David Hume o la libertad de expresión,
elocuencia y percepción
David De los Reyes
I.
Un filósofo
del escepticismo
En la filosofía del escéptico David Hume hay varios
rasgos interesantes para seguir reflexionando acerca de la comunicación y la condición del hombre junto a sus problemas intrínsecos al lenguaje, a
las creencias y a la razón.
Hume, a diferencia de su amigo de mesa y enemigo de
filosofías Jean Jacques Rousseau, que al
decir de Bertrand Russell estaba loco, pero era un loco influyente, aquél estaba cuerdo, pero no tuvo discípulos;
ante la pasión de las verdades del corazón del ginebrino, Hume le antepone el
juicio sensato de la duda sobre los fundamentos últimos de las ideas.
Encontrándonos con conclusiones a las
que llega con su reflexión filosófica,
como aquella de que los errores en la religión son peligrosos y en
filosofía únicamente ridículos, dándonos
así una diferencia primordial entre ambas: una puede llevarnos a la hoguera, la
otra a discusiones acaloradas y a desacuerdos pasajeros; o aquella otra, toda
creencia no es racional, pues es algo de lo que no conocemos nada.
En su Tratado de la naturaleza humana[1],
que tiene toda la carga del escepticismo posible para ponernos en duda ante
cualquier conclusión del causalismo empírico, nos dice algo que nuestra secta
fantástica de profetas pareciera no poder aceptarlo y es la creencia del futuro
que necesariamente pueda asemejarse al pasado; para este inglés ello no tiene ningún fundamento y se deriva de un
hábito, de una costumbre de la mente humana.
David Hume llegó a abandonar por momentos su enconado
escepticismo y a veces escribió en el
mismo tono y estilo de los moralistas de su época, pero si algo
defendió convencidamente fue el principio de libertad de expresión como
balanza que equilibra el ejercicio desatinado y abusivo del poder en las naciones, fueran estas monárquicas o
republicanas, democráticas o populistas.
Dijo que es posible que el poder
arbitrario se infiltre en nosotros si no
estamos extremadamente atentos a vigilar sus evoluciones y sólo con el goce de la libertad de
expresión a través de los medios de comunicación (la imprenta para entonces),
obtenemos el instrumento republicano ideal para despertar la alarma de un lado
a otro del territorio. El espíritu del pueblo debe ser frecuentemente alertado con el fin de restringir
las ambiciones desmesuradas de los gobiernos y el temor de excitar a ese
espíritu colectivo debe ser utilizado para neutralizar esa ambición.
Encuentra nada tan eficaz para ella como la libertad de
prensa, en la que todo el saber, el
espíritu y el genio de una nación dirigirán
sus esfuerzos a los fines de la
libertad, cada uno de sus
ciudadanos estará presto a
defenderla. Por las partes en conflicto
conviene siempre proteger la libertad de expresión para nuestra propia
preservación, que es la importancia más alta en tanto nación[2].
Personalmente a veces
soy escéptico respecto a la calidad de la información de quienes la
ejercen, pero no dudo en defenderla como principio democrático y condición del
ejercicio de la inteligencia y comunicación humana. Comprendamos todo esto más de cerca.
II.
En
defensa de la libertad de prensa
“Nada es más sorprendente para un extranjero que la gran libertad de prensa que disfrutamos en este país, con la que podemos comunicar eso que nos parece bueno al público y criticar abiertamente toda medida tomada por el Rey o ministros. Si el gobierno decide ir a la guerra, se declara que abandona o ignora los intereses de la nación y que la paz es infinitamente preferible en relación con el estado de los negocios actuales. Si la pasión del ministro lo inclina hacia la paz, nuestros escritores políticos no respiran más que la guerra y matanza, y estigmatizan la conducta pacífica del gobernante como laxa y pusilánime. Tal libertad no es admitida por ningún otro gobierno –sea republicano o monárquico, sea Holanda o Venecia más que en Francia o España. De esto nos surge una pregunta: ¿cómo es que Inglaterra disfruta únicamente de ese privilegio particular?” [3].
