Rousseau y la idea de
Revolución
(a los 300 años de su
nacimiento)
David De los Reyes
Podemos comenzar afirmando que las ideas de Rousseau eran revolucionarias
mas él no lo era. Nunca se alisto en ninguna facción, movimiento partido
político que fuera en contra de Estado monárquico del momento; no alentó
tampoco a qué grupo alguno llevase a la
acción sus ideas; nunca estuvo en su hacer alentar la acción revolucionaria
organizando a las masas o estableciendo un conjunto de acciones encaminadas a
cambiar el orden existe como tal. Su
fuerte personalidad individual lo llevó a trascender tales contingencias que le ofrecía la sociedad de su momento. Lo
que si hizo fue llevar a cabo duras críticas a los modos y formas de la
decadente sociedad francesa de su momento.
Así que podemos
preguntarnos ¿Ideas revolucionarias? Sí y no. Sí respecto a lo que planteó en
relación a la visión que tenía de la política, de su experiencia y particular
experiencia de la republicana ginebrina y ello contrastaba e iría en contra del
absolutismo reinante en la Europa de manera general, pero sobre todo a la
extensión geográfico político francés.
No, porque su concepción
no era una utopía para los ginebrinos de
ese entonces, el cual era su país de origen, donde se respiraba un aire
democrático avangarde y surgido a través de una voluntad general en relación a
las decisiones legales y públicas que se tenían en dicha ciudad. Por ello es
que cuando se habla de Rousseau como revolucionario encontramos un exabrupto o
una manipulación del personaje a causas extremas políticas mas que a una
realidad de su personalidad; no deja de
ser sino una opinión poco sopesada, dicha a la ligera, infundada por aquellos
que quieren ver en él un paladín de la revolución que vendría a surgir en 1789 gracias a sus propuestas, pero
que seguramente no hubiera participado en lo absoluto con los guillotinazos a
la Robespierre. En su autobiografía Confesiones (parte I, libro V), encontramos
una declaración personal de principios al respecto:
“Cuando se tomaron las armas en 1737 vi, estando en Ginebra, al padre y al hijo salir armados de la misma casa, el uno para subir al ayuntamiento, el otro para marchar a su barrio, seguros de encontrarse dos horas después el uno frente al otro expuestos a degollarse mutuamente. Este espectáculo espantoso me hizo una impresión tan viva que juré no mezclarme jamás en ninguna guerra civil, y no sostener en el interior la libertad con las armas, ni personalmente ni por consentimiento, si alguna vez recobrase mis derechos de ciudadano (itálicas nuestras)”.
En una carta dirigida a
la señora de Wooton, fechada el 27 de
septiembre de 1766, insiste: La sangre de un solo hombre tiene mayor valor que
la libertad de todo el género humano…Se asume como un hombre de mundo, solitario, ¿un
cosmopolita diríamos hoy? En su texto de
Rousseau juez de Jean-Jacques (Diálogo III), lo vuelve advertir pues: profesa
el respeto más sincero a las leyes y a
las constituciones nacionales, y que siente mayor aversión por las revoluciones
y por los coligados de toda especie. Sus
palabras son elocuentes al respecto. Personalmente es un escritor que propone
ideas. Políticamente se coloca al margen de toda manifestación violenta, que
vaya en contra de la constitución asumida por una nación y no siente ninguna
simpatía por cualquier movimiento revolucionario. ¿Utópica su propuesta? No, como
ya dijimos, es la reconstrucción intelectual de la realidad ginebrina que
coloca en contraste en relación al país que lo acoge es su ceno, Francia, y en
el que va a germinar sus ideas republicanas, pero no por su voz sino por los
dirigentes conspicuos que quieren llevar a cabo un cambio de orden político, en
principio cercano a la monarquía constitucional, propuesto por Montesquieu;
luego, gracias a la acción de huida de Luis XVI, en rechazo total a una
reconciliación con el monarca se asumirán revolucionarios. Entonces buscan una
justificación ideológica. Ahí está el Contrato Social. Las ideas de Rousseau los guiará y les donará
un proyecto de sociedad. Una sociedad donde la lógica y la razón conducirán a
una desesperación que aniquilará a una buena parte de ciudadanos no
simpatizantes con esa idea de cambio. Rousseau no vive el horror del Reino del
Terror para verlo (¡de lo que se salva!). Tampoco para juzgar la situación. Es
un ausente que físicamente lo reviven
mediante su invocación gracias a sus ideas, mas no por ejemplo de su
experiencia de vida. Recordemos: la sangre de un solo hombre tiene mayor valor
que la libertad de todo el género humano. El Dr. Guillotín y su racional
máquina de la muerte si tenía más sed de sangre que el romántico, atribulado y
excéntrico ginebrino.
