domingo, 1 de julio de 2018



Lo que queda de Kelsen
Luis Marín Rengifo*


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I. Introducción.
En su trabajo ‘Principios generales del Derecho’, Mariano Uzcátegui hace frecuentes referencias a la obra de Hans Kelsen, de quien se declara seguidor, particularmente por la influencia del profesor Rafael Pizani, un referente que atraviesa el citado trabajo en una relación de discípulo a maestro, como él mismo confiesa.
Si se nos pidiera hacer observaciones a este trabajo, la primera sería indicar una excesiva lealtad a los planteamientos del autor vienés, cosa poco acostumbrada en nuestros días, en que parece obligatorio proponerse la superación de los planteamientos de los autores que se estudian, más que su exaltación o panegírico y justamente en esto residiría la función de la crítica.
Adoptando esta orientación metodológica, procederemos en este ensayo de la siguiente manera: Tomaremos algunos tópicos señalados por el profesor Uzcátegui de la amplia temática tratada por Kelsen y luego intentaremos esa crítica que él no hizo y que probablemente no tenía la disposición de hacer, quizás por una cuestión de enfoque, pero también porque no era el caso problematizar unos puntos de vista que procuraba difundir más que cuestionar.
Es curioso descubrir que en algunas oportunidades Uzcátegui se aleja de Kelsen como sin darse cuenta, así en la noción de persona y el tema de la interpretación; pero esto no puede tomarse como crítica, ni siquiera tácita, sino más bien inadvertencia.
Quisiéramos creer que la misión del prosélito es intentar superar a los maestros y abrigar la esperanza de que la reflexión jurídica en Venezuela esté lo suficientemente madura como para ensayar nuevas perspectivas, que no sustituyen a las anteriores, pero que estarían bien cumplidas si al menos obligan a repensar algunas ideas dadas por definitivamente consolidadas e inexpugnables.
Uno de los méritos indiscutibles de Kelsen, suficiente, si no tuviera ningún otro, para merecer un lugar en la historia jurídica universal, es haber provocado una copiosísima cantidad de comentarios que sin ninguna duda es la más extensa de todo el siglo XX. Por lo tanto, intentaremos evitar el lugar común y tomar en cuenta únicamente aquellos que nos parezcan más originales, siempre en relación con los temas señalados por el profesor Uzcátegui.
La segunda restricción es que no los tomaremos todos sino sólo algunos muy puntuales, esto por razones de espacio y porque éste, como la mayoría de los ensayos de una compilación, no tiene la pretensión de ser exhaustivo en ningún sentido de la palabra.
La última aclaratoria se refiere al título de esta exposición. Para quienes nos hemos formado bajo la férula de maestros como el profesor Pizani, Uzcátegui y otros que no vamos a mencionar porque están todavía entre nosotros, puede sonar algo pretencioso o irrespetuoso hablar de “lo que queda de Kelsen”; pero el sentido de esta advocación es no solamente provocativo.
La verdad es que nos hemos pasado la vida lidiando con unas ideas que ya se han incorporado a nuestro lenguaje común y que rara vez ponemos en cuestión, porque son el trasfondo sobre el que nos entendemos; por eso ahora que las cuestionamos es lícito preguntarnos, ¿qué nos queda?
Del mismo modo que es habitual afirmar que la cultura es aquello que nos queda una vez que olvidamos todo lo que hemos estudiado; podríamos parafrasear diciendo que lo que nos queda de Kelsen es aquello que resta una vez que nos habituamos a criticarlo, como quien se aprende las jugadas de un maestro de ajedrez para no caer en jaques triviales, o las llaves de un campeón de judo, para no ser derribados fácilmente.
Ganarle una partida a Kelsen es una muy buena escuela, un ejercicio para el estudio y la reflexión, pero incluso para ese raro hábito de los abogados de estar haciendo esgrima hasta con la sombra de nuestros antepasados.
Sirvan estos cortos párrafos de homenaje a todos ellos, como testimonio de alta estima, agradecimiento y respeto.


