martes, 5 de mayo de 2009


Estética y filosofía o el arte de vivir

David De los Reyes



La filosofía siempre ha tenido, desde sus inicios, una filiación con la razón, con el logos; la estética con la sensibilidad, el gusto, el placer y una cierta teoría de lo bello. Razón y sensibilidad pueden formar una malla de intereses comunes cuando se quiere obtener una búsqueda reflexiva sobre nuestro acontecer emocional. Sabiendo que la creación artística es un hecho humano y que lo humano viene a tener una especificidad en la comprobación de la emoción reveladora del arte. Pero alejados de la aparente contingencia de la emoción de los mundos sensibles recordamos que también la búsqueda de la verdad ha sido el otro tema al que siempre ha estado referida la filosofía, de una verdad que se perfila más que meta en proceso, en camino de hacer la vida.

Pero comprendiendo que sólo se nos permite una interpretación más no una definición absoluta de lo que vendría a ser un acontecimiento estético, los eventos del arte están más allá de los límites de una explicación filosófica. Gracias a ella, se constituye un puente desde la hermenéutica, donde el ser del ente de la obra (Heidegger), viene a representar una posibilidad de revelar al ser del observador. En este entorno se comprende que el concepto de obra no es la obra, así como el concepto que describe a la emoción estética no es la emoción misma; pero una obra no puede dejar de estructurarse sino por medio de un concepto; el arte está en presentarnos un evento placentero sensible, sin el énfasis del concepto en torno a ella. Vivirla desde el instante, su contingencia, su estructura y su forma es el umbral donde se recobra su existencia en tanto emoción placentera o felicidad estética; y es allí que la filosofía pudiera perfilarse en ser una escuela de la sospecha. La filosofía se convierte en comisariato al imponer criterios únicos de valor; más que conceptualizarla una obra se requiere vivir su proceso en tanto evento simbólico; el concepto que transporta su presencia y su forma, su existencia efímera no se garantiza sólo por el discurso metaestético que puede producir toda una ontología de la obra de arte; se garantiza a partir de la genialidad de su creador al plasmar e imponer su regla en tanto universal a imitar.

De ahí que los artistas desconfíen de los teóricos del arte y de la estética pues la belleza o el evento estético remite más allá del pensamiento.

¿Podemos hablar de un pensamiento estético en que converjan emoción y razón? Esto es un enigma a resolver. Conceptos como el de Verdad, o del Bien, por ejemplo, para el ser estético sólo tienen valor en la medida del placer o displacer (negativa o positiva) y de la emoción, donde los valores derivan, para el esteta puro (¿existirá?), a preferir una bella mentira a una fea verdad, a un crimen hermoso que una falta de gusto. Esta idea de perfección o imperfección, que ataque la sensibilidad, lleva a convertir sus propuestas más que en una comprobación a una creencia, convirtiendo la figura del ser esteta en un misionero religioso del sentimiento de lo bello según su apreciación. Se convierte al arte en religión. La estética vendría a estar por encima de la lógica, la metafísica y la moral, realidades reflexivas del acontecer filosófico.

Es la postura nietzscheana que reduce toda reflexión a juicio estético, el cual se convierte en regla. El arte y sólo el arte, nos ha dicho, es lo que le permite seguir existiendo, es lo que nos persuade de vivir y nos estimula a ello. El arte posee más valor que la verdad. Y es aquí en que el ser se intercepta con la ilusión, pues lo único que lo hace viable en seguir persistiendo en su existir es la ilusión del arte y de su ludizmo emocional que lo afecta para recrear la máscara del ser y del vivir. Como el mismo lo ha dicho: “el arte al servicio de la ilusión: ese es nuestro culto” (Voluntad de Poder, III, 582). Este enfoque así nos lleva a una simplicidad del ser a reducirlo a percepción de la ilusión bella. Es por lo que particularmente no me atrapa y me distancia de este etnocentrismo estético nietzscheano.

