Un
mundo de cuentos
Margaret
Atwood*
Cuando en 1950 se instituyó este galardón**–sin duda
como señal de esperanza en un mundo que muy poco antes se había visto
desgarrado por la guerra más mortífera de la historia–, yo contaba solo con
diez años y no sabía nada de libreros, y poco sobre el oficio de escribir, aunque
ya había hecho mis pinitos. Pero había renunciado a mis aspiraciones
literarias, pues a los siete años había abandonado mi segunda novela a la
mitad. A la mitad de la corriente, para
ser exactos, ya que la heroína era una hormiga, una hormiga que navegaba sobre
una balsa, en pos de una aventura que nunca llegó a materializarse. Tales
renuncias son habituales entre escritores noveles: cuánto promete todo, al
principio. Y cuán arduo o incluso tal vez aburrido se hace todo a la mitad.
Máxime si tu protagonista es un insecto, aunque Kafka supo sortear ese escollo.
A la edad de diez años, yo deseaba ser pintora o, mejor aún, diseñadora de
moda. Me gustaba dibujar a mujeres sofisticadas con guantes hasta el codo y
cigarrillos con largas boquillas. Nunca me
había cruzado con una persona de esa guisa, pero las había visto en fotos. Así
de hechizante es el influjo del arte. Sin embargo, tras unos cuantos
encontronazos con un kit de pintura al óleo y ciertas malandanzas con una
máquina de coser –es decir, después de que la realidad reemplazara a la
fantasía–, a la edad de dieciséis años ya me había encaminado por la senda de
la ciencia; al igual que mi hermano mayor, el doctor Harold Atwood,
neurofisiólogo. Por extraño que pueda parecer, yo aspiraba a ser botánica. Las
plantas no tienen voz y son fáciles de observar; además, no sangran cuando las
diseccionas, a diferencia de las ranas, de manera que no me causaban problemas
de conciencia. Si hubiera continuado por dicha senda, ahora mismo estaría
dedicándome a la clonación de esas patatas que refulgen en la oscuridad cuando
les falta agua. Pero de pronto me transformé en escritora y me lancé a
garabatear cuartillas sin freno ni medida. No sé cómo ocurrió, pero el caso es
que así fue, y una vez más la fantasía volvió a ocupar un lugar preferente en
mi vida. Al ser canadiense no puedo atribuirme personalmente el mérito de
figurar en esta magnífica lista de premiados. Los canadienses rehúyen
atribuirse méritos. Si nos señalan como ganadores de algo, volvemos la cabeza
para ver a quién se refieren en realidad, ya que sin duda no puede ser a
nosotros. Tampoco puedo atribuirme el mérito de ser una activista, etiqueta con
la que a menudo se me cataloga. Yo no soy una verdadera activista; la verdadera
activista contemplaría su escritura como un vehículo para su activismo, para su
gran Causa, la que sea que fuera, y ese no ha sido mi caso. Sin embargo, es
imposible escribir novelas sin contemplar el mundo, y al contemplarlo uno se
pregunta lo que está pasando y luego procura describirlo; en mi opinión, gran
parte de lo que se escribe supone un intento de descifrar por qué las personas
hacen lo que hacen. El comportamiento del ser humano, sea este un santo o un
demonio, es una fuente de continuo asombro para mí. Pero, cuando uno hace un
relato escrito del comportamiento humano, ese relato puede tener mucho que ver
con el activismo, dada la dimensión moral inherente al lenguaje, así como a las
historias. Aunque el escritor afirma ejercer como mero testigo de lo que ve, el
lector extraerá un juicio moral. En lo que a mí respecta, lo que pudiera
parecer activismo suele ser una especie de torpe perplejidad. ¿por qué va
desnudo el emperador, y por qué es tan habitual que se considere de mala
educación ponerlo en evidencia?
