viernes, 1 de agosto de 2014

Modernidad y racionalidad:



¿el ocaso de la religión?


Carlos Blank




           



A nuestra época ya no le interesa saber nada de Dios, antes se considera una alta adquisición intelectual el conocimiento de que ese saber es incluso imposible.     
Hegel

El nunca suficientemente ponderado erudito alemán, Max Weber, consideraba como señal decisiva del proceso de modernización llevada a cabo en la cultura occidental – y como aporte indiscutible de esta cultura- la pérdida progresiva del sustrato  o magma religioso que unía a la sociedad, así como a sus diversas actividades artísticas, económicas, jurídico-políticas, científicas. Este progresivo desencantamiento del mundo era una consecuencia, a su vez, de la progresiva racionalización o extensión de la racionalidad a actividades que antes tenían un trasfondo primordialmente de tipo religioso. Pare Weber es claro que ese proceso de creciente secularización y racionalización es la marca de la modernidad, con todo lo que de problemático, e incluso patológico, pudiese encerrar dicha modernidad de cuño típicamente occidental.
Para Max Weber era todavía evidente de suyo la conexión interna, es decir, la relación no contingente entre modernidad y lo que él llamó racionalismo occidental. Como ‘racional’ describió aquel proceso del desencantamiento del mundo que condujo en Europa a que del desmoronamiento de las imágenes religiosas del mundo resultara una cultura profana. Con las ciencias experimentales modernas, con las artes convertidas en autónomas, y con las teorías de la moral y el derecho fundadas en principios se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-morales.
Pero Max Weber describe bajo el punto de vista de la racionalización no sólo la profanización de la cultura occidental sino sobre todo la evolución de las sociedades modernas. Las nuevas estructuras sociales vienen determinadas por la diferenciación de esos dos sistemas funcionalmente compenetrados entre sí que cristalizaron en torno a los núcleos organizativos que son la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático. Este proceso lo entiende Weber como institucionalización de la acción económica y de la acción administrativa racionales con arreglo a fines. A medida que la vida cotidiana se vio arrastrada por el remolino de esta racionalización cultural y social, se disolvieron también las formas tradicionales de vida diferenciadas a principios del mundo moderno mayormente en términos de estamentos profesionales.[1]
Como suele ocurrir con frecuencia en el ámbito de la hermenéutica sociológica y filosófica, el análisis de la modernidad que en Weber corresponde a un proceso histórico específico, a un “individuo histórico” particular, suele desprenderse de ese contexto particular y utilizarse como una categoría abstracta y funcional. En gran medida el debate sobre la modernidad es producto de esta operación de descontextualización que se opera del concepto de modernidad. Para Habermas esta operacionalización funcionalista del concepto de modernidad “desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos  de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y el tiempo.”[2]  Esta esterilización del concepto de modernidad, tal cual aparece en Weber, abona el camino para la crítica de la modernidad emprendida por la corriente de pensamiento postmoderna.
Pues en vista de una modernización evolutivamente autonomizada, de una modernización que discurre desprendida de sus orígenes, tanto más fácilmente puede el observador científico decir adiós a aquel horizonte conceptual del racionalismo occidental, en que surgió la modernización. Y una vez rotas las conexiones internas entre el concepto de modernidad y la comprensión que la modernidad obtiene de sí desde el horizonte de la razón occidental, los procesos de modernización, que siguen discurriendo, por así decirlo, de forma automática, pueden relativizarse desde la distanciada mirada de un observador postmoderno.[3]
En un mundo que algunos califican ahora de postmoderno, posthistórico, postcapitalista, postindustrial, postcrítico, y todos los post que usted quiera añadir,  lo cierto es que aún se mantienen plenamente vigentes muchas de las reflexiones de Weber sobre la modernidad y lo que esta representa, sin caer en ingenuos optimismos o en oscuros pronósticos –los adaptados y apocalípticos de que habla  Umberto Eco. Frente a aquellos que pretenden dar un apresurado adiós al proyecto que la modernidad entraña y a la racionalización que se opera en ella, debemos considerar la posibilidad de que se trate de un proyecto inacabado en lugar de un proyecto superado y abandonado. Como suele ocurrir a la hora de querer explicar procesos sociales que cambian vertiginosa y constantemente, debemos también revisar las propias categorías que utilizamos para comprenderlas. Y el concepto de modernidad no escapa a este desiderátum de revisión.[4].
Pero si bien Weber constituye un hito fundamental en la comprensión de la modernidad, quizás debamos seguir la sugerencia de Habermas de ir un poco más atrás y tomar a Hegel como el primero que  realmente comprendió la complejidad y alcance de este nuevo momento histórico que entraña la modernidad, y formuló explícitamente las dificultades que este “tiempo novísimo” traía consigo.
Como el mundo nuevo, el mundo moderno, se distingue por esta abierto al futuro, el inicio que es la nueva época se repite y perpetúa con cada momento de la actualidad que produce de sí algo nuevo. A la conciencia histórica de la modernidad pertenece, por tanto, el deslinde entre ‘lo novísimo’ y lo moderno: la actualidad como historia del presente dentro del horizonte de la Edad Moderna, pasa a ocupar un lugar prominente. También Hegel entiende ‘nuestro tiempo’ como ‘tiempo novísimo’. Pone el comienzo de la actualidad en la censura que la Ilustración y la Revolución francesa representaron para sus contemporáneos más reflexivos de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX… Una actualidad que desde el horizonte de la Edad Moderna se entiende a sí misma como la actualidad del tiempo novísimo no tiene más remedio que vivir y reproducir como renovación continua la ruptura que la Edad Moderna significó con el pasado.[5]

