sábado, 6 de enero de 2024

   

 

Recordando a Arnold Schönberg

ENTRE FILOSOFÍA Y MÚSICA

Carlos Arturo Mattera



Foto: Arnold Schöenberg, intervención DDLR/2024



 

La tonalidad no es una ley natural eterna de la música

Schönberg

 

La obra de Schönberg debe ser escuchada sin inhibiciones ni prejuicios de ningún tipo… En la obra de Schönberg hay pura música, música como en el caso de Beethoven o Mahler. Las experiencias de su corazón se convierten en tonos… Su emoción es la de llamas abrasadoras; Crea estándares de expresión completamente nuevos, por lo que necesita medios de expresión completamente nuevos.

Sólo hay una cosa que es necesaria: vuestro corazón debe permanecer abierto.

Webern

 

Nos es más que oportuno, en el marco de la 8va edición de nuestro Seminario de Filosofía de la Música, recodar a 149 años de su nacimiento a Arnold Schönberg, uno de los compositores más influyentes y determinantes de los últimos tiempos. No sólo en el ámbito musical sino en el de las artes y la estética en general. Quienes hemos transitado precisamente los caminos de la estética y la filosofía de la música, tarde o temprano nos encontramos con ese nombre. E independientemente de la recepción o aceptación que pueda tener, el carácter revolucionario de su obra es indudable. Para ilustrar esta idea, he querido tomar justamente dos de las revoluciones intelectuales más decisivas de nuestra historia, La copernicana y la kantiana. En relación a la primera, es bien sabido que su paradigma consistía en remover la tierra del centro del universo y poner el sol en su lugar. Con ello no sólo se explicaron de modo más simple los hasta entonces erráticos movimientos de los cuerpos celestes, sino que se trasladó al sol la preeminencia de la tierra. Por lo que se refiere a la kantiana, García Bacca en sus lecciones de 1946 decía que la palabra “revolución” no era un invento suyo para aplicarlo a Kant, sino que la palabra ya se encontraba en los prólogos de sus dos primeras críticas: de la Razón Pura y de la Razón Práctica, en las que tanto para el conocimiento como para la moral, se demandaba una revolución similar a la que se había propuesto Copérnico, solo que en este caso lo que se tenía que remover del centro era el objeto y en su lugar poner al sujeto. Esto trajo como resultado las más radicales consecuencias pues lo que sucedió fue, dicho a grosso modo, que temblaron los fundamentos de la metafísica tradicional. El problema ya no era la existencia, atributos y constitución de las cosas, sino qué era lo que podía llegar  propiamente a conocerlas. En palabras de Ortega, a Kant: “No le importa saber, sino saber si sabe…” Se ha mencionado todo esto pues se nos ha dicho hasta el cansancio (siguiendo el mismo orden de ideas), que Schönberg habría removido del centro la tonalidad para en su lugar liberar la disonancia por ejemplo. O que habría removido del centro la armonía tradicional para ser sustituida por la atonalidad o más adelante por la dodecafonía. Sabemos que esto, si bien en cierta medida es cierto, lejos está de proporcionarnos un panorama completo de las implicaciones que la obra de Schönberg realmente ha tenido. Su carácter innovador, como el de toda obra original debería estar siempre y por naturaleza en oposición directa a la conservación de lo anterior, valga decir de lo tradicional, de lo antiguo. Pero este tampoco es el caso, pues contrariamente a las ideas de alejamiento, ruptura y superación del pasado, Schönberg se debe a él, como veremos más adelante. De momento diremos que a la armonía tradicional se superpone o, más bien, se suma su obra con todas sus investigaciones, reflexiones, búsquedas y hallazgos. Ahora bien, en relación al impacto que estas tres revoluciones tuvieron en el tiempo, en el caso de Copérnico hubo que esperar un poco. Nada más hay que imaginar a Galileo arrodillado frente a un tribunal de la inquisición retractándose de todo lo que había defendido a lo largo de su vida. En el caso de Kant ocurrió todo lo contrario, pues su obra tuvo una recepción casi inmediata, como se evidencia en Fichte, Hegel, Schelling e incluso Hölderlin, aunque no faltaron detractores. Schopenhauer quien fue un seguidor de Kant publicó hacia 1819 su apéndice Crítica de la filosofía kantiana, en cuyo epígrafe que había tomado de Voltaire podía leerse: “Es privilegio del verdadero genio, y sobre todo del genio que abre un camino, cometer impunemente grandes faltas”. También dijo sobre el estilo de Kant que era “brillantemente seco”. En el caso de Schönberg también hubo que esperar un tiempo, solo que en el curso de esa espera, su obra fue sometida a fuertes críticas, tuvo que soportar el rechazo e incluso, como recuerda Stravinsky, el hecho de prohibirse su interpretación, junto a la obra de otros compositores como es el caso de Hindemith y Alban Berg. También Glenn Gould en su escrito Que se prohíba el aplauso, recuerda a propósito del rechazo que:

