domingo, 1 de septiembre de 2019

LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD
Theodor W. Adorno

Filosofía Clínica ha querido no dejar pasar la celebración de los ciento dieciséis  años del  nacimiento  de este

 imprescindible filósofo alemán del siglo XX. Para ello nos 

hemos planteado en recordarlo este mes con uno de sus 

ensayos más polémicos y poco comentado, y menos 

estudiado por los críticos de la cultura y de la sociedad

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Expresiones como "crítica de la cultura" o "crítica cultural", y, sobre todo, su común adjetivo "crítico-cultural", tienen que molestar a todo aquel que esté acostumbrado a pensar con el oído y no sólo por ser, como "automóvil", un feo compuesto de étimos griegos y latinos, sino, principalmente, por sugerir una contradicción flagrante. AI crítico cultural no le sienta la cultura, pues lo único que debe a ésta es la desazón que le procura. El crítico cultural habla como si fuera representante de una intacta naturaleza o de un superior estadio histórico; sin embargo, él mismo participa necesariamente de esa entidad por encima de la cual se imagina egregiamente levantado. La insuficiencia del sujeto que en su innecesariedad y limitación pretende juzgar del poder del ser —esa insuficiencia del sujeto siempre flagelada por Hegel para servir a su apología del orden dado— resulta insoportable cuando el propio sujeto, hasta en su más íntima estructura, es fruto de la mediación del concepto mismo al que se enfrenta como sujeto independiente y soberano. Pero, por su contenido, la desmesura de la crítica de la cultura no se cifra tanto en una falta de respeto por lo criticado cuanto en su secreto, orgulloso y ofuscado reconocimiento. Casi inevitablemente da el crítico cultural la impresión de que él sí posee la cultura que se desprende de la existente. La vanidad del crítico se suma a la de la cultura: incluso en el gesto acusatorio mantiene el crítico enhiesta, incuestionada y dogmática, la idea de cultura. El crítico desplaza la dirección del ataque. Donde hay desesperación y vida inadecuada descubre hechos puramente espirituales, la manifestación de un estado de la conciencia humana, indicio de una decadencia de la norma de cultura. Insistiendo en ello, la crítica cae en la tentación de olvidar lo indecible, en vez de intentar, con toda la impotencia que se quiera, que se proteja al hombre de ese indecible.
La actitud del crítico cultural, gracias a la diferencia o distancia a que se coloca del mal y el desorden imperantes, le permite pasar teoréticamente por encima de éstos, aunque a menudo no consiga sino quedarse tras ellos. Lo que hace el crítico es articular la diferencia o distancia en el mismo dispositivo cultural que pretendía superar y que precisamente necesita de esa distancia para tomarse por cultura. El no juzgarse nunca lo suficientemente distinguida forma parte de las pretensiones de la cultura a la aristocracia y a la distinción, y con esas pretensiones se dispensa la cultura de someterse a la piedra de toque de las condiciones materiales de la vida. La hipertensión de la pretensión cultural, inmanente, sin duda, al movimiento del espíritu, aumenta la distancia a aquellas condiciones vitales materiales, en la medida misma en que va haciéndose cuestionable la dignidad de esa sublimación cuando se tienen en cuenta tanto la realización material posible como el amenazador aniquilamiento de innumerables seres humanos. El crítico cultural convierte en privilegio suyo esa aristocrática distinción de la cultura, pero destruye su legitimación al cooperar con ella en calidad de chinche pagada y honrada. Esto afecta sin duda al contenido de la crítica. Incluso el despiadado rigor con que la crítica enuncia la verdad acerca de la conciencia insincera sigue sujeto a la órbita de la misma entidad combatida cuyas manifestaciones contempla. Todo aquel que juega la carta de la superioridad respecto de algo tiene que sentirse siempre al mismo tiempo como miembro del edificio en cuyo último piso se encuentra. Si se hiciera la historia de la vocación del crítico en la sociedad burguesa, del crítico que ha llegado finalmente a crítico de la cultura, se descubriría sin duda en el origen un elemento usurpatorio del que Balzac, por ejemplo, podía tener aún conciencia. Los críticos profesionales eran ante todo "informadores": daban una orientación para moverse en el mercado de los productos espirituales. Por gracia de ese trabajo conseguían a veces cierta profunda comprensión de la cosa, pero seguían siendo, en definitiva, agentes del tráfico espiritual, de acuerdo, si no con todas las mercancías del mismo, sí al menos con toda la esfera como tal. Hoy siguen conservando huella de ello, incluso cuando han abandonado el papel de agentes. El que se les confiara el papel de expertos y luego el de jueces fue económicamente inevitable, pero además, casualmente, adecuado a la cosa misma. La agilidad que les proporcionaba posiciones de privilegio en la competencia —posiciones de privilegio porque, una vez alcanzadas, el destino de lo juzgado dependía ampliamente de su voto — suscita una apariencia de justificación técnica del juicio. Deslizándose hábilmente por todos los huecos y ganando en influencia con la difusión de la prensa, los críticos consiguieron la autoridad que su profesión finge preexistente. La petulancia del crítico se debe a que en las formas de la sociedad competitiva, en la que todo ser es ser accidental, ser para otra cosa, el crítico mismo se mide exclusivamente por su éxito en el mercado y es, por tanto, él mismo un producto del mercado. El conocimiento serio de las cosas y problemas no fue lo primario, sino, a lo sumo, producto secundario del éxito de agente en el mercado, y cuanto más carece el crítico de ese conocimiento objetivo, tanto más intensamente lo sustituye con pedantería y conformismo. Cuando en su mercadillo de la confusión — el arte — los críticos llegan a no entender una palabra de lo que juzgan y se rebajan gustosamente de nuevo a la categoría de propagandistas o censores, se consuma en ellos la inicial insinceridad de su industria. El privilegio de que disfrutan por lo que hace a la información y a la posibilidad de tomar posición les permite enunciar sus opiniones como si fueran la objetividad misma. Pero se trata exclusivamente de la objetividad del espíritu que domina en el momento. Los críticos ayudan también a tejer el velo.