Groethuysen observa, sin
embargo, que Rousseau intuyó que vendría
una revolución, pues en el Emilio
refiere, con una certera frase, que nos aproximamos a un estado de crisis y al
siglo de las revoluciones (libro III). Sabía que una constitución y una corte
(junto a un monarca) decadente se cernía sobre Francia conduciéndola a su ruina
(la secuela de todos los monarcas luises – XIV, XV y XVI- abonarían el suelo
para el cambio, llevando al país a la inoperancia económica hacia al maltrato y
displicencia social). Tampoco que una revolución sería conducida únicamente a
través de sus ideas o que hicieran justicia en reconocer sus propuestas
revolucionarias. Si aspiró a algún reconocimiento su obra política sería,
(además de su descripción personal de fenómeno republicano político), de orden
moral, de comprender su afán personal por el bien político y su
cuestionamiento a la sociedad en que
vivió y por la cual sintió un amor-odio permanente, llevándolo a establecer
unas relaciones polémicas con sus amigos y con las ideas y posturas, estilos de
vida y gustos de su entorno epocal. El reconocimiento a que aspira es a su
personalidad moral, no a su condición supuesta de revolucionario. Jamás supuso que su nombre
estaría ligado a la revolución que emergía en el suelo político y social de
Francia. Como lo señala Groethuysen
(1985:243):
“Cuando, durante una de sus estancias en París, se entera de que hay trastornos, no piensa más que en buscar asilo fuera del reino, pero no lo hizo porque se sentía tranquilizado con su pequeñez (y su) apacible humor (Confesiones, parte II, libro XI), y porque creía que en la soledad en que (quería) vivir, no podía penetrar tormenta alguna hasta él”.
La tranquilidad de ser un
paseante solitario lo protegía y lo
llevaba a vivir retirado, en soledad, con su condición de hombre separado de
los acontecimientos sociales de los que, en realidad, no le interesaba
participar e intervenir, ni física ni intelectualmente con sus ideas. Sus ideas no buscan una actualización
inmediata por medio de la acción. Para él está claro que la sociedad sería más
dichosa si se hubieran limitado a su constitución primitiva y al ejercicio del
derecho natural entre gentes. Pero ya no se puede remontar la sociedad a
tiempos inocentes y de igualdad condición, pues
había dejado de serlo hacía muchos siglos.
En su carta de Respuesta
al Rey de Polonia afirma que si alguna gran revolución debiera surgir sería casi tanto de temer como el mal que
pudiera curar y que es censurable a desear imponer prever. La Revolución es tan cuestionable y peligrosa
como lo es censurable el régimen decadente y corrupto, autoritario e injusto
que pretende sustituir (de la monarquía absoluta francesa). Pareciera que
nuestro autor está próximo a que la sociedad evolucione para mejor mediante
reformas, pero el poder nunca tiene miramientos contra todo aquello que le
lleve a perder sus privilegios y su dominio ante lo social.
Respecto a poder recobrar
el hombre cierta felicidad social podemos encontrar las aclaraciones dadas por
él en el Contrato Social, donde juzga que el estado ideal y del porvenir sería
el de la república, pero en las pequeñas repúblicas, no en las que pudieran
surgir de los grandes reinos o de las naciones extensas. Su modelo de
instituciones públicas es tomada de la constitución de Ginebra; ella es un
ejemplo para Europa (Cartas escritas desde la montaña, parte I, carta IV). Sin
embargo no hay ninguna declaración en la que exalte a los hombres de su
presente acariciar la posibilidad
de encontrar realizada esa forma de
gobierno donde se coloca no a unos
hombres por encima de otros, sino sólo a las leyes por encima de los hombres.