Con esta cita quiero referirme a la importancia
social, política y sobre todo cultural,
que para
este filósofo inglés revestía ya
la comunicación de masas para la
Inglaterra republicana aportada por los medios impresos para entonces; época en
plena expansión de la prensa y, siendo ese país una mezcla de monarquía y
república parlamentaria (monarquía constitucional), uno de los países pioneros en las publicaciones periódicas que inaugurarían el sentido cívico y necesario del ejercicio de la libertad de expresión
pública para salvaguardarse de los abusos del poder de los gobiernos en su ejercicio de la justicia y de las posibles
arbitrariedades de la monarquía.
El origen de esta libertad sin parangón al resto de
las monarquías de Europa para entonces,
estaba en la forma mixta de gobierno inglés, ni totalmente monárquico y ni
totalmente republicano. En esta fórmula
equilibrada de relación entre los
poderes conservadores y republicanos encuentra una verdad profunda, pues en los
extremos de estas formas de gobierno (tanto en los sistemas
conservadores y corporativistas como en los socialismos nacionalistas,
marxistas, leninistas y demás y demás corrales políticos totalitarios), encontraríamos que la libertad y la esclavitud están muy
cercanas la una de la otra. Hume busca un gobierno de centro, de justo medio,
donde se note que al alejarse de tales
absolutos extremos y se mezcle la
monarquía con la libertad republicana, el gobierno deviene más libre
políticamente. Pero en cambio, agrega la observación siguiente “si
mezclamos un poco de libertad a la
monarquía, el juego político se convierte
más cruel e intolerable”[4] .
Mediante esta fórmula mixta
llegamos a obtener un resultado
aceptable del ejercicio político, pues los dos extremos, monarquía y república,
esclavitud y libertad, se pueden llegar a combinar en ciertas circunstancias
materiales y culturales en una nación. Se dará esta justa proporción en un
pueblo no desconfiado de sus magistrados
y en donde los magistrados no dudarán de aquél. Al evitar la envidia por el
poder se crea en ambos actores un
espacio público de confianza y aceptación recíproca, ingrediente primordial
para que en las monarquías se dé una especie de libertad y en las repúblicas
una especie de poder ciudadano que vigile el ejercicio imprudente de la
justicia republicana, encantada siempre por los abusos de poder a punta de
leyes habilitantes y decretos. Si con los emperadores romanos este pueblo vivió
junto a un gobierno que mezclaba despotismo y libertad pero prevaleciendo el
despotismo, Hume arguye que en el ejercicio de la monarquía inglesa encontramos la misma mezcla pero de distinta naturaleza,
aquí la libertad civil impera por encima del despotismo. El todo está en
reducir la desconfianza y la envidia mutua en el seno del pueblo y deber
mantener cierta dosis de desconfianza vigilante en el ejercicio de los
magistrados, para quienes ninguna acción debe considerarse criminal a menos de
tener una prueba legal mostrada ante el juzgado, donde los mismos ciudadanos deben hacer de jueces del poder
judicial al defender por su propio
interés público las violaciones y agresiones ejercidas por ministros,
representantes políticos y jueces. Esto hace de la monarquía republicana
inglesa una diferencia esencial en su
ejercicio en relación con la licencia
que tuvo Roma en prodigar tiranía y esclavitud.
