martes, 1 de agosto de 2023

 

PINTAR

ES AMAR DE NUEVO 

Henry Miller

Traducción de Carlos Manzano

 Ed. A dos velas, Barcelona, 2017.

 


 

¿Cómo, dónde y cuándo empezó todo esto? Es una

cuestión que me hago a menudo. ¿Fue, como me gusta

pensar a veces, la noche en que casi me caí frente a

las estampas de Turner, en la ventana de unos grandes

almacenes de Brooklyn…? ¿O bien mucho antes, y

tuvo un nacimiento mucho más misterioso? Pudo ser

en casa de John Imhof, en Glendale (Long Island),

donde pasé unas felices vacaciones en compañía de

sus hijos, Joey y Tony. John Imhof fue el primer pintor

de carne y hueso que conocí. Era un emigrado de

origen alemán que elaboraba vitrinas para las iglesias

de alrededores y que, de noche, a la luz de una pequeña

lámpara, pintaba acuarelas que luego regalaba

a sus amigos. Yo poseía entonces una de sus primeras

acuarelas, se la ofreció a mis padres cuando yo tenía

ocho años. Y, cada vez que la veo, todavía me sorprende

que la mano de un hombre sea capaz de tales maravillas.

Tenía que estar hecha con una lupa, y un pincel

finísimo.

Pero el verdadero impulso tal vez se dio en el colegio,

durante las clases de dibujo. Mi incapacidad era

tan flagrante que que se me aseguró muy rápido que

no pasaba nada si no asistía a las clases. Por aquel entonces

—y no creo que la tradición haya cambiado mucho—

nos dieron moldes de yeso para copiar, la mayoría

griegos antiguos con las cuencas de los ojos

vacías y vestales sin cabeza, envueltas en grandes vestidos.

O naturalezas muertas: unos vasos con o sin

flores. Yo pensaba que nada podía ser menos propicio

a la inspiración, y no he cambiado de opinión

desde entonces. Era incapaz de dibujar un vaso, y

todavía más incapaz de dibujar una hoja o una flor.

En cuanto a la mesa que servía de soporte al vaso…

ni siquiera un equilibrista profesional hubiera podido

mantenerse sobre esas mesas que dibujaba. Había

que rendirse ante la evidencia: ni mi propios profesores

esperaban nada de mí. Yo era, si puede decirse

así, una especie de paria de la estética. Y, para decirlo

todo, detestaba con todo mi corazón a la siniestra

bruja que nos tiranizaba, una vieja desechada y seca

que solo hablaba de planos, sombras, perspectiva y

otras estupideces.

Pienso sin embargo que esa experiencia, con el

sentimiento de fracaso e inadaptación que la acompañaron,

fueron sin duda muy útiles. A veces el fracaso

es mejor garantía que el éxito, y con frecuencia

un retraso beneficia más que un progreso. Rara vez

somos conscientes de hasta qué punto lo negativo

propicia lo positivo, cómo el mal acaba engendrando

el bien.

Posteriormente vino el periodo del que he hablado

a veces en mis escritos, ese periodo en el que cada día

iba a pie desde la estación de metro de la calle Delancey

hasta la Quinta Avenida y la calle 31, donde mi

padre había abierto una pequeña sastrería. (Si cada día

hacía el camino a pie no era tanto por mantenerme en

buena forma física —yo era entonces un apasionado

de la cultura física de la época— como para olvidar mi

triste condición de aprendiz de sastre.)

Entre la calle 27 o la 28 y la Quinta Avenida había

una tienda de arte. Siempre que pasaba me detenía a

observar las reproducciones de la vitrina.

Un día mi entusiasmo se dirigía hacia Cimabue,

al día siguiente a Giotto o Ucello;

y cada semana me parecía haber

descubierto un nuevo ídolo al que adorar: eran sobre

todo japoneses (Hokusai, Utamaro, Hiroshige),

pero también Renoir, Whistler, Monet, Van Gogh,

Boticelli, Marc Chagall, Holbein, Utrillo, León Bakst,

Memling, Seurat, Modigliani, Rousseau, Breughel,

Bosh, Van Eyck, Paul Klee, Kandisky, y muchos otros,

hasta el infinito. De tanto en tanto, compraba una 

reproducción y me aferraba a ella, pensando que era

la mejor manera de destruir un ídolo. Escribía largas

cartas a mis amigos y compartía a los nuevos genios

en todos las artes que había ido descubriendo.