¿Qué hizo que las ideas
de Rousseau sean revolucionarias a pesar de que él no tenía en su personalidad
ningún viso de revolucionario? Su pensamiento, de hecho, será revolucionario
por una idea de derecho, y ello
significa querer una reforma, de solicitar reivindicación, establecer un
deber-ser universal para el conjunto humano al que va referido. Independientemente
que sus proyectos fuesen realizados o no nos encontramos que el derecho
presenta en el Contrato Social (libro
I), una relación respecto a la obediencia o no de las leyes establecidas. Las
leyes nos llevan a cumplirlas, el pueblo está obligado a ello, lo cual es lo
justo; pero también advierte que también puede sacudirse del yugo que lo
reprime y eso es mejor: porque, al recobrar la libertad por el mismo derecho
que se le ha arrebatado, o está autorizado a recobrarla, o no lo estaban para
quitársela. Con estas palabras vendría a legitimar una acción de rebelión o de
revolución frente a un régimen injusto.
Su pensamiento es
revolucionario por enfrentarse a un orden existente. No hay manera de
reconciliar el deber ser con lo que es, en tanto realidad vivida por el pueblo;
no valen simples reformas que permitan hacerlo evolucionar hacia un mejor
estado de cosas existentes. En el orden existente podemos encontrar errores de
principios realmente malos, en lo que se puede fijar una acción para encaminar
lo que es hacia una condición legal y política mejor y más justa.
Para los filósofos de su
momento podemos notar que, al fijarse en la historia, encuentran una evolución
en del desarrollo de los estados. Rousseau irá en contra los fundamentos mismos
de dicha teoría. Podemos encontrar que para ciertos pensadores conciben amplias esperanzas en un futuro
incierto sin temer que rechazar de forma
absoluta todo lo corrupto y malo de lo que se vive en el presente. Ello no lo podrá admitir Rousseau. Pide el
cambio total de todas las condiciones morales de la vida. No se contenta sólo con la crítica o una
oposición de ideas. La postura intelectual del ginebrino será más radical y,
por tanto, más difícil: no se alza contra determinado abuso de un régimen sino
contra un estado de cosas, contra un estilo de vida y el espíritu de toda una
época, contra las maneras de pensar decadente y
del sentir de su presente en la mayoría y en los llamados ilustrados,
pues en ello se encuentra la aceptación y la propagación de los abusos; su
postura es contra una mentalidad establecida que hay que cambiar, en principio,
individualmente y posteriormente concretizarla en el derecho
constitucional. Rousseau, que representa
un símbolo:
Ha luchado contra su
siglo, ha sido un mártir Este ginebrino es el primer francés de los nuevos
tiempos. Ha hecho, por su manera de ser y por su modo de combatir contra la
sociedad, una revolución individual que ha precedido a la gran revolución
colectiva. No es de su siglo, se adelanta a su época, y los revolucionarios
hubieran querido verlo entre ellos (idem:247).
Rousseau más que un
revolucionario social y político ha mostrado su carta sobre la mesa de la
metafísica política de la modernidad:
antes que ir a ver cómo se reacciona socialmente en el conjunto de los hombres,
las nuevas propuestas de un estado nuevo ha manifestado la necesidad individual
de cambiarse a sí ante de querer cambiar a los demás, de observar en nuestras
maneras de sentir, pensar y ser en relación a lo que es nuestra vida
individual, subjetiva, personal. Su vida se adelanta a su época; su condición
de ciudadano de Ginebra le acompañará a lo largo de su existencia más allá de
los límites de su ciudad. Será una permanente búsqueda personal y del conocerse
de así, del amor de sí, que lo lleva a practicar maneras de vivir y existir que
aún son demasiado novedosas para ser aceptadas de forma universal por un
estado. Sólo las publicita pero antes de ello ya las ha vivido en y por él en los límites de su
propia convivencia e imaginario social e individual.