 La mentalidad moderna debe reinventarse permanentemente a sí misma si no quiere caer en los moldes del pasado, debe estar siempre en el  presente o, mejor aún, siempre de cara al futuro, solo le cabe estar presente siempre orientada al futuro y no al pasado. No puede recurriese ni a la armonía clásica o “bella totalidad griega” ni a la conciencia desgarrada del cristianismo. De allí que “lo novísmo” sea la categoría definitoria de esa modernidad siempre cambiante, solo así lo nuevo es incapaz de devenir viejo. La mentalidad moderna no tiene este expediente de fundarse en algo ajeno a sí misma y debe autofundarse o extraer de sí misma su normatividad, y solo de sí misma, su propia justificación y significación. 
La modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos de otras épocas, tiene que extraer su normatividad de sí misma. La modernidad no tiene otra salida, no tiene más remedio que extraer su normatividad de sí misma. Esto explica la irritabilidad de su autocomprensión, la dinámica de los intentos perseguidos sin descanso hasta nuestros días de ‘fijarse’, de ‘constatarse’ a sí misma.[6]
Hegel ve en Descartes al primer filósofo de la modernidad, a ese “héroe del pensamiento”, que con gran sencillez y claridad hace de esa inmediata identificación del ser y el pensar el comienzo de toda filosofía, inaugurando la modernidad bajo el signo de la subjetividad. Esa necesidad de cerciorarse propio de la subjetividad moderna encuentra su punto de partida en Descartes, aunque solo sea eso, un punto de partida. La identidad abstracta y vacía descubierta por Descartes debe rebasar su solipsimo o aislamiento,  y requiere entonces  pasar por un proceso concreto de reconocimiento de sí mismo y del otro, por un compleja lucha por el reconocimiento y el prestigio, pasar por la conocida lucha entre el amo y el esclavo. Lucha que según Hegel comienza con la esclavitud antigua, sigue con el estoicismo y el escepticismo, y encuentra en el cristianismo su versión desgarrada o desgraciada. La superación de estas figuras de la conciencia humana se lleva a cabo en la naciente era moderna por tres hechos históricos fundamentales: la Reforma Protestante, la Ilustración y la Revolución Francesa. Hegel se propone comprender críticamente estos momentos históricos, llevándolos hasta sus últimas consecuencias.
Hegel descubre en primer lugar como principio de la Edad Moderna la subjetividad. A partir de ese principio explica simultáneamente la superioridad del mundo moderno y su propensión a las crisis; ese mundo hace experiencia de sí mismo como mundo del progreso y a la vez del espíritu extrañado. De ahí que la primera tentativa, la tentativa de Hegel, de traer la modernidad como concepto vaya de la mano de una crítica de la modernidad.[7]
Como después Weber, Hegel comprende que la modernidad es inseparable de la instauración de la razón como principio fundamental y que esa instauración de la razón como principio normativo supremo implica un inevitable deslinde de la religión, un proceso de secularización del mundo o desencantamiento del mundo –entzauberung der Welt- , para volver a la conocida expresión weberiana. Ambos entienden las dificultades presentes a la hora de que el enorme poder cohesionador de la religión deba ser sustituido ahora por el  de la razón, pues siempre caben “dudas razonables”  acerca de si esa razón será lo suficientemente autónoma y poderosa para llevar a cabo esta tarea. Para abordar esta tarea “Hegel no tiene más remedio que desarrollar el concepto crítico de modernidad a partir de la dialéctica inmanente al propio principio de la Ilustración.”[8] El espíritu de la Ilustración representa la ruptura aparentemente definitiva con el espíritu de la religión, se trata de la conocida ruptura entre la fe y el saber, ruptura que solo puede ser superada por medio del concepto de Absoluto. Solamente este concepto “puede asegurarse de antemano de su objetivo de mostrar la Razón como poder unificador.”[9] El problema consiste en cómo la razón puede sustituir toda forma de religión sin caer ella misma en una nueva forma de religión, en una nueva forma de culto, el culto a la razón, perdiendo así su rasgo más importante, a saber, su mirada crítica. Y resulta muy curioso, por decir lo menos, que quien comprendiese mejor que nadie cómo la razón podía devenir su contario, el terror en la Revolución Francesa o la Fe en la Ilustración, no estuviese tampoco al abrigo de dichas recaídas o vaivenes. Solamente “su” filosofía puede llevar a cabo esa síntesis de saber y Absoluto, puede “tomar sobre sí el esfuerzo del concepto”, superando la sensibilidad romántica del Arte o el sentimiento místico de la religión.   Por eso este concepto de Absoluto si bien es el que le permite entronizar a la razón como fuerza cohesionadora -que antes era posible por medio de la religión principalmente-, es también, según Habermas, el que finalmente le impide ir más allá del principio de la subjetividad propio de la modernidad y emprender su crítica.