El concepto de la libertad de opinión y expresión, incluso el de la libertad espiritual en la sociedad burguesa, concepto en el que se basa la crítica de la cultura, tiene su propia dialéctica. Mientras se liberaba de la tutela teológico-feudal, el espíritu, a causa de la progresiva socialización de todas las relaciones entre los hombres, sucumbió crecientemente a un anónimo control ejercido por las circunstancias dominantes, control que no sólo se le impuso externamente, sino que se introdujo en su estructura inmanente. Aquellas circunstancias se imponen en el espíritu autónomo tan despiadadamente como se impusieron antes en el espíritu atado a los órdenes heterónomos. No sólo se dispone el espíritu a su propio tráfico y compraventa en el mercado, reproduciendo así, él mismo, las categorías sociales dominantes, sino que, además, se va asemejando objetivamente a lo dominante incluso en los casos en que, subjetivamente, no llega a convertirse en mercancía. Las mallas del todo van enlazándose, cada vez más estrechamente, según el modelo del acto de trueque. La conciencia individual tiene un ámbito cada vez más reducido, cada vez más profundamente preformado, y la posibilidad de la diferencia va quedando limitada a priori hasta convertirse en mero matiz en la uniformidad de la oferta. Al mismo tiempo, la apariencia de libertad hace que la reflexión sobro la propia esclavitud sea mucho más difícil de lo que lo era cuando el espíritu se encontraba en contradicción con la abierta opresión; así se refuerza la dependencia del espíritu. Todos esos momentos, junto con la selección social de los portadores del espíritu, tienen como resultado la involución de éste. La responsabilidad del espíritu se convierte en una ficción, según la tendencia predominante en la sociedad. El espíritu no desarrolla más que el momento negativo de su libertad, la herencia del estadio sin plan y monádico, la irresponsabilidad. Aparte de eso, va adhiriéndose cada vez más apretadamente, como ornamento, a la estructura de la que pretende destacarse. Las invectivas de Karl Kraus contra la libertad de prensa no deben, seguramente, tomarse al pie de la letra: invocar seriamente a la censura contra los escribidores cotidianos sería lo mismo que querer expulsar al diablo con la ayuda de Belcebú. Pero, en cambio, seguramente la estupidización y la mentira que florecen bajo la protección de la libertad de prensa son algo mucho más importante que mero accidente en el decurso histórico del espíritu: son los estigmas de la esclavitud a que llegó al liberarse do la vieja tutela, los estigmas de la falsa emancipación. En ningún sitio se manifiestan esos estigmas tan claramente como en el lugar en que el espíritu roe la propia cadena: en la crítica. Cuando los fascistas alemanes excomulgaron la palabra "crítica" y la sustituyeron por el aguado concepto de "consideración del arte", lo hicieron sin duda exclusivamente movidos por el tangible interés del estado autoritario, temeroso del pathos del Marqués de Posas incluso en la burda petulancia de los críticos y colaboradores periodísticos. Pero la satisfecha barbarie que exigía la supresión de la crítica, la irrupción de la horda salvaje en el coto del espíritu, reprimió sin sospecharlo una cosa con su igual. En la bestial pasión de las camisas pardas contra los criticastros no alienta sólo la envidia a una cultura odiada porque les excluye, ni tampoco el mero resentimiento contra el que ejerce el derecho de decir aquello negativo que ellos querían suprimir. Lo decisivo es que el soberano gesto del crítico finge ante los lectores una independencia que no tiene y reclama una misión rectora incompatible con su propio principio de la libertad espiritual. Esto es lo que excitó a sus enemigos. El sadismo de éstos fue característicamente excitado por la debilidad, sutilmente disfrazada de fuerza, de aquellos cuya dictatorial gesticulación habría sido tan gstosamente imitada por los posteriores dominadores. Sólo que los fascistas sucumbieron a la misma ingenuidad que los críticos, a saber, a la fe en la cultura como tal, representada para ellos por determinadas ostentaciones y mitos aprobados. Los fascistas alemanes se sintieron médicos de la cultura, y le extirparon el aguijón de la crítica. Con ello no sólo la rebajaron al nivel de la manifestación oficial, sino que, además, mostraron desconocer lo íntimamente que, para bien y para mal, están imbricadas crítica y cultura. La cultura no es verdadera más que en sentido crítico-implícito, y el espíritu, cuando lo olvida, se venga de sí mismo en los críticos que él mismo cría. La crítica es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contradictoria; y con toda su inverosimilitud es la crítica tan verdadera como la cultura es falaz. La crítica no daña porque disuelva — esto es, por el contrario, lo mejor de ella —, sino en la medida en que obedece con las formas de la rebelión.