Más que ser un utopista, que imagina posibilidades
distintas al que encuentra en el orden existente, es un soñador. Elevándose por
encima de la sociedad del momento, la combate de forma pertinaz con la palabra
que ha forjado a partir de la ensoñación de espacios; de hombres y relaciones
imaginados en tanto placer que surge de la construcción subjetiva personal
ideal. Se ha expresado respecto a la insuficiencia del mundo en que vive, ha hablado contra la
propiedad, de la hipocresía, la miseria humana, de querer que no hubiera ricos
y menos pobres. Sus razones nos muestra la intensidad de su sufrimiento al ver
los principios en que se desenvuelve la sociedad en que habita junto a sus
imperfecciones. Sin embargo no posee una visión concreta de las cosas; se despliega
y se desparrama en la espuma de su imaginación y ello no da pie para una acción
real guiada por una visión que le dé una
situación política real vivida. Combate contra todo el mundo sin tener una
idea segura contra qué combate. La sociedad nos hace desdichados, pero a qué sociedad se refiere, la de su presente,
la del pasado, la de más allá o más acá; no es concreta su queja, sólo una
emoción lanzada contra todo y contra nada.
“Es luchar en el vacío. En todo tiempo se ha lloriqueado mucho sobre la condición de la naturaleza humana,
sobre la sociedad y qué se yo sobre qué más, sin que todas las lamentaciones hayan servido para algo”
(idem:248). Nada es menos revolucionario que
una crítica a la sociedad en general. No hay qué objetivos a tomar, solo molinos de viento que parecen gigantes
sobre el horizonte. Así que quien se manifestara en concreto contra el régimen
feudal reinante o contra la monarquía absoluta sería más peligroso que todas
las críticas que un Rousseau expresara
pero sin llegar a precisar nada.
Sin embargo Rousseau es
un espíritu peligroso para aquellos que gustan del reposo y de la tranquilidad,
y piensan que todo va mejor que nunca.
Y al hombre social que dirige sus ataques será al del francés del siglo
XVIII. No hace crítica a un medio
social; saca lo realmente humano de sus experiencias personales; y busca al
fenómeno mismo para envestirlo. Vivió en lo general y sufrió por lo general;
combina lo general con el punto de vista de lo concreto, llegando a ejercer un
malestar en sus contemporáneos. Su hombre social es con el que se encontrará al
ser arrancado de su vida fuera de su
ciudad: Ginebra y se sabe distinto a él.
Sus palabras son elocuentes al mostrarnos su malestar ante el prójimo francés:
Dejadme vivir a mi antojo, soy distinto a vosotros. Es de otro país, no de Francia, en donde
encuentra un hombre social que tiene
maneras de vivir, traiciones e ideas distintas
a las suyas. Y para él ello puede
ser normal: ¿Qué de extraño que no sea como vosotros? Son dos maneras de ser
que nacen de tradiciones diferentes. Será un extranjero a lo largo de su vida
en donde quiera que se encuentre. Pareciera querer conservar en París el
conjunto de las costumbres helvéticas que arraigaron en él. Encuentra que hay
un divorcio entre su naturaleza y la de los demás. Lo que constituye la fuerza
de Rousseau es que aquello que hay en él
de individual encuentra un fundamento en tradiciones que expresan
la mentalidad de un pueblo, del pueblo ginebrino (idem:251). De esta forma podemos comprenderlo, no es una
especie de taciturno solitario, de
misógino, o un salvaje, un hombre natural sin más, un nihilista que parte de la nada para volver
a la nada. Es un hombre que sus modos de pensar y vivir son los que han
permeado en él en los primeros tiempos de su vida y que están en permanente
contraste (y contradicción republicana), con el resto de los hombres que
encuentra a su paso. Cuando critica a la
sociedad francesa lo hace desde la orilla de su representación de los
principios y tradiciones de un ginebrino. Invoca al campesino del Valais
(suizo), contra quienes no saben concebir la vida más que bajo formas
sociales y artificiales. Sea en lo religioso o en lo político su visión
personal natal es determinante para su combate al hombre social francés. Así,
por ejemplo, el Contrato Social no es una utopía, es un orden existente de acuerdo a su modelo de
patria real y rememorada. El pinta un mecanismo político real, un amor a la
justicia, una necesidad de libertad personal y de igualdad ante la ley, una
democracia republicana, sin que con ello
se pueda decir que será una mera representación calcada de la realidad
ginebrina. En su concepción se mezcla esta objetividad política junto con sus
aspiraciones e ideas personales que le conforman su imaginario político. Su
felicidad se halla cerca de la comarca de Vaud (Suiza); leámos en Confesiones
(parte I, lib.IV): Cuando el ardiente deseo de esta vida dichosa y amable,
que huye de mí y para la cual había nacido,
viene a inflamar mi imaginación, es siempre en la comarca de Vaud, cerca del
lago, en una campiña encantadora, donde se fija.