Por aquel entonces, tenía la pasión de escribir, y mis

panegíricos no se limitaban a los pintores, escritores

y músicos. Los hacía también de luchadores, boxeadores,

corredores de Seis Días e incluso de agitadores

políticos como Emma Goldmann, Elizabeth Gurley

Flynn, Jim Larkin, Giovanitti o Carlo Tresca.

Un poco más tarde, coincidí con un viejo compañero

de la escuela, el chico que cada año dibujaba,

con tizas de colores, a Papá Noel y a sus renos

en la pizarra, al llegar la Navidad. Se llamaba Emile

Schnellock. Desde el día del aquel reencuentro fruto

del azar, en la esquina de una calle, nos hicimos

inseparables. A él le debo que sea ahora un apasionado

amateur del arte. Como buen discípulo,

siempre estaba dispuesto a sentarme a sus pies

y oírle discurrir sobre «los maestros». ¡Qué talento

tenía! Así, mucho antes de que tuviera el

sueño de manejar un pincel de verdad, nos entreteníamos

hablando de pintores y de pintura, buscábamos

libros de arte que cuidábamos como tesoros,

visitábamos museos y galerías: un mismo

entusiasmo nos animaba y embriagaba. A menudo

pasamos las noches absorbidos en la contemplación

de obras admiradas y veneradas en común. Este

largo paréntesis de adoración fue nuestra edad de

oro. Yo me veo, por así decirlo, frente al vestíbulo

del arte, con el sombrero en la mano.

Pero ni siquiera se me ocurrió probar a pintar o

dibujar. Para mí, era un dominio reservado a los genios

como mi amigo Emile, al que la naturaleza había

hecho para eso. Yo no era más que un escritor, y ni

siquiera estaba seguro de mi vocación. Estaba convencido

de que nunca sería capaz de dibujar algo tan

simple como un rectángulo.

Fue más o menos por esta época que mi esposa, que

se ganaba la vida en París, me trajo un ejemplar de un

extraordinario álbum de George Grosz: Ecce Homo.  

Fue una revelación. Una brutalidad sin freno, una desesperación sublime, 

una sinceridad tan desnuda e implacable como nunca había visto. 

Grosz debía estar loco, pero su locura lindaba con la genialidad. 

Una especie de Goya, más feroz de lo que nunca Goya se hubiera atrevido. 

¡Y qué uso magistral y violento hacía de la acuarela!

Una noche. Estoy detenido frente a la vitrina de los

grandes almacenes donde las reproducciones de Turner

son iluminadas desde arriba por una luz dulce. Mi

amigo O’Regan está a mi lado. Me reconforta y da seguridad.

Venimos de caminar durante horas buscando

una cara amable… o, por decirlo de otro modo, buscando

una comida gratuita. Mala suerte. Volvimos a

casa con más hambre de la que teníamos al salir. ¡Y

de repente, caemos frente a Turner! Yo había contemplado

esas acuarelas a menudo, hechizado siempre

por su encanto, pero nunca la había visto bajo su

verdadera luz. Parecían dirigirse a nosotros y decirnos:

«¡Adelante, también vosotros podéis poneros a pintar!

» Evidentemente, no estábamos lo suficiente locos

como para pensar que podríamos hacer un Turner de

buenas a primeras. Pero estábamos persuadidos de que

con un pincel y una paleta podríamos llegar a hacer

algún buen cuadro. ¿Porqué? ¿Era porque estábamos

tan hambrientos, porque nos sentíamos abandonados,

perdidos en el mundo?

