jueves, 1 de septiembre de 2011


Textos clásicos
La noción de gasto (1)

Georges Bataille


George Bataille

1. Insuficiencia del principio clásico
de utilidad

Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra útil, es decir,
siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades
humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas,
es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión
fundamental. No existe, en efecto, ningún medio correcto, considerando el conjunto más o
menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los
hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente
necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá
de lo útil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el
interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión
intelectual de aquellos que rehusan aceptar un sistema coherente.
Sin embargo, la práctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia común
parece que, en una primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al
principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente,
ésta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el
placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición
(prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la
reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es añadir, ciertamente,
la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sí misma para poner de manifiesto el
carácter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie
de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e
insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia
por el hecho de que un aumento exagerado del número de seres vivientes puede
disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la
actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible,
para que sea válido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación.
El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en
definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un
descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera
constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva.
Es verdad que la experiencia personal, tratándose de un joven, capaz de derrochar y
destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero
incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más
lúcido ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su
conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada,
como él mismo, en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según
necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último
extremo, un cierto estado orgiástico.
La contradicción entre las concepciones sociales corrientes y las necesidades reales de la
sociedad se asemeja, de un modo abrumador, a la estrechez de mente con que el padre
trata de obstaculizar la satisfacción de las necesidades del hijo que tiene a su cargo. Esta
estrechez es tal que le es imposible al hijo expresar su voluntad. La cuasi malvada
protección de su padre cubre el alojamiento, la ropa, la alimentación, hasta algunas
diversiones anodinas. Pero el hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le
preocupa. Está obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En este
sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo menor de edad;
admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente, pero excluye,
en principio, el gasto improductivo.
Es cierto que esta exclusión es superficial y que no modifica la actividad práctica, del
mismo modo que las prohibiciones no limitan al hijo, el cual se entrega a diversiones
inconfesables en cuanto deja de estar en presencia del padre. La humanidad puede hacer
suyas unas concepciones tan estúpidas y miopes como las paternas. Pero, en la práctica
se comporta de tal forma que satisface necesidades que son una barbaridad atroz e
incluso no parece capaz de subsistir más que al borde de lo excesivo.
Por otra parte, a poco que un hombre sea capaz de aceptar plenamente las
consideraciones oficiales, o que pueden llegar a serlo, a poco que tienda a someterse a la
atracción de quien dedica su vida a la destrucción de la autoridad establecida, es difícil
creer que la imagen de un mundo apacible y coherente con la razón pueda llegar a ser
para él otra cosa que una cómoda ilusión.
Las dificultades que pueden encontrarse en el desarrollo de una concepción que no siga
el modelo despreciable de las relaciones del padre con su hijo no son, por lo tanto,
insuperables. Se puede añadir la necesidad histórica de imágenes vagas y engañosas
para uso de la mayoría, que no actúa sin un mínimo de error (del cual se sirve como si
fuera una droga) y que, además, en cualquier circunstancia, rechaza reconocerse en el
laberinto al que conducen las inconsecuencias humanas. Para los sectores incultos o
poco cultivados de la sociedad, una simplificación extrema constituye la única posibilidad
de evitar una disminución de la fuerza agresiva. Pero sería vergonzoso aceptar como un
límite al conocimiento las condiciones en las que se forman tales concepciones
simplificadas. Y si una concepción menos arbitraria está condenada a permanecer de
hecho como esotérica, si, como tal, tropieza, en las circunstancias actuales, con un
rechazo insano, hay que decir que este rechazo es precisamente la deshonra de una
generación en la que los rebeldes tienen miedo del clamor de sus propias palabras. No
debemos, por tanto, prestarle atención.


 
 George Bataille


2. El principio de pérdida

La actividad humana no es enteramente reducible a procesos de producción y
conservación, y la consumición puede ser dividida en dos partes distintas. La primera,
reducible, está representada por el uso de un mínimo necesario a los individuos de una
sociedad dada la conservación de la vida y para la continuación de la actividad productiva.
Se trata, pues, simplemente, de la condición fundamental de esta última. La segunda
parte está representada por los llamados gastos improductivos: el lujo, los duelos, las
guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las
artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad genital), que
representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen su fin en sí
mismas. Por ello, es necesario reservar el nombre de gasto para estas formas
improductivas, con exclusión de todos los modos de consumición que sirven como medio
de producción. A pesar de que siempre resulte posible oponer unas a otras, las diversas
formas enumeradas constituyen un conjunto caracterizado por el hecho de que, en
cualquier caso, el énfasis se sitúa en la pérdida, la cual debe ser lo más grande posible
para que adquiera su verdadero sentido.
Este principio de pérdida, es decir, de gasto incondicional, por contrario que sea al
principio económico de la contabilidad (el gasto regularmente compensado por la
adquisición), sólo racional en el estricto sentido de la palabra, puede ponerse de
manifiesto con la ayuda de un pequeño número de ejemplos extraídos de la experiencia
corriente.