Eso desde su concepción
crítica de la vida y cultura gala. Pero Francia será también un gran amor: Amo
a Francia y la echaré de menos toda mi vida; si mi destino dependiera de mí, iría allí a acabar mis días, nos dice
cuando vive en Inglaterra y le escribe al marqués de Mirabeau, el 31 de enero
de 1767. Rousseau amó a su patria pero, a la vez, se sintió atraído por una
cultura que no era la suya y que no la encuentra en su país, y ella estará
presente en el desenvolvimiento de la sociedad que amo y odio; en ella
encuentra una fineza de tacto, de corazón de la que está de manera constante en
toda su obra, pues para él el pueblo francés sigue amando lo que es justo y
decoroso, dice al final de su vida en una carta a su amigo Dubelly, del 12 de
marzo de 1770. Sigue siendo un republicano en una tierra donde nadie se hubiera
atrevido a serlo, es decir, ningún francés se pronunciaría por querer cambiar
la monarquía por una república. Si bien se adelanta a su época por sus propuestas políticas no
verán su realidad más tarde, cuando con un esfuerzo colectivo serán
establecidas por la violencia y la confrontación a un orden decadente y sin
esperanzas de seguir existiendo inmodificado en el suelo de la historia
europea.
Rousseau puede
manifestarse en contra de los reyes y la monarquía absoluta, pues no es fiel a
ninguno; es un hombre libre, un extranjero que no es en absoluto súbdito del
rey (Carta a Saint Germain, 26 de febrero de 1770). Nada le impide ser, pues,
republicano; esa idea le es familiar, la ha absorbido de su país. Como se verá
para entonces, nada más distinto que un francés de un ginebrino y viceversa.
Como nos refiere Groethuysen:
“Quizá forma parte del
espíritu de los suizos el buscar inspiraciones en otros países, ensanchar sus
opiniones y vivir en una comunidad más grande que la suya, a reserva de sentir
el Heimweh de que habla Rousseau en una de sus cartas. Por otra parte, el
ejemplo de Rousseau demuestra que Suiza devuelve lo que toma de las demás naciones,
haciendo ver a sus vecinos que hay formas de vida que no son ajenas a su
espíritu, pero que ella sola, favorecida por las circunstancias, ha sabido
desarrollar” (idem:263).
Sin embargo Rousseau
nació político, su país, con sólo
respirar entre sus calles, le daba esa dimensión que carecían el resto de los
individuos de otras regiones en que no se presentaba la vivencia real de
practicar cotidianamente la política en su comunidad de forma expresa y
declarada. De ahí que en él arraigó tanto el interés por ese campo pues,
como refiere en sus Confesiones (parte
II, lib.IX): Había visto que todo
radicaba esencialmente en la política, y que, de cualquier manera que se
hiciese, ningún pueblo sería sino aquello que la índole de su gobierno le haría
ser. Tal declaración no es mera
sentencia intelectual de un historiador, de un filósofo, o de un economista
sino de alguien que lo había vivido en realidad, en el mundo estrecho pero
intenso de la concentrada política de la pequeña democracia de Ginebra. Los conflictos
y avenencias de ese pueblo no parten de lo que sucede en la corte sino de las
contradicciones, de las tendencias, de las fuerzas vivas que emanan del mismo
pueblo en tanto enfrentamiento de opiniones y polémicas vividas. Los ginebrinos
sabían más de la real politic que lo que pudiera pensar un filósofo de ese
tiempo a través de lecturas y teorías enmarcado en el salón de su casa, sin
respirar las pestilencias y los aromas de la calle en la polis misma.