¿Tiene aún cabida el tema de la verdad estética? Personalmente más que la definitiva procesión a una verdad, la filosofía me ha provisto, personalmente, aspirar a encontrar, entre otras cosas, un vivir mejor, o como diríamos en palabras aristotélicas, a una vida buena personal y social; es un acercamiento de la estética a la reflexión de una ontología ética y a una cierta dinámica moral. La estética, por otra parte, a un sentir más privado y auténtico al conocer y captar mejor el devenir de los hechos estéticos al poseer criterios y valores con los que, más que negar un evento, me lleva a poderme adentrarme en él para vivirlo y representándomelo, si ello es necesario, desde un juicio valorativo y de una acción placentera desinteresada creadora o contemplativa.

La filosofía y la estética, el arte y la reflexión, la creación y la contemplación, nos trasponen a un estado individualizado en el que la vida se nos acerca con el perfil de la cultura que nos hayamos fijado en nuestra corporalidad y nuestra conciencia; nuestro modelo estético es el formado por las formas artísticas preponderantes del presente. Es por ello que en su conjunción resalta una intencionalidad: la de poder aspirar a adentrarnos a estar más cerca de las diferencias culturales que habitan en el mundo, de darnos y poder dar cuenta de su evento significativo donde la tolerancia estética, más que ensamblarse como creencia definitiva, es un pasaporte para incorporar en nuestro ser la diversidad de las experiencias artísticas y culturales de la pluriversalidad reinante en este mundo del artificio comunicacional virtual.

Más que petrificar a la filosofía en un discurso se trata de actuar e ir más allá del discurso, de volver a encontrar lo simbólico incorporado en nuestra acción emocional estética y en el inconsciente; de corporalizar y reflexionar lo vivido, de hacernos de lo otro al percibirlo y con ello permitir habitar nuestro ser en lo diverso, y traducirlo e interpretarlo en discurso, en convivencia, en vínculo, en forma, en representación; en fin, en una interacción donde crezca y se fortalezca, mejore y palpe la justificación de mi existencia en tanto animal cultural.



René Descartes


Descartes fue quien dijo que el filósofo, el hombre, debía “juzgar bien para obrar bien”, precepto moral de la epistemología cartesiana que estaba, sobretodo, dirigido a la búsqueda de un método filosófico científico personal; en el cual lo transitorio de la conformación de una nueva percepción y un nuevo conocimiento cuantitativo del mundo era posible por tener que reflexionar sobre las bases de una praxis cognitiva científica ampliada y aceptada por la sociedad de esa modernidad en ciernes. Sin embargo, pudiéramos hablar, sin anclarnos en la modernidad, de una necesidad estética del “sentir y captar bien para vivir, gracias a su ilusión, mejor”, en escuchar cómo estamos sintiendo con nuestro cuerpo los ecos del mundo y como nos reflejamos en él, junto a los eventos estéticos y contextuales que nos rodean y con ello mejorar y construir nuestra vida y, por ende, una influencia en los demás. Si la estética no aspira a un mejor orden/desorden, ambigüedad/certeza sensible personal lo que quedaría es también otra opción personal. ¿Cuál? La de una sensibilidad negativa, la de la irritabilidad y separación permanente ante la percepción y sensación armónica/desarmónica con el mundo. Es aquella pérdida de la sensibilidad, de la emoción y de la sensación que no permite ni refuerza el sentir y sentirse bien. “Sentir y captar bien para vivir, gracias a su ilusión, mejor”, reconstruir nuestra vida en función de una belleza que tiende a un gusto más personal que comunitario, que obtiene unas implicaciones propias del ascenso filosófico en la comprensión personal arraigada en nuestra experiencia del gusto y del placer desinteresado estético.