La complicidad de la crítica cultural con la cultura no se debe meramente a la ideología del crítico. Más bien es fruto de la relación del crítico con la cosa que trata. Al convertir la cultura en su objeto vuelve a objetivarla. Pero el sentido propio de la cultura es precisamente la suspensión de la cosificación. En cuanto la cultura se cuaja en "bienes culturales" y en su repugnante racionalización filosófica, los llamados "valores culturales", peca contra su raison d'etre. En la destilación de esos valores — que no en vano recuerdan el lenguaje de la mercancía — se entrega a la voluntad del mercado. En el mismo entusiasmo por las grandes culturas exóticas vibra el entusiasmo por la exótica pieza rara en la que se puede invertir dinero. Cuando la crítica cultural, hasta Valéry, se mantiene en el terreno del conservadurismo, se orienta secretamente por un concepto de cultura que apunta a una firme propiedad, independiente de oscilaciones coyunturales y propia de la era del capitalismo tardío. Ese concepto se presenta como libre de toda relación con formaciones históricas determinadas, y como capaz de dar seguridad en medio de la dinámica universal. Modelo del crítico cultural es el coleccionista que sopesa y valora, casi en tanta medida como el crítico de arte. La crítica de la cultura recuerda siempre el gesto del que regatea, o el del especialista que discute la autenticidad de una pintura o la coloca entre las obras menores del maestro. Hay que discutir la mercancía, para conseguir más por lo mismo. Como estimador, el crítico cultural se halla indiscutiblemente inmerso en una esfera manchada por los "valores" culturales, incluso cuando el crítico lucha celosamente contra la mercantilización de la cultura. En su misma actitud contemplativa respecto de la cultura hay un examinar, juzgar, pesar, elegir: esto le va, rechaza aquello. Su misma soberanía, la pretensión de poseer un saber profundo del objeto y ante el objeto, la separación de concepto y cosa por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de sucumbir a la configuración-valor de la cosa; pues la crítica cultural apela a una colección de ideas establecidas y convierte en fetiches categorías aisladas como espíritu, vida, individuo. Pero su fetiche supremo es el concepto de cultura como tal. Ninguna auténtica obra de arte, ninguna verdadera filosofía se ha agotado nunca —ha agotado nunca su ser-en-sí— en sí misma. Siempre han estado en relación con el real proceso vital de la sociedad de la que se desprendieron. Precisamente la negativa a quedarse en la culposa conexión de la vida que se reproduce ciega y duramente, precisamente la insistencia en la independencia y la autonomía, en el divorcio con el reino de los fines que impera en una sociedad, implica, al menos como elemento inconsciente, la apelación a un estado en el que la libertad estuviera realizada. Pero la libertad sigue siendo una ambigua promesa de la cultura mientras la existencia de ésta depende de la realidad vanamente conjurada y, en última instancia, mientras la libertad depende de la disposición sobre el trabajo de otros. El hecho de que la cultura europea (globalmente considerada) haya hecho degenerar hasta mera ideología lo que llegaba al consumo espiritual —y llega hoy más fácilmente, recetado por "managers" y psicotécnicos a las poblaciones — se debe a la trasmutación de su función respecto de la práctica material, esto es, a su renuncia a intervenir en ella. Esa trasmutación no fue, naturalmente, pecaminosa decisión, sino resultado de presión histórica. Pues la cultura burguesa no consigue dar a luz la idea de una pureza libre de todos los estigmas deformadores impuestos por el desorden que abarca como totalidad todos los ámbitos de la existencia sino rompiéndose, retirándose en si misma. La cultura burguesa no consigue manifestarse fiel al hombre más que sustrayéndose a su práctica, contradicción de sí misma, sustrayéndose a esa permanente reproducción del siempre-lo-mismo, del servicio mercantil al cliente al servicio real del dominante. Pero sustrayéndose a eso se sustrae a su hombre real. Una tal concentración de la cultura burguesa en torno a su propia y absoluta sustancia de cultura y sólo de cultura — concentración que tiene su manifestación más grandiosa en la poesía y en la teoría de Paul Valéry— conlleva, sin embargo, una corrosión de esa misma sustancia. Así vuelto contra la realidad, el acumen del espíritu cambia de sentido, por más rigurosamente que se le quiera mantener, en cuanto, por su retorsión, pierde contacto con aquella realidad. Por obra de la resignación que afecta ante la fatalidad del proceso vital, y aún mucho más por su especialización como un ámbito entre otros, el espíritu se encuentra así situado junto al ente mero y se convierte él mismo en un mero ente. La castración de la cultura, que provoca la irritada pasión de los filósofos desde tiempos de Rousseau y de la selvática sentencia sobre "el siglo de la tinta de imprimir", pasando por Nietzsche, hasta los misioneros del engagement por el propio engagement, se debe al propio desarrollo de la cultura como tal, para ser cultura, y a su enérgica y justificada oposición a la creciente barbarie del predominio de lo económico en su mundo. Lo que parece decadencia de la cultura es su puro llegar a sí misma. La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada. El fetichismo lleva a la mitología. Los críticos culturales suelen embriagarse con ídolos, desde los prehistóricos hasta los de la cálida época liberal — ya evaporada — que, en el momento de sucumbir, exhortó a meditar en el origen. Y como la crítica cultural se subleva contra la progresiva integración de toda conciencia en el aparato de la producción material, pero es incapaz de comprender éste, se vuelve hacia atrás, engatusada por una promesa de inmediatez. Lo hace por su propio peso, aparte de que le mueve a ello un orden que tiene que recubrir con sonora chachara sobre la deshumanización y el progreso todos los progresos que él mismo hace por el camino de la deshumanización. El aislamiento del espíritu respecto de la producción material eleva sin duda su cotización, pero, al mismo tiempo, hace de él, en la conciencia general, el chivo expiatorio de todo lo cometido por la práctica. Se decide entonces que la ilustración misma y como tal — no como instrumento del dominio real— tiene la culpa de todo: de aquí el irracionalismo de la crítica de la cultura. Cuando ésta ha conseguido disociar al espíritu de su dialecticidad con las condiciones materiales, lo concibe simplemente como un principio de fatalidad, sin descubrir el papel de su propia resistencia. Tampoco consigue comprender el crítico cultural que la cosificación de la vida no se debe a un exceso de ilustración, sino a un defecto de ella, y que la mutilización cometida en la humanidad por la incompleta y particularista racionalidad contemporánea es en definitiva un estigma de la irracionalidad total. La eliminación de esa mutilación, que significaría lo mismo que eliminación de la separación del trabajo físico y el espiritual, parece un caos a la ceguera crítico-cultural: y es que aquél que glorifica el orden y la estructura, cualquiera que sea su propio linaje, toma aquella fosilizada separación como arquetipo de lo eterno. Para ellos, la posibilidad de que un día cesara la mortal escisión de la sociedad es lo mismo que una maldición sin mañana: mejor el final de todas las cosas que el final de la cosificación de la humanidad. El miedo a este último armoniza muy bien con el interés de los interesados en la persistencia de la renuncia material. Cada vez que la crítica cultural perora contra el materialismo promueve la convicción de que el verdadero pecado es el deseo de bienes de consumo que tienen los hombres, y no la ordenación total que les impide llegar a ellos: el pecado es saciedad, no hambre. Si la humanidad fuera ya dueña de la plétora de los bienes, se sacudiría las ataduras de esa civilizada barbarie que los críticos culturales imputan al proceso del espíritu en vez de al atraso de las condiciones materiales. Los "valores eternos" a que alude la crítica cultural reflejan la enfermedad perenne. El crítico cultural se nutre de la mítica obstinación de la cultura.
