Rómulo Gallegos en escena.
Una propuesta
teatral de Yoyiana Ahumada
David De los Reyes
En Doña Bárbara, los llanos de Apure y el río Arauca -frontera
líquida entre Venezuela y Colombia- emergen como un espacio mitológico
proyectado en imágenes de fondo que evocan una tierra bella y terrible,
inmensa, solitaria y salvaje. Este círculo terráqueo encarna la eterna tensión
entre civilización y barbarie, entre razón e instinto, como lo planteara José
Enrique Rodó en su texto Ariel, ese ensayo que Gallegos siempre tendrá presente.
Santos Luzardo y Doña Bárbara son las dos fuerzas que encarnan esta dialéctica:
él, el hombre de leyes y cultura; ella, la mujer de pasiones y poder telúrico.
La tierra, en este contexto, se convierte en fuerza devoradora, en símbolo del
poder femenino que conjuga violencia y resistencia. Es el territorio donde la
ética se enfrenta al deseo, y donde la cultura intenta domesticar lo indomable.
Canaima, por su parte, nos
sumerge en la geografía primitiva y exuberante de la Guayana venezolana: las
selvas del río Orinoco, el caño del río Yuruaní, las minas de El Callao. Aquí,
la naturaleza es protagonista, un personaje que transforma, desafía y devora.
La selva es destino y redención, es el abismo donde el hombre se confronta con
sus propios demonios. Es tierra de caciquismo, de ambición, de extractivismo,
donde el poder se reafirma en la violencia y la lucha. En este paisaje, la
modernidad se enfrenta a lo ancestral, y el alma humana se mide contra la
vastedad de lo indomable.
La obra de Ahumada nos invita a un ritual escénico donde el
espectador se encuentra con el horizonte infinito del llano y el espesor
inabarcable de la selva. Pero también con el oficio de un escritor que se
enfrenta a sus propios fantasmas: personajes que lo acorralan, lo inspiran, lo
angustian y lo conducen. Estos seres imaginarios y espectrales emergen de la
narración como modelos arquetípicos de un modo de sentir, vivir y pensar en un
territorio marcado por la tragedia, el conflicto, la búsqueda de poder y el
anhelo de identidad. Cada personaje elegido para este ensamble teatral refleja
pulsiones profundas, estructuras del inconsciente colectivo, sombras de una
mentalidad marcada por lo telúrico y lo mítico.
Yoyiana Ahumada ha realizado un trabajo minucioso al seleccionar e
hilvanar escenas y diálogos que traducen la hondura del pensamiento galleguiano
y su narrativa vernácula. A través del cuerpo de los actores, se filtran vidas
ofuscadas por una realidad incomprensible, sostenidas por una fe absurda que da
sentido a destinos determinados no por los dioses, sino por una geografía
aplastante. La libertad en este universo se convierte en una apuesta trágica,
en una condena existencial.
Los personajes convocados por Ahumana son aquellos que habitan
nuestra memoria lectora: “la dañera” del hato El Miedo, Doña Bárbara, figura
estelar de la madre terrible, marcada por traumas y ficciones inconscientes. Su
sexualidad reprimida, la convierte en devoradora de hombres y su poder varonil
la torna en símbolo de la barbarie en ciernes. Frente a ella, Santos Luzardo,
el idealista que busca implantar un orden civilizador, transita una realidad
frágil donde la razón apenas logra contener el instinto. Marisela, la hija
malhadada, representa el deseo de transformación: de niña salvaje a mujer
formada, sublimando su yo gracias al esmero de Luzardo.
No podía faltar Mr. Danger, el extranjero destructivo, símbolo de
la muerte, la ambición y la codicia. Su presencia introduce el conflicto entre
lo autóctono y lo foráneo, y su figura está marcada por el complejo de
castración y el dominio invasor.
En su referencia a Canaima, Ahumada nos muestra a Marcos
Vargas, un personaje contradictorio que se alimenta del deseo de poder y
reafirmación. Su lucha interna lo lleva a enfrentarse a la selva como símbolo
de una masculinidad que busca imponerse sobre lo indomable. La autora incorpora
también al Cacique Yuríari y a Cajuñano, figuras chamánicas que concentran la
sabiduría ancestral, el conocimiento intuitivo y el vínculo con lo legendario.
Ellos vitalizan la tierra, los espíritus de la selva y la memoria colectiva.
La obra tampoco elude la dimensión política. Ahumada traza una
línea que conecta la cosmovisión galleguiana con la historia venezolana,
marcada por la figura del dictador Juan Vicente Gómez, hijo de La Mulera
tachirense. El país transita de lo rural a lo urbano, de lo campesino a lo
cosmopolita, pero lo hace bajo el signo de la extracción petrolera —el
“excremento del diablo” (Juan Pablo Pérez Alfonzo) — que aún marca la condena
de su destino. Un país que sigue debatiéndose entre militarismo autoritario y el
civismo democrático. Esta referencia cívica se convierte en una crítica
profunda a la modernidad fallida, a la imposibilidad de construir una nación a
partir de la violencia estructural y la dependencia económica.
El diálogo entre Gallegos y sus personajes revela la necesidad de
forjar realidad y mundo a través de la escritura. Su obra es presentada a
través de sus protagonistas, irguiéndose como interpretación de un país
irresuelto, como intento de dotar de sentido a una identidad fracturada y, por
ende, fracasada. Ahumada nos muestra que Gallegos no solo narra, sino que se
interroga y nos interroga, que sus personajes son espejos de una conciencia
nacional en busca de redención y sentido.
Finalmente, la dirección de Marisol Martínez, la puesta en escena de
la Fundación Rajatabla y el diseño sonoro y visual de las agrupaciones Manoa y
Washe, logran transportar y emocionar al espectador a un mundo onírico en que
no solo habita el imaginario mítico, sino también la realidad cotidiana de un
pasado/presente que sigue absorbiéndonos. Una topografía irredenta que nos
pertenece, que nos define, que nos condena y pueda que alguna vez nos redima.
La obra de Yoyiana Ahumada es, en última instancia, una meditación plural sobre
el ser venezolano, sobre su geografía emocional, su historia trágica y su
posibilidad de trascendencia. Todo un cuadro de la razón y la fe democrática de
Don Rómulo Gallegos.
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