1) No basta con que las joyas sean bellas y deslumbrantes, lo que permitiría que fueran
sustituidas por otras falsas. El sacrificio de una fortuna, en lugar de la cual se ha preferido
un collar de diamantes, es lo que constituye el carácter fascinante de dicho objeto. Este
hecho debe ser relacionado con el valor simbólico de las joyas, que es general en
psicoanálisis. Cuando un diamante tiene en un sueño una significación relacionada con
los excrementos, no se trata solamente de una asociación por contraste ya que, en el
subconsciente, las joyas, como los excrementos, son materias malditas que fluyen de una
herida, partes de uno mismo destinadas a un sacrificio ostensible (sirven, de hecho, para
hacer regalos fastuosos cargados de deseo sexual). El carácter funcional de las joyas
exige su inmenso valor material y explica el poco caso hecho a las más bellas imitaciones,
que son casi inutilizables.

2) Los cultos exigen una destrucción cruenta de hombres y de animales de sacrificio. El
sacrificio no es otra cosa, en el sentido etimológico de la palabra, que la producción de
cosas sacradas. Es fácil darse cuenta de que las cosas sagradas tienen su origen en una
pérdida. En particular, el éxito del cristianismo puede ser explicado por el valor del tema
de la crucifixión del hijo de Dios, que provoca la angustia humana por equivaler a la
pérdida y a la ruina sin límites.

3) En los diferentes deportes, la pérdida se produce, en general, en condiciones
complejas. Cantidades de dinero considerables se gastan en mantenimiento de locales,
de aparatos y de hombres. Las energías se prodigan, en lo posible, con la finalidad de
provocar un sentimiento de estupefacción y, en todo caso, con una intensidad
infinitamente más grande que en las empresas de producción. El peligro de muerte no se
evita, ya que constituye, por el contrario, el objeto de una fuerte atracción inconsciente.
Por otra parte, las competiciones son, a veces, la ocasión para repartir riquezas de un
modo ostensible. Muchedumbres inmensas asisten a ellas. Sus pasiones se
desencadenan con gran frecuencia sin control alguno y la pérdida de ingentes cantidades
de dinero queda comprometida en forma de apuestas. Es verdad que esta circulación de
dinero beneficia a un pequeño número de profesionales de la apuesta, pero no por ello
esta circulación puede ser menos considerada como una carga real de las pasiones
desencadenadas por la competición, que ocasiona a un gran número de apostadores
pérdidas desproporcionadas con sus medios. Estas pérdidas alcanzan frecuentemente
una importancia tal que los apostadores no tienen otra salida que la prisión o la muerte.
Por otra parte, formas diferentes de gasto improductivo pueden estar ligadas, según las
circunstancias, a los grandes espectáculos de competición que, del mismo modo que los
elementos animados por un movimiento propio, se sienten atraídos por una turbulencia
mayor. Así es como a las carreras de caballos se asocian procesos de clasificación social
de carácter suntuario (basta mencionar la existencia de los Jockey Clubs) y la producción
ostentosa de las lujosas novedades de la moda. Hay que hacer observar, además, que el
conjunto de los gastos que tienen lugar actualmente en las carreras es insignificante
comparado con las extravagancias de los bizantinos, que unen a las competiciones
hípicas el conjunto de la actividad pública.