La libertad de prensa está bien ejercida en los países que priven la
confianza y aceptación recíproca del gobierno junto a una vigilancia civil atenta a las medidas tomadas por las decisiones del poder. El poder
arbitrario se infiltrará entre el mismo pueblo si no se mantiene una campaña
constante de atención ante sus representantes y para ello se requiere del
ejercicio responsable de la libertad de expresión que es el antídoto para salvaguardar las libertades
republicanas conviviendo en el seno de
una monarquía. La libertad de prensa es el detonante de la alarma de un extremo
a otro de un país al extralimitarse el ejercicio autoritario y caprichoso de
los actores del poder político dentro del gobierno. Por eso exige Hume la necesidad de excitar el espíritu del
pueblo con el fin de restringir sus
ambiciones y el temor de utilizar ese espíritu deberá ser un modo de atenuar y
neutralizar dicha ambición. Para ello confía en la libertad de prensa, ese
órgano impreso que surgía en la época y había dado sus frutos con una nueva
manera de hacer política y de contener civilmente la extralimitación
autoritaria de la monarquía. La libertad de prensa como derecho republicano
debe ser intocable tanto por parte del gobierno como por los mismos dueños de
los medios de comunicación, aunque hoy
bien sabemos que tanto por uno como por otro lado se halla mediatizada por
intereses de todo tipo y no únicamente por defender el ejercicio correcto del
poder y de sembrar la confianza y la reciprocidad necesarias para lograr una cohesión social aceptable y
respetuosa de los poderes establecidos en forma justa.
Así para Hume “la parte
republicana de nuestro gobierno puede mantenerse ella misma contra la parte
monárquica, si cuidadosamente protege la
prensa libre en vista de su propia conservación, que es de la más alta importancia” para un gobierno y su pueblo[5]. No hay nada más
importante que la preservación de un gobierno tradicional si es realmente un
gobierno libre, es decir, donde las libertades se ejerzan sin despotismo,
crueldad y en beneficio de una camarilla. Hume reivindica como un derecho
universal humano la existencia de la libertad de prensa pues de ella se
beneficia todo gobierno que quiere observar las leyes que fundan a un país. Son
preferibles los murmullos, los rumores y los descontentos hechos públicos
mediante la opinión libre y así puedan llegar
las opiniones a los magistrados y
tener en sus manos las posibilidades de
solución, a que tardíamente buscar una
medicina más fuerte para apagar ya no
un descontento, sino una sedición y rebelión contra los poderes
constituidos. “En cuanto a estos murmullos secretos de descontento que puedan
ocasionar, es preferible que se expresen por medio de las palabras y que
lleguen al conocimiento de los
magistrados antes que sea muy tarde y que haya que traer el remedio”[6].
Sólo la costumbre ciudadana de pensar libremente y poder distinguir donde está la verdad y la
mentira hace que los rumores se diluyan
en su misma aparición; lo contrario es pernicioso en extremo, es el despotismo,
sea republicano o monárquico, envistiendo nuevas formas de la esclavitud.
III.
De la
elocuencia
En su ensayo De la elocuencia[9], Hume nos plantea
cuáles han sido las pasiones que han preponderado dentro del curso de la
vida civil de la humanidad, cito: “El
interés y la ambición, el honor y la vergüenza, la amistad y la hostilidad, la
gratitud y la revancha, son los primeros motores de todos los intercambios
públicos; y esas pasiones son de una naturaleza
muy marcada e inmutables comparadas con los sentimientos y el
entendimiento que han cambiado fácilmente con la educación y el ejemplo”[10].
Y es la entrada para plantear que si la civilización ha evolucionado en saber y
en filosofía, lo ha hecho poco en relación con la elocuencia.
En el mundo antiguo, como hemos visto antes, la
genialidad no se consideraba por las
funciones o aptitudes de los individuos (civiles) sino por el arte de hablar en
público. Los talentos de un hombre eminente, de un poeta, de un filósofo debían
tener ese arte en cuenta; de lo
contrario, sus virtudes públicas sufrirían menosprecio.