Como ya afirmó Kant, nadie puede enseñar filosofía, lo más que podemos es poder llegar a filosofar luego de un largo esfuerzo a través de la comprensión de los distintos pensadores y sus posturas filosóficas. Traduciendo a la estética esto, podemos decir que nadie puede inducir a emocionarnos y asombrarnos por los múltiples eventos estéticos del mundo, o de un único concepto belleza que sólo por ello ya estaría en sospecha, todo dentro del tránsito epocal de un arte estático a un arte dinámico e impregnado por lo efímero en el uso de los materiales y formas, donde pareciera que lo único que podemos es intentar adentrarnos en ampliar el espacio temporal de nuestra emocionalidad estética a partir de nuestro acercamiento a la creación, al arte y a la vida junto con su placer y su dolor, su necesidad y su inmediatez, su particularidad y temporalidad finita que lleva implícita toda existencia.

Como se ha dicho, la razón ha sido clave para el ascenso de la filosofía. Pero la razón está en crisis desde hace mucho; comenzamos a dudar de sus productos por sus usos. Hoy en el arte, y en la estética, pensamos que su presencia se reduce a un mínimo. Por sus propias dudas y desastres instrumentales de poder y destrucción, se quiere mostrar como más ausente que presente en la obra de arte y en el objeto estético. Y sus significados han variado a través de los tiempos. Recordémoslo. Encontramos que, por ejemplo, en la antigüedad, Apolo, que era también el Dios de la Razón, era el protector de las artes, sobretodo de la música y de la poesía, además de remitir al sentido de la belleza, presente en su corporalidad de dios; Apolo un logos estructurante, requerido en toda construcción estética, que busca un orden justo y bello, es decir, donde se conjugue, emoción y orden.

Más tarde, en el mundo medieval, encontramos otro significado esclarecedor de la relación filosofía y estética a través de la razón y lo numinoso. Entre las estelas celestiales y la simbología bíblica, la posesión de racionalidad significaba la capacidad de una mente en ver conexiones espirituales con/entre las cosas, los ritmos y el delicado equilibrio o ratio entre los sujetos y los objetos; una razón estetizante erótico celestial, por su búsqueda a la unidad con lo divino; todo lo toca y lo mira, lo escucha y lo recrea hacia el contacto del misterio entre el hombre y dios. Aquí la razón se dirigió más a mezclarse con una idealización de la emoción espiritual estética. Ese tejido de conexiones llevaba a escapar al uso de la razón fuera de los confines de la armoniosa racionalidad apolínea y se sumergen en lo maravilloso e imaginario como dador de significados en un mundo que no pide razones sino creencias, dogmas y una acerada fe indubitable.

A diferencia de ello, en el santuario de la Pitia, el oráculo de la serpiente de Delfos y Tracia, Apolo figuraba en compañía del transgresor Dionisio, el apasionado e instintivo dios de la embriaguez. Ambos aspectos parecieran ir juntos y son inherentes al acto de creación humana.

Santuario de Apolo

La reflexión filosofía y la estética tenían esa capacidad de aproximar la comprensión y la emoción en el acto de creatividad, encontrando el orden y el caos, el destino y el azar, la planificación (estructura-método) y la inspiración (la imaginación y la potencia de construir nuevas formas). Pero lo que podemos sacar de esto es que el sentido estético vendría a revitalizar la apagada sensibilidad ante el mundo y la misma vida individual. En volver a renovar, gracias a la razón y a la emoción presente en la obra, el interés por la forma y el despertar al encuentro con la reconciliación entre el cosmos y el caos, entre la vida y el sentimiento de muerte.


Los problemas que ha enfrentado la ontología y la estética después de Heidegger, han reducido al ser como tal a su mínima expresión hermenéutica (no hay principio de realidad ni presencias permanentes, sino sólo interpretación de la interpretación). Ya después de Nietzsche, del yo o del sujeto como tal, tampoco quedaba casi sin ninguna constancia, y es en este punto donde se unen, en un mismo significado, la crisis de valores, la postmodernidad, el pensamiento débil, la ontología hermenéutica o el nihilismo, el recobrar un sentido, -aunque sea personal y particular-. Todo esto trata el quehacer filosófico en tanto saber práctico y teórico.