Comprendió que las sociedades políticas y civiles son organismos puramente
humanos donde los vicios de los hombres hacen necesarias estas organizaciones,
y solo las pasiones humanas las conservan. Quitadles todos los vicios a
vuestros cristianos, y ya no tendrán necesidad de magistrados ni de leyes; quitadles
todas las pasiones humanas, y el vínculo civil pierde al instante toda su fuerza; ya no hay
emulación ni gloria ni anhelo por las preferencias; el interés particular queda
destruido; y perdido el sosten conveniente, el estado político cae en postración
(Carta a Usteri, 15 de julio de 1763). Donde encontramos que la justificación
del estado y su política tiene como móvil el interés, a la vez, individual y general como fundamento de todo
organismo político; condición que hemos visto cómo la han castrado todos los
regímenes marxistas, socialistas, conservadores, fascistas, nacionalsocialistas
y conservadores tanto de antes como de hoy.
La ambición por el poder está enraizada en toda civilización y al detentarlo se abusa de él, entonces sólo
queda por hacer que en el espíritu de los ciudadanos prevalezca el interés
general por encima del particular; todo gobierno, por ende, debe estar
subordinado a la voluntad general y debe estar observado y controlado de forma
permanente por el pueblo. La desconfianza del pueblo ante sus gobernantes es
esencial si quiere permanecer libre y para ello debe vigilar constantemente los
poderes constituidos y su ejercicio. En
política republicana nos encontramos con el problema de poner la ley por encima
de los hombres, haciendo reinar la justicia en la extensión de la organización
social, sin tratar de despertar
sentimientos de justicia entre los hombres
al recordarles sus verdaderos intereses, destruyendo sus prejuicios o
iluminándolos con razonamientos filosóficos u otros. Todos esos sentimientos
serán precarios y llevarán a un mal funcionamiento de lo político. El punto
central está en organizar la justicia a todos los niveles y hacer que los
hombres honren y acepten las leyes de su
organización, sean aquellos considerados buenos o malos.
En las leyes Rousseau
encontraba el perfeccionamiento político de las mismas, en la medida que ellas
emanaban de una voluntad general libre. Ellas llevan a que un pueblo se
constituya como una individualidad bien definida. No se trata de hacer sólo a
los hombres mejores o de iluminarlos individualmente, sino de considerarlos
desde el punto de vista colectivo; más que desarrollar unas facultades
individuales de forma aislada, está en
buscar desarrollar unos valores morales sociales. De esta manera no se trata de sacar de la filosofía cómo se puede transformar el orden existente sino que se debe tener
otras concepciones para la evolución y cambios del ser político de un
pueblo. No sirve sólo declarar los
derechos del hombre sino que es preciso introducirlos en la médula de la
estructura misma de la organización social y en el arraigo del ser social
político del pueblo. Rousseau, no es revolucionario, sólo nos muestra, nada más
y nada menos, que para que le derecho a la libertad y, a la igualdad sea
conservado para todos indistintamente debe vivir tanto en la voluntad general
como un principio que inunde y sustente a las elecciones y acciones que emana
de la voluntad individual. En Rousseau lo que podemos observar es su reiterado
empeño en presentar unas técnicas de cómo se forma un pueblo, en cómo se arraiga una sentimiento patriótico
natural vinculando individualidades y sentimientos a una causa común por el
bien global.