Así pues, no sin antes expresarles mi profundo
agradecimiento por todas las cosas bonitas que se han dicho sobre mí, atribuiré
esta feliz ocasión a la fortuna y las estrellas, así como a la connivencia de
mi ciertamente extraña obra –en especial mis extra- ñas distopías– con el
ciertamente extraño momento histórico que estamos viviendo. ¿Y qué extraño momento
histórico es este? Nos hallamos en una de esas épocas en que el suelo que nos
sostiene –ese que hace muy poco nos ofrecía cierta estabilidad, en el que la
siembra seguía a la cosecha y los cumpleaños se sucedían uno tras otro y todo
seguía su curso–, ese suelo se resquebraja bajo nuestros pies y se levantan
vientos huracanados y ya no sabemos con certeza dónde estamos. No solo eso: ya
no sabemos con certeza quiénes somos. ¿De quién es esa cara que nos devuelve el
espejo? ¿Por qué nos están saliendo colmillos? Ayer mismo rebosábamos buena
voluntad y esperanza. ¿Y ahora? Estados Unidos está viviendo uno de esos
momentos. Tras las elecciones de 2016, algunos jóvenes de dicho país me decían:
“Esto es lo peor que nos ha pasado nunca”, a lo que yo contestaba: “No, en
realidad ha habido momentos peores”, pero también: “No, lo peor no; aún no.”
Gran Bretaña también está viviendo momentos difíciles, con mucho llanto y
rechinar de dientes. Como también –de una forma no tan extrema, pero a la vista
quedan las últimas elecciones– los está pasando Alemania. Se creía que esa
cripta estaba cerrada a cal y canto, pero alguien que conservaba la llave ha
abierto la cámara prohibida, ¿y qué saldrá a rastras de su interior o irrumpirá
dando aullidos? Perdonen que me ponga tan gótica, pero existen motivos de
alarma en múltiples frentes. Todo país, al igual que toda persona, alberga un
yo noble, ese que le gustaría creer que es, y un yo cotidiano –ese yo ni malo
ni bueno que le permite sobrellevar las semanas y los meses de rutina cuando
todo transcurre sin contratiempos–, pero también un tercer yo oculto, mucho
menos virtuoso, capaz de saltar en momentos de amenaza y rabia y cometer
atrocidades. Pero ¿qué ocasiona esos tiempos de amenaza y rabia, o qué está
ocasionándolos en este momento? Habrán oído infinidad de teorías al respecto, y
sin duda seguirán oyendo otras muchas. Es el cambio climático, afirmarán
algunos: las inundaciones, las sequías, los incendios y los huracanes afectan a
las condiciones de cultivo, y eso conlleva escasez de alimentos, y luego
malestar social, luego guerras, luego refugiados y luego miedo a los
refugiados, porque ¿habrá suficiente para todos?
Es el desequilibrio económico, afirmarán otros: un
puñado excesivamente reducido de ricos controla una excesiva parte de la riqueza
mundial, que acaparan y retienen como dragones, causando grandes desigualdades
económicas y profundos resentimientos, y eso conlleva malestar social y guerras
o revoluciones, etcétera. No, afirman otros: la culpa es del mundo moderno, de
la automatización y los robots, de la tecnología, de internet, de la
manipulación de las noticias y la opinión pública que llevan a cabo unos
cuantos oportunistas para su propio beneficio: por ejemplo, ese ejército
internáutico de trolls y agitadores de falsas campañas que tanto se esforzaron
para influir en las elecciones alemanas y, según parece, el parejo empeño que
mostraron los rusos a través de Facebook para influir en las estadounidenses.
Pero ¿por qué habría de sorprendernos? Internet es una herramienta como tantas
otras que empleamos los humanos: hachas, pistolas, trenes, bicicletas, coches,
teléfonos, radios, películas... añádase lo que se quiera; y, como toda
herramienta humana, tiene su lado bueno, su lado malo y su lado estúpido, que
produce efectos no previstos en un principio. Entre esas herramientas se
encuentra quizá la primera única y exclusivamente humana: nuestra capacidad
narrativa, posible gracias a una compleja gramática. Qué ventaja debieron de
brindarnos en otro tiempo los cuentos, al permitirnos transmitir saberes
esenciales de manera que no tuviéramos que descubrirlo todo por nosotros mismos
a fuerza de ensayos y errores. Los lobos se comunican, pero no te cuentan la
historia de “La caperucita roja”. También los cuentos pueden tener un lado bueno
y otro malo, y un tercer lado que produce efectos imprevistos. Como narradora,
debería destacar lo necesarios que son los cuentos, lo que nos ayudan a
comprendernos unos a otros, a desarrollar la empatía y demás. Y es cierto.