 

No olvidemos que muchos de nuestros grandes compositores se hicieron famosos por haber tenido estrenos más escandalosos de lo que podían conseguir sus colegas. No olvidemos a Stravinsky y los motivos de Rite ni a Schönberg y las palizas de Pierrot. Cierto, replico, se hicieron famosos, si, y merecían hacerse famosos, pero no por los motines y ni siquiera, me atrevería a sugerir, por esas obras en concreto”.[1] 

 

De Gian Francesco Malipiero nos llega una de las críticas más severas, se habría referido del siguiente modo:

 

 “Estas semanas de festival nada han tenido que ver con la música. Los seguidores de Schönberg han exagerado. ¿Cuál será la consecuencia del dominio absoluto de la dodecafonía?... es que dentro de diez años, estoy convencido, nadie hablará del sistema dodecafónico”. [2]

 

Estas palabras del compositor italiano datan de 1931. Doce años más tarde Leopold Stokowski escribía en favor de Schönberg lo siguiente:

 

 Este compositor se liberó por completo del concepto de las tonalidades, de suerte que sus armonías discurren en toda dirección con entera libertad. Mediante la relación de los sonidos aislados, grupos de éstos, líneas melódicas, crea su personal concepto individualístico del diseño armónico. Con libertad magistral del ritmo y sus contrastes, tema y contramotivo, sutil y atrevida sucesión armónica, Schönberg ha aportado a la música un nuevo concepto, y con el mismo, nuevos recursos que con el tiempo, en el futuro, serán más ampliamente comprendidos y apreciados que lo son actualmente. Esto se refiere también a Alban Berg, el alumno y discípulo superdotado de Schönberg. Nos guste o no la música de Schönberg, no podemos negarle su maestría y su aportación, no tan sólo a la música, sino a los conceptos del arte en general”.[3]

 

Esta sola afirmación bastaría para ser concluyente a propósito del “olvido” de Schönberg advertido por Malipiero. Sería muy interesante saber que pensó una vez pasados esos diez años, teniendo en cuenta que fue una década sumamente prolífica para la nueva música. Precisamente alrededor de 1931 Schönberg compone sus piezas para piano op. 33a y 33b, de 1932 a pesar de quedar inacabada y de ser representada póstumamente, data su gran ópera Moisés y Aron y, de 1936 su concierto para violín. Por su parte Alban Berg en 1935 el mismo año de su muerte, terminaba su concierto para violín y dos años más se estrenaba una de sus obras maestras Lulu. Y de 1938 es el cuarteto de cuerdas de Anton Webern, célebre por tener como fundamento el motivo BACH. Esto es solo por mencionar algunas composiciones. Retomando ahora las palabras de Stokowski, se hace mención a uno de los problemas, o al problema de fondo a propósito de las valoraciones negativas sobre la obra de Schönberg. Se trata del problema del gusto, en este caso del desagrado. Adorno quien vio esto desde múltiples perspectivas intentó justificarlo a toda costa, llegando a afirmar que lo incomprensible de esta música radicaba en su reproducción, dejando incluso recaer algunas veces el problema sobre la imprecisión de directores e intérpretes. En mi opinión, no importa que tanta erudición se desbordara sobre la cuestión, el problema seguía siendo el mismo, un problema de escucha. Los oyentes bien podrían haber tenido un alta, media o baja cultura musical y el resultado seguía siendo el mismo, no les gustaba lo que oían. Cuando se pretendió traducir todo esto como fenómeno estético, Schönberg puso de relieve que esto “estético” respondía a una serie de arbitrariedades sin fundamento. Nos decía en su Tratado de la Armonía que:

 

