Modernidad
y racionalidad:
¿el
ocaso de la religión?
Carlos Blank
A nuestra época ya
no le interesa saber nada de Dios, antes se considera una alta adquisición
intelectual el conocimiento de que ese saber es incluso imposible.
Hegel
El
nunca suficientemente ponderado erudito alemán, Max Weber, consideraba como señal
decisiva del proceso de modernización llevada a cabo en la cultura occidental –
y como aporte indiscutible de esta cultura- la pérdida progresiva del
sustrato o magma religioso que unía a la
sociedad, así como a sus diversas actividades artísticas, económicas,
jurídico-políticas, científicas. Este progresivo desencantamiento del mundo era
una consecuencia, a su vez, de la progresiva racionalización o extensión de la
racionalidad a actividades que antes tenían un trasfondo primordialmente de
tipo religioso. Pare Weber es claro que ese proceso de creciente secularización
y racionalización es la marca de la modernidad, con todo lo que de
problemático, e incluso patológico, pudiese encerrar dicha modernidad de cuño
típicamente occidental.
Para
Max Weber era todavía evidente de suyo la conexión interna, es decir, la
relación no contingente entre modernidad y lo que él llamó racionalismo
occidental. Como ‘racional’ describió aquel proceso del desencantamiento del
mundo que condujo en Europa a que del desmoronamiento de las imágenes
religiosas del mundo resultara una cultura profana. Con las ciencias
experimentales modernas, con las artes convertidas en autónomas, y con las
teorías de la moral y el derecho fundadas en principios se desarrollaron aquí
esferas culturales de valor que posibilitaron procesos de aprendizaje de
acuerdo en cada caso con la diferente legalidad interna de los problemas
teóricos, estéticos y práctico-morales.
Pero
Max Weber describe bajo el punto de vista de la racionalización no sólo la profanización
de la cultura occidental sino sobre
todo la evolución de las sociedades
modernas. Las nuevas estructuras sociales vienen determinadas por la
diferenciación de esos dos sistemas funcionalmente compenetrados entre sí que
cristalizaron en torno a los núcleos organizativos que son la empresa
capitalista y el aparato estatal burocrático. Este proceso lo entiende Weber
como institucionalización de la acción económica y de la acción administrativa
racionales con arreglo a fines. A medida que la vida cotidiana se vio
arrastrada por el remolino de esta racionalización cultural y social, se
disolvieron también las formas tradicionales de vida diferenciadas a principios
del mundo moderno mayormente en términos de estamentos profesionales.[1]
Como
suele ocurrir con frecuencia en el ámbito de la hermenéutica sociológica y
filosófica, el análisis de la modernidad que en Weber corresponde a un proceso
histórico específico, a un “individuo histórico” particular, suele desprenderse
de ese contexto particular y utilizarse como una categoría abstracta y
funcional. En gran medida el debate sobre la modernidad es producto de esta
operación de descontextualización que se opera del concepto de modernidad. Para
Habermas esta operacionalización funcionalista del concepto de modernidad
“desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y
convertirla en un patrón de procesos de
evolución social neutralizados en cuanto al espacio y el tiempo.”[2] Esta esterilización del concepto de
modernidad, tal cual aparece en Weber, abona el camino para la crítica de la
modernidad emprendida por la corriente de pensamiento postmoderna.
Pues
en vista de una modernización evolutivamente autonomizada, de una modernización
que discurre desprendida de sus orígenes, tanto más fácilmente puede el
observador científico decir adiós a aquel horizonte conceptual del racionalismo
occidental, en que surgió la modernización. Y una vez rotas las conexiones
internas entre el concepto de modernidad y la comprensión que la modernidad obtiene
de sí desde el horizonte de la razón occidental, los procesos de modernización,
que siguen discurriendo, por así decirlo, de forma automática, pueden
relativizarse desde la distanciada mirada de un observador postmoderno.[3]
En
un mundo que algunos califican ahora de postmoderno, posthistórico,
postcapitalista, postindustrial, postcrítico, y todos los post que usted quiera
añadir, lo cierto es que aún se
mantienen plenamente vigentes muchas de las reflexiones de Weber sobre la
modernidad y lo que esta representa, sin caer en ingenuos optimismos o en
oscuros pronósticos –los adaptados y apocalípticos de que habla Umberto Eco. Frente a aquellos que pretenden
dar un apresurado adiós al proyecto que la modernidad entraña y a la
racionalización que se opera en ella, debemos considerar la posibilidad de que
se trate de un proyecto inacabado en lugar de un proyecto superado y
abandonado. Como suele ocurrir a la hora de querer explicar procesos sociales
que cambian vertiginosa y constantemente, debemos también revisar las propias
categorías que utilizamos para comprenderlas. Y el concepto de modernidad no
escapa a este desiderátum de revisión.[4].