Como la existencia de la crítica cultural, cualquiera que sea su contenido, depende del sistema económico, se encuentra entretejida con el destino de éste. Cuanto más perfectamente apresan los actuales órdenes sociales — con el oriental en cabeza — el proceso vital, y en él la "musa", tanto más se imprime a todos los fenómenos del espíritu el sello del orden. En unos casos, esos fenómenos contribuyen al mantenimiento del orden con función de entretenimiento o edificación, y se consumen precisamente como exponentes de ese orden, es decir, por su preformación social. Conocidos, garantizados, gustados, se introducen persuasivamente en la conciencia regresiva, se recomiendan como naturales y permiten la identificación con potencias cuyo peso no deja más elección que un amor falso. En otros casos se convierten en rareza por su desviación respecto del orden externo, y así consiguen ser también vendibles. Durante toda la era liberal la cultura cayó en la esfera de la circulación de los bienes, y la paulatina consunción de ésta corroe el sistema nervioso de aquélla. Con la eliminación del comercio y de sus irracionales recovecos por el aparato de difusión de la gran industria, la comercialización de la cultura llega ya a extremos risibles. Bien atada y administrada y concienzudamente calculada, la cultura va muriendo de inanición. La denuncia de Spengler, según la cual el espíritu y el dinero van juntos, resulta plenamente acertada. Pero a causa de su simpatía por las formas inmediatas de dominio, Spengler cultivó una concepción de la existencia como ajena a las mediaciones espirituales igual que a las económicas, y lanzó por la borda al espíritu junto con un tipo económico realmente superado, sin darse cuenta de que el espíritu, por mucho que sea producto de ese tipo económico, implica, sin embargo, la posibilidad objetiva de superarlo. Al modo como la cultura surgió del mercado como algo que se destacaba de lo inmediato, de la esfera de la propia conservación en el tráfico, la comunicación y el entendimiento, al modo como en el capitalismo maduro casó con el comercio, y sus portadores fueron "terceras personas", mediadores como los comerciantes, así también — esto es, según las reglas clásicas de la "necesidad social", según las reglas de la autorreproducción económica — se contrae hoy al ámbito en el que empezó, el de la mera comunicación. Su enajenación de lo humano culmina en la docilidad absoluta a las exigencias de una humanidad que el vendedor ha convertido en clientela. En nombre de los consumidores, los que disponen de la cultura suprimen de ella lo que le permitiría salvarse de una total inmanencia a la sociedad existente, y no dejan de ella más que lo que cumple en esa sociedad un objetivo inequívoco. Precisamente por eso esta cultura del consumo puede gloriarse de no ser un lujo, sino la simple prolongación de la producción. Los slogans políticos, calculados para las manipulaciones de masas, estigmatizan unánimemente como lujo, snobismo, highbrow, todo elemento cultural que desagrade a los comisarios. Sólo cuando el orden establecido se acepta como medida de todas las cosas se convierte en verdad su mera reproducción en la conciencia. La crítica cultural se indigna entonces y habla de superficialidad y de pérdida de sustancia. Pero como, a pesar de ello, se mantiene en la red en que se imbrican cultura y comercio, la misma crítica participa de esa superficialidad. La crítica procede, pues, como esos críticos sociales reaccionarios que contraponen al capital usurario el capital productivo. Pero, de hecho, toda cultura participa de la culpa total de la sociedad, pues, como el comercio (según la Dialéctica de la Ilustración) 1, vive gracias a la injusticia ya cometida en la esfera de la producción. La crítica cultural recubre y disimula la crítica, y sigue siendo ideología en la medida en que es mera crítica de la ideología. Los regímenes totalitarios de ambos tipos, deseosos de defender lo existente de las últimas resistencias que temen de la cultura sumida en ese estado servil, pueden probar fácilmente que esa cultura y su modo de conciencia son manifestaciones lacayunas. Apelan al espíritu, que en realidad resulta ya insoportable, y pueden aún sentirse purificadores y revolucionarios. La función ideológica de la crítica cultural da alas a su propia verdad, la resistencia contra la ideología. La lucha contra la mentira resulta así un pretexto en favor de la muda bestialidad. "Cuando oigo la palabra cultura, quito el seguro a mi revólver", dijo una vez el portavoz de la "Cámara Cultural del Reich" hitleriana.
