Reflexiones al cumplir
mis ochenta años
Bertrand Russell
(texto clásico)
Al alcanzar los ochenta
años es razonable suponer que la mayor parte de la obra de cada uno está
realizada y que lo que queda por hacer será de menor importancia. La parte más
importante de mi vida ha estado consagrada constantemente, desde la adolescencia,
a dos objetivos diferentes que, durante mucho tiempo, han sido independientes y
sólo en los últimos años se han unido en un conjunto único. Por un lado, quería
poner en claro si es posible algún conocimiento; por otro, quería hacer todo lo
que fuera posible para la creación de un mundo más feliz. Hasta los 38 años,
dediqué la mayor parte de mis energías a la primera de esas tareas. Fui
asaltado por el escepticismo y me vi forzado a concluir, de mala gana, que
mucho de lo que pasa por conocimiento está sujeto a razonables dudas.
Necesitaba yo la certeza como otros necesitan la fé religiosa. Creía que la
certeza podría ser encontrada con mayor probabilidad en las matemáticas que en
cualquier otra esfera. Pero descubrí que muchas demostraciones matemáticas, cuya
aceptación por mi parte mis profesores estaban seguros de obtener, estaban
llenas de falacias y que, si verdaderamente la certeza debía encontrarse en las
matemáticas, lo sería en una nueva clase de matemáticas, con fundamentos más
sólidos que los que hasta entonces se habían tenido como tales. Pero, según
avanzaba en este trabajo, recordaba constantemente la fábula del elefante y de
la tortuga. Habiendo construido un elefante sobre el que podrían descansar las
matemáticas, me di cuenta de que el elefante se bamboleaba y procedí a construir
una tortuga que sostuviese al elefante. Pero la tortuga no era más sólida que
el elefante y, después de unos veinte años de un trabajo muy arduo, llegué a la
conclusión de que no quedaba nada más que yo pudiese hacer para asentar un
conocimiento matemático indubitable. Luego vino la primera guerra mundial, y
mis pensamientos se concentraron en la miseria y la locura humanas. Me parece
que ni la miseria ni la locura forman parte de la inevitable herencia del
hombre. Estoy convencido de que la inteligencia, la paciencia y la persuasión
podrán liberar, más pronto o más tarde, a la especie humana de las torturas que
a sí misma se ha impuesto, con tal de que antes no se extermine a sí misma.
Fundado en esta creencia,
he tenido siempre cierto optimismo, a pesar de que, conforme he ido
envejeciendo, ese optimismo se ha hecho más sobrio y la feliz solución final se
ha alejado mucho. Pero sigo siendo completamente incapaz de coincidir con
aquellos que aceptan, de un modo fatalista, la opinión de que el hombre está
destinado al sufrimiento. No es difícil descubrir las causas de la infelicidad
del pasado y del presente. Ha existido la pobreza, la peste y el hambre, debido
al imperfecto dominio del hombre sobre la naturaleza. Ha habido guerras,
opresiones y torturas, debido a la hostilidad del hombre hacia sus semejantes.
Y han existido miserias morbosas, alimentadas por credos tenebrosos, que
llevaban a los hombres a una profunda discordia íntima que hacía inútil
cualquier prosperidad externa. Todo ello no es inevitable. Por lo que se
refiere a todas esas causas, se conocen medios con las que pueden ser
superadas. En el mundo moderno, si existen comunidades desgraciadas, es porque
esas comunidades lo quieren así. O, hablando con más precisión, porque están
sometidas a ignorancias, hábitos, creencias y pasiones, que son más queridas
por ellas que la felicidad e, incluso, que la vida. En nuestra peligrosa época,
encuentro muchos hombres que parecen enamorados de la miseria y de la muerte y
que se encolerizan cuando se les habla de esperanzas. Creen que la esperanza es
algo irracional y que, situándose en una perezosa desesperanza, no hacen otra
cosa que aceptar los hechos. No puedo estar de acuerdo con esos hombres. Seguir teniendo confianza en nuestro mundo,
pone a prueba nuestra energía y nuestra inteligencia. En los que desesperan,
con mucha frecuencia, es la energía la que falta. La última mitad de mi vida ha
transcurrido en uno de esos dolorosos períodos de la historia humana durante
los cuales el mundo va de mal en peor y las victorias del pasado, que parecían
ser definitivas, han resultado sólo momentáneas. En mi juventud, nadie ponía en
duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se
extenderían gradualmente por todo el mundo, siguiendo un ordenado proceso de
desarrollo; se esperaba que la crueldad, la tiranía y la injusticia irían
disminuyendo de manera continua. Casi nadie estaba obsesionado por el temor a
grandes guerras. Casi nadie pensaba que el siglo XIX era un breve intermedio
entre la barbarie del pasado y la del futuro. Para los que se educaron en
aquella atmósfera, el ajuste con el mundo actual ha sido difícil. Ha sido
difícil no sólo sentimentalmente, sino también intelectualmente. Ideas que se
creían acertadas han resultado inadecuadas. En algunos casos, las libertades
valiosas han resultado muy difíciles de conservar. En otros, especialmente por
lo que se refiere a las relaciones entre las naciones, las libertades
anteriormente estimadas han resultado fuentes potenciales de desastres. Se necesitan
nuevos pensamientos, nuevas esperanzas, nuevas libertades y nuevas
restricciones a la libertad si el mundo debe salir de su peligroso estado
actual. No puedo pretender que lo que he hecho en relación con los problemas
políticos y sociales haya tenido gran importancia. Es relativamente fácil ejercer
un efecto inmenso gracias a un evangelio dogmático y preciso, como el del
comunismo. Pero, por mi parte, no puedo creer que lo que la humanidad necesita
sea algo preciso o dogmático. Ni puedo creer firmemente en ninguna doctrina
parcial que se ocupe solamente de alguna parte o de algún aspecto de la vida
humana. Existen los que mantienen que todo depende de las instituciones y que
las buenas instituciones darán lugar, inevitablemente, al milenario. Y, por
otro lado, están los que creen que lo que hace falta es un cambio en los
corazones y que, comparado con esto, las instituciones son de poca importancia.