Pero, por esa condición de narradora, también soy consciente de sus
ambigüedades y peligros. Digamos, pues, simplemente que los cuentos tienen
fuerza; fuerza para cambiar el modo en que las personas piensan y sienten, para
bien o para mal. Entonces, ¿cómo estamos narrando el momento actual y sus
tribulaciones? Sea cual sea la causa del cambio que estamos viviendo, nos
encontramos ante uno de esos momentos en que los conejos de la pradera aguzan
las orejas, porque ha irrumpido en escena un depredador. Entonces viene un lobo
con piel de cordero, o incluso con piel de lobo, y anuncia: Conejos, necesitáis
un líder fuerte, y yo soy el más indicado para desempeñar ese papel. Haré
aparecer el mundo futuro perfecto como
por arte de magia, y los helados crecerán en los árboles. Sin embargo, antes
habrá que deshacerse de la sociedad civil –que es una blandengue y una
degenerada– y habrá que abandonar las normas de comportamiento aceptadas que
nos permiten transitar por las calles sin cosernos los unos a los otros a
puñaladas a todas horas. Y luego habrá que desprenderse de “esa” gente. ¡Solo
así haremos que aparezca la sociedad perfecta! “Esa” gente varía según el lugar
y la época. Puede que sean brujas o leprosos, ambos supuestamente culpables en
su momento de la peste negra. Puede que sean hugonotes, como en la Francia del
siglo XVIII. O puede que sean los menonitas. (Pero ¿los menonitas por qué?, le
pregunté a un amigo menonita. ¡Con lo inofensivos que parecéis! Pues porque
éramos pacifistas, me respondió él. En un continente en guerra, sentábamos mal
ejemplo.) Pero volvamos al lobo, que entonces va y proclama: Si hacéis lo que
os digo, todo saldrá bien. Si me desobedecéis, grrr, grrr, ñam, ñam, se os hará
picadillo. Los conejos se quedan paralizados, porque están confundidos y
muertos de miedo, y cuando por fin descubren que el lobo en realidad no tenía
intención de ayudarlos sino que ha sido todo un montaje en beneficio de los
lobos, es demasiado tarde. Sí, ya lo sabemos, me dirán. Hemos leído los cuentos
populares. Y los relatos de ciencia ficción. Hemos sido advertidos, en muchas
ocasiones. Sin embargo, por la razón que sea, dichas advertencias no siempre
impiden que esa fábula se represente en las sociedades humanas, una y otra vez.
Quisiera hacer aquí un inciso para disculparme con los lobos. He empleado
vuestro nombre, queridos lobos, únicamente como metáfora. Os ruego que no me
bombardeéis en las redes sociales, con mensajes del tipo: ¡Privilegiada humana
de pocas luces! ¡Qué sabrás tú de la vida interior de los lobos, esnob elitista
y antropocéntrica! ¿Acaso te has enganchado alguna vez la pata en una trampa?
Si no fuera por nosotros los lobos, viviríais invadidos de ciervos y conejos,
¿y entonces qué? Ya, entendido. Y comprendo que en el fondo sois buenos, al
menos con otros lobos, o al menos con los lobos de vuestra manada. He
experimentado vuestro canto polifónico y me resulta tan evocador como
inquietante. Tal vez debería haber recurrido a los dinosaurios; aunque a ellos
no se les hubiera entendido tan bien y quizá no habrían dado tanto juego. Una consideración,
esta, siempre importante para los narradores. Somos un gremio muy artero y muy
dado a tomar decisiones frívolas.