Pero con este concepto de Absoluto Hegel cae por detrás de las intuiciones de su época de juventud: piensa la superación de la subjetividad dentro de los límites de la filosofía del sujeto. De ello resulta el dilema consistente en que a la postre ha de acabar discutiendo y negando a la autocomprensión de la modernidad la posibilidad de una crítica a la modernidad. La crítica a la subjetividad elevada a poder absoluto acaba trocándose, triste ironía, en censuras del filósofo a la limitación de aquellos sujetos que todavía no parecen haber entendido ni a él ni al curso del mundo.[10]
En definitiva, lo que cabe destacar es que Hegel “no solamente resuelve el problema inicial del autocercioramiento de la modernidad sino que lo resuelve demasiado bien: la pregunta por la genuina autocomprensión de la modernidad se desvanece en una irónica carcajada de la razón.”[11] Y no se trata solamente de que resuelve demasiado bien el problema de la autofundamentación de la modernidad, sino de que lo hace “al precio de una devaluación de la actualidad y de una neutralización de la crítica.”[12]
Hegel no es el primer filósofo que pertenece a la época moderna, pero es el primero para el que la modernidad se torna problema. En su teoría se hace por primera vez visible la constelación conceptual entre modernidad, conciencia del tiempo y racionalidad. Hegel acaba rompiendo al cabo esa constelación porque la racionalidad levantada a espíritu absoluto neutraliza las condiciones bajo las que la modernidad tomó conciencia de sí misma. Pero con ello Hegel no solventó el problema del autocercioramiento de la modernidad. Para la época que sigue a Hegel la moraleja de todo ello es que para poder en general tener la posibilidad de seguir elaborando este tema es menester articular el concepto de razón en términos mucho más modestos.[13]
No es de extrañar que después de la monumental síntesis hegeliana, el pensamiento se dividiese en dos interpretaciones fundamentales, cada una de las cuales pretendía para sí continuar el auténtico legado de Hegel. Por un lado, la derecha hegeliana, que hacía una lectura deísta de Hegel, y, por el otro, una izquierda hegeliana, que llevaba a cabo una lectura materialista atea. Y posiblemente ambas interpretaciones estén profundamente interrelacionadas: Hegel lleva el deísmo a tal nivel de elaboración filosófica que en lo sucesivo solamente cabe articular una concepción ateísta. O, si se quiere, el ateísmo solo puede ser planamente ateo después de Hegel. Por eso son precisamente los jóvenes hegelianos de izquierda “los que liberaron del lastre del concepto hegeliano de razón la idea de una modernidad capaz de nutrirse del propio espíritu de la modernidad”[14], fueron ellos los que emprendieron aquella labor de liberación y “querían sustraer su actualidad abierta al futuro a los dictados de aquella razón sabelotodo, querían recobrar la historia como una dimensión que abre un espacio donde pueda moverse la crítica para responder a la crisis.”[15] Por paradójico que pueda parecer fueron los más feroces enemigos de esa interpretación deísta del cristianismo que hizo Hegel quienes revalorizaron el tema religioso, a diferencia de la derecha, de la que tan poco se sabe.
Por paradójico que pueda parecer, la religión, muy especialmente el cristianismo, está en deuda con los que pasan por ser sus más encarnizados enemigos. Después de la implausibilidad en que, a la muerte de Hegel, cayó su compacta construcción filosófico-teológica, fue la izquierda hegeliana la que volvió a conferir actualidad e incluso virulencia al tema religioso. La categoría filosófica de estos críticos acabó beneficiando a la religión. Aquí se hizo verdad aquello de ‘dime quien se ocupa de ti, y te diré lo que vales’. Poco importa que estos pensadores pusieran al descubierto la vulnerabilidad de las convicciones religiosas. En realidad, al destapar la ambigüedad y la complejidad del hecho religioso, lo dignificaron. Fue sobre todo, el caso de Feuerbach. El espectacular relieve que otorgó al fenómeno religioso –consideró más importante impartir clases sobre la esencia de la religión, en Heidelberg, que empuñar las armas en la insurrección de Baden- contagió a los demás críticos. Todos lo corrigieron, pero terminaron aceptando su teoría sobre la religión como proyección humana. Marx aplicó dicha teoría a los procesos sociales y Freud a la psique humana. Pero el padre de la más severa crítica sufrida jamás por la religión fue Feuerbach. Sus tesis están aún por rebatir.[16]