4) Desde el punto de vista del gasto, las producciones artísticas pueden ser divididas en
dos grandes categorías, entre las cuales la primera está constituida por la arquitectura, la
música y la danza. Esta categoría comporta gastos reales. No obstante, la escultura y la
pintura, sin hacer referencia a la utilización de lugares concretos para ceremonias o
espectáculos, introducen en la arquitectura misma el principio de la segunda categoría, el
del gasto simbólico. Por su parte, la música y la danza pueden estar fácilmente cargadas
de significaciones exteriores.
En su forma superior, la literatura y el teatro, que constituyen la segunda categoría,
provocan la angustia y el horror por medio de representaciones simbólicas de la pérdida
trágica (decadencia o muerte). En su forma inferior provocan la risa por medio de
representaciones cuya estructura es análoga, pero excluyen ciertos elementos de
seducción. El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos
intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como
sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la
pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio. Es cierto que el nombre de poesía no
puede ser aplicado de forma apropiada, más que a una parte bastante poco conocida de
lo que viene a designar vulgarmente y que, por falta de una decantación previa, pueden
introducirse las peores confusiones. Sin embargo, en una primera exposición rápida, es
imposible referirse a los límites infinitamente variables que existen entre determinadas
formaciones subsidiarias y el elemento residual de la poesía. Es más fácil decir que, para
los pocos seres humanos que están enriquecidos por este elemento, el gasto poético deja
de ser simbólico en sus consecuencias. Por tanto, en cierta medida, la función creativa
compromete la vida misma del que la asume, puesto que lo expone a las actividades más
decepcionantes, a la miseria, a la desesperanza, a la persecución de sombras
fantasmales, que sólo pueden dar vértigo, o a la rabia. Es frecuente que el poeta no
pueda disponer de las palabras más que para su propia perdición, que se vea obligado a
elegir entre un destino que convierte a un hombre en un réprobo, tan drásticamente
aislado de la sociedad como lo están los excrementos de la vida apariencial, y una
renuncia cuyo precio es una actividad mediocre, subordinada a necesidades vulgares y
superficiales.