Pero
si bien Weber constituye un hito fundamental en la comprensión de la
modernidad, quizás debamos seguir la sugerencia de Habermas de ir un poco más
atrás y tomar a Hegel como el primero que
realmente comprendió la complejidad y alcance de este nuevo momento
histórico que entraña la modernidad, y formuló explícitamente las dificultades
que este “tiempo novísimo” traía consigo.
Como
el mundo nuevo, el mundo moderno, se distingue por esta abierto al futuro, el
inicio que es la nueva época se repite y perpetúa con cada momento de la
actualidad que produce de sí algo nuevo. A la conciencia histórica de la
modernidad pertenece, por tanto, el deslinde entre ‘lo novísimo’ y lo moderno:
la actualidad como historia del presente dentro del horizonte de la Edad
Moderna, pasa a ocupar un lugar prominente. También Hegel entiende ‘nuestro
tiempo’ como ‘tiempo novísimo’. Pone el comienzo de la actualidad en la censura
que la Ilustración y la Revolución francesa representaron para sus
contemporáneos más reflexivos de fines del siglo XVIII y principios del siglo
XIX… Una actualidad que desde el horizonte de la Edad Moderna se entiende a sí
misma como la actualidad del tiempo novísimo no tiene más remedio que vivir y
reproducir como renovación continua la ruptura que la Edad Moderna significó
con el pasado.[5]
La mentalidad moderna debe reinventarse
permanentemente a sí misma si no quiere caer en los moldes del pasado, debe
estar siempre en el presente o, mejor
aún, siempre de cara al futuro, solo le cabe estar presente siempre orientada
al futuro y no al pasado. No puede recurriese ni a la armonía clásica o “bella
totalidad griega” ni a la conciencia desgarrada del cristianismo. De allí que
“lo novísmo” sea la categoría definitoria de esa modernidad siempre cambiante,
solo así lo nuevo es incapaz de devenir viejo. La mentalidad moderna no tiene
este expediente de fundarse en algo ajeno a sí misma y debe autofundarse o
extraer de sí misma su normatividad, y solo de sí misma, su propia
justificación y significación.
La
modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos
de otras épocas, tiene que extraer su
normatividad de sí misma. La modernidad no tiene otra salida, no tiene más
remedio que extraer su normatividad de sí misma. Esto explica la irritabilidad
de su autocomprensión, la dinámica de los intentos perseguidos sin descanso
hasta nuestros días de ‘fijarse’, de ‘constatarse’ a sí misma.[6]
Hegel
ve en Descartes al primer filósofo de la modernidad, a ese “héroe del
pensamiento”, que con gran sencillez y claridad hace de esa inmediata
identificación del ser y el pensar el comienzo de toda filosofía, inaugurando
la modernidad bajo el signo de la subjetividad. Esa necesidad de cerciorarse
propio de la subjetividad moderna encuentra su punto de partida en Descartes,
aunque solo sea eso, un punto de partida. La identidad abstracta y vacía
descubierta por Descartes debe rebasar su solipsimo o aislamiento, y requiere entonces pasar por un proceso concreto de
reconocimiento de sí mismo y del otro, por un compleja lucha por el
reconocimiento y el prestigio, pasar por la conocida lucha entre el amo y el
esclavo. Lucha que según Hegel comienza con la esclavitud antigua, sigue con el
estoicismo y el escepticismo, y encuentra en el cristianismo su versión
desgarrada o desgraciada. La superación de estas figuras de la conciencia
humana se lleva a cabo en la naciente era moderna por tres hechos históricos
fundamentales: la Reforma Protestante, la Ilustración y la Revolución Francesa.
Hegel se propone comprender críticamente estos momentos históricos, llevándolos
hasta sus últimas consecuencias.