Esta pequeña fábula que me he inventado procede de mi
pasado lejano; de cuando era niña y vivía en el remoto norte de Canadá, rodeada
de naturaleza salvaje; lejos de aldeas, pueblos y ciudades, pero muy cerca de
conejos y lobos. En aquellos parajes perdidos, cuando llovía había tres
actividades a nuestro alcance: escribir, dibujar y leer. Entre mis lecturas de
entonces figuraban los Cuentos completos de los hermanos Grimm, en una
antología íntegra, que incluía zapatos de hierro candente y ojos arrancados por
los pájaros. Mis padres habían pedido aquel libro por correspondencia, y cuando
vieron lo que contenía, temieron que trastocara a sus hijos. A mí probablemente
sí me trastocó, pero en dirección a la escritura, ya que sin los Cuentos de los
hermanos Grimm –tan sagaces, tan absorbentes, tan complejos, terroríficos y
polivalentes, pero con aquellas notas de esperanza que se desprendían de sus finales,
desgarradoras de puro inverosímiles–, ¿acaso habría llegado alguna vez a
escribir (ya sabrán adónde quiero ir a parar), acaso podría haber escrito El
cuento de la criada? La cubierta de la primera edición publicada en Estados
Unidos es sugerente. Muestra a las dos criadas, con su atuendo rojo y sendas
cestas colgadas del brazo, como si fueran dos Caperucitas Rojas. Detrás de
ellas se alza un gran muro de ladrillo; al modo de el muro, el famoso Muro de
Berlín. Y también se muestran las sombras que proyectan las dos mujeres sobre
él, y son las sombras de dos lobos. Empecé a escribir esa novela mientras vivía
en Berlín Occidental, en el año 1984 –sí, George Orwell me vigilaba–, con una
máquina de escribir alemana que había alquilado. El Muro nos rodeaba por todas
partes. Al otro lado quedaba Berlín Oriental, así como Checoslovaquia y
Polonia, países que también visité durante esa época. Recuerdo lo que la gente
me decía, y lo que no me decía. Los elocuentes silencios. La sensación de que
yo también debía medir mis palabras, por si inadvertidamente ponía en peligro a alguien. Todo eso encontró su
lugar en mi libro. La novela se publicó en Canadá en el año 1985, y en 1986 en
Gran Bretaña y Estados Unidos. Aunque mi regla fue no introducir en ella nada
que los seres humanos no hubieran hecho en alguna parte, en algún momento,
algunos críticos la recibieron con incredulidad. Demasiado feminista, sí, tanto
remachar el control sobre las mujeres y sus infinitos cuerpos, pero también
demasiado descabellada. “Allí” nunca podría pasar eso –en Estados Unidos,
imposible–, porque en aquel entonces, en plena Guerra Fría, ¿acaso no se tenía
a Estados Unidos por una potencia del bien? ¿Acaso no abogaba por la
democracia, la libertad y las libertades, por muy imperfectas que estas fueran
a ras de suelo? En comparación con sistemas cerrados como la Unión Soviética,
Estados Unidos era un país abierto. En comparación con las tiranías verticales,
Estados Unidos ofrecía un sueño promisorio, la oportunidad de abrirse camino
por méritos propios. Aunque detrás tuviera una historia siniestra que superar,
¿acaso no eran aquellos los ideales? Sí. Lo eran. Pero lo eran en ese entonces.
