sábado, 1 de noviembre de 2014



De la hermenéutica como teoría de la interpretación

a una concepción hermenéutica de   la filosofía [1]


Ezra Heymann





El objetivo principal de esta ponencia es considerar las involucraciones de la hermenéutica, entendida como teoría de la interpretación de textos y obras, con teorías del significado y ontologías. Su objetivo secundario es ofrecer argumentos a favor de ciertas opciones, a la vez hermenéuticas y ontológicas, que se quieren sugerir con la expresión “concepción hermenéutica de la filosofía”.
El debate hermenéutico es desde luego multilateral. Para focalizarlo tomaremos como eje la elaboración de una teoría hermenéutica realizada por Gadamer en Verdad y Método (Ediciones Sígueme, Salamanca, 1977) y el esbozo de una concepción opuesta a ella, que asoma muy frecuentemente, pero que ha recibido su formulación más representativa en la obra de Eric Donald Hirsch, Jr.,  Validity in Interpretation (Yale University Press, New Haven, 1967).
La hermenéutica gadameriana puede ser caracterizada por un conjunto de postulados. Pero como todos estos postulados han de salir de mi boca, Gadamer debe ser liberado de toda responsabilidad por las formulaciones aquí propuestas, y desde luego, por los comentarios que se harán al respecto.
Podemos formular el primer postulado con el señalamiento de que la interpretación es posibilitada por la cosa o el asunto que es común al intérprete y al autor interpretado. Entiendo que “asunto o cosa en común” o “comunidad en la cosa” comporta al mismo tiempo tres significados. Aquello de que está hablando el autor debe ser conocido por el interprete o debe estar en la prolongación de la típica de sus experiencias de objetos, como lo expresa Husserl a propósito de los que llamamos “mundo”. Para entender la oración “Está lloviendo” no hace falta saber si la oración es verdadera o falsa; por el contrario, sólo después de haberla comprendido puede plantearse la pregunta acerca de su verdad. Pero si la comprensión de la frase es de este modo condición previa del conocimiento que ella pudiera trasmitir, comprender la frase presupone conocer el tipo de cosas de que está hablando. En el ejemplo dado, debo saber qué sería el caso si efectivamente estuviera lloviendo, sea por mi experiencia en lluvias, sea por lo que puedo construir a partir de mis experiencias.
No es sin embargo este concepto husserliano de mundo el que está presente en la referencia gadameriana a una cosa común, sino otras dos ideas. La cosa o el asunto, esto no es simplemente algo con lo cual meramente topamos y nos familiarizamos finalmente, sino que llega a significarnos algo, que constituye una cuestión que nos interesa, algo relevante en nuestra vida, un objeto de nuestra preocupación y reflexión. El requisito de conocer por nuestra parte, como interpretes, las cosas de las cuales habla el autor, se complementa entonces con el requisito de poder conocer también las relevancias que el autor da a las cosas conocidas en común.
Finalmente, el concepto de un objeto apunta a las posibilidades de la tematización verbal que permite retomar un mismo asunto en discursos varios. El concepto de Sache, cosa, expresa en la concepción de Gadamer la capacidad de consideración distanciada, por la cual el medio ambiente se trasforma en el mundo, dentro del cual es posible delimitar cosas con sus características objetivas. Gadamer señala como testimonio de la capacidad de consideración distante y objetiva no sólo el hecho de la pluralidad de los lenguajes, sino también, y ante todo, la posibilidad que ofrece cada unos de los idiomas de consideración múltiple y variada de cualquier asunto.
La cosa común que vincula al intérprete con el autor es entonces desde un primer punto de vista, una cosa conocida; desde un segundo, una cosa que interesa; y desde un tercero, una cosa que podemos comentar de múltiples maneras por medio de nuestro lenguaje.