Hegel
descubre en primer lugar como principio de la Edad Moderna la subjetividad. A partir de ese principio
explica simultáneamente la superioridad del mundo moderno y su propensión a las
crisis; ese mundo hace experiencia de sí mismo como mundo del progreso y a la
vez del espíritu extrañado. De ahí que la primera tentativa, la tentativa de
Hegel, de traer la modernidad como concepto vaya de la mano de una crítica de
la modernidad.[7]
Como
después Weber, Hegel comprende que la modernidad es inseparable de la
instauración de la razón como principio fundamental y que esa instauración de
la razón como principio normativo supremo implica un inevitable deslinde de la
religión, un proceso de secularización del mundo o desencantamiento del mundo
–entzauberung der Welt- , para volver a la conocida expresión weberiana. Ambos
entienden las dificultades presentes a la hora de que el enorme poder
cohesionador de la religión deba ser sustituido ahora por el de la razón, pues siempre caben “dudas
razonables” acerca de si esa razón será
lo suficientemente autónoma y poderosa para llevar a cabo esta tarea. Para
abordar esta tarea “Hegel no tiene más remedio que desarrollar el concepto
crítico de modernidad a partir de la dialéctica inmanente al propio principio
de la Ilustración.”[8]
El espíritu de la Ilustración representa la ruptura aparentemente definitiva
con el espíritu de la religión, se trata de la conocida ruptura entre la fe y
el saber, ruptura que solo puede ser superada por medio del concepto de
Absoluto. Solamente este concepto “puede asegurarse de antemano de su objetivo
de mostrar la Razón como poder unificador.”[9] El
problema consiste en cómo la razón puede sustituir toda forma de religión sin
caer ella misma en una nueva forma de religión, en una nueva forma de culto, el
culto a la razón, perdiendo así su rasgo más importante, a saber, su mirada
crítica. Y resulta muy curioso, por decir lo menos, que quien comprendiese
mejor que nadie cómo la razón podía devenir su contario, el terror en la
Revolución Francesa o la Fe en la Ilustración, no estuviese tampoco al abrigo
de dichas recaídas o vaivenes. Solamente “su” filosofía puede llevar a cabo esa
síntesis de saber y Absoluto, puede “tomar sobre sí el esfuerzo del concepto”,
superando la sensibilidad romántica del Arte o el sentimiento místico de la
religión. Por eso este concepto de
Absoluto si bien es el que le permite entronizar a la razón como fuerza
cohesionadora -que antes era posible por medio de la religión principalmente-,
es también, según Habermas, el que finalmente le impide ir más allá del
principio de la subjetividad propio de la modernidad y emprender su crítica.
Pero
con este concepto de Absoluto Hegel cae por detrás de las intuiciones de su
época de juventud: piensa la superación de la subjetividad dentro de los
límites de la filosofía del sujeto. De ello resulta el dilema consistente en
que a la postre ha de acabar discutiendo y negando a la autocomprensión de la
modernidad la posibilidad de una crítica a la modernidad. La crítica a la
subjetividad elevada a poder absoluto acaba trocándose, triste ironía, en
censuras del filósofo a la limitación de aquellos sujetos que todavía no
parecen haber entendido ni a él ni al curso del mundo.[10]
En
definitiva, lo que cabe destacar es que Hegel “no solamente resuelve el
problema inicial del autocercioramiento de la modernidad sino que lo resuelve demasiado bien: la pregunta por la
genuina autocomprensión de la modernidad se desvanece en una irónica carcajada
de la razón.”[11]
Y no se trata solamente de que resuelve demasiado
bien el problema de la autofundamentación de la modernidad, sino de que lo
hace “al precio de una devaluación de la actualidad y de una neutralización de
la crítica.”[12]
Hegel
no es el primer filósofo que pertenece a la época moderna, pero es el primero
para el que la modernidad se torna problema. En su teoría se hace por primera
vez visible la constelación conceptual entre modernidad, conciencia del tiempo
y racionalidad. Hegel acaba rompiendo al cabo esa constelación porque la
racionalidad levantada a espíritu absoluto neutraliza las condiciones bajo las
que la modernidad tomó conciencia de sí misma. Pero con ello Hegel no solventó
el problema del autocercioramiento de la modernidad. Para la época que sigue a
Hegel la moraleja de todo ello es que para poder en general tener la posibilidad
de seguir elaborando este tema es menester articular el concepto de razón en
términos mucho más modestos.[13]
No
es de extrañar que después de la monumental síntesis hegeliana, el pensamiento
se dividiese en dos interpretaciones fundamentales, cada una de las cuales
pretendía para sí continuar el auténtico legado de Hegel. Por un lado, la
derecha hegeliana, que hacía una lectura deísta de Hegel, y, por el otro, una
izquierda hegeliana, que llevaba a cabo una lectura materialista atea. Y
posiblemente ambas interpretaciones estén profundamente interrelacionadas:
Hegel lleva el deísmo a tal nivel de elaboración filosófica que en lo sucesivo
solamente cabe articular una concepción ateísta. O, si se quiere, el ateísmo
solo puede ser planamente ateo después de Hegel. Por eso son precisamente los
jóvenes hegelianos de izquierda “los que liberaron del lastre del concepto
hegeliano de razón la idea de una modernidad capaz de nutrirse del propio
espíritu de la modernidad”[14],
fueron ellos los que emprendieron aquella labor de liberación y “querían
sustraer su actualidad abierta al futuro a los dictados de aquella razón
sabelotodo, querían recobrar la historia como una dimensión que abre un espacio
donde pueda moverse la crítica para responder a la crisis.”[15]
Por paradójico que pueda parecer fueron los más feroces enemigos de esa
interpretación deísta del cristianismo que hizo Hegel quienes revalorizaron el
tema religioso, a diferencia de la derecha, de la que tan poco se sabe.