Hoy, treinta y tantos años después, este libro vuelve a ver la luz porque de
pronto ha dejado de parecer una fantasía distópica descabellada. Su temática se
ha hecho demasiado real. Están apareciendo figuras vestidas de rojo que
protestan silenciosamente ante las cámaras legislativas contra las leyes que
allí se promulgan, por hombres en su mayoría, para ejercer el control sobre las
mujeres. El objetivo de esas leyes se diría que es regresar al pasado, al siglo
XIX, si es posible. ¿En qué clase de mundo desean vivir esos legisladores? En
un mundo muy poco equitativo, eso es evidente. Un mundo desigual en el que
ellos ostentarán más poder, y otros lo ostentarán menos. Si se coloca a las
hormigas a cargo de la merienda, la reorganizarán a su conveniencia: nada de
personas, solo bocadillos y galletas. Las hormigas al menos saben en qué clase
de mundo desean vivir y son muy francas al respecto. Las hormigas carecen de
hipocresía. Los ciudadanos de todos los países deben formularse la misma
pregunta: ¿en qué clase de mundo desean vivir? Dada mi mentalidad plutoniana y
siniestra, yo simplificaría aún más la pregunta: ¿desean vivir? Porque, si
contemplamos nuestra imagen humana desde la distancia –hasta tal punto que
desde esa perspectiva las fronteras entre países desaparezcan y la tierra pase
a ser una canica azul en el espacio, con más agua que tierra–, salta a la vista
que nuestro destino como especie vendrá determinado por si acabamos o no con
los océanos. Si los océanos mueren, también nosotros moriremos: al menos un
sesenta por ciento de nuestro oxígeno proviene de las algas marinas. Pero
procuraré no deprimirles demasiado. Hay esperanza, la hay: existen mentes
brillantes ya enfrascadas en la resolución de esos problemas. Pero, entretanto,
¿qué puede hacer la persona que se dedica al arte? ¿De qué sirve la creación
artística en tiempos tan turbulentos? ¿Qué es el arte, en cualquier caso? ¿Por
qué preocuparnos de él? ¿Para qué sirve? ¿Para aprender, enseñar, expresarnos,
describir la realidad, entretenernos, representar la verdad, celebrar o incluso
denunciar y maldecir? No hay una respuesta general. Los seres humanos se han
dedicado al arte –la música, las imágenes visuales, las representaciones
dramáticas (rituales incluidos) y las artes lingüísticas (incluida la narración
de cuentos)– desde el momento en que se reconocieron como seres humanos. Los
niños responden al lenguaje y a la música antes siquiera de poder hablar: son
capacidades que parecen inherentes al ser humano. Nuestras creaciones
artísticas son específicas de su cultura particular; de su emplazamiento, del
sistema energético que las impulsa, de su clima y sus recursos alimentarios,
así como de las creencias vinculadas con cada uno de esos factores. Pero los
seres humanos nunca hemos dejado de crear. Durante siglos y siglos, el arte se
desarrolló al servicio de los gobernantes: de monarcas, emperadores, papas,
duques y demás. Sin embargo, desde épocas románticas y posrománticas las
expectativas respecto al creador artístico han sido otras. La creadora o el
creador artístico sin duda ha de cantarle las verdades al poder, contarle las
historias que han sido ocultadas, dar voz a quienes no la tienen. Y son muchos
los escritores que lo han hecho; a menudo se han complicado la vida por ello, a
veces incluso la han perdido. Aun así, han sentido la obligación de crear. Han
escrito en secreto, han sacado clandestinamente sus manuscritos de lugares
peligrosos poniendo en juego su vida. Han llegado desde muy lejos, como el
mensajero en el Libro de Job, para decirnos, desvaneciéndose de agotamiento:
“Yo soy el único que escapé para contártelo.” Para contártelo a ti. A ti,
estimado lector, en singular. Un libro es una voz que te habla al oído; el
mensaje, mientras lo lees, se dirige únicamente a ti. Leer un libro es sin duda
la experiencia más íntima que se nos puede brindar sobre el interior de la
mente de otro ser humano. Escritor, libro y lector: en ese triángulo, el libro
es el mensajero. Y los tres forman parte de un acto de creación, al igual que
el compositor, el músico que interpreta la melodía y el oyente participan
juntos en ella. El lector es el músico del libro.
En cuanto al escritor o la escritora, su función
termina cuando el libro sale al mundo; será entonces el libro quien viva o
muera, y lo que ocurra con el escritor llegado ese momento es irrelevante, desde
el punto de vista del libro. Toda persona que recibe un galardón en el mundo
del arte actúa como representante temporal de todas las personas que practican
ese arte, así como de la comunidad que permite que este exista: aquellas que la
precedieron, aquellas de las que hemos aprendido, aquellas que fallecieron
antes de recibir reconocimiento, aquellas que han tenido que luchar contra
discriminaciones raciales para encontrar su voz autoral, aquellas que han sido
asesinadas por sus opiniones políticas y aquellas que han logrado sobrevivir en
épocas de opresión, censura y silenciamiento. menos un sesenta por ciento de
nuestro oxígeno proviene de las algas marinas. Pero procuraré no deprimirles
demasiado. Hay esperanza, la hay: existen mentes brillantes ya enfrascadas en
la resolución de esos problemas. Pero, entretanto, ¿qué puede hacer la persona
que se dedica al arte? ¿De qué sirve la creación artística en tiempos tan
turbulentos? ¿Qué es el arte, en cualquier caso? ¿Por qué preocuparnos de él?