Pero la crítica cultural no puede reprochar tan radicalmente a la cultura su decadencia como lesión de la pura autonomía del espíritu, como abierta prostitución, sino a causa de que la cultura nace en la separación radical del trabajo espiritual y el corporal, y se alimenta de esa separación que es su pecado original. Cuando la cultura se limita a negar superficialmente esa separación y finge una conexión inmediata en el lugar de aquélla, se coloca a un nivel inferior a su propio concepto. El espíritu solo, que en la locura de su absolutez se aleja radicalmente de la nuda existencia, la determina en realidad en su negatividad; y mientras en la reproducción de la vida queda aún un resto de espíritu, todo se refiere a éste con énfasis. La antibanausía ateniense era dos cosas a la vez: el despectivo orgullo de aquel que no se ensucia las manos por aquel de cuyo trabajo vive y la conservación de la imagen de una existencia que apunta a más allá de la coerción presente detrás de todo trabajo. Al dar expresión a la conciencia sucia, a la mala conciencia, proyectándola en sus víctimas, cuya bajeza destaca, la antibanausía es al mismo tiempo una acusación contra lo que esas mismas víctimas sufren: la sumisión del hombre a la forma concreta de reproducción de su vida. Toda "cultura pura" ha sido molesta para los portavoces del poder. Platón y Aristóteles supieron muy bien por qué tenían que evitar la idea de esa cultura, al inclinarse, por ejemplo, hacia cierto pragmatismo en cuestiones de arte, pragmatismo notablemente incompatible con el pathos de los dos grandes metafísicos. La moderna crítica cultural burguesa es, naturalmente, demasiado aguda para seguirles abiertamente en ese punto, aunque utilice tranquilizadores expedientes esquemáticamente análogos, como la distinción entre alta cultura y cultura popular, obra de arte y obra de entretenimiento, cono cimiento y concepción del mundo no constrictiva lógicamente. La crítica cultural burguesa es tanto más antibanáusica que la antigua clase alta ateniense cuanto el proletariado es más peligroso que los antiguos esclavos. El moderno concepto de cultura pura y autónoma da testimonio del antagonismo ineliminable e insuperable producido por la imposibilidad de compromiso con el ser ajeno y por la hybris de la ideología entronizada como ser-en-sí.
La crítica cultural tiene de común con su objeto la misma ceguera: es incapaz de llegar al conocimiento de su caducidad, la cual arraiga en la escisión. Ninguna sociedad que contradiga a su propio concepto — el concepto de humanidad — puede poseer plena conciencia de sí misma. Para impedírselo no hace ni siquiera falta la actividad subjetiva de la ideología, aunque, en tiempos de cambio histórico importante, ésta suele reforzar y adensar la ceguera. Pero el hecho de que las diversas formas de represión — según el estadio de la técnica en cada caso — se pongan al servicio de la conservación del conjunto social, y el hecho de que la sociedad, pese a todo el absurdo de su modo de ser, reproduzca la vida en las circunstancias dadas, suministran una apariencia de legitimación. Como contenido esencial de la autoconciencia de una sociedad de clases antagónicas, la cultura no puede liberarse de aquella apariencia, y tampoco lo puede la crítica cultural, que mide la cultura por su propio ideal. La apariencia se hace total en la fase en que la irracionalidad y la falsedad objetiva se esconden tras la racionalidad y la objetiva necesidad. No obstante, los antagonismos, a causa de su verdadera fuerza, se abren camino también en la conciencia. Precisamente por el hecho de afirmar — para gloriosa trasfiguración propia — el principio de la armonía en la sociedad antagónica, la cultura no puede evitar una comparación de la sociedad con su propio principio de armonía, y tropieza entonces con la disarmonía. La ideología, que confirma la vida, se coloca en contradicción con la vida por la fuerza inmanente del ideal. El espíritu, descubriendo que la realidad no se le asemeja, sino que está sometida a una dinámica fatal e inconsciente, pasa, contra su propia voluntad, más allá de la apología. El hecho de que la teoría se convierta en fuerza real cuando alcanza a los hombres arraiga en la objetividad del espíritu mismo, el cual tiene que hacerse problemático a sí mismo por el propio cumplimiento de su función ideológica. Si bien el espíritu expresa la ceguera, expresa también al mismo tiempo, movido por la incompatibilidad de la ideología con la existencia, el intento de escapar de la ceguera. Decepcionado, contempla el espíritu la mera existencia en su desnudez, y la entrega a la crítica. Condena entonces la base material según el criterio de su principio puro — por cuestionable que sea éste —, o bien realiza, por su incompatibilidad con la base material, su propia cuestionabilidad como espíritu. Por fuerza de la dinámica social, la cultura pasa a ser crítica cultural, la cual conserva el concepto de cultura, pero destruye sus manifestaciones actuales, descubriéndolas como meras mercancías y medios estupefacientes. Una tal conciencia crítica sigue estando sometida a la cultura, en la medida en que, ocupándose de ésta, aparta del mal real, pero al mismo tiempo la determina como complemento de ese mal. Se sigue de ello la dúplice posición polémica de la teoría social respecto de la crítica cultural. El proceder crítico-cultural es a su vez sometido a una crítica permanente, tanto por lo que hace a sus presupuestos generales —su inmanencia a la sociedad existente—, cuanto en lo que se refiere a los juicios concretos que enuncia. Pues la sumisión de la crítica cultural se traiciona en su contenido específico de cada momento y sólo puede sorprenderse concluyentemente en esos contenidos. Pero al mismo tiempo, la teoría dialéctica — si no quiere degenerar en mero economicismo asumiendo la actitud que supone que la transformación del mundo se agota en el aumento de la producción — está obligada a recoger en sí misma la crítica cultural verdadera, facilitando de ese modo que la falsa llegue a conciencia de sí misma. Si la teoría dialéctica se desinteresa de la cultura como mero epifenómeno, contribuye a la difusión de la falsedad cultural y, por tanto, a la reproducción del mal. El tradicionalismo cultural y el terror de los gobernantes rusos tienen el mismo sentido. Su aceptación global de la cultura y su simultánea condena de todas las formas de conciencia desajustadas con el sistema cultural son actitudes no menos ideológicas que la de la crítica que se contenta con llamar ante su tribunal a una cultura separada de todo, o bien hace responsable de todo mal a la supuesta negatividad de la cultura. En cuanto que la cultura se acepta como un todo, se la priva del fermento de su propia verdad, que es la negación. La satisfacción con la cultura como un todo da el clima ambiental de la pintura y la música grandilocuentes. El umbral de la crítica dialéctica, que la separa de la crítica cultural, se encuentra en el lugar en que levanta a ésta hasta la supresión del concepto de cultura.