George Bataille


3. Producción, intercambio y gasto
improductivo

Una vez demostrada la existencia del gasto como función social, es necesario tomar en
consideración las relaciones de esta función con las de producción y adquisición, que son
opuestas. Estas relaciones se presentan inmediatamente como las de un fin con la
utilidad. Y, si bien es verdad que la producción y la adquisición, cambiando de forma al
desarrollarse, introducen una variable cuyo conocimiento es fundamental para la
comprensión de los procesos históricos, ambas no son, sin embargo, más que medios
subordinados al gasto. A pesar de ser espantosa, la miseria humana no ha sido nunca
una realidad digna de atención en las sociedades porque la preocupación por la
conservación, que da a la producción la apariencia de un fin, se impone sobre el gasto
improductivo. Para mantener esta preeminencia, como el poder está ejercido por las
clases que gastan, la miseria ha sido excluida de toda actividad social. Y los miserables
no tienen otro medio de entrar en el círculo del poder que la destrucción revolucionaria de
las clases que lo ocupan, es decir, a través de un gasto social sangriento y absolutamente
ilimitado.
El carácter secundario de la producción y de la adquisición con respecto al gasto aparece
de la forma más clara en las instituciones económicas primitivas debido a que el
intercambio es todavía tratado como una pérdida suntuaria de los objetos cedidos. El
intercambio se presenta así, en el fondo, como un proceso de gasto sobre el que se
desarrolló un proceso de adquisición. La economía clásica creyó que el intercambio
primitivo se producía bajo la forma de trueque, pues no tenía, en efecto, ninguna razón
para suponer que un medio de adquisición como el intercambio hubiera podido tener
como origen, no la necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de
pérdida. La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha sido arruinada
más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que en gran número de
economistas sigue considerando arbitrariamente el trueque como el ancestro del
comercio.
Opuesta a la noción artificial de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido
identificada por Mauss con el nombre de potlatch2 tomado de los indios del noroeste
americano, que practican el tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o
rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia.
El potlatch de los tlingit, los haïda, los tsimshian, los kwakiutl de la costa noroeste ha sido
estudiado con precisión desde fines del siglo XIX (pero no fue comparado, entonces, con
las formas arcaicas de intercambio de otros países). Los pueblos americanos menos
avanzados practican el potlatch con ocasión de cambios en la situación de las personas -
iniciaciones, matrimonios, funerales e incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca
puede ser disociado de un fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque
tenga lugar con ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en general, está
constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el
objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don
resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe
cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don
más importante; es decir, que debe devolver con usura.
Pero el don no es la única forma del potlatch. Es igualmente posible desafiar rivales por
medio de destrucciones espectaculares de riqueza. A través de esta última forma es como
el potlatch incorpora el sacrificio religioso, siendo las destrucciones teóricamente ofrecidas
a los ancestros míticos de los donatarios. En una época relativamente reciente, podía
acontecer que un jefe tlingit se presentara ante su rival para degollar en su presencia
algunos de sus esclavos. Esta destrucción debía ser respondida, en un plazo
determinado, con el degollamiento de un número de esclavos mayor. Los tchoukchi del
extremo noroeste siberiano, que conocían instituciones análogas al potlatch, degollaban
colleras de perros de un valor considerable para hostigar y humillar a otros grupo. En el
noroeste americano, las destrucciones consisten incluso en incendios de aldeas y en el
destrozo de pequeñas flotas de canoas. Lingotes de cobre blasonados, una especie de
moneda a la que se atribuía un valor convenido tal que representaban una inmensa
fortuna, eran destrozadas o arrojadas al mar. El delirio propio de la fiesta se asocia lo
mismo a las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención de
maravillar y sobresalir.
La usura, que interviene regularmente en estas operaciones bajo forma de plusvalor
obligatorio en los potlatch de revancha, ha permitido poder decir que el préstamo con
interés debería ocupar el lugar del trueque en la historia de los orígenes del intercambio.
Hay que reconocer, en efecto, que la riqueza se multiplica en las civilizaciones con
potlatch de una forma que recuerda el hipercrecimiento del crédito en la civilización
bancaria. Es decir, que sería imposible realizar a la vez todas las riquezas poseídas por el
conjunto de los donadores en base a las obligaciones contraídas por el conjunto de los
donatarios. Pero esta semejanza alude a una característica secundaria del potlatch.
El potlatch es la constitución de una propiedad positiva de la pérdida -de la cual emanan
la nobleza, el honor, el rango en la jerarquía- que da a esta institución su valor
significativo. El don debe ser considerado como una pérdida y también como una
destrucción parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al donatario. En las
formas inconscientes, tales como las que describe el psicoanálisis, el don simboliza la
excreción, que está ligada a la muerte según la conexión fundamental del erotismo anal y
el sadismo. El simbolismo excremencial de los cobres blasonados, que constituyen en la
costa noroeste objetos de don por excelencia, está basado en una mitología muy rica. En
Melanesia, el donador designa como su basura a los magníficos regalos que deposita a
los pies del jefe rival.
Las consecuencias en el orden de la adquisición no son más que el resultado no querido -
al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivosde
un proceso dirigido en un sentido contrario. “El ideal, indica Mauss, sería dar un
potlatch y que no fuera devuelto”. Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las
cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles. Por otra parte,
cuando los frutos del potlatch se encuentran, de alguna forma, unidos a la realización de
un nuevo potlatch, el sentido arcaico de la riqueza se pone de manifiesto sin ninguno de
los atenuantes que resultan de la avaricia desarrollada en estadios ulteriores. La riqueza
aparece así como una adquisición en tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza
se dirige enteramente hacia la pérdida en el sentido en que tal poder sea entendido como
poder de perder. Solamente por la pérdida están unidos a la riqueza la gloria y el honor.
En tanto que juego, el potlatch es lo contrario de un principio de conservación. Pone fin a
la estabilidad de las fortunas tal como existían en el interior de la economía totémica,
donde la posesión era hereditaria. Una actividad de cambio excesivo ha colocado en el
lugar de la herencia una especie de póker ritual, en forma delirante, como fuente de la
posesión. Pero los jugadores nunca pueden retirarse una vez que han hecho la fortuna.
Deben permanecer expuestos a la provocación. La fortuna no tiene, pues, en ningún
caso, que situar al que la posee al abrigo de las necesidades. Por el contrario, queda
funcional-mente, y con la fortuna el poseedor, expuesto a la necesidad de pérdida
desmesurada que existe en estado endémico en un grupo social.
La producción y el consumo no suntuario que condicionan la riqueza aparecen así en
tanto que utilidad relativa.

 