Pero no solo éstos, todo el pensamiento posterior a Hegel es una reacción frente a él y es en muchos caso un intento de “hacer añicos” el lugar que ocupa esa razón omnipotente, ese saber de lo absoluto condicionado por la pura razón. En cierto sentido todo el pensamiento moderno es una toma de posición frente a la razón humana, una discusión sobre sus alcances y sus límites. Por eso puede decirse que el primero que formula el problema filosófico que entraña ese tiempo novísimo que es la modernidad es en realidad Kant, sólo que él “no lo sabía todavía”, había que esperar a Hegel para ello – o, al menos, eso es lo que piensa Hegel. Si la modernidad es algo finamente entretejido con la racionalidad, el debate filosófico sobre la modernidad es también, y sobre todo, un discurso sobre la racionalidad. O para decirlo con otras palabras: el discurso filosófico de la modernidad  es en el fondo una toma de posición con relación al conflicto entre la fe y la razón planteado a partir de la Ilustración- si bien es evidente que no fuese ella la que lo plantease por primera vez-, el cual alcanza su paroxismo en el conflicto entre la Ilustración y el Romanticismo. Y esto se hace más evidente si entendemos la modernidad como un proceso creciente de autonomización de la razón, como un proceso de creciente secularización frente a la religión como poder fáctico e ideológico.  
En el discurso de la modernidad los acusadores hacen una objeción que en sustancia no ha cambiado desde Hegel y Marx hasta Nietzsche y Heidegger, desde Bataille y Lacan hasta Foucault y Derrida. La acusación es contra una razón que se funda en el principio de la subjetividad; y dice que esta razón sólo denuncia y socava todas las formas abiertas de represión y explotación, de humillación y extrañamiento, para implantar en su lugar la dominación inatacable de la racionalidad misma. Y como este régimen de una subjetividad que se levanta a sí misma a falso absoluto trueca los medios de conscienciación y emancipación en otros tantos instrumentos de objetualización y control, se crea a sí mismo, en forma de una dominación bien solapada, una siniestra inmunidad. Lo opaco del ‘férreo estuche’ de una razón convertida en positiva desaparece, por así decirlo, en la brillante apariencia de un palacio de cristal perfectamente. Todos los partidos están de acuerdo de acuerdo en una cosa: hay que hacer añicos esa fachada de vidrio. Sin embargo, se distinguen en las estrategias que escogen para superar el positivismo de la razón.[17]