Al día siguiente, encontramos por fin algo que

comer, y con las monedas que habíamos conseguido

fuimos corriendo a la búsqueda de una caja de

calidad. Esa misma noche me senté y me puse a

copiar el autorretrato de Grosz que adornaba la cubierta

de Ecce Homo. Para mi inmensa sorpresa, no

estaba del todo mal. Me sentía confundido. Envalentonado

por el súbito éxito, dibujé una silla, una

tetera, luego una cómoda. Y lo más extraño es que

mis dibujos se parecían a una silla, a una cacerola, a

lo que yo quisiera. Eran «reconocibles».

Pensé de repente en las clases de dibujo de la escuela,

y recordé a aquella viejecita seca que me había

dado por inútil. Bendiciendo su nombre, yo murmuré:

«Excelente. Excelente por la salud de vuestra alma,

vieja engreída. No sabes el favor que me has hecho,

¿eh?» Quise decirle que si no hubiera escuchado mi

amor propio hoy me encontraría pintando bananas y

piñas para el Almanaque de la Mujer.

La honestidad me obliga a decir que yo nunca he

aprendido a dibujar. El poco talento que tengo, un talento

casi inexistente, sustituye a la técnica. He intentado

dibujar mejor, pero no sé si he aprendido mucho.

Lo que cuenta en el dibujo es el dibujo mismo, es

decir, si está mejor o peor hecho, acabado o dejado a

medias. Dicho de otro modo, lo que cuenta es el esfuerzo.

Aquellos que quieren unos caballos perfectos,

unos desnudos perfectos, una arquitectura perfecta,

adonde tendrían que dirigirse es a una fábrica. Estas

rúbricas cuentan con los mejores especialistas: especialistas

en caballos, en manzanas, en vacas y ovejas,

en paisajes de nieve y montañas, en odaliscas, en escenas

de batalla, en barcos de vela, en naturalezas muertas,

en tormentas, en claros y oscuros simplemente

y  en todo lo que queráis. Casi ninguno de los pintores

que he conocido ha estado dotado de una habilidad

particular para representar un objeto preciso, por lo

que al final he llegado a concebir esa habilidad como

una debilidad, un peligro. Creo que hay que desaprender

lo que se sabe o se cree saber. (Recuerdo muy bien

mi llegada a casa de mis padres, al principio, cuando

tenía ganas de dibujar todo lo que veía —era para mí

un gran esfuerzo ir a verles—: llegué con mi cuaderno

de bocetos, mis lápices, mi carboncillo, una pluma

y tinta china, y les hice posar para hacerles unos retratos.

Cuando me di cuenta de que, si me aplicaba,

los dibujos podían ser bastante reconocibles, me dije:

«¿Para qué continuar? Cualquier imbécil puede hacer

lo mismo. ¡Haz algo que no sepas!»)

¿Qué tiene de intrigante una mancha sobre la sala

de baño si, mientras vacías los intestinos, puede tomar

cientos de formas, de rostros, de siluetas? A menudo me

encontraba de rodillas, tratando de estudiar una mancha

en el suelo, para detectar todo lo que está oculto a

primera vista. No hay duda que el pintor que estudia

la cara del modelo que va a pintar, debe sorprenderse

por las cosas que reconoce de repente en la cara familiar

que tiene delante. Observando muy atentamente

un ojo, labios o una oreja —¡sobre todo una oreja,

ese extraño apéndice de la cara!— uno se queda estupefacto

de las metamorfosis que puede sufrir la cara

de un hombre. ¿Qué es entonces una oreja o un ojo?

Una obra de anatomía os dará una definición y muchos

detalles, pero hacen falta conocimientos de otro

orden para mirar un ojo o una oreja con el fin de darle su forma, 

su textura y su color. Bruscamente, he aquí que estáis viendo 

y ya no tenéis delante un ojo o una oreja, sino 

un pequeño universo compuesto de elementos extraordinarios 

que no tienen nada que ver con la vista o el oído, nada 

en común con la carne, el hueso, el músculo o el 

cartílago. Esta es una primera manera de ver. Hay otra que 

consiste en cerrar los ojos e imaginar un caballo que rasca 

el suelo o un elefante sentado sobre sus patas traseras. 