¿Para qué sirve? ¿Para aprender, enseñar, expresarnos, describir la realidad,
entretenernos, representar la verdad, celebrar o incluso denunciar y maldecir?
No hay una respuesta general. Los seres humanos se han dedicado al arte –la música,
las imágenes visuales, las representaciones dramáticas (rituales incluidos) y
las artes lingüísticas (incluida la narración de cuentos)– desde el momento en
que se reconocieron como seres humanos. Los niños responden al lenguaje y a la
música antes siquiera de poder hablar: son capacidades que parecen inherentes
al ser humano. Nuestras creaciones artísticas son específicas de su cultura
particular; de su emplazamiento, del sistema energético que las impulsa, de su
clima y sus recursos alimentarios, así como de las creencias vinculadas con
cada uno de esos factores. Pero los seres humanos nunca hemos dejado de crear.
Durante siglos y siglos, el arte se desarrolló al servicio de los gobernantes:
de monarcas, emperadores, papas, duques y demás. Sin embargo, desde épocas
románticas y posrománticas las expectativas respecto al creador artístico han
sido otras. La creadora o el creador artístico sin duda ha de cantarle las
verdades al poder, contarle las historias que han sido ocultadas, dar voz a
quienes no la tienen. Y son muchos los escritores que lo han hecho; a menudo se
han complicado la vida por ello, a veces incluso la han perdido. Aun así, han
sentido la obligación de crear. Han escrito en secreto, han sacado
clandestinamente sus manuscritos de lugares peligrosos poniendo en juego su
vida. Han llegado desde muy lejos, como el mensajero en el Libro de Job, para
decirnos, desvaneciéndose de agotamiento: “Yo soy el único que escapé para
contártelo.” Para contártelo a ti. A ti, estimado lector, en singular. Un libro
es una voz que te habla al oído; el mensaje, mientras lo lees, se dirige
únicamente a ti. Leer un libro es sin duda la experiencia más íntima que se nos
puede brindar sobre el interior de la mente de otro ser humano. Escritor, libro
y lector: en ese triángulo, el libro es el mensajero. Y los tres forman parte
de un acto de creación, al igual que el compositor, el músico que interpreta la
melodía y el oyente participan juntos en ella. El lector es el músico del
libro. Hay puertas que se abren a esas voces por todas partes del mundo; pero
otras muchas se cierran. Debemos tenerlo muy presente. Así pues, a mis
maestros, tanto vivos como muertos, y por maestros me refiero a los escritores
que han pasado por mi vida y mi biblioteca; a mis lectores, a quienes he
encomendado mis historias; a todos mis editores, que no han visto mi obra como
un desperdicio de papel y se han arriesgado conmigo; a mis agentes literarios,
compañeros en esta travesía; y a todos esos amigos y profesionales que me han
ayudado y apoyado a lo largo de los años, incluida mi familia, tanto la cercana
como la lejana, y mi madre, que leía maravillosamente en voz alta; a todos:
gracias por esos regalos que me habéis concedido. Un regalo debería devolverse
o cederse; debería pasar de mano en mano, como un libro. Confiemos en la
pervivencia de un mundo donde esa clase de regalos continúen siendo posibles.
No cerremos las puertas ni silenciemos las voces. Un día estaré andando por una
playa o por el interior de una librería y encontraré una botella, o un libro, y
lo abriré y leeré el mensaje que me envías; sí, tú, ese que está ahí en alguna
parte, ese joven escritor o escritora a quien quizá acaben de publicar. Y diré:
Sí. Te escucho. Escucho tu historia. Escucho tu voz.
*Margaret Atwood escritora canadiense que ha escrito
una serie de novelas distópicas. Entre las más conocidas está “El cuento de la
criada” (1985). Su última novela es Alias
Grace, aparecida en el 2017 y traducida al español por la editorial
Salamandra.
** Traducción del inglés de Victoria Alonso Blanco.
Este texto, cortesía de las editorial Salamandra, forma parte del discurso de
aceptación del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes 2017
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