Contra la crítica cultural inmanente puede argüirse que disimula lo decisivo, a saber, el papel de la ideología en los conflictos sociales. Al suponer algo así como una lógica cultura! independiente — aunque la suposición sea sólo metodológica —, se hace uno cómplice de la escisión de la cultura, del proton pseudos ideológico, pues el contenido de la cultura no está exclusivamente en sí misma, sino en su relación con algo que es su reverso, el proceso material de la vida. Como enseñó Marx a propósito de las relaciones jurídicas y de las formas de estado, la cultura "no puede concebirse desde sí misma... ni partiendo del sedicente desarrollo general del espíritu humano". Prescindir de esto equivale a cosificar la ideología y solidificarla. De hecho, una versión dialéctica de la crítica cultural debe guardarse de hipostasiar las escalas y las unidades de medida de la cultura misma. La crítica dialéctica se mantiene en movimiento respecto de la cultura, comprendiendo su posición en el todo. Sin esta libertad, sin que la conciencia rebase la inmanencia de la cultura, no es imaginable ni siquiera la crítica inmanente: sólo es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no está totalmente arrastrado por ese movimiento. Pero la exigencia tradicional de una crítica de la ideología está también ella sujeta a una dinámica histórica. Esa crítica se concibió como acción contra el idealismo, pues éste es la forma filosófica en la que se refleja la fetichización de la cultura. Hoy día, empero, la determinación de la conciencia por el ser se ha convertido en un medio de escamotear toda conciencia que no esté de acuerdo con la existencia. El momento de objetividad de la verdad —momento sin el cual es imposible pensar siquiera la dialéctica— se sustituye implícitamente por positivismo vulgar y por pragmatismo; en última instancia, por subjetivismo burgués. En la época burguesa clásica la teoría dominante era la ideología, y la práctica de la oposición se encontraba inmediatamente contrapuesta a ella. Rigurosamente hablando, hoy no hay ya casi teoría, y la ideología es como el ruido directamente producido por el mecanismo de la inevitable práctica. Hoy día nadie se atreve ya a pensar una sola proposición a la que no pudiera añadirse — en cualquier campo — la indicación de a quién favorece. El único pensamiento no-ideológico es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está generalmente bloqueado por el lenguaje dominante. Desde que todo gremio político-económico civilizado ha comprendido como evidente que lo que importa es transformar el mundo, considerando mera y frívola travesura el interpretarlo, resulta difícil limitarse a citar las tesis contra Feuerbach. Pero la dialéctica incluye también la relación de acción y contemplación. En una época en que la sociología burguesa ha "saqueado" (la palabra es de Max Scheler) el concepto marxista de ideología para pasarlo por el agua del relativismo general, el peligro que consiste en no comprender la función de las ideologías es ya menor que el representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal y administrativa, que decide acerca de las formaciones culturales y las articula en aquellas constelaciones de fuerza que el espíritu tendría más bien que analizar, según su verdadera competencia. Igual que otros elementos del materialismo dialéctico, la doctrina de la ideología se ha convertido de instrumento de conocimiento en instrumento de tutoría sobre éste. En nombre de la dependencia de la sobreestructura respecto de la estructura se pasa así a vigilar la utilización de las ideologías, en vez de criticarlas. Y se va perdiendo la precaución por su contenido objetivo, siempre que resulten claras en su utilidad. La misma función de las ideologías se está haciendo cada vez más abstracta. Se ha justificado la sospecha de viejos críticos culturales según la cual en un mundo en que la cultura como privilegio y el encadenamiento de la conciencia por la educación impiden propiamente a las masas la experiencia de las formaciones espirituales, no importan tanto los específicos contenidos ideológicos cuanto la presencia de algo, sea lo que sea, que sirva para rellenar el vacío de la conciencia expropiada y distraiga la atención para que no se descubra el patente secreto. Para el contexto social dominante es seguramente menos importante el contenido ideológico específico que un film pueda comunicar a los espectadores que el hecho de que éstos, de vuelta a sus casas, queden interesados por los nombres de los actores y por sus historietas galantes o matrimoniales. Conceptos vulgares como el de distracción son más adecuados para estos hechos que explicaciones más ambiciosas sobre si un escritor es representante de la pequeña burguesía y el otro lo es de la alta. La cultura se ha hecho ideológica no sólo como contenido esencial de las manifestaciones del espíritu objetivo — muy subjetivamente confeccionadas —, sino también y en gran medida como esfera de la vida privada. Ésta disimula con aparato de importancia y autonomía el hecho de que hoy día no vegeta sino como apéndice del proceso social. La vida se trasforma en la ideología de la cosificación, la cual es propiamente la máscara de la muerte. Por eso frecuentemente la tarea de la crítica consiste menos en inquirir las determinadas situaciones y relaciones de intereses a las que corresponden fenómenos culturales dados que en descifrar en los fenómenos culturales los elementos de la tendencia social general a través de los cuales se realizan los intereses más poderosos. La crítica cultural se convierte en fisiognómica social. Cuanto más alienado, socialmente mediado, filtrado, se hace el todo de los elementos naturales, cuanto más "conciencia" es, tanto más se hace el todo "cultura". El proceso material de producción se manifiesta como tal al final como lo que ya era en su origen, en la relación de trueque: como la falsa conciencia de los contratantes el uno respecto del otro, como ideología, además de medio para la conservación y reproducción de la vida. A la inversa, empero, la conciencia se reduce cada vez más insistentemente a mero momento de transición en la conexión del todo. Ideología es hoy la sociedad como fenómeno. La mediación de la ideología compete a la totalidad, detrás de la cual está sin duda el dominio de algo parcial, pero sin que pueda esta parcialidad ser reducida directamente a un interés parcial, sino más bien como una parcialidad que en todos sus fragmentos está a la misma distancia del centro.