El segundo postulado de la hermenéutica gadameriana atañe a la tensión existente entre la familiaridad con la visión del autor y la extrañeza que forzosamente experimentamos con respecto a ella; y sostiene que la distancia histórica entre intérprete y autor es hermenéuticamente fecunda. Podemos agregar que es necesaria, hasta el punto de que aún las autointerpretaciones requieren una cierta distancia y parten de la dificultad de articular una comprensión, así como requieren el apoyo den perspectivas y conceptualizaciones nuevas. Recordamos a este respecto lo señalado por Merleau-Ponty: “La trascendencia de los momentos del tiempo funda y compromete al mismo tiempo la racionalidad de mi historia.” La funda porque abre la oportunidad de reflexión y de superar la opacidad del presente; la compromete, por cuanto el nuevo presente padecerá de la misma imposibilidad de captarse a sí mismo en trasparencia. Si bien no podemos decir, anotará Gadamer, que entendemos el pensamiento pasado mejor que éste se entendía a sí mismo, debemos decir que entenderlo es entenderlo de otra manera que la que constituía la autocomprensión de aquél.
Sin embargo, el parangón entre la posibilidad las dificultades de la autointerpretación y las de la interpretación propiamente histórica no debe hacernos olvidar que los términos en tensión –familiaridad y extrañeza- se distribuyen de diversas maneras en ambos casos: si la autointerpretación es dificultada por la excesiva familiaridad y la distancia reducida con respecto a uno mismo, la interpretación histórica suele luchar, por el contrario, con la lejanía del lenguaje del autor, y con la incompletud de nuestro conocimiento del contexto tácitamente presupuesto por éste. El trabajo de la interpretación es, de esta manera, un trabajo en dos frentes simultáneos: la reconstrucción del contexto del autor y la búsqueda de los medios de interpretación en el propio contexto del intérprete, que ha de poder acoger en éste la interpelación, las sugerencias y el cuestionamiento que provienen del pensamiento estudiado. La concepción de Gadamer se caracteriza por sostener que la interpretación tiende a una “fusión de los horizontes” del intérprete y del interpretado y, al mismo tiempo, la necesidad del estudio del contexto propio de éste. Entiendo que con esto está apuntada también la diferencia entre dos direcciones posibles del estudio. Así señala Gadamer que las ejecuciones musicales horizontales, que tratan principalmente de reproducir sonoridad original con la cual debe haber contado el compositor, no son tan fieles como piensan, y arriesgan caer, como toda tentativa de imitación, más bien en una falsificación. En forma similar, se podría decir que el modo más seguro de dar una idea aberrante del pensamiento de un filósofo consiste en repetir meramente sus palabras. Con esto no se quiere de ninguna manera negar el interés de la pesquisa histórica. Pero el ejemplo referido muestra que Gadamer la subordina finalmente a la capacidad de apropiación del intérprete, a su capacidad de ofrecer una versión de la obra que pueda asumir como la más significativa.
De este modo queda implícitamente admitida la existencia de dos tipos diferentes de estudios humanísticos: Gadamer se opone a que en las escuelas artísticas predomine un criterio historizante, pero no obviamente que predomine ese criterio en las escuelas de historia.
Estas consideraciones nos llevan a una discusión de lo que podemos considerar como el tercer postulado gadameriano: la historicidad como modo de ser tanto de la obre como de sus diversas interpretaciones. Lo que se entiende aquí por historicidad se podrá aclarar sólo tomando en cuenta el simultáneo rechazo del historicismo, expresado en el ejemplo musical o en expresiones como la de que Dilthey nunca logro liberarse del historicismo (historismus). El historicismo, al querer correlacionar estrictamente un pensamiento con un momento histórico, debería negar, si fuese consecuente, la relevancia de ese pensamiento para nosotros, o explicar su fuerza interpelativa, que se renueva en otros momentos históricos, reduciéndola a un malentendido. La tesis de la historicidad sostiene en cambio que, en lo que atañe al autor y al acto histórico, éste contiene una comprensión que no es algo acabado, sino que se continúa en el tiempo, requiriendo reelaboraciones; de tal manera que la misma actividad del intérprete pueda ser entendida como prolongación del pensamiento de aquel acaecer histórico extendido en el tiempo. Partiendo del intérprete, la tesis de la historicidad hace hincapié en que su propio pensamiento sea reconocido como constituido por las tradiciones en las cuales se inserta, antes de poder operar cualquier distanciamiento; de tal manera que aun la distancia que logra en cada caso tendrá sus apoyos históricos. Toda revolución, sostiene Gadamer, busca sus tradiciones.