4. El gasto funcional de las clases ricas

La noción del potlatch propiamente dicho debe quedar reservada a los gastos de tipo
agonístico que se hacen por desafío, que entrañan contrapartidas y, más precisamente
aún, a aquellas formas de gasto que las sociedades arcaicas no distinguen del
intercambio.
Es importante saber que el intercambio, en su origen, fue inmediatamente subordinado a
un fin humano, aunque es evidente que su desarrollo ligado al progreso de los modos de
producción no comenzó más que en el estadio en el que esta subordinación dejó de ser
inmediata. El principio mismo de la función de producción exige que los productos sean
sustraídos a la pérdida, al menos provisionalmente.
En la economía mercantil, los procesos de intercambio tienen un sentido adquisitivo. Las
fortunas no se ponen ya en una mesa de juego y se convierten en relativamente estables.
Solamente en la medida en que la estabilidad queda asegurada, y cuando ni siquiera
unas pérdidas considerables pueden ponerla en peligro, llegan a someterse al régimen de
gasto improductivo. Los componentes elementales del potlatch se encuentran, en estas
nuevas condiciones, bajo formas que ya no son tan directamente agonísticas3. El gasto
sigue siendo destinado a adquirir o mantener el rango, pero en principio no tiene por
objeto, ya, hacérselo perder a otro.
Cualesquiera que sean estas atenuaciones, el rango social está ligado a la posesión de
una fortuna, pero aún con la condición de que la fortuna sea parcialmente sacrificada a los
gastos sociales improductivos tales como las fiestas, los espectáculos y los juegos.
Remarquemos que, en las sociedades salvajes, en las que la explotación del hombre por
el hombre es todavía débil, los productos de la actividad humana no afluyen solamente
hacia los ricos en razón de los servicios de protección o dirección sociales que, al parecer,
prestan sino, también, en razón de los gastos espectaculares de la colectividad a los que
deben hacer frente. En las sociedades llamadas civilizadas, la obligación funcional de la
riqueza no ha desaparecido más que en una época relativamente reciente. La decadencia
del paganismo entrañó la de los juegos y los cultos a los que los romanos ricos debían
obligatoriamente hacer frente. Por esto es por lo que se ha podido decir que el
cristianismo individualizó la propiedad, dando a su poseedor una plena disposición de sus
productos y aboliendo su función social. Al abolir esta función, al menos en tanto que
obligatoria, el cristianismo sustituyó los gastos paganos exigidos por la costumbre por la
limosna libre, bien bajo la forma de donaciones extremadamente importantes a las
iglesias y, más tarde, a los monasterios. Las iglesias y los monasterios asumieron
precisamente en la Edad Media la mayor parte de la función espectacular.
Hoy las formas sociales grandes y libres del gasto improductivo han desaparecido. Sin
embargo, no debemos concluir por ello que el principio mismo del gasto improductivo
haya dejado de ser el fin de la actividad económica.
Semejante evolución de la riqueza, cuyos síntomas tienen el sentido de la enfermedad y
el abatimiento, conduce a una vergüenza de sí mismo y, al mismo tiempo, a una
mezquina hipocresía. Todo lo que era generoso, orgiástico y desmesurado ha
desaparecido. Los actos de rivalidad, que continúan condicionando la actividad individual,
se desarrollan en la oscuridad y se asemejan a vergonzosos regüeldos. Los
representantes de la burguesía muestran un comportamiento pudoroso; la exhibición de
riquezas se hace ahora en privado, conforme a unas convenciones enojosas y
deprimentes. De otra parte, los burgueses de la clase media, los empleados y los
pequeños comerciantes, que cuentan con una fortuna mediocre o ínfima, han acabado de
envilecer el gasto ostentatorio, que ha sufrido una especie de parcelación, y del que ya no
queda más que una multitud de esfuerzos vanidosos ligados a rencores fastidiantes.
No obstante, tales simulacros se han convertido, con pocas excepciones, en la principal
razón de vivir, de trabajar y de sufrir para todos aquellos que no tienen coraje para
someter su herrumbrosa sociedad a una destrucción revolucionaria. Alrededor de los
bancos modernos, como alrededor de los kwakiutl, el mismo deseo de deslumbrar anima
a los individuos y los involucra en un sistema de pequeñas vanidades que ciegan a unos
contra otros como si estuvieran ante una luz muy fuerte. A algunos pasos del banco, las
joyas, los vestidos, los coches esperan en los escaparates el día que servirán para
aumentar el esplendor de un siniestro industrial y de su vieja esposa, más siniestra aún.
En un grado inferior, péndulos dorados, aparadores de comedor, flores artificiales
prestarán servicios igualmente inconfesables a reatas de tenderos. La emulación del ser
humano al ser humano se libera como entre los salvajes, con una brutalidad equivalente.
Sólo la generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida
espectacular que los ricos devolvían a los miserables.
En tanto que clase poseedora de la riqueza, que ha recibido con ella la obligación del
gasto funcional, la burguesía moderna se caracteriza por la negación de principio que
opone a esta obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar más
que para sí, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus gastos, cuando es
posible, a los ojos de otras clases. Esta forma particular es debida, en el origen, al
desarrollo de su riqueza a la sombra de una clase noble más potente que ella. A estas
concepciones humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones
racionalistas que la burguesía ha desarrollado a partir del siglo XVII y que no tienen otro
sentido que una representación del mundo estrictamente económica, en sentido vulgar,
en el sentido burgués de la palabra. La aversión al gasto es la razón de ser y la
justificación de la burguesía y, al mismo tiempo, de su hipocresía tremenda. Los
burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un abuso
fundamental y, después de apropiarse del poder, se han creído, gracias a sus hábitos de
disimulo, en situación de practicar una dominación aceptable por las clases pobres. Y es
justo reconocer que el pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en
la medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses les es
imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su innoble rapacidad, tan
horriblemente mezquina que la vida humana queda degradada sólo con su presencia.
Frente a los burgueses, la conciencia popular se reduce a mantener profundamente el
principio del gasto, representando la existencia burguesa como la vergüenza del hombre y
como una siniestra anulación.