También esta postura inaugura lo que se pudo llamar ontología del declinar: no hay ninguna certidumbre meridiana, ni nada meta-histórico que acote el ámbito de la razón y tampoco hay, como protagonista, ningún sujeto racional, a priori. Éste es pues, el significado último de un pensamiento que se piensa, según Vattimo, desde una débil certidumbre, y fuera de cualquier fundamento u origen, y, por tanto, no hay ni puede haber más ontología que la diversidad de los discursos o especie de círculo hermenéutico como condición de posibilidad de cualquier reflexión. Visión retrograda que no permite la creación de nuevos valores a partir de certezas individuales. Si los proyectos colectivos están aparentemente muertos (lo cual no creo), queda el saldar nuestra deuda con la vida a partir de darnos más vida por el placer de construirla y recrearla y crearla por y con el arte; no sólo de un arte del obrar por lo bello externo presente en una obra sino del arte de vivir en tanto costumbre (ethos) personal como norma y elección personal tanto corporal como espiritual.

Es restituir la interpretación subjetiva y evitar la fragmentación de nuestra personalidad y el entorno de la confusión contingente y permanecer en la débil certidumbre. Se requiere reconstruir un yo fluido, ampliado por la creación de criterios personales que den valor y significado a nuestra experiencia del mundo; que comprenda que habitará, de ahora en adelante, en mundos virtuales y reales en los que enfrentará entre aceptar la profusión de la ficción y su vivencia como parte reiterativa de una realidad personal y social vivida desde la imaginación y la representación, desde la emoción pasajera pero en un flujo permanente entre el artificio y los ámbitos del ser.

La comprensión de la estética en relación a una ontología vendría a comprobar la inoperancia de establecer una metafísica del ser, donde el sueño de la filosofía, en su cristalización y reflexión de un ser puro no arroja una mayor comprensión de la estructura sináptica emocional que la desarrollada por las distintas ciencias. Se trata de transitar por y con nuestro ser en tanto existencia desde la variedad de los mundos culturales estéticos posibles y que nos lleve a ahondar más en lo humano sin permanecer sólo en los escarceos de una erótica estética en tanto afectación por la ilusión de lo emocional artístico.

Esclarecer la relación entre filosofía y estética nos remite al ejercicio de cierta sabiduría. Los griegos opusieron el saber contemplativo o teórico (Sofía) al práctico (phronésis). Es esta división aparente de ella que nos lleva a comprender que la filosofía puede completarse con el saber estético en tanto búsqueda de una perfección y placer por la obra de arte. Según ello sería inseparables. Inseparables porque si la estética da una reflexión de nuestra relación con el mundo desde el ámbito del arte y de los eventos estéticos, la reflexión teórica nos lleva a profundizar en el andamiaje apolíneo en que emerge la obra y su condición de existencia dionisiaca en tanto ser obra de arte. Reunir lo teórico y la praxis de mi estar en el mundo gracias a la filosofía nos deberá conducir a un mejor ver, escuchar, palpar, degustar, sentir, desde la corporalidad adentrada en un ejercicio, en una phronesis, que nos llevará a un querer comprender y hacer. La inteligencia, la cultura y la habilidad no bastan por sí mismas como dadores de sentido. El saber filosófico estético no puede compararse a una ciencia o a una técnica por el carácter subjetivo que impone su recorrer. Quizás se refiera menos a una verdad, a una razón que a mejorar nuestra capacidad sensible y cognitivo de un mejor existir, de un reconciliarnos con la contradicción permanente de la finitud de nuestra conciencia por permanecer y estar en el mundo. Se trata, esta conjunción de la filosofía y de la estética en tanto reflexión del ser transitorio y en permanente constitución, impuro y emocional, racional y sensible, en adentrarse a un saber para un aprender a vivir bien, para un saber vivir el intervalo de nuestra permanente caducidad en permanente aprendizaje evolutivo. Montaigne lo dijo: “la filosofía nos enseña vivir”, la estética nos enseña a un mejor percibir los eventos, gustos y placeres estéticos significativos personales. Se necesita de la filosofía para intentar recorrer el camino hacia una cierta sabiduría; y se necesita la estética para ampliar nuestro asombro en tanto ser sensible que aspira a cierto sentido de la vivencia de lo apolíneo y de lo dionisiaco. Más que entender ambas disciplinas como un campo que se confunden rigor y aburrimiento, saber y erudición, sabiduría y vanidad, se trata de aprender a vivir estéticamente en la medida de lo posible, antes de ser demasiado tarde para encontrar un mejor y sereno, pero emocionante, vivir.