De este modo se introduce el concepto de historia efectual. Se trata sin suda de una tesis diltheyana: el pensamiento que interpretamos es inseparablemente sentido y fuerza, fuerza cuyo impacto el intérprete acusa. Pero a pesar de este contenido incuestionado suyo, la interpretación del concepto de historia efectual se constituye en uno de los nudos en los cuales tienen que separarse los espíritus. Podría tratarse  de la tesis de que el estudio histórico ha de descubrir los procesos y las líneas causales que determinan el pensamiento histórico y el pensamiento de uno mismo. En realidad, encontramos en toda clase de consideraciones históricas enunciados del tipo: sin el pensamiento de A no hubiera podido surgir el pensamiento de B; y realmente, constituiría un exceso de meticulosidad abstenerse de decir “Este libro fue muy importante para mí”, siendo claro que es este contexto “importante” tiene un significado con fuerte componente causal. Enunciados de este tipo señalan más bien el hecho de que conferimos importancia al suceso o a la obra, una importancia en la cual no podemos percibir por separado el sentido y el poder causal. La tesis de la historicidad quiere precisamente excluir la posibilidad de un pensamiento que se contemplara a sí mismo cono de afuera, de modo que pudiera al mismo tiempo adherir a un pensamiento, nutrirlo, y considerarlo como determinado en forma puramente extrínseca.
De este modo entiendo que “historia efectual” no puede querer decir un historia que verifica cuál pensamiento es efecto de otro, sino una que verifica la vigencia del pensamiento pasado y se sabe perteneciente a su historia precisamente por cuanto no es posible deslindar totalmente el sentido de la serie de sus expresiones históricas, siendo así que sólo a partir de éstas podemos articular un sentido nuevo.
Sin embargo, al asociarse con la tesis de que el estudio histórico se ubica dentro de la misma secuencia histórica estudiada se plantea inmediatamente la pregunta acerca de cómo debe concebirse estudio de otras culturas que se desarrollaron en líneas independientes de la nuestra: La respuesta que podemos dar es que ya el aprendizaje de un idioma ajeno al nuestro requiere en última instancia un tipo de contacto que implica estar involucrado en prácticas comunes y actos de comunicación por los cuales se produce un entronque de las dos culturas,  aun cuando sea en fecha reciente. Ahora, el hecho de que en la historia de la humanidad han tenido peso decisivo los contactos interculturales muestra que una hermenéutica debe asumir finalmente hipótesis pertenecientes a una teoría antropológica, obviamente incompatibles con un culturalismo radical o un historicismo análogo. Es por cierto alarmante que Verdad y Método no menciona siquiera este problema, lo que indica  (a pesar de sus críticas) su trasfondo historicista; pero es tanto más significativo que después de Verdad y Método Gadamer se haya dedicado, junto con Vogler, a organizar una obra colectiva de antropología filosófica.
La estrecha relación establecida por nuestro autor entre comprensión, interpretación y aplicación tuvo que aparecer a muchos como una negación de toda objetividad en el campo de las ciencias filológicas e históricas. Un portavoz articulado y representativo de esta preocupación es Eric Hirsch en su libro Validity in Interpretation.
Una obra tiene inevitablemente una relevancia o significatividad (significance) diferente para cada uno de sus lectores, ya que depende justamente de las relaciones en las cuales la pone, de las asociaciones que puede despertar en él, y del provecho que él en particular le puede sacar. Esta dimensión coincide con lo que Gadamer llama la aplicación. Pero por más que sea muy diferente la virtud evocativa e instructiva que un texto tiene para intérpretes diversos, pertenecientes eventualmente a períodos históricos diversos, Hirsch piensa que deben poder ser capaces de ponerse de acuerdo acerca de qué es lo que el autor quiso decir, cuál es simplemente el sentido de una frase, su meaning, a diferencia de su significance, de la significatividad múltiple que un hecho tiene para alguien.
Como todo aquel que ha leído a Reichenbach o a Popper, Hirsch señala que, por cierto, no hay método para encontrar o adivinar el sentido de un texto, pero sí cabe una investigación metódica que permita corroborar o descartar las ideas surgidas, que son hipótesis acerca del sentido del texto. Esto constituye la metodología literaria: el examen en base al cual podemos aceptar o rechazar la corrección de nuestras atribuciones de sentido más o menos espontáneas a frases, textos y obras.