Para representar a un animal así, no es suficiente 

imaginarlo en la mente, sino que además hace falta tocarlo, 

pasar las manos sobre sus flancos, reaccionar al contacto 

de su piel satinada o escamosa, incluso imaginar su 

enorme peso, vibrar cuando un escalofrío nervioso

recorre sus tendones, sentir el calor o la frescura de su carne.

Encuentro a todos los animales difíciles a hacer, incluso

a esos pájaros que sobrevuelan los cielos y que

podrían representarse con un simple golpe de pincel.

Evito pues a los animales tanto como es posible. Si

me veo obligado a dibujar un caballo, garabateo algo

con aire caballuno y prosigo con la mejor de las intenciones.

Pero el resultado es a menudo ridículo: ¡parecen

dos hombres encerrados en un saco!

Pero ¿por qué solo hablo de animales? Todo lo

que quiero reproducir me supone un esfuerzo, incluso

las casas. He observado muy a menudo las casas

—tengo un interés natural por la arquitectura—;

cuando se trata de ponerlas sobre papel, me quedo

desconcertado. Primero, los tejados me salen siempre

torcidos, y cuando intento ponerlos en perspectiva no

lo consigo. En general, me contento con un 

compromiso: dispongo las casas de lado. ¿Tiene esto alguna 

importancia? Quizá para algunos curiosos: pueden darme 

la espalda y mirarme con desprecio. Pero no la tiene 

para los pintores. Los pintores parecen intrigados por 

los pequeños trucos que me permiten esquivar 

las dificultades. A veces, algunos me dicen: «Me gustaría 

tener el coraje de hacer esto», ¡como si me hubiera 

hecho falta coraje a mí! Cuando explico que 

es por pura ignorancia que he hecho las casas 

de esta manera, generalmente me responden: 

«No pasa nada, seguro que se lo ha pasado usted 

muy bien. Y además, es igualmente un cuadro, ¿no?»

Entonces, qué es un cuadro? Visiblemente, hay

tantas definiciones como gente para mirarlos. Sucede

igual con un libro, una escultura o un poema. Hay cuadros

que te hablan, y otros que no te dicen nada. (Mirad

solamente el gentío al que le ha gustado Mañana

de septiembre o La madre de Whistler.) Algunos

cuadros os guiñan el ojo; entráis y os convertís en su

prisionero. Algunos los miráis de prisa, como si tuvierais

patines bajo los pies. Otros os hacen salir por

la puerta de servicio. Pero hay algunos que os aplastan

y os cortan el aliento durante días y semanas; todavía

pueden transportaros al séptimo cielo, haceros

llorar de alegría o hundiros en la desesperación. Lo

que os pasa cuando miráis un cuadro puede revelarse

de forma muy diferente a las intenciones del artista.

Millones de personas han visto La Gioconda maravillados,

boquiabiertos y con los ojos desorbitados.

Pero ¿quién pues decir lo que Leonardo da Vinci

tenía en su cabeza cuando la compuso? 

Si levantara la cabeza y la mirara con sus propios ojos, dudo mucho                                                      

que pudiera decir con precisión lo que le hizo 

presentar a la Mona Lisa bajo esta forma inmortal.

Hay veces, cuando termino una acuarela que

comencé de una manera muy diferente a como

quedó al final, que me pregunto si también esto

les pasa a los verdaderos artistas. Y he descubierto

que, evidentemente, no tiene nada de excepcional.

Ni siquiera para un Picasso. ¿Entonces?

Reflexionemos un poco… Esta metamorfosis no

intencionada de un sujeto es radicalmente diferente

a una experiencia común: esa que consiste en visitar

a un amigo para discutir de Bergson o de Einstein, y

que termina en una agradable visita a un burdel.

Encuentro que tanto los pintores como los escritores

se aferran a sus armas y siguen el rastro como

los buenos sabuesos, y que se mueven como un pájaro

de presa sobre una cornisa imaginaria, listos

para saltar hacia el feliz incidente que les llevará

a un puerto desconocido en el que nunca habían

soñado. Y en la medida en que cada uno sigue la

pendiente de su naturaleza, habla una lengua diferente

a los otros. A fin de cuentas, sea cual sea el lenguaje

utilizado el resultado es el mismo: un cuadro.