5. La lucha de clases

Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto, coherentemente con la razón propia del
cálculo, la sociedad burguesa no ha conseguido más que desarrollar la mezquindad
universal. La vida humana no vuelve a encontrar la agitación, según las exigencias de
necesidades irreductibles, más que en el esfuerzo de quienes desorbitan las
consecuencias de las concepciones racionalistas corrientes. Los modos de gasto
tradicional se han atrofiado, y el suntuario tumulto viviente se ha refugiado en el
desencadenamiento sorprendente de la lucha de clases.
Los componentes de la lucha de clases están presentes en la evolución del gasto desde
el período arcaico. En el potlatch, el rico distribuye los productos que le entregan los
miserables. Busca elevarse por encima de un rival rico como él, pero el último peldaño de
la elevación a la que aspira no tiene otro objetivo que alejarlo aún más de la naturaleza de
los miserables. De este modo, el gasto, aunque tiene una función social, empieza por ser
un acto agonístico de separación, de apariencia antisocial. El rico consume lo que pierde
el pobre creando para él una categoría de decadencia y de abyección que abre la vía a la
esclavitud. Por tanto, es evidente que, de la herencia indefinidamente transmitida desde el
suntuario mundo antiguo, el moderno ha recibido el legado de esta categoría, actualmente
reservada a los proletarios. Sin duda, la sociedad burguesa, que pretende gobernarse
siguiendo principios racionales, que tiende, además, por su propio movimiento, a
conseguir una cierta homogeneidad humana, no acepta sin protesta una división que
parece destructiva del hombre mismo, pero es incapaz de llevar la resistencia más allá de
la negación teórica. Da a los obreros derechos iguales a los de los amos y anuncia esta
igualdad inscribiendo ostensiblemente la palabra sobre los muros. Sin embargo, los amos,
que actúan como si ellos fueran la expresión de la sociedad misma, están preocupados -
más gravemente que por cualquier otro problema- por dejar constancia de que no
participan en nada de la abyección de los hombres a quienes dan empleo. El fin de la
actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es producir para
condenar a los productores obreros a una descomunal miseria. Pues no existe ninguna
disyunción posible entre la cualificación buscada en los modos de gasto propios del
patrón, que tiende a elevarse muy por encima de la bajeza humana y la bajeza misma, de
la cual ésta cualificación es función.
Oponer a esta concepción del gasto social agonístico la representación de los numerosos
esfuerzos burgueses tendientes a mejorar la suerte de los obreros no es más que la
expresión de la infamia de las modernas clases superiores, que no tienen el valor de
reconocer sus destrucciones. Los gastos realizados por los capitalistas para socorrer a los
proletarios y darles la oportunidad de elevarse en la escala humana no testimonian más
que la impotencia -por extenuación- para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez
que tiene lugar la pérdida del pobre, el placer del rico se encuentra poco a poco vaciado
de su contenido y neutralizado, colocándolo ante una especie de indiferencia apática. En
estas condiciones, a fin de mantener, a pesar de elementos (sadismo, piedad) que
tienden a perturbarlo, un estado neutro que la apatía misma hace relativamente
agradable, puede ser útil compensar una parte del gasto que engendra la abyección con
un gasto nuevo tendiente a atenuar los resultados de la primera. El sentido político de los
patronos, junto a ciertos desarrollos parciales de prosperidad, ha permitido dar a veces
una amplitud notable a este proceso de compensación. Así es como, en los países
anglosajones, en particular en los Estados Unidos de América, el proceso primario no se
produce más que a expensas de una parte relativamente débil de la población y como, en
una cierta medida, la clase obrera misma ha sido llevada a participar en él (sobre todo
cuando ello estaba facilitado por la existencia previa de una clase como la de los negros,
tenida por abyecta de común acuerdo). Pero estas escapatorias, cuya importancia está,
por otra parte, estrictamente limitada, no modifican en nada la división fundamental de las
clases de hombres en nobles e innobles. El juego cruel de la vida social no varía a través
de los diversos países civilizados en los que el esplendor insultante de los ricos pierde y
degrada la naturaleza humana de la clase inferior.
Hay que añadir que la atenuación de la brutalidad de los amos que, por otra parte, no
descansa tanto sobre la destrucción como sobre las tendencias psicológicas a la
destrucción - corresponde a la atrofia general de los antiguos procesos suntuarios que
caracteriza a la época moderna.
La lucha de clases se convierte, por el contrario, en la forma más grandiosa de gasto
social, en la medida que es retomada y desarrollada, esta vez por cuenta de los obreros,
con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos.