No puedo aceptar ninguna de esas dos concepciones. Las instituciones moldean el
carácter y el carácter transforma las instituciones.
La reforma de ambas cosas
debe realizarse al unísono. Y, si se quiere que los individuos conserven el
grado de iniciativa y de flexibilidad que deben tener, no se les debe forzar
para que todos se metan en un molde rígido; o, para cambiar de metáfora, no se
les debe alinear en el mismo ejército. La diversidad es un factor esencial, a
pesar de que impida la aceptación universal de un evangelio único. Pero
predicar semejante doctrina es difícil, especialmente en tiempos penosos. Y es
posible que no sea eficaz hasta que alguna experiencia trágica nos enseñe su
amarga lección.
Mi obra está cerca de su
fin, y ha llegado el tiempo de que pueda examinarla en su conjunto. ¿Qué es lo
que he conseguido y qué es lo que he dejado de conseguir? Desde muy joven, me
imaginaba a mí mismo dedicado a empresas grandes y difíciles. Hace 61 años,
paseando sólo por el Tiergarten, sobre la nieve que se fundía y bajo el frío
resplandor del sol de marzo, decidí escribir dos series de libros: una, de
libros abstractos, que fueran siendo gradualmente más concretos; otra, de
libros concretos, que fueran siendo cada vez un poco más abstractos. Estas
series debían ser coronadas por una síntesis en la que se combinaría la teoría
pura con una filosofía social práctica. Excepto la síntesis final, que todavía
se me escapa, he escrito esos libros. Han sido aclamados y alabados, y los
pensamientos de muchos hombres y de muchas mujeres se han visto afectados por
ellos. En este sentido, he conseguido lo que me proponía. Pero, por otro lado,
tengo que confesar dos fracasos: uno externo y otro interno. Empecemos por el
fracaso externo: el Tiergarten se ha quedado desierto; la puerta de
Brandenburgo, por la que entré en él aquella mañana de marzo, se ha convertido
en la frontera de dos imperios hostiles, que se acechan mutuamente a través de
una barrera casi invisible y que preparan, con gesto torvo, la ruina de la
humanidad. Los comunistas, los fascistas y los nazis han declarado la guerra,
unos tras otros, a todo lo que consideraba bueno y, al derrotarlos, mucho de lo
que intentaban salvaguardar sus contrincantes se está perdiendo. La libertad se
considera debilidad, y la tolerancia se ha visto obligada a vestirse con el ropaje
de la traición. Los viejos ideales se tienen por inoperantes y ninguna doctrina
que esté exenta de rudeza merece respeto.
El fracaso interno, de
poca importancia para el mundo, ha convertido mi vida mental en una batalla
perpetua. Empecé con la creencia, más o menos religiosa, en un mundo platónico
eterno en el que las matemáticas brillaban con una belleza como la de los
últimos cantos del Paraíso. Terminé llegando a la conclusión de que el mundo
eterno es algo trivial y que las matemáticas son únicamente el arte de decir lo
mismo con palabras diferentes. Empecé creyendo que el amor, libre y valeroso,
podría conquistar sin lucha el mundo. Y terminé apoyando una guerra cruel y
terrible. Esto fue un fracaso. Pero, bajo este fardo de fracasos, soy consciente
todavía de algo que considero una victoria. Es posible que haya concebido
incorrectamente la verdad teórica; pero no estaba equivocado al pensar que
existe tal cosa y que merece que seamos fieles a ella. Puedo haber creído que
el camino hacia un mundo de seres humanos libres y felices era más corto de lo
que realmente es; pero no estaba equivocado al pensar que es posible ese mundo
y que merece la pena vivir con la idea de acercarnos a sus límites. He vivido
persiguiendo una visión personal y una visión social. La personal: amar lo que
es noble, lo que es bello, lo que es benévolo, permitir los arrebatos de
intelección que ofrezcan sabiduría a tiempos más mundanos. Social: ver con la
imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos se desarrollen
libremente y donde el odio, la codicia y la envidia se extingan porque no
exista nada que pueda alimentarlos. Creo en estas cosas, y el mundo, con todos
sus horrores, no ha podido conmover esas creencias.
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