El artista del hambre
Franz Kafka
En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha
disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones
de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy. en cambio, es
imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, todo la ciudad se ocupaba
del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno: todos querían verle
siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se
estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador;
había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de
antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces
cuando les mostraban el ayunador a los niños.Para los adultos aquello solía no
ser más que una broma en la que tomaban parte medio por moda, pero los niños,
cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel
hombre pálido. con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un
asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces,
cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o
sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez,
volviendo después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni
de nada, ni siquiera de la marcha del
reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se
veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos
semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito
de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí
vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser
curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y
tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por
cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una
formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados
sabían muy bien
que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna
circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento;
el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender
tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su
vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se
sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de
otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver,
podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto
al ayunador como tales vigilantes; le atribulaban; le hacían espantosamente
difícil su ayuno. A
veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el
tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a
aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque
entonces se admiraban de su habilidad que hasta permitía comer mientras
cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las
rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala,
le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que
ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no le molestaba; en general
no llegaba a dormir, pero quedar transpuesto un poco podía hacerlo con
cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sola llena de una estrepitosa muchedumbre.
Estaba siembre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes;
estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su
vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto,
para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que
soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos.
Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y, por
su cuenta, les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el
cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche
de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este
desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose,
y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia
nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus
sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la
profesión del ayunador. Nadie estaba en
situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante
junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si
realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía
saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre
completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo
estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su
enflaquecimiento, tan atroz, que muchos, con gran pena suya, tenían que
abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista: tal vez
su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía
-sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el ayuno. Era la cosa más
fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más
favorable, le tomaban por modesto, pero, en general. le juzgaban un reclamista,
o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de
hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo dedejarlo entrever. Había que
aguantar todo esto y, con el curso de los años, ya se había acostumbrado a
ello; pero, en su interior, siempre le recomía ese descontento y ni una sola ver,
al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela- había abandonado su
jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de
ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de
primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había
señalado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de
anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de
un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía
el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían
observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla
general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por
esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con
una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban
los acordes de una banda militar; dos
médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas
científicas; y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de
un altavoz; Por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para
desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar
de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una
mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente
escogida.
Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las
manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a
auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente
entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo
ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por
qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el
mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino
también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía
límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía
admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por
qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado; se hallaba muy a gusto
tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse de pie cuan largo era, y
acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que
contenía Difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los
ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y
movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como
si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba
el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los
brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en
que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión,
cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador
por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si
quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo
como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma
que al ayunador sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y
el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto
mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía
sobre el pecho, como si le diera vueltas y, sin saber cómo, hubiera quedado en
aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de
mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el
suelo como sino fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso
del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual,
buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo
aquella misión
honorífica-, alargan, todo lo posible su cuello para librar
siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como lo lograba,
y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba
a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del
ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía
a llorar y tenía que ser librada de su carga, por un criado de largo tiempo
atrás
preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño
del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar
alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de
los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un
brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador;
la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie
quedaba descontento de lo que había visto; nadie, salvo el
ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos,
respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no
obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada
vez más, ya que no había nadie que supiera tomarle en serio. ¿Con qué, además,
podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de
piadoso ánimo, que le compadecía, quería hacerle comprender que,
probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía
ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le
respondiera con una explosión de furia y, con espanto de todos, comenzara a
sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales casos tenía el
empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado
público, añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre,
irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer
disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para
explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible
ayunar mucho más tiempo del que ayunaba: alababa la noble ambición, la buena
voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación;
pero enseguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran
vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama,
casi muerto de inanición; a los cuarenta días de su ayuno. Todo lo sabía muy
bien el ayunador, pero era
rada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de
la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la
precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella
incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba
ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías,
soltábase siempre de la reja, y sollozando, volvía a dejarse caer en la paja.
El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a
acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para
ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio;
sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién
es capaz de hallarlas? El caso es que cierto día, el tan mimado artista del
hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que
prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media
Europa para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en
vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes,
una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este
fenómeno no podía
haberse dado así de repente, y, meditabundos y compungidos,
recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no
habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo.
Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era
indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores,
pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo.
¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado
por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y
para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que
estaba físicamente enamorado del hambre. Por lo tanto, se despidió del
empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un
gran circo, sin examinar siquiera las condiciones de la contrata.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos
que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier
momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus
pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era
sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y
ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que. como al
crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano que ya no está en la
cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al
contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía
ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si le dejaban hacer su
voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquélla la vez en que había
de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en
las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su
entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las
circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el
centro de la pista, como número sobresaliente , sino que se la dejara fuera,
cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes
carteles de colores chillones rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que
admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se
dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que
pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían
permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación
más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho
corredor y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las
interesantes cuadras.
Por este motivo el ayunador temía aquella horade visitas que por
otra parte anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas
había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había
contemplado con entusiasmo la muchedumbre que se extendía y venía hacia él hasta
que, muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a
sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la
mayor parte de aquella gente sin excepción, no traía otro
propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella
masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida le
aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se
formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser
este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les
interesara lo que tenían ante sus ojos, sino por llevar la contraria y
fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a
las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y
también éstos, en vez de quedarse mirándole cuanto tiempo les apeteciera, pues
ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a largo paso, apenas concediéndole
una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso
insólito el de que viniera un padre de familia con sus hijos,
mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba y
hablara de tiempos pasados. cuando había estado él en una exhibición análoga,
pero incomparablemente más lucida que aquélla, y entonces los niños, que, a
causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo
que era ayunar?- seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo
en sus
inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más
piadosos. -Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador-
si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces
les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que
le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las
cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula
de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa,
y los rugidos y
gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a
la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los
animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de
cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a
verle. Quién sabe en qué rincón le meterían, si al decir algo les recordaba que
aún vivía, y le hacía ver, en resumidas cuentas, que no venia a ser más que un
estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía
más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender
llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este
hábito quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar
cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle, la
gente pasaba a su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a
alguien el arte del ayuno" A quien no lo siente, no es posible hacérselo
comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles,
fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el
número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los
primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho
tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas, este pequeño trabajo
habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el
ayunador 'continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin
molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el
tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de
días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón se llenaba de melancolía. Y así,
cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se
rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible,
y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieran
inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el
ayunador quien engañaba, él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se
engañaba en cuanto a sus merecimientos.
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también
aquello tuvo fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los
criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo
contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin,
uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron
con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador. ¿Ayunas todavía?
-preguntóle el
inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdonadme todos -musitó el ayunador, pero sólo le comprendió el
inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para
indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te
perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admirarais mi resistencia al
hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no debíais admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces, no la admiraremos -repuso el inspector-;
pero ¿por qué, no debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector--, pero ¿por qué no puedes
evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y
hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras,
con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar
comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría
hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos
quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que
seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador
junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran
placer hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo
vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La
comida, que le gustaba, traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera
parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario
para
desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo
la propia libertad: parecía estar escondida en cualquier rincón de su
dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces,
que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían
a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
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