Hume se pregunta a qué se debe
el declive tan evidente de la
elocuencia en su época. El genio humano ha sido el mismo en todas las épocas; pero el genio de la
modernidad se ha aplicado con mucha más ingeniosidad y éxito
a las artes y a las ciencias que en todas las épocas pasadas. Una nación
democrática debe estar provista de un gobierno popular que permita el desarrollo integral de sus
nobles talentos. A pesar de todas las ventajas que encuentra en su sociedad no deja de ser sorprendente que el desarrollo
de la elocuencia ha sido completamente
desigual respecto a los avances que se han efectuado en el resto del saber. La
elocuencia ha llegado a menos como disciplina de aprendizaje y como práctica
pública para expresar las ideas por
parte del ciudadano o del representante político.
Se pregunta también si el ardor con que se dirigían
los oradores antiguos no debe ser imitado por sus contemporáneos. Sin embargo,
Hume discrimina ciertas razones para desmontar las desigualdades del genio de la elocuencia en los dos momentos
históricos.
Comienza advirtiendo que en la antigüedad las leyes de cada estado eran poco numerosas
en gran medida y simples, por tanto las
decisiones que debían hacerse sobre diversas causas eran dejadas a las instancias de la equidad y
al buen sentido de sus jueces. El estudio de las leyes no representaba una laboriosa ocupación y dicho esfuerzo no
era incompatible para poder dedicarse al estudio de otra profesión. Así
advierte que los grandes hombres y generales del Estado Romano eran abogados.
Cicerón, nos señala, con el fin de
demostrar la facilidad de la adquisición
de ese saber, que con todas las ocupaciones que rodeaban a su
vida, se le hizo fácil formarse en perfecto ciudadano en sólo pocos días.
Lo anterior cambió durante el
período de la vida moderna; ni los mismos abogados pueden abandonar sus
ocupaciones para abandonarse a las
flores del Parnaso en búsqueda de la
elocuencia. Con la rigidez que se
desarrollan los quehaceres de las leyes y todos los intríngulis e intereses ni
el más genial de los oradores pudiera en
un mes mostrarse ante un canciller y
ello daría una condición ridícula a su
arte personal.
En la antigüedad, en el mundo griego y dentro de la alta corte de justicia, donde acudían los areopagitas, se había
prohibido toda suerte de elocuencia; los
discursos griegos escritos bajo el dictamen judicial eran menos atrevidos y
retóricos que los encontrados en Roma. Pero la elocuencia volvía a tomar sus bríos dentro de Atenas cuando se ponían en juego los
intereses del Estado; entonces se
debatía, sobre si la libertad, la felicidad y el honor de la nación eran el tema de la discusión. Debates de ese
tipo vendrían a elevar el genio de la elocuencia más allá que cualquier otro y
darían plena justificación de la misma; tales debates fueron frecuentes en el
seno de esa antigua nación y por tanto el arte del hablar era el instrumento de comunicación política que
vendría a tomarse como el medio
requerido para declarar las apreciaciones
sobre cualquier asunto público.
Hume igualmente
nos afirma que el declive de la
elocuencia en su época pueda que sea
debido a la superior inteligencia presente en el mundo moderno, la cual
rechaza con desprecio todos los ardides
retóricos empleados para seducir los juicios y en los que se acepta
sólo una argumentación sólida en
el curso de los debates o deliberaciones que se tenga. Si un hombre es acusado como criminal
debe acompañarse de pruebas y testimonios dicha acusación, y las
leyes deberán enseguida estimar cuál es la condena a cumplir. Sería ridículo describir el horror y la crueldad del acto mediante el uso de imágenes forzadas y
mezclar en ello los parientes del difunto implorando justicia con fuertes lloros y lamentaciones. Más
ridículo sería hacer un dibujo con la
imagen sangrante para motivar a los
jueces mediante un espectáculo trágico,
aunque tales recursos fueron utilizados en los medios de las cortes romanas. En
cambio, en las cortes modernas, todo se reduce
a la pertinente y justa expresión que debe comprobar el caso (hasta el
arribo de la invención de la fotografía y la aceptación de su uso como prueba
fiscal).