George Bataille y Henry Cartier Bresson: seminaristas




6. El cristianismo y la revolución

Al margen de la revuelta, a los atosigados miserables les ha sido posible rehusar la
participación moral en el sistema de opresión de unos hombres por otros. En ciertas
circunstancias históricas rehusaron, en particular por medio de símbolos más
contundentes aún que la realidad, rebajar la “naturaleza humana” entera hasta una
ignominia tan horrible que el placer de los ricos en provocar la miseria de los demás se
hacía, de golpe, demasiado agudo para ser soportado sin vértigo. Se ha instituido así,
independientemente de las formas rituales, un intercambio de desafíos exasperados,
sobre todo del lado de los pobres, un potlatch en el que la escoria real y la inmundicia
moral descubiertas han rivalizado de un modo espectacular con todo lo que el mundo
contiene de riqueza, de pureza o de esplendor. Con esta clase de convulsiones
espasmódicas se ha abierto una salida excepcional por la desesperanza religiosa que
había en la explotación sin reserva.
Con el cristianismo, la alternancia de exaltación y de angustia, de suplicios y de orgías
que constituyen la vía religiosa, se plantea un contexto más trágico, confundiéndose con
una estructura social enferma, desgarrándose ella misma con la crueldad más sórdida. El
canto de triunfo de los cristianos magnifica a Dios porque ha entrado en el juego cruento
de la guerra social, porque “ha despeñado a los poderosos de lo alto de su grandeza y
exaltado a los miserables.
Los místicos asocian la ignominia social, la ruina cadavérica del crucificado con el
esplendor divino. Así es como el culto asume la función de total oposición de fuerzas de
sentido contrario, repartidas de tal modo entre ricos y pobres que los unos llevan a los
otros a la pérdida. El culto se une estrechamente a la desesperanza terrestre, no siendo el
mismo más que un epifenómeno del odio sin medida que divide a los hombres, pero un
epifenómeno que tiende a suplantar el conjunto de procesos divergentes que resume.
Según las palabras atribuidas a Cristo, que decía que él había venido a dividir, no a
reinar, la religión no busca, pues, en absoluto, hacer desaparecer lo que otros consideran
como la calamidad humana. En su forma inmediata, en la medida en que su movimiento
ha quedado libre, la religión se encenaga, por el contrario, en una inmundicia
indispensable a sus tormentos extáticos.
El sentido del cristianismo viene dado por el desenvolvimiento de las consecuencias
delirantes del gasto de clases, por una orgía agonística mental practicada a expensas de
la lucha real.
Sin embargo, cualquiera que sea la importancia que la lucha tenga en la actividad
humana, la humillación cristiana no es más que un episodio en la lucha histórica de los
innobles contra los nobles, de los impuros contra los puros. Como si la sociedad,
consciente de su desquiciamiento intolerable, hubiera estado por un tiempo ebria, a fin de
gozarlo sádicamente. Pero la ebriedad más pesada no ha podido borrar las
consecuencias de la miseria humana y, aunque las clases explotadas se opongan a las
clases superiores con una lucidez creciente, ningún límite concebible puede ponerse al
odio. En la agitación histórica, sólo la palabra Revolución domina la confusión reinante y
comporta promesas que responden a las exigencias ilimitadas de las masas. Una simple
ley de reciprocidad social exige que a los amos, a los explotadores, cuya función social
consiste en crear formas despreciables, excluyentes de la naturaleza humana -tal como
esta naturaleza existe en el límite de la tierra, es decir, del barro- se les entregue al
miedo, al gran atardecer en el que sus bellas frases quedarán cubiertas por los gritos de
muerte de los amotinados. Es la esperanza sangrienta que se confunde cada día con la
existencia popular y que resume el contenido insobornable de la lucha de clases.
La lucha de clases no tiene más que un fin posible: la pérdida de quienes han trabajado
por perder a la “naturaleza humana”.
Cualquiera que sea la forma de desarrollo elegida, sea ésta revolucionaria o servil, las
convulsiones generales constituidas durante dieciocho siglos por el éxtasis religioso
cristiano y, en nuestros días, por el movimiento obrero, deben ser consideradas
igualmente como una impulsión decisiva que constriñe a la sociedad a utilizar la exclusión
de unas clases por otras para realizar un modo de gasto tan trágico y tan libre como sea
posible, al mismo tiempo que a introducir formas sagradas tan humanas que las formas
tradicionales lleguen a ser comparativamente despreciables. Es el carácter cambiante de
estos movimientos lo que atestigua el valor humano total de la Revolución obrera,
susceptible de actuar por sí misma con una fuerza tan constrictiva como la que dirige a los
organismos elementales hacia el sol.