Serán los marchantes de arte y los críticos los que

nos enseñarán a clasificar las obras por categorías,

incluso aquellas que por su naturaleza se escapan

a cualquier tipología. Una constatación asombrosa

es que aquellos que con frecuencia han sido más

ridiculizados (sobre todo entre sus colegas) han acabado

convirtiéndose en los más significativos de su época. 

En general, han sido las cabezas de turco de las 

academias, de aquellos que no aprenderán nunca 

nada, que no saben reconocer ni estimular ningún talento.

Pintar es volver a amar. Para ver como el pintor ve

es necesario mirar con los ojos del amor. Un amor sin

nada de posesivo: el pintor está obligado a compartir

aquello que ve. La mayoría de las veces, nos hacen

ver y sentir lo que ignoramos o, por contra, aquello

a lo que somos inmunes. Su manera de acercarnos

al mundo en el que vivimos nos confirma que nada

es del todo vil u horrible, banal o indigesto excepto

nuestra propia energía de visión. Ver no es solamente

mirar; es necesario observar con amplitud, penetrar

con la mirada. O, como John Marin me dijo un día:

«El arte debe mostrar lo que pasa en el mundo».

Soy consciente claramente de la transformación

que se produce en mí cuando me lanzo a ver el mundo

con los ojos de un pintor. Las cosas más familiares,

los objetos con los que he trasegado toda mi vida

devienen una fuente de admiración infinita que me

conmueve por completo. Una tetera, un viejo martillo,

una taza desportillada, cualquier objeto que descubro

en mi mano lo miro como por primera vez. Y

así es, por supuesto. ¿No vivimos todos un poco sordos,

un poco ciegos, privados de los sentidos? Ahora,

estudiando la apariencia de un objeto, su textura, su

manera de hablar, entro de lleno en su vida, en su

historia, en todas las revelaciones que ha de hacerme

todavía. Advierto que los objetos son como

las personas: algunos hacen buena compañía, 

otros simplemente rodean. Algunos se muestran 

felices y elocuentes cuando entran en contacto 

con otro. Yo no había concedido gran valor 

a la composición, aunque obviamente era 

por negligencia. ¿Los objetos que amaba se veían bien 

juntos? Yo les hacía preguntas.

¿Estaban felices en el arreglo voluntario o accidental

en que se encontraban? ¿Alguna vez alguien ha notado

que los guijarros recogidos de una playa se reconocen

cuando las tenemos en nuestras manos y las acariciamos?

¿Acaso no adquieren una nueva expresión?

Una vieja tetera que uno frota con un gesto tierno.

Incluso un hacha: bien cuidada, todavía puede servir

a su amo con amor.

Siempre he amado y reverenciado los objetos viejos,

los usados, los marcados por el paso del tiempo y los

acontecimientos humanos. No me considero muy diferente:

una cosa que ha servido, que ha hecho muchos

viajes, al que el uso y el abuso han desgastado

y pulido. Debería poder decir: una cosa al que han

hecho buen uso. Una cosa sólida, cuando pienso en

los maestros que he tenido, en las experiencias y en

los encuentros infelices, gloriosos o accidentales. Esto

explica porqué todas los retratos que comienzo a pintar

acaban siendo en cierto modo autorretratos. Incluso

cuando se trata de una chica, incluso cuando el

modelo no se parece para nada a mí. Me conozco bien,

conozco mi rostro y todos sus cambios, mi expresión,

mi aire de hombre de la Edad de Piedra, un aire que

ya nada borrará. Esto es lo que me llega a interesarme,

y no el parecido. Soy una criatura que ha servido,

una criatura usada, un objeto que ama ser 

acariciado manoseado, frotado, que ama 

que lo metan en un bolsillo tanto como

tomar el sol. Una cosa que se puede utilizar o no, 

a voluntad.