[1]Jürgen Habermas: El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989, p. 11.
[2] Ibid, pp. 12s.
[3] Ibi. P. 13.
[4] Por eso algunos plantean hablar de una “segunda modernidad”, como lo ha hecho Ulrich Beck, caracterizada por los procesos de globalización, de individualización, de revolución de los géneros, de subempleo y de riesgos globales, como las crisis en la ecología o en las finanzas internacionales. Se trata de corregir una visión extremada lineal y simplificada de la primera modernidad, pero también de frenar a aquellos que pretenden desechar el concepto de modernidad al baúl de los recuerdos o al basurero de la historia.
[5] Ibid. p. 17.
[6] Ibid. p. 18.
[7] Ibid. p. 28.
[8] Ibid. p. 34.
[9] Idem.
[10] Ibid. p. 35.
[11] Ibid. p. 58.
[12] Idem.
[13] Iibid. 60. El conflicto entre la Fe y el Entendimiento es superado especulativamente en el Saber Absoluto, vale decir, en la propia filosofía hegeliana.
[14] Ibid. p. 71.
[15] Ibid. p. 73.
[16] Manuel Fraijó: “Filosofía de la Religión: una azarosa búsqueda de identidad” en Filosofía de la religión. Estudios y Textos, Edit. Trotta, Madrid, 1994, p. 41. Véase también del mismo autor  “¿Religión sin Dios?”, Isegoría, No. 47, Julio-Diciembre 2012,  pp. 381-419. No en balde Marx consideraba que con ese “baño de fuego” –Feuer-bach en alemán- la crítica a la religión había sido esencialmente completada en Alemania. Curiosamente es un teólogo protestante el que impugna la interpretación protestante ortodoxa de la revelación de Dios en la historia; véase cita de Popper al final. 
[17] Habermas, ob. cit. p. 75. Por otro lado es evidente que en estos tiempos “postmodernos” la religión ha hecho todo menos declinar, si bien ya no tiene el peso específico que tenía antes o el poder de cohesionar a la sociedad como un todo, pues el espíritu religioso se ha retraído a la esfera de lo individual, sin embargo ello no hace sino confirmar la tesis weberiana  de que esa interiorización del espíritu religioso es  responsable, en buena medida, de la creciente secularización de la sociedad. No es de extrañar, así,  que no solo  filósofos o sociólogos clásicos se hayan ocupado de este tema, sino que más recientemente Jürgen Habermas, Ulrich Beck, Peter Singer, Thomas Luckmann, Talcott Parsons, Niklas Luhmann, incluso un antiguo ateo militante como Anthony Flew, para solo citar algunos, se hayan ocupado recientemente y en términos positivos del tema religioso. La ironía es que nunca se ha hablado más de religión que en estos tiempos “modernos y seculares”. Tal vez podemos disipar esta curiosa ironía tomando en cuenta que quienes más hablan de Dios son precisamente los ateos, por aquello de “yo soy ateo, ¡gracias a Dios!”(Buñuel) o “yo soy ateo católico” (Bueno) o, con acento deísta, “yo soy un no creyente profundamente religioso” (Einstein).  Para no hacer una tediosa lista de referencias bibliográficas, puede encontrarse una completa bibliografía del “actual” estado del arte en Andy F. Sanders & Kristoff de Ridder: Fitfty Years of Philosophy of Religion. A Selected Bibliography (1955-2005), Ed. Brill, Leiden/Boston, 2007 y en Inger Furseth & Pal Repstad: An Introduction of philosophy of religion. Clasical and Contemporary Perspectives, Ashgate e-Book, England/USA, 2006.    

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