 



7. La insubordinación de los hechos materiales

La vida humana, distinta de su existencia jurídica, y tal como tiene lugar, de hecho, sobre
un globo aislado en el espacio celeste, en cualquier momento y lugar, no puede quedar,
en ningún caso, limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones racionales.
El inmenso trabajo de abandono, de desbordamiento y de tempestad que la constituye
podría ser expresado diciendo que la vida humana no comienza más que con la quiebra
de tales sistemas. Al menos, lo que ella admite de orden y de ponderación no tiene
sentido más que a partir del momento en el que las fuerzas ordenadas y ponderadas se
liberan y se pierden en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre lo que sea posible
hacer cálculos. Sólo por una insubordinación semejante, incluso, aunque sea miserable,
puede la especie humana dejar de estar aislada en el esplendor incondicional de las
cosas materiales.
De hecho, de la forma más universal, aisladamente o en grupo los hombres se
encuentran constantemente comprometidos en procesos de gasto. La variación de las
formas no entraña alteración alguna de los caracteres fundamentales de estos procesos
cuyo principio es la pérdida. Una cierta excitación, cuya intensidad se mantiene en el
curso de las alternativas en un estiaje sensiblemente constante, anima las colectividades
y las personas. En su forma acentuada, los estados de excitación, que son asimilables a
estados tóxicos, pueden ser definidos como impulsiones ilógicas e irresistibles al rechazo
de bienes materiales o morales, que habría sido posible utilizar racionalmente (según el
principio de la contabilidad). A las pérdidas así realizadas se encuentra unida -tanto en el
caso de la “hija perdida” como en el del gasto militar- la creación de valores
improductivos, de los cuales el más absurdo y al mismo tiempo el que provoca más
avidez es la gloria. Junto con la ruina, la gloria, bajo formas siniestras o deslumbrantes, no
ha dejado de dominar la existencia social y hace imposible emprender nada sin ella, a
pesar de que está condicionada por la práctica ciega de la pérdida personal o social.
Y así es como la inmensa quiebra de la actividad arrastra a las intenciones humanas -
incluidas las que se asocian con las actividades económicas- hacia el juego cualificador
de la materia universal: la materia, en efecto, no puede ser definida más que por la
diferencia no lógica, que representa con relación a la economía del universo lo que el
crimen con relación a la ley. La gloria, que resume o simboliza (sin agotarlo) el objeto del
gasto libre, como nunca puede excluir el crimen, no se diferencia de la cualificación, sobre
todo si se considera la única cualificación que tiene un valor comparable al de la materia
de la cualificación insubordinada, lo cual no es la condición de ninguna otra.
Si se considera, por otra parte, el interés, coincidente tanto con la gloria (como con la
ruina), que la colectividad humana pone necesariamente en el cambio cualitativo realizado
constantemente por el movimiento de la historia, si se considera, en fin, que este
movimiento no puede contener ni conducir a una objetivo limitado, es posible, una vez
abandonada toda reserva, asignar a la utilidad un valor relativo. Los hombres aseguran su
subsistencia o evitan el sufrimiento no porque estas funciones impliquen por sí mismas un
resultado suficiente, sino para acceder a la función insubordinada del gasto libre.



Notas
1 Este estudio se publicó en el Nº 7 de “La critique sociale”, enero de 1933. Fue tomado de  www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS  para este blog.
2 Sobre el potlatch véase, sobre todo, MAUSS, “Ensayo sobre el don, forma arcaica del intercambio”, en
“L’Année sociologique”, 1925. (Existe versión española en Marcel Mauss “Sociología y antropología”, Tecnos,
Madrid 1979, pp. 155-258).
3 En el sentido de comportar rivalidad y lucha.

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