Por
paradójico que pueda parecer, la religión, muy especialmente el cristianismo,
está en deuda con los que pasan por ser sus más encarnizados enemigos. Después
de la implausibilidad en que, a la muerte de Hegel, cayó su compacta
construcción filosófico-teológica, fue la izquierda hegeliana la que volvió a
conferir actualidad e incluso virulencia al tema religioso. La categoría
filosófica de estos críticos acabó beneficiando a la religión. Aquí se hizo
verdad aquello de ‘dime quien se ocupa de ti, y te diré lo que vales’. Poco
importa que estos pensadores pusieran al descubierto la vulnerabilidad de las
convicciones religiosas. En realidad, al destapar la ambigüedad y la
complejidad del hecho religioso, lo dignificaron. Fue sobre todo, el caso de
Feuerbach. El espectacular relieve que otorgó al fenómeno religioso –consideró
más importante impartir clases sobre la esencia de la religión, en Heidelberg,
que empuñar las armas en la insurrección de Baden- contagió a los demás
críticos. Todos lo corrigieron, pero terminaron aceptando su teoría sobre la
religión como proyección humana. Marx aplicó dicha teoría a los procesos
sociales y Freud a la psique humana. Pero el padre de la más severa crítica
sufrida jamás por la religión fue Feuerbach. Sus tesis están aún por rebatir.[16]
Pero
no solo éstos, todo el pensamiento posterior a Hegel es una reacción frente a
él y es en muchos caso un intento de “hacer añicos” el lugar que ocupa esa
razón omnipotente, ese saber de lo absoluto condicionado por la pura razón. En
cierto sentido todo el pensamiento moderno es una toma de posición frente a la
razón humana, una discusión sobre sus alcances y sus límites. Por eso puede
decirse que el primero que formula el problema filosófico que entraña ese
tiempo novísimo que es la modernidad es en realidad Kant, sólo que él “no lo
sabía todavía”, había que esperar a Hegel para ello – o, al menos, eso es lo
que piensa Hegel. Si la modernidad es algo finamente entretejido con la
racionalidad, el debate filosófico sobre la modernidad es también, y sobre
todo, un discurso sobre la racionalidad. O para decirlo con otras palabras: el
discurso filosófico de la modernidad es
en el fondo una toma de posición con relación al conflicto entre la fe y la
razón planteado a partir de la Ilustración- si bien es evidente que no fuese
ella la que lo plantease por primera vez-, el cual alcanza su paroxismo en el
conflicto entre la Ilustración y el Romanticismo. Y esto se hace más evidente
si entendemos la modernidad como un proceso creciente de autonomización de la
razón, como un proceso de creciente secularización frente a la religión como
poder fáctico e ideológico.
En
el discurso de la modernidad los acusadores hacen una objeción que en sustancia
no ha cambiado desde Hegel y Marx hasta Nietzsche y Heidegger, desde Bataille y
Lacan hasta Foucault y Derrida. La acusación es contra una razón que se funda
en el principio de la subjetividad; y dice que esta razón sólo denuncia y
socava todas las formas abiertas de represión y explotación, de humillación y
extrañamiento, para implantar en su lugar la dominación inatacable de la
racionalidad misma. Y como este régimen de una subjetividad que se levanta a sí
misma a falso absoluto trueca los medios de conscienciación y emancipación en
otros tantos instrumentos de objetualización y control, se crea a sí mismo, en
forma de una dominación bien solapada, una siniestra inmunidad. Lo opaco del
‘férreo estuche’ de una razón convertida en positiva desaparece, por así
decirlo, en la brillante apariencia de un palacio de cristal perfectamente.