Respecto al
efecto de inflamar las pasiones
del auditorio por parte de los oradores
modernos, deberá tomarse en
cuenta la manera en cómo los antiguos
tenían vigilada tal condición. Para ello
encontraban un medio distinto para evitarlo. Lo disimulaban con un torrente de sublimidad y patetismo
verbal con el cual el auditorio no
dejaba de percibir el artificio que lo
conmocionaba. Los oradores, por la fuerza de su propio genio y de su
elocuencia, se inflamaban ellos mismos de cólera, indignación, de
piedad, de tristeza y luego comunicaban
esos movimientos internos imperiosos al público.
Los griegos tenían un auditorio menos refinado que el de los senadores y
jueces romanos. Los atenienses más vulgares eran señores y
árbitros de su elocuencia. Y seguramente sus maneras eran más bastas y austeras que las de Roma. Si
pudieran ser imitados, su éxito sería infalible en el seno de una asamblea
contemporánea. No es que la armonía no se pueda ajustar a la inteligencia,
no hay ningún razonamiento vehemente sin
alguna apariencia de arte, no es sino arrogancia, cólera, tristeza,
ardor, libertad mezcladas
en una sola oleada de argumentación. De todas las creaciones humanas en
relación con este tema, se ha dicho que los discursos de Demóstenes nos
presentan los modelos que se aproximan más a la perfección en este
arte.
Hume se escandaliza por la falta en su país de origen
de un Cicerón británico, como bien han podido tener un Arquímedes (Newton) y un
Virgilio (Milton) británico. Para él esa
situación puede ser debido a dos causas:
o bien a la ignorancia, o a la falta de
modelos verdaderos y perfectos que conduzcan a los hombres a una apreciación
más justa y a un gusto más refinado en cuanto a esas producciones del genio. Si
la elocuencia volviese a aparecer, los votos tendría a su favor, “los
principios de toda pasión y de todo sentimiento
están en cada uno de los hombres; estimularlos con algún propósito y entonces ellos reaparecen a la vida, excitan los corazones y generan esa felicidad
por la cual el genio se distingue de las bellas adulteraciones del capricho del
espíritu y de la moda”[11].
La elocuencia debe estar dirigida al público y para
gentes ordinarias; y tales discursos deben someterse a ese veredicto popular sin reservas ni límites. Esto debe ser tomado en cuenta
por el genio del orador. Si bien un
tribuno mediocre puede tomar la atención
y consideración de la vulgaridad que se satisface con sus actuaciones y
que no conoce en qué fallan o cómo manipulan sus palabras, al
aparecer un genio verdadero se hace
patente un cambio: capta la atención de cada uno de los presentes y
parece inmediatamente superior a sus
rivales. El genio se distingue por el uso de su arte y el manejo de los
recursos de la elocuencia que lleva a captar toda la atención hasta en los
hombres menos cultivados.
Si se juzga por
esto a la elocuencia sublime y
apasionada de la antigüedad, encontramos que es de un gusto más justo en su construcción que el de la
elocuencia contemporánea, la cual se
basa más en la argumentación y la
racionalidad. De esta manera el hombre
moderno se satisface en su mediocridad
por carecer de la experiencia de
cuál es la mejor, aquella que nos excita a nuestras pasiones por medio de su
sublime y ardoroso uso de las palabras y
de los gestos o aquella otra que se sumerge en la argumentación y en el
razonamiento calculado. Podemos decir que todo
dependerá del grado de educación del auditorio al que va dirigido. Habrá
hombres que les guste que les exciten como si fuese una suave voz seductora la
que hablara, habrá otros que preferirán
la capacidad de argumento y razones por los cuales deban tomar partido. Aunque bien sabemos que hoy no es realmente ninguna de las dos clases de
elocuencias, ni es la antigua o la moderna, sino posiblemente la capacidad que tiene el orador de
divertir mediáticamente al
auditorio, hasta cuando dice que las
medidas que tomará les afectará en una
reducción de sus libertades civiles. Lo
importante ahora está no en lo que se diga o cómo se diga siempre que nos
divierta y nos deje satisfechos para emprender el sueño de la noche y de la
realidad. Las palabras mezcladas con la
diversión han hecho de la elocuencia una parodia cantinflesca en pantalla donde
muchas veces quiere el hombre público parecerse a un locutor de programas de
concursos que a mostrar en sus palabras
la responsabilidad, compromiso y la entereza que deben comunicar sus acciones
en los cargos públicos que ocupa. ¡Vengan
pronto los Djs de la política! ¡No! ¡Ya están aquí!