“Estos juicios de belleza y fealdad son excursiones absolutamente inmotivadas al campo de lo estético, que nada tienen que ver con el conjunto del sistema. Las quintas paralelas suenan mal (¿por qué?); esta nota de paso es dura (¿por qué?); los acordes de novena no existen, o bien suenan duros (¿y por qué?). ¿Dónde residen, en el sistema, las razones comunes básicas para estos tres "porqués"? ¿En el sentimiento de lo bello? Y eso ¿qué es? ¿En qué relación está el sentimiento de lo bello con este sistema? ¡Con este sistema, por favor!”.[4]

 

De afirmaciones como estás y otras tantas, muchos concluyeron erróneamente que Schönberg estaba en contra del sistema tradicional. En realidad estaba en contra de los teóricos que pretendían canonizarlo y decía que:

 

 “¡Pero las cosas deberían ser de otra manera! Un auténtico sistema debe, ante todo, poseer unas bases que abarquen todos los resultados. Mejor dicho: que abarquen todos los resultados que existen realmente, ni uno más ni uno menos. Tales bases son las leyes naturales. Y sólo esas bases, que no tienen excepciones, podrían tener la exigencia de ser válidas siempre, pues alcanzan una necesidad común e ineludible, como las leyes naturales”.[5] 

 

En relación a esto las siguientes palabras de Stravinsky que encontramos en su Poética Musical son más que representativas:

 

“Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la música de Arnold Schönberg —para citar el ejemplo de un compositor que evoluciona sobre un plan esencialmente distinto del mío, tanto por la estética como por la técnica—, cuyas obras han provocado a menudo violentas reacciones o sonrisas irónicas, es imposible que un espíritu honrado y provisto de una verdadera cultura musical deje de notar que el autor de Pierrot lunaire es cabalmente consciente de lo que hace y que no engaña a nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede llamar cacofonía a una música por el mero hecho de que no agrade”. [6]

 

Intentemos ahora ilustrar la situación del oyente partiendo del concepto del velo de Maya, tal como lo ha tomado Nietzsche de Schopenhauer. Veamos la cita:

 

“Y así podría aplicarse a Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416 «Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montaña de olas, un navegante está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de una mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiando en el principium individuationis (principio de individuación)»”[7]

 

La imagen sería la siguiente: El navegante, ahora el oyente, bajo la ilusión que produce el velo de Maya, se encuentra en la tonalidad, y la embarcación representa todo el orden preestablecido que esta implica. Desde allí se puede desde la intuición anticipar lo que va a sonar aún sin haber oído. Y a pesar del asombro que se pueda producir luego de oír, el oyente sabe que permanecerá en la seguridad que le ha proporcionado el mencionado orden. Pero una vez removido el velo de Maya emerge la atonalidad. Y desde la embarcación que ahora representa la libertad frente a las reglas, no es posible ya desde la intuición anticipar lo que va a sonar. Este es más o menos el efecto de oír por primera vez una obra dodecafónica. Únicamente podría anticiparse habiendo oído no solo una sino varias veces, poniéndose a prueba así la capacidad mnemotécnica del oyente. “No comprenden como lo divergente converge consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y la lira” decía Heráclito… Tonalidad y atonalidad pertenecen pues a un mismo reino, el de la Música. Llegados hasta este punto podemos afirmar en relación a la revolución de Schönberg, que en realidad no se movió nada del centro. Y si centro significa aquí armonía tradicional, no tendría por qué haberlo hecho, pues como se dijo anteriormente Schönberg no sólo se debe a la tradición, se sentía parte de ella, se sentía heredero del ilustre pasado germánico-musical que le precedió. Quienes le ven únicamente como un reaccionario, pareciera que han olvidado este importante hecho. Es cierto que su nombre ha estado ligado al expresionismo especialmente su obra temprana y que aparece en las listas del Blaue Reiter.  Y que los críticos e historiadores quisieron ver en su evolución como compositor, el camino de las vanguardias. Pero esto no es suficiente para desligarle de su pasado.

 

“Mis profesores – decía – fueron principalmente Bach y Mozart, y en segundo lugar Beethoven, Brahms y Wagner… También aprendí mucho de Schubert y Mahler, Strauss y Reger también. No me aislaba de nadie y por eso podía decir de mí mismo: Mi originalidad proviene de esto: inmediatamente imitaba todo lo bueno que veía, incluso cuando no lo había visto por primera vez en la obra de otra persona”[8]

 