Todos los partidos están de acuerdo de acuerdo en una cosa: hay que hacer
añicos esa fachada de vidrio. Sin
embargo, se distinguen en las estrategias que escogen para superar el
positivismo de la razón.[17]
[1]Jürgen
Habermas: El discurso filosófico de la
modernidad, Taurus, Madrid, 1989, p. 11.
[2] Ibid, pp. 12s.
[3] Ibi. P. 13.
[4]
Por
eso algunos plantean hablar de una “segunda modernidad”, como lo ha hecho
Ulrich Beck, caracterizada por los procesos de globalización, de
individualización, de revolución de los géneros, de subempleo y de riesgos
globales, como las crisis en la ecología o en las finanzas internacionales. Se
trata de corregir una visión extremada lineal y simplificada de la primera
modernidad, pero también de frenar a aquellos que pretenden desechar el
concepto de modernidad al baúl de los recuerdos o al basurero de la historia.
[5] Ibid. p. 17.
[6] Ibid. p. 18.
[7] Ibid. p. 28.
[8] Ibid. p. 34.
[9] Idem.
[10] Ibid. p. 35.
[11] Ibid. p. 58.
[12] Idem.
[13] Iibid. 60. El conflicto entre la Fe y el
Entendimiento es superado especulativamente en el Saber Absoluto, vale decir,
en la propia filosofía hegeliana.
[14] Ibid. p. 71.
[15] Ibid. p. 73.
[16]
Manuel Fraijó: “Filosofía de la Religión: una azarosa búsqueda de identidad” en
Filosofía de la religión. Estudios y
Textos, Edit. Trotta, Madrid, 1994, p. 41. Véase también del mismo
autor “¿Religión sin Dios?”, Isegoría, No. 47, Julio-Diciembre
2012, pp. 381-419. No en balde Marx
consideraba que con ese “baño de fuego” –Feuer-bach
en alemán- la crítica a la religión había sido esencialmente completada en
Alemania. Curiosamente es un teólogo protestante el que impugna la
interpretación protestante ortodoxa de la revelación de Dios en la historia;
véase cita de Popper al final.
[17] Habermas, ob. cit. p. 75. Por otro lado
es evidente que en estos tiempos “postmodernos” la religión ha hecho todo menos
declinar, si bien ya no tiene el peso específico que tenía antes o el poder de
cohesionar a la sociedad como un todo, pues el espíritu religioso se ha
retraído a la esfera de lo individual, sin embargo ello no hace sino confirmar
la tesis weberiana de que esa
interiorización del espíritu religioso es
responsable, en buena medida, de la creciente secularización de la
sociedad. No es de extrañar, así, que no
solo filósofos o sociólogos clásicos se
hayan ocupado de este tema, sino que más recientemente Jürgen Habermas, Ulrich
Beck, Peter Singer, Thomas Luckmann, Talcott Parsons, Niklas Luhmann, incluso
un antiguo ateo militante como Anthony Flew, para solo citar algunos, se hayan
ocupado recientemente y en términos positivos del tema religioso. La ironía es
que nunca se ha hablado más de religión que en estos tiempos “modernos y
seculares”. Tal vez podemos disipar esta curiosa ironía tomando en cuenta que
quienes más hablan de Dios son precisamente los ateos, por aquello de “yo soy
ateo, ¡gracias a Dios!”(Buñuel) o “yo soy ateo católico” (Bueno) o, con acento
deísta, “yo soy un no creyente profundamente religioso” (Einstein). Para no hacer una tediosa lista de
referencias bibliográficas, puede encontrarse una completa bibliografía del
“actual” estado del arte en Andy F. Sanders & Kristoff de Ridder: Fitfty Years of Philosophy of Religion. A Selected Bibliography (1955-2005), Ed. Brill, Leiden/Boston, 2007 y en Inger
Furseth & Pal Repstad: An
Introduction of philosophy of religion. Clasical and Contemporary Perspectives,
Ashgate e-Book, England/USA, 2006.
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