Los antiguos tuvieron las dos experiencias y, por lo
que sabemos, si bien preferían que el discurso golpeara a sus
corazones no por ello dejaban de mostrar veracidad sus palabras y
las razones debían acompañar a la bella declamación del discurso; la
experiencia era escuchar
un arte de la palabra que mostrara el gusto civil por el cual se regían
los asuntos públicos de la ciudad.
En la antigüedad la calma, la sutileza, se llevaba más con la razón que la afectación
que podía dirigirse a través de un
discurso ordinario. La antigüedad nos ha dado sus ejemplos incomparables, Demóstenes y Cicerón que
eclipsaron con sus discursos a todos sus oponentes; si bien poseyeron la calma,
la sutileza y la misma fuerza en la
argumentación que sus contrincantes, fueron admirables por el uso dosificado de lo sublime y lo
patético que insertaban en sus
discursos en el momento propicio, con lo
cual obtenían la convicción de su
auditorio.
Este tipo de práctica es la que hecha a faltar Hume en su tiempo y sobre todo en los
oradores públicos de Inglaterra. No menos en la actualidad.
Hume da una
recomendación final. Si se quiere argumentar y razonar bien un discurso
deberemos hacer numerosas divisiones en
su seno a menos que la evidencia del tema no lo exija. Es fácil observar que este método, sin ser
formal y de volver el tema perceptible para el auditor, éste estará feliz de
sentir que los argumentos se encadenan naturalmente uno seguido de otro y muestren una convicción más segura que no aquella otra, que puede tener las
mejores razones pero avanza el conjunto
de su discurso dentro de una confusión.
IV.
De la
percepción y la causalidad
El escepticismo de Hume sigue siendo de interés por sus consideraciones sobre
cómo llegamos a percibir al mundo. Hume parte de siete especies de relaciones
filosóficas: semejanza, identidad, relaciones de tiempo y lugar, proporción de
cantidad o número, grados en cualquier cualidad, contrariedad y causación. A su
vez las percepciones se dividen en dos tipos, las que dependen de las ideas, y las que se pueden modificar
sin cambio alguno de las ideas. En las
del primer tipo se encuentran la
semejanza, la contrariedad, los grados de cualidad y las proporciones en la
cantidad o número. Las relaciones
temporales y causales son del segundo tipo. Las primeras son las únicas que
proporcionan un conocimiento cierto; de
las segundas sólo podemos esperar un conocimiento probable. El álgebra, por
ejemplo, es un tipo de conocimiento del
cual podemos hacer una cadena de razonamientos que no pierden el sentido de la certidumbre;
respecto a la geometría no podemos estar tan ciertos pues no podemos
llegar a mostrar la verdad de sus axiomas.
Hume afirma que todas nuestras ideas son copias de nuestras impresiones. Las
relaciones que no dependen de nuestras ideas
son la identidad, las relaciones espacio-temporales y la causación. En
las dos primeras la mente no va más allá de lo que obtenemos a través de nuestros sentidos. Únicamente la
causalidad es la que nos permite inferir
alguna cosa o suceso de alguna otra
cosa o suceso. Es la causalidad lo que
nos permite construir una conexión que
nos da seguridad de la existencia o
acción de un objeto o evento que ha sido precedido o seguido por alguna otra existencia o acción.