Lo que un texto quiere decir no es para Hirsch una cuestión psicológica. Lo pensado, lo creído, lo querido o temido es una entidad objetiva, una formación bien determinada, idéntica a sí misma, independiente del interés variado que pueda suscitar. Con Husserl Hirsch distingue el acto de pensar –la noesis- y lo pensado –el noema-.   Ahora bien, Hirsch es lo suficientemente lúcido como para tomar en cuenta que el noema –idéntico para él con el sentido- queda expuesto y articulado por los intérpretes con medios lingüísticos cambiantes. Él no cae en la torpeza de pensar que una interpretación ideal de Kant será formulada en términos de la misma filosofía de Kant, con lo cual sólo se lograría producir una especie de pastiche, un texto que imita las peculiaridades y los tics del autor. La distinción entre sentido o significado y significatividad (o relevancia) da por esta razón lugar a una distinción de tres términos entre 1) la comprensión, como captación del noema intentado, 2) su explicación, en el sentido en que se dice de un profesor que explica un concepto, y 3) la crítica, en el sentido en que hablamos de crítica literaria: un comentario que evalúa o que ayuda a la apreciación de la obra.
Pero esta lucidez de Hirsch hace que la distinción inicial entre meaning y significance pierda su fuerza convincente. Si no se trata sólo de captar un sentido sino también describirlo, clasificarlo, esto es, interpretarlo por medio de conceptos disponibles, entonces se arruina la misma idea de una captación simple o de un simple nombrar un objeto que es el objeto intencional de alguien, que el intérprete sólo puede conjeturar cuál es, pero del cual se supone que el autor, que se dirige intencionalmente a él en forma primaria, tiene un acceso directo, frontal e inmediato, por el mismísimo acto de pensarlo. Si se admite la tarea de explicación conceptual, entonces el peso de la interpretación pasa a ésta, y la captación del sentido pasa a ser sólo una premonición de una dirección posible de la explicación conceptual. Ésta, por otra parte, no puede mantenerse inmune a cuestiones de relevancia, ya que constituye una elección de asuntos con los cuales ha de ser relacionado lo expresado por el autor. Por ejemplo, si los comentaristas actuales reconocen en la teoría de las proporciones del libro V de Euclides (que se le atribuye a Eudoxo) una versión exacta de la teoría de los números irracionales de Dedekind, entonces esta conceptualización es también un señalamiento de relevancia: la identificación con la doctrina contemporánea hace que se multipliquen las relaciones que determinan para nosotros el sentido mismo de la doctrina antigua, al mismo tiempo que permite conocer y apreciar la modalidad propia del razonamiento de Eudoxo. La historia de la recepción del libro V de Euclides a través de los siglos es un muy buen ejemplo de cómo la capacidad de dar cuenta de lo que se dice es inseparable de la capacidad de apreciarlo.
En la concepción de Hirsch, que considera el sentido como una entidad que mantiene su identidad independientemente de las explicaciones conceptuales que se dan de ella, es bien reconocible una cierta forma del pensamiento ontológico, que admite tanto variantes empiristas como platonizantes. La meta del análisis filosófico consiste, para esta concepción, en hacer presente los objetos últimos y básicos de la respectiva ontología, objetos últimos con respecto a los cuales ya no cabe sino captarlos, nombrarlos y registrarlos.
La adhesión a una ontología de este tipo explica la visión que tiene en Hirsch a uno de sus representantes. En esta concepción el noema es un bien determinado pensamiento, y si éste puede ser explicado de diversas maneras, estas explicaciones constituyen tan sólo diversas maneras de designar o nombrar un objeto dado independientemente, de tal manera que su conocimiento final es la pura presencia de un objeto, cara a cara con un sujeto.
Esta ontología está muy difundida. Está en la base de todas las teorías del significado para las cuales el significado de un nombre es una regla que permite correlacionar el nombre con ciertos objetos, o en otra formulación, que nos lleva del nombre de ciertos objetos. Concepción obvia y sin embargo asombrosa, ya que es más obvio todavía que la función específica del lenguaje no es la de apuntar a ciertos objetos e individualizarlos, sino la de decir algo acerca de ellos. Decir algo de ellos, esto es señalar alguna relevancia del objeto, dar una respuesta a ciertas incógnitas nuestras con respecto a lo que se representa.