Nos habla que lo que
pareciera ser el problema de todo revolucionario, es decir, plantearse el
problema del cambio social dentro de un orden existente que lo amerita por las
exigencias del espíritu y las necesidades de sobrevivencia de una nación, de un
pueblo, junto a la condición de vida de cada individuo para sí. Y ello estriba en cuáles son las condiciones
que se deben cambiar. El orden reinante es complejo y ninguna revolución puede
cambiar totalmente todos sus elementos, de sustituir unos factores por otros
enteramente nuevos. La revolución hace enunciados sobre lo que considera como
malo y se presenta como factor a cambiar pero para ello también es preciso
saber cuál es la finalidad que se persigue con dicha alteración del orden
nefasto. No sólo con cambiar se hace la revolución: los fines cuentan. En un principio
nos encontramos que debe existir el sentimiento de un malestar generalizado y
en un segundo momento en encontrar lo que lo motiva, el mal arraigado en algún
adversario social, sea partido, líder, ejército, iglesia, grupos económicos,
etc. Y lo difícil es hallar esa causa primera que genera los abusos que se
hacen sentir colectivamente.
De ahí que se deba partir
de un punto de vista general y encontrar las ideas y procesos que universales
que pueden llegar a determinar los destinos de los hombres. El adversario, el culpable de tal designio
funesto, será el que impida la liberación de los espíritus y el desarrollo del
hombre autónomo para sí pero dado a su colectividad. Para ello se tiene que
desarrollar, postura rousseauniana, los derechos de todos unidos dentro de una
comunidad de iguales ante la ley, en donde tiene que reinar la voluntad
general; el adversario sería siempre un déspota pues sólo irá a sus intereses,
así sea en nombre de conminar al pueblo
en todo momento junto a él. Lo que nos muestra este ginebrino que la
mayoría de las desdichas sociales está arraigadas al grado de madurez de los
pueblos en el sentido que sus desdichas, dentro del estado social, se deben a que los hombres (en el poder),
reinan o mandan por encima de las leyes; situación vivida con Luis XVI en
Francia del siglo XVIII. Lo que busca este pensador nacido político, es
construir un orden político no centrado en la figura del líder o del hombre
providencial, mesiánico, único, sino en un orden popular fundado sobre la columna
organizacional permanente pero dinámica de la ley y su sentido universal de
justicia. Por tanto, si bien puede criticarse a las autoridades religiosas
elevándose como ductores de pueblos sin precisar una ley humana y justificando
una ley divina, igualmente podemos cuestionar el totalitarismo que surge tanto
de un partido único y de líderes
elegidos, mesiánicos, caudillos militarescos, dictadores iluminados, caudillos
tropicales o africanos, de animales soberbios y ególatras, que igualmente
observarán que ellos tienen todo el derecho para colocarse por encima de las
leyes y gobernar con las leyes diseñadas a sus intereses personales; la
propuesta rousseauniana no decanta en
repúblicas establecidas por un culto de corderos y popular a la
personalidad o a una iglesia, sino un culto ciudadano al ejercicio de las leyes
de forma igual y racional para todos
ante ellas.
Finalmente podemos decir
como referimos al principio las ideas de Rousseau son revolucionarias más no él, más no su
bitácora de viaje individual. Su visión política está centrado en la conjunción
de un orden en que las leyes vuelvan a
tener un sentido vital para el orden ciudadano, donde todos estemos bajo el
cobijo de ellas y no poder presentarse ocasión para que cualquier se coloque
por encima de su majestad. La voluntad del pueblo es un concepto que tiene un
carácter revolucionario en la medida que es garante de que las leyes sean el
factor determinante de la vida de una nación y no la nación esté determinada
por la voluntad de un líder o de un partido único, que a la final siempre vela
por su interés, su soberbia, su patología por el poder (y el presupuesto de una
nación), y su vanidad política. Si bien las leyes pueden que no sean perfectas
pueden llegar, por reforma y evolución cultural política de un pueblo,
transformarse para que sigan permaneciendo como el instrumento que dirige las
velas de una nación ante los vientos intempestivos de su historia.
Rousseau no era un
revolucionario pero revolucionó el sentido de cómo hacer la política en la
modernidad en función del bienestar común por medio de las leyes universales y
democráticas.
Bibliografía
Groethuysen, B.: 1985: J.J. Rousseau. F.C.E.
México
Rousseau, Ouvres
completes, 5 vol. La Pléiade. Paris.
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