La teoría crítica no puede admitir la alternativa de colocar la cultura entera en tela de juicio, desde fuera de ella y bajo el concepto supremo de ideología, o confrontarla con las normas que ella misma ha hecho cristalizar. La decisión sobre permanecer en la inmanencia de la cultura o situarse en transcendencia de ella supone una recaída en la lógica tradicional que fue el objeto de la polémica de Hegel contra Kant: todo método que determina límites y se mantiene dentro de los límites de su objeto rebasa por eso mismo dichos límites. La dialéctica presupone en cierto sentido la posición cultural-transcendente, como conciencia que se niega a someterse desde el primer momento a la fetichización de la esfera del espíritu. Dialéctica significa intransigencia contra toda cosificación. El método transcendente, que se dirige al todo, parece más radical que el inmanente, que empieza por suponer ese cuestionable todo. El método transcendente-cultural se sitúa en un punto superior a la cultura y a la ceguera social, punto arquimídico desde el cual la conciencia consigue poner en movimiento la totalidad, a pesar de la inercia de ésta. El ataque al todo cobra su fuerza del hecho de que cuanta más apariencia de unidad y totalidad hay en el mundo, tanta más cosificación lograda se da en él — tanta más escisión. Pero la sumaria liquidación de la ideología — tal como se manifestó entre los soviets en la condena del "objetivismo", pretexto de un terror cínico — hace en el fondo demasiado honor a esa totalidad. Es una posición que consiste en comprar a la sociedad su cultura en bloque, sin preocuparse por cómo se va a disponer de ella. La ideología, la apariencia socialmente necesaria, es hoy la sociedad real misma, en la medida en que su fuerza y su inevitabilidad integrales, su existencia irresistible, se ha convertido en un sustitutivo del sentido arrasado por ella misma. La afirmación de un punto de vista sustraído a la órbita de la ideología así cristalizada es tan ficticia como la construcción de utopías abstractas. Por ello la crítica transcendente de la cultura, igual que la crítica cultural burguesa, se ve obligada a retroceder, a apelar a lo que está a sus espaldas, a aquel ideal de naturalidad que constituye precisamente una pieza esencial de la ideología burguesa. El ataque transcendente a la cultura se expresa por ello generalmente en el lenguaje falso del buen salvaje. Desprecia el espíritu: las formaciones espirituales, que son manufactura, que no tienen — según piensa ese ataque — más misión que recubrir la vida natural, pueden manipularse a placer a causa de esa supuesta nulidad de sustancia, y pueden aprovecharse para fines de do minio. Esto explica la insuficiencia de la mayoría de las aportaciones socialistas a la crítica de la cultura: esas aportaciones carecen de experiencia del objeto de que se ocupan. Queriendo borrar el todo como con una esponja, desarrollan cierta afinidad con la barbarie, y sus simpatías están innegablemente con los primitivos e indiferenciados, por más que ello contradiga el actual estado de la fuerza de producción espiritual. La precipitada negación de la cultura se convierte en un pretexto para favorecer lo más grosero y pecaminoso, hasta la represión, al mismo tiempo que se decide en favor de la sociedad el viejo conflicto de ésta con el individuo, todo según la medida del administrador que se ha apoderado de la sociedad. Desde aquí no hay más que un paso hasta la reintroducción oficial de la cultura. El proceder inmanente se resiste a ello, mostrando ser el más esencialmente dialéctico. Este proceder recoge consecuentemente el principio de que no es la ideología la que es falsa, sino su pretensión de estar de acuerdo con la realidad. Crítica inmanente de formaciones espirituales significa comprensión, mediante el análisis de su configuración y de su sentido, de la contradicción existente entre la idea objetiva de la formación cultural y aquella pretensión, y consiste en dar nombre a aquello que expresa la consistencia e inconsistencia de las formaciones espirituales de la constitución y disposición de la existencia. Esta crítica no se contenta con un saber general de la esclavitud o servidumbre del espíritu objetivo, sino que intenta convertir ese saber en energía para la consideración de la cosa misma. La comprensión de la negatividad de la cultura no es tal, no es concluyente, más que cuando se justifica con la prueba precisa de la verdad o falsedad de un conocimiento, de la consecuencia o incoherencia de un pensamiento, de la cohesión o incongruencia de una formación, de la sustancialidad o nulidad de una configuración lingüística. Cuando tropieza con insuficiencias no las atribuye precipitadamente al individuo y a su psicología, al chivo expiatorio del fracaso personal, sino que intenta derivarlas de los diversos momentos del objeto. Esta crítica persigue las aporías de la lógica, las irresolubilidades ínsitas ya en su tarea. Y en esas antinomias comprende las propiamente sociales. Para la crítica inmanente lo logrado no es tanto una formación que reconcilie las contradicciones objetivas en el engaño de la armonía cuanto aquella que exprese negativamente la idea de armonía, formulando las contradicciones con toda pureza, inflexiblemente, según su más íntima estructura. Ante una formación así lograda pierde todo sentido la sentencia de "mera ideología". No obstante, la crítica inmanente sigue subrayando la evidencia de que hasta hoy el espíritu se encuentra siempre sometido a unos lazos. No es capaz por sí mismo de superar las contradicciones de que se ocupa. Incluso la más radical reflexión sobre el propio fracaso tropieza con el límite infranqueable