Hume rechaza
poder inferir sólo por el raciocinio algún conocimiento de algo, la experiencia es
determinante para ello. No habrá ningún objeto que implique la existencia de
algún otro, si son considerados estos objetos en sí mismos y nunca miráramos
más allá de las ideas que nos formamos
de ellos y el contexto al que corresponden. La experiencia es la guía para construir inferencias cognitivas obtenidas a través de la relación causal de
los acontecimientos particulares;
la conexión entre ellos no es lógica
sino empírica. Y no podemos argumentar
nada en relación con cada acontecimiento
visto de manera particular: como A separado de B, pues A no requiere necesariamente tener que
contener a B. Cada uno de ellos en sí mismo no nos dice nada realmente verificable a priori acerca del otro, sólo la experiencia de “si A entonces B” es lo que nos lleva a
conocer la relación causal entre dos
eventos aparentemente distintos pero consecutivos causalmente. Cuando dos objetos están constantemente unidos inferimos de
hecho, uno del otro, pero para esto se debe tener la percepción o la
experiencia de esa constante causal. Y la inferencia no es formal o
explícita. Se entiende el carácter
empírico de la inferencia a través de la constante percepción del evento,
pues al tener uno sigue constantemente
el otro. La inferencia no está determinada por la razón, ello nos llevaría a
dar por sentada la uniformidad de la naturaleza, la cual a su vez no es
necesaria, sino que la conexión entre los fenómenos nos es dada por la
experiencia.
Cuando Hume nos habla de que A causa B quiere indicar
que A y B siempre están unidos de hecho
y en su conexión no hay nunca un
sentido de necesidad. No podemos penetrar en la razón de esa unión independiente de la factibilidad de su
comprobación empírica.
V.
Sobre la creencia
Esta concepción causal viene reforzada con sus apreciaciones sobre el carácter de la
creencia como tal. La creencia es una idea vivaz relacionada, asociada o
comunicada a una impresión precedente.
De manera que si los acontecimientos A y B han sido siempre percibidos causalmente
en distintos momentos pasados, la impresión de A produce la idea vivaz
de estar conectada con B y ello constituye la creencia de B. Así explica
nuestra creencia de por qué A y B están relacionados: el precepto de A está conectado, comunicado con la idea
de B y concluimos que A está unido a B,
aunque dicha opinión es realmente infundada. Para Hume los objetos no tienen
una conexión descubrible entre sí; no hay principio o axioma que la legitime,
para él es la costumbre y el lenguaje que lo legitima y acepta como válido para
dar razón del hecho. Es como opera la
imaginación y por lo cual llegamos a extraer la inferencia de la aparición de un evento a través de la experiencia de
otro. No hay ningún nexo necesario entre los objetos, nos afirma. Lo que creemos como necesario es creado por el mecanismo del lenguaje y de las
ideas, que son lo que nos establece el nexo entre distintos eventos u objetos. La mente está determinada por la
costumbre, lo cual no implica la idea de necesidad. La repetición consecutiva
de casos semejantes conlleva a formarnos la
creencia de que A causa B, lo
cual no proporciona nada nuevo al objeto sino
a una asociación de ideas. El carácter
de necesidad que creemos que
existe en la causalidad implícita de
los fenómenos es un producto más mental
y lingüístico, -y de cierta legitimidad social, pudiéramos agregar con respecto
a los eventos comunicacionales-, que de
los objetos.
Este argumento nos lleva a considerar que la
objetividad de los fenómenos no tiene un
carácter necesario, no podemos hablar de
que A debe ser seguido inalterablemente por B en ocasiones futuras. No podemos decir que la relación sea causada
por algo más allá de la experiencia observada. Y el sentido objetivo de su planteamiento
nos lleva a comprender que la causalidad está definida en términos de
secuencias y no por medio de una noción
independiente de la misma, es decir, por un carácter necesario que constituye a
la relación.
Hume nos declara que
la unión frecuente entre A y B no suministra ninguna razón para que ello
sea así en el futuro. La experiencia de unión está frecuentemente unida a un
hábito de asociación.
