mágico del acercamiento directo y espontáneo.
Hay muchas creaciones inspiradas por la mano de
un niño, obras hábiles y llenas de maestría como las
de Paul Klee, que tuvo la facultad rara de llevarnos
tanto al mundo de un niño como al de un poeta, un
matemático, un alquimista o un visionario. Delante
de las pinturas de Paul Klee, tenemos el privilegio de
asistir al milagro del pedagogo que mata al pedagogo.
Klee había aprendido, pero aparentemente tan solo
era para olvidar mejor. Era un nómada visitado por la
lucidez y dotado por la naturaleza de los pálpitos más
sensibles. Por las fotos que he visto de él, sus ojos
eran
redondos, llenos de vida, delicuescentes, como los de
un gurú. Tenía la expresión inmóvil y por tanto viva
de un par de ojos que se fijan en un espejo. Incluso
cuando estaban cerrados (desgraciadamente ahora lo
están para siempre) debían tener en consideración el
mundo, y los mundos más allá de nuestro mundo.
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