Michel de Montaigne


Por lo acotado por Montaigne, la filosofía nos debe transmitir encontrar una cierta paz interior, gozosa y lúcida, que no es imposible sin cierto uso riguroso de la razón. Quedarnos en el otro margen, en la irracionalidad, nos sumerge en la angustia, la desdicha, la locura y la pérdida de ser. Si la filosofía es sabiduría, la estética deberá ser emoción placentera desinteresada impregnada de una reflexión que aspire a cierto saber de las formas del arte. Se filosofa para aprender vivir porque no nacemos con ello incorporado; no sabemos cómo si no nos ejercitamos en quererlo. Por ello, la lucidez, por frágil que sea, es una defensa propia contra la locura, el dolor, la angustia y la desdicha que siempre nos amenaza y acompaña. A la final no se trata de buscar la belleza por la belleza, o de pensar conceptos por los mismos conceptos si con ello no podemos aspirar a un estar, ser, pensar y vivir mejor, más humano, y no tan mal. La estética para ayudarnos a despertar nuestra sensibilidad a las formas significativas y la filosofía en tanto camino para ampliar nuestro saber ético en tanto formas de vida; ambas se conjugan para ampliar y guiar nuestra experiencia de estar en el mundo y en mí mismo. ¿Una reflexión estética para profundizar y no ser indiferentes a la vida? Será, ¿qué más se puede aspirar sino es a un arte de vivir? Amor fati, decía Nietzsche, es decir, no querer nada más que lo que encontramos en este presente efímero, ese es el piso de nuestro actuar, sin congelar la mirada en un pasado muerto o futuro idealizado; conocer el presente para transformarlo y sólo lo transforma quien lo comprende y sabe juzgar; igualmente no contentarse con soportar lo ineluctable y menos ocultárnoslo sino amarlo.


Frederich Nietzsche


A la final toda obra opera como un espejo que nos enseña, en la medida que la contemplamos, algo de nosotros mismos; la obra es un receptáculo para despertar los ecos de nuestro ser que se proyectan contra ella. En esta contemplación encontramos una interrogación de nosotros mismos que nos lleva a una reflexión de lo sensible tanto del mundo como de nosotros. En su contemplación descubrimos algo de nosotros que antes ignorábamos. Y ello es una condición ontológica propia de la reflexión estética, el ser no puede mirar en el arte sino a sí mismo; mirar algo es reconocer a través de la mirada lo que ya está en él. El mundo como espejo en el que nos buscamos. El arte vendrá a ser ese receptáculo revelador y reflectante de nuestro ser.

Creo que pudiéramos volver a Montaigne para sintetizar qué pensamos finalmente de la relación filosofía y estética, la cual debe aspirar a un arte de vivir y a una sabiduría práctica de la vida. Este francés advirtió que “el signo más claro de la sabiduría es un gozo constante, el estado que procura es como el de las cosas situadas más allá de la luna: siempre sereno” y sin embargo, no olvidar que debemos reírnos cuando filosofamos (Epicuro).
















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