de no ser más que reflexión, sin poder modificar la existencia de que da testimonio el fracaso del espíritu. Por ello la crítica inmanente no consigue tranquilizarse con su mero concepto. Ni tampoco es lo suficientemente vanidosa como para equiparar sin más la inmersión en el espíritu a la liberación de su cárcel, ni lo suficientemente ingenua como para creer que la decidida inmersión en el objeto, gracias a la lógica interna de éste, sea premiada con la verdad con sólo que el saber subjetivo sobre el todo no se introduzca constantemente, como cosa extraña, en la determinación del objeto. En la medida en que el método dialéctico tiene que recusar hoy la identidad hegeliana de sujeto y objeto está también obligado a tener en cuenta la duplicidad de momentos: se trata de relacionar el saber de la sociedad como totalidad, y el saber de la imbricación del espíritu en ella, con la exigencia del objeto — como tal, según su contenido específico — de ser conocido. Por esta razón, la dialéctica no permite que ninguna exigencia de pureza lógica le castre su derecho a pasar de un género a otro de las cosas, su derecho a iluminar la cerrazón de las cosas con la mirada puesta en la sociedad, y su derecho a presentar la cuenta a la sociedad que no es capaz de redimir la cosa. Al final, se hace sospechosa al método dialéctico la contraposición de conocimiento interno y procedente del exterior, que se le presenta como síntoma de esa cosificación que ella debe combatir como crítica: a la abstracta atribución del pensamiento administrativo corresponde aquí el fetichismo del objeto ciego a su génesis, la prerrogativa del especialista. Mientras que la consideración inmanente inflexible está siempre en peligro de recaer en el idealismo, en la ilusión de un espíritu autosuficiente, dueño de sí mismo y de la realidad, la consideración trascendente corre el riesgo de olvidar el trabajo del concepto para contentarse con el caso promulgado arriba, la etiqueta prescrita y el dicterio ya tópico y sin fuerza, como "pequeño-burgués". Un pensamiento topológico —un pensamiento que sabe el sitio de todo fenómeno y no sabe lo que es ninguno de ellos — está secretamente emparentado con el paranoico sistema idealista, horror de toda experiencia del objeto. Con vacías categorías se divide el mundo en blanco y negro y se dispone para el dominio contra el cual se concibieron inicialmente los conceptos. Ninguna teoría, ni siquiera la verdadera, está segura de no pervertirse nunca en locura el día en que se prive de la relación espontánea con el objeto. La dialéctica tiene que guardarse de ese peligro, tanto como de la ingenua esclavitud al objeto de cultura. No debe prescribirse el culto al espíritu ni la hostilidad al espíritu. El crítico dialéctico de la cultura tiene que participar y no participar de ella. Sólo así conseguirá justicia para la cosa y para sí mismo.
La crítica tradicional de la ideología, que es crítica trascendente, está anticuada. En principio, a causa de la transposición directa del concepto de causa de la naturaleza física a la sociedad, se apropia precisamente el método de aquella cosificación que tiene como tema crítico, y queda así, por tanto, por debajo de su objeto. De todos modos, no hay duda de que la crítica de método trascendente puede responder que no utiliza conceptos de esencia cosificada más que en la medida en que lo está la misma sociedad, y que mediante la dureza y la grosería de ese concepto de causa presenta a la sociedad el espejo que le demuestra su propia dureza y grosería y su prostitución del espíritu. Pero la sombría sociedad unitaria no soporta ni siquiera aquellos momentos relativamente sustantivos, separados, en que pensaba la teoría de la dependencia causal de la sobreestructura respecto de la estructura: En esta cárcel al aire libre en que se está convirtiendo el mundo no se trata ya de preguntar qué depende de qué, hasta tal punto se ha hecho todo uno. Todos los fenómenos han cristalizado en signos del dominio absoluto de la realidad. Precisamente porque no existen ya ideologías en el sentido estricto de conciencia falsa, sino sólo propaganda por un determinado mundo mediante su simple reproducción, o bien mentira provocatoria que no pretende ser creída, sino que se limita a imponer silencio, la cuestión de la dependencia causal de la cultura planteada como cuestión sobre una mera y clara dependencia, tiene hoy algo de primitivo. No hay duda de que, en última instancia, ese primitivismo afecta también al método inmanente, arrastrado por su objeto hasta el bajo nivel de éste. La cultura materialísticamente aclarada no se ha hecho materialísticamente sincera, sino sólo más baja. Con su propia particularidad, ha perdido también la sal de la verdad, que consistía en otro tiempo en su contraposición a otras particularidades. Si se la pone ante la responsabilidad que recusa no se consigue más que una prueba de enfática retórica cultural. Por su parte, la cultura tradicional, en bloque, es hoy nula, por haberse neutralizado ella misma y haberse dispuesto y confeccionado a la medida de los intereses; su herencia, reivindicada por los rusos con aparente piedad, es superfina, inútil en general a causa de un proceso irreversible; es un verdadero objeto de ludibrio, y en esto llevan sin duda razón los negociantes de la cultura de masas que pueden aludir a ello mientras la negocian en baratijas. Cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu, y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente.

Notas
1. MAX HORKHEIMER y T. W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente. Amsterdam, 1947. (Nota del T.)


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