Es curioso que durante esos años (a finales de los

años veinte), cuando estaba listo para devorar de un

bocado todo lo concerniente al arte, fue cuando mi

amigo Emile me habló de su admiración por hombres

como Robert Henri, Georges Luks, John Sloan, que

conocía y trabajaban con él, y sobre todo es extraño

que no tuviera yo algún pintor de talento entre mis

amigos. Boardman Robinson fue un cliente de mi padre

que tenía un aire muy de artista, pero nunca tuve

la audacia de mencionar la simple palabra «arte» en su

presencia. Estaba también Hans Stegel, que frecuentaba

el bar que abrí durante un tiempo con mi mujer en

el Village, pero también perdí la ocasión por timidez.

De todos modos, apenas hubo tiempo de nada porque

un día nos enteramos de su suicido. La única excepción

fue Frank Harris, otro cliente de mi padre; pero

con él no hablé nunca, solo escuchaba. 

Hablaba maravillosamente bien, y 

siempre de los mismos temas: Jesús, Shakespeare y Oscar Wilde.

 Creo que para mí fue una ventaja no tener a nadie

a quien confiarme. Como amigos, tenía a los

grandes pintores, y todos habían pasado ya a mejor

vida. Me relacionaba con ellos como Balzac con los

marcos brillantes que ornamentaban los muros de su

casa de Passy, cuando todo lo que tenía eran deudas

y una imaginación desbordante. Vivía con las obras

de Klee, Marc Chagall, Rouault, Vlaminck, y a menudo

me preguntaba qué tipo de amigos eran estos.

(Tuve la ocasión de visitar a Vlaminck en su mansión

en Normandía, poco antes de su muerte. Fue

una experiencia inolvidable, pero llegó con veinte

años de retraso.) En París, pude conocer a un gran

número de artistas: a Marcel Duchamp (el hombre

más refinado del mundo), el escultor Zadkine, Kokoschka,

Max Ernst, Soutine, Tinanyi, Gregory Michonze,

Ephraim Doner, Hilaire Hiler, Abraham

Rattner, Hans Reichel, Benno «el salvaje de Borneo»

y demás. Cuando volví a Estados Unidos, me hice amigo

de Man Ray, Beniamino Bufano, Beauford Delaneay,

Jean Varda, Fernand Léger, Bezalel Schatz y también

de un célebre cirujano de Nueva Orleans, el adorable

doctor Souchon, que comenzaba a pintar a sus

setenta años. Debería hablar aquí de otro hombre

que comenzaba también a pintar tardíamente: Meyer

Hiler, el padre de Hilairie. Todo lo que hacía Meyer

Hiler me transportaba. Era lo que se dice un pintor

naïf, y trabajaba discretamente, con simplicidad,

con amor, poniendo toda su atención para no

olvidarse de nada, pintando incluso en los ladrillos,

en las hojas, en los radios de las ruedas. A mis ojos,

todos sus cuadros eran piedras preciosas, pequeños

chefs-d’ouvre: no diría tanto de algunos de los grandes

pintores.

Sobre las influencias que recibí, la de los maestros

japoneses fue sin duda la más profunda. Fueron los

primeros artistas cuyas obras colgué en las paredes de

mi casa, y algo me dice que serán también los últimos.

«Influencia» es una palabra quizá demasiado grande

para lo que quiero decir, pues mis acuarelas no tie-

nen nada de su habilidad, su minuciosidad, tampoco

trato los mismos temas. Quería decir sencillamente y

con toda humildad que han sido mis primeros ídolos

y también los más perdurables. En mi opinión, son

ellos los que deberían ser considerados «los pintores

de la realidad». Los grandes pintores de «ese mundo

en suspenso», pero también de todos los mundos que

se unen para formar el nuestro.

Una cosa que nadie me ha enseñado, y que me da

vergüenza reconocer, es la disciplina. Por una razón

que no me explico, nunca pensé que debía consagrarle

a la pintura el tiempo que realmente exige. Prefería

hablar de ella que pintar. Apenas me atrevo a darme el

título de amateur. Sin embargo, es verdad que pinto,

y de tanto en tanto hago algo que puede llamarse un

cuadro.