A propósito de su relación con la tradición, quisiera referirla a partir de la figura de Bach y no por capricho. Sobre este tema existen ya estudios especializados que en buena parte, apuntan a demostrar su influencia en los distintos momentos de su producción musical y a reconocerle como un estímulo fundamental para ésta.   Después de todo Bach es el nombre más citado en su Tratado de la Armonía, por encima de Beethoven e incluso de Wagner, que es el que uno esperaría ver citado con más frecuencia. El Tratado hizo su aparición alrededor de 1911, un año más tarde lo hizo el Pierrot lunaire, obra llena de referencias a la historia pero que guarda una peculiar familiaridad con Bach, especialmente en la canción N° 6 “Madonna”. Otro importante aspecto a destacar está en que hacia 1922, paralelamente al tiempo en el que se desarrollaba la técnica de los doce tonos, Schönberg se encontraba orquestando dos de los preludios corales de Bach para órgano, el BWV 654 "Schmücke dich, o liebe Seele" Decórate, oh querida alma y el BWV 631 "Komm, Gott Schöpfer, Heiliger Geist" Ven, dios Creador, Espíritu Santo. Que se encontrara dedicado simultáneamente a dos trabajos tan diferentes nos dice mucho. Finalmente si queremos saber el lugar de privilegio que ocupa Bach en la obra de Schönberg, basta con remitirnos al segundo prefacio a sus Ejercicios preliminares de contrapunto, escrito poco después de 1936. Allí puede leerse:

 

“Y, por otro lado, ¡no hay en la música una perfección más grande que la de Bach! Ningún Beethoven o Haydn, ni siquiera un Mozart, que fue el más cercano a ella, han alcanzado tal perfección. Pero parece que esta perfección no produce un estilo que los estudiantes puedan imitar. Tal perfección es la de la Idea, la de la concepción básica, no la de la elaboración. Esta última es sólo la consecuencia natural de la profundidad de la idea, y la idea no puede imitarse ni ser enseñada”. [9]

 

Este pasaje también nos dice mucho sobre su sensibilidad ya que muchas veces ha sido tenido como más racionalista que otra cosa, quizá por el grueso de su obra teórica. Pero resulta que pocos se han referido con tanta honestidad al problema de la creación artística, en la que en su opinión intervienen tanto la razón como el sentimiento. Esto que pareciera tan evidente adquiere una singular significación, pues la cantidad o la medida en que éstos intervengan poco importa, ya que cada obra tiene sus propias exigencias. En la serie de ensayos publicados bajo el título El estilo y la Idea de 1951, encontramos uno que lleva por nombre El Corazón y el Cerebro en la Música, en el que Schönberg expone una serie de magníficos ejemplos sobre esta relación. Subyace en ellos la idea de que un pasaje contrapuntístico pudiera parecer muy complicado, cuando en realidad fue escrito de modo inmediato. O por otro lado, un par de compases aparentemente sencillos que en realidad tomaron más tiempo en escribirse del que podría uno imaginar. Su conclusión es la siguiente:

 

“No es el corazón por si solo el que crea todo lo que sea bello, emocional, patético o encantador; ni tampoco es el cerebro solo capaz de producir la perfecta construcción, la organización sonora, lo que sea lógico o complicado. En primer lugar, en todo lo que en el arte es de valor supremo se debe mostrar el corazón tanto como el cerebro. En segundo lugar, el verdadero genio creador no encuentra dificultad para dominar mentalmente sus sentimientos; ni el cerebro ha de producir tan solo lo árido y lo inexpresivo al concentrarse en la corrección y en la lógica”[10]

 

 

 

 

 



[1] Glenn Gould. Escritos Críticos. Ediciones Turner. Madrid. 1989. p. 308

[2] Walter Frisch. Schoenberg and his World. Princeton University Press. Princeton New Jersey. 1999. p. 19

[3] Leopold Stokowski. Music for all of us. Traducción Antonio Iglesias. s. e. 1943. p. 107

[4] Arnold Schoenberg. Tratado de la Armonía. Traducción y prólogo de Ramón Barce. Real Musical. Madrid 1979. p. 4

[5] Ibid. p. 4 - 5

[6] Igor Stravinsky. Poética Musical. Traducción Eduardo Grau. Emecé Editores. Buenos Aires. 1952. p. 30.

[7] Friedrich Nietzsche. El nacimiento de la Tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995. p. 43

[8] Walter Frisch. Op. cit. p. 163

[9] Arnold Schoenberg. Ejercicios preliminares de contrapunto. Editorial labor. Barcelona. 1990. p. 233

[10] Arnold Schoenberg. El Estilo y la Idea. Taurus Ediciones. Madrid 1963. p. 227

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