Digámoslo bien claro: El puro encarar con los ojos grandemente abiertos e inmóviles no tiene ningún  parecido con el conocimiento, aun cuando se tratara de un ojo mental. O más exactamente, la expresión “el ojo del espíritu” atestigua justamente esta asombrosa confusión del conocimiento con el registro de algo presente. La palabra “conocimiento” o la de “información” pierden todo sentido si no quedan referidas a un conocedor con su campo de incertidumbre, dentro del cual algunas incertidumbres en particular quedan despejadas. Aun el concepto de registro presupone una gama de reacciones posibles que es este caso son inscripciones con las cuales el aparato registrador puede responder a la acción que se ejerce sobre él. Podemos imaginar así una máquina que registra los colores que se le presentan, produciendo para cada objeto que se le presenta una de las reacciones que constituyen su repertorio. Ahora, es evidente que esta primera aproximación al concepto de conocimiento es todavía enormemente deficiente. Podemos almacenar información en una computadora o en un fichero, pero no tenemos ningún motivo para decir que tenemos un fichero muy informado, por más que en él sesudas teorías. El mínimo que se requiere para poder decir que se trata de conocimiento es que lo registrado pueda ser utilizado oportunamente en relación con los objetos a los cuales se refiere. El concepto de conocimiento así obtenido es coextensivo con el aprendizaje animal y es extensible a máquinas que aprenden tratando objetos. Para alcanzar un concepto de conocimiento aplicable específicamente a actividades humanas habría que agregar por lo menos un requisito más al modelo previo: Además de poder registrar predicados relacionados con objetos y modificar su conducta con respecto a los objetos en base a los registros previamente hechos, el conocedor debería poder comentar los predicados que adjudica a los objetos en un doble sentido: reevaluar los méritos en base a los cuales quedan adjudicados y examinar los alcances de los predicados a los efectos de las prácticas que ellos informan, así como a lo que atañe a las implicaciones que podemos establecer entre los predicados. De esta manera se abre un proceso ilimitado de reflexión (autorreferencia y autocomentario) que tiene como consecuencia que los predicados dejen de formar un repertorio fijo de respuestas y den lugar a la creación de predicados nuevos y con ello a una modificación de su sistema.
Es aquí, en la actividad de comentar predicados usados por uno mismo o por otros que se afinca el concepto de interpretación, y es también a partir de aquí que podremos explicar el concepto de filosofía. No es, seguramente, el cometido propio de la filosofía establecer lo que es del caso, decir lo que hay, sino a lo sumo estudiar los conceptos mediante los cuales decimos, eventualmente, qué hay. Y aún esta descripción es demasiado amplia, ya que también de buena parte de la física se puede decir que ella no está constituida por proposiciones existenciales o singulares, sino por proposiciones universales, que forman un sistema de conceptos por medio del cual podemos estudiar la realidad. Pero en la medida en la cual una ciencia o una disciplina humanística no introduce solamente términos nuevos en base a reglas establecidas, sino que discute el significado que van adquiriendo los términos y se hacen propuestas para su reinterpretación, en esta medida su actividad se vuelve filosófica. Pero al volverse filosófica no deja de ser física, o filología, o historia. Sólo se podrá indicar como actividad específicamente filosófica el estudio de las condiciones generales de la actividad de autointerpretación, en el sentido señalado del término.
A este respecto no debe llevar a engaño el concepto de ontología. Pronunciarse acerca de qué entidades están en existencia, no es el cometido de la ontología, sino de los inventarios de todo tipo. La pregunta ontológica no es acerca de lo que hay, sino acerca de cómo entender el sentido de la palabra “es”, ya existencial, ya como forma predicativa, y el sentido de expresiones que tienen un oficio parecido. Así concibió Aristóteles el objeto de aquella parte de su filosofía primera que hoy llamamos ontología. El problema ontológico es el de la interpretación de las determinaciones cognoscitivas, a las cuales pertenecen las expresiones ontológicas, y no puede plantearse sino en el nexo de una teoría del conocimiento. Se trata de darnos cuenta de que “es” y “hay” no poseen ninguna claridad última y no se explican por sí mismos, sino por su lugar en el conjunto de la experiencia y del conocimiento. 






[1] Ponencia presentada en el Coloquio sobre Hermenéutica, realizado en la sede de la UCAB, Caracas, 1987, y publicado en Cuadernos Venezolanos de Filosofía, UCAB, No. 1, 1989, pp. 46-54.

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