La explicación a esta actitud ambivalente se encuentra

quizá en el hecho de que me pongo a pintar cuando

soy incapaz de escribir. La pintura me refresca y

regenera; me permite olvidar que momentáneamente

soy incapaz de ilar una frase. Pinto mientras el depósito

se está llenando. Pero no siempre sucede así. En ocasiones

pinto tras mi ración cotidiana de escritura, lo

que significa que he escrito bien, con desenvoltura, y

que aún me queda algo de energía para gastar. En esos

momentos doy unos golpes de pincel, y me detengo al

cabo de algunos minutos, a veces incluso estoy más de

una hora. En general, la iluminación es mala, tengo

la mesa llena de cosas, me servirán la comida de un

instante a otro, todo va en mi contra. Entre la prisa y

el nerviosismo, soy capaz de crear dos o tres horrores;

una vez terminada la cena, aún puedo volver a la pintura

y terminar alguna obrita, según si la iluminación

es buena o mala. Mis éxitos se me suben tanto a la

cabeza que estoy a veces a punto de dejar de escribir

para consagrarme de lleno a la pintura. Pero tarde

o temprano, la necesidad de escribir me lleva 

irresistiblemente a mi despacho. Comienza entonces un

periodo muy interesante, en el que aprovecho todas

las ocasiones para dedicarme a mis pinturas. Escondo

furtivamente mi máquina de escribir, me deslizo

sobre mis cuadros y los contemplo con estupefacción.

(¿Soy yo quién ha hecho eso…? ¿Y eso? Pero, ¿cómo?)

Cuando estoy en ese estado, prefiero mirar mis pobres

y pequeñas obras que un Picasso, un Vermeer o incluso

un Hokusai.

Las únicas obras que me gustaría colgar en las

paredes son las de los niños. Para mí, los dibujos de

los niños están al nivel (un poco por encima, hay

que decirlo) de los grandes maestros. ¡Con qué frecuencia

he intentado imitar el trabajo de los niños!

¡Con qué frecuencia, al sentarme a pintar, me digo:

ahora pintaré como un pequeño muchacho mexicano…

o una pequeña china! Pero nunca lo consigo.

Varios amigos me han visto caer en la desesperación,

y en medio de una crisis exclamar: «¡Qué alegres

colores han puesto aquí! ¡Qué libertad! ¡Cómo

deben haberse divertido!» Esos dibujos no reflejan

sino la simple alegría de unos pequeños muchachos

que difrutan descubriendo sus propias posibilidades

de expresión. Los niños están tan cautivados y

absorbidos por lo que hacen que no tienen concien-

cia de ninguna emoción marginal. Más allá de si su

intención ha sido reflejar el miedo, el horror o la angustia,

el efecto que producen siempre es el mismo:

alegría. La obra de un niño nunca deja de provocarnos,

nos llama, porque en ella hay tal honestidad y

sinceridad que nos penetra y nos impregna con ese

halo mágico del acercamiento directo y espontáneo.

Hay muchas creaciones inspiradas por la mano de

un niño, obras hábiles y llenas de maestría como las

de Paul Klee, que tuvo la facultad rara de llevarnos

tanto al mundo de un niño como al de un poeta, un

matemático, un alquimista o un visionario. Delante

de las pinturas de Paul Klee, tenemos el privilegio de

asistir al milagro del pedagogo que mata al pedagogo.

Klee había aprendido, pero aparentemente tan solo

era para olvidar mejor. Era un nómada visitado por la

lucidez y dotado por la naturaleza de los pálpitos más

sensibles. Por las fotos que he visto de él, sus ojos eran

redondos, llenos de vida, delicuescentes, como los de

un gurú. Tenía la expresión inmóvil y por tanto viva

de un par de ojos que se fijan en un espejo. Incluso

cuando estaban cerrados (desgraciadamente ahora lo

están para siempre) debían tener en consideración el

mundo, y los mundos más allá de nuestro mundo.

 

 

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