Que en un pasado
se hayan obtenido las mismas asociaciones de cosas o eventos en
tales circunstancias no quiere decir
esto que tengamos una certera razón del
caso a futuro o que se formará en otras
nuevas circunstancias similares. Para
Hume la ley del hábito explica la
existencia de mi expectativa, pero no la
justifica.
Con este argumento empírico de la causalidad nos lleva a comprender si cuando decimos A
causa B, sólo tenemos derecho a afirmarlo
de las experiencias pasadas en que se ha dado esa relación entre A y B,
apareciendo siempre juntos, y que no conocemos ningún caso en que una vez aparecido A no acontezca B. Y por
otro lado nos lleva a tener que aceptar tal condición pues no hay ninguna razón
para esperar que A y B estén unidos en una situación a futuro. Tenemos una sucesión de estado de cosas más no una
necesidad a futuro de ese mismo estado de cosas. La inducción por simple
acumulación o enumeración de estados parecidos no permite argumentar en forma
válida y necesaria dicha relación; la muestra posible, sólo si existe esa
secuencia establecida por la particular experiencia que nos la confirma.
Por lo general se acepta la primera condición,
pero el
empirismo afirma que sí se puede
llegar a obtener un conocimiento válido a futuro por la consecución y
acumulación de experiencias pasadas similares. Aceptar a Hume es abrir un
compás de irracionalidad -para ciertos
empiristas del sentido común- respecto a las consecuencias futuras, lo cual no
es propio para la costumbre aceptada en cómo se quiere que operen los
argumentos o los conocimientos e instrumentos surgidos y creados por nuestra razón.
Si bien dentro de nuestro sentido común encontramos que Hume no está en lo cierto, lo
cual es discutible como ya lo hemos advertido antes, en relación con los
resultados de la física cuántica su
apreciación de la causalidad es completamente válida. En el mundo cuántico
nunca pueden aceptarse como ciertas las relaciones de tipo “A causa B“. Este
tipo de relación es aceptado por nuestro hábito y asociación sobre la percepción de cómo inferimos
acerca de nuestra percepción cotidiana
de los fenómenos.
Hume concluye con la convicción de que una creencia nunca es racional sino que es
producto del hábito y por tanto no
conocemos nada con ella. Es lo que
alega contra toda la secta fantástica
que quiere afirmar que hay una
necesidad o una verdad eterna implícita en la causalidad. Este inglés encuentra que nuestros razonamientos sobre
causas y efectos no se derivan nada más
que de la costumbre, del hábito. Nuestras creencias vendrían a surgir más por
un acto sensitivo repetitivo que
cognitivo de nuestra naturaleza. Si
somos fieles a Hume pudiéramos
interpretar nuestro mundo de informaciones y comunicaciones de masa
y ahora inscrita a una creciente globalización cultural, gracias a los recursos
tecnológicos, como un conjunto sostenido más por la reiteración de creencias
que por la comprensión de los conocimientos que lo sostienen; pero no menos es
la ceguera bolivariana totalitaria latinoamericana, le gana a todas las demás
en el ejercicio autoritario de las creencias políticas, erradicando cualquier
disidencia y racionalidad en el espacio del debate público.
NOTAS
[1] Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, 3 t.
Ed. Orbis, Barcelona, 1984, t.1, parte III, sec.IV
[2] Hume, Essais moraux, politiques &
littéraires., Ed. Alive, Paris 1999, ed.
Bilingüe. pág.44ss.
[3] Hume, op.cit., págs.42-47. Ver nuestra traducción de todo el artículo de
Hume en la siguiente entrada del blog.
[4] Idem.
[5] Idem.
[6] Idem.
[7] Idem.
[8] Vargas Llosa, Mario: Los purificadores en “El
País”, 23 de enero del 2000.
[9] Hume, op.cit., p.142 a 153.
[10] Idem,
pág.142
[11] Idem, pág.151.De la libertad de prensa
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