II.  Causalidad e imputación.
Éste es uno de los planteamientos de Kelsen que se acepta más pacíficamente y que sin embargo es de los más vulnerables. Su formulación es muy sencilla y quizás esto explique en parte su gran difusión y relativo éxito. Gracias a esta distinción nos advierte sobre el abismo que separa al mundo de la naturaleza del mundo jurídico.
De acuerdo con su enfoque, las leyes de la naturaleza describen relaciones causales entre fenómenos, en el sentido de que se cumplen indefectiblemente, nos dicen cómo las cosas son en la realidad. Se trata de enunciados del ‘ser’, con la forma lógica: Si A, entonces es B.
Por supuesto, si una ley natural no se cumpliera siquiera en un caso aislado, quedaría refutada como tal ley, dejaría de ser aceptada y sería excluida del mundo científico.
En cambio, las leyes en sentido jurídico establecen relaciones entre un supuesto de hecho y una consecuencia jurídica, que no se vinculan necesariamente sino por la voluntad del legislador. A este tipo de nexo es lo que llama ‘imputación’, una conexión más bien arbitraria que no nos dice nada del ser de las cosas en la realidad sino del ‘deber ser’, con la forma lógica: Si A, entonces debe ser B.
Las normas jurídicas no se cumplen indefectiblemente sino que, por principio, pueden ser incumplidas y aunque Kelsen a veces hace depender la validez e incluso la misma existencia de las normas a que sean cumplidas “hasta cierto punto” (lo que daría pie a la crítica de vaguedad o indefinición), en nuestro caso no vale la pena discutir el punto, porque ya la legislación venezolana ha previsto que el incumplimiento de la ley no afecta su validez.
Pero a partir de aquí hace una serie de afirmaciones sorprendentes en las que sí nos gustaría detenernos. Por ejemplo: “Hay, pues, por definición, cadenas infinitas de causas y efectos y cada acontecimiento es el punto de intersección de un número infinito de cadenas”.  Y añade: “Si las cadenas de la causalidad tienen un número infinito de eslabones, las de imputación no tienen más que dos”.[1]
1) Estas dos últimas afirmaciones son insostenibles y lógicamente inconsistentes. Concebir los eventos actuales como consecuencia necesaria de una serie de eventos que se sumergen hacia un pasado infinito y que luego se proyectarían así igualmente hacia el futuro, parece más propio de un místico medieval que de un científico moderno.
La concepción de cada hecho o acto como la encrucijada de un número infinito de cadenas causales que son a su vez infinitas, es una visión completamente alucinante que parece arrancada de un texto cabalístico más que de un libro de derecho. Quizás sea esta circunstancia lo que explica que los estudiosos del derecho, más ocupados por problemas mundanos, le hayan prestado tan poca atención.
Ciertamente no hay tal cadena infinita de eventos, además, su existencia es científicamente indemostrable. En este punto Kelsen es un determinista radical, incluso se anticipa a la idea que primero viene a la mente cuando se habla de estas sucesiones de eventos causales, que es la de la ‘causa primera’, para negarla por completo, porque significaría poner un “punto final”, lo que le parece inadmisible.
Así se distancia tanto de las teorías creacionistas como de las evolucionistas, que al menos postulan la necesidad de un evento inicial (tsimtsum o big-bang) desencadenante de todas las constelaciones de eventos subsiguientes.
Como consecuencia, en la naturaleza no habría la más mínima libertad sino la más estricta necesidad, pero además, generada desde y para siempre, sin principio ni final. Esta es una conclusión sorprendente y muy poco estudiada del ideario de Kelsen.
Pero su segunda afirmación, de que la imputación se agota en dos eslabones, aunque menos desconcertante, es igualmente falsa. Incluso los ejemplos que utiliza para ilustrarla ponen de relieve que no se trata de actos simples y que no ponen fin a la concatenación de eventos: “El acto bueno al que se imputa la gratitud, el pecado al cual se imputa la penitencia, el robo al cual se imputa el encarcelamiento”.
Ciertamente, la gratitud no se agota en un solo acto y puede prolongarse por toda la vida tanto del benefactor como del beneficiario e incluso extenderse hacia sus familias por generaciones; la penitencia tampoco es un acto simple que concluye el tema del pecado, sino que implica el propósito de enmienda, nunca más pecar, etcétera, sin los cuales carecería de sentido; pero en lo estrictamente jurídico, que es la pena imputable al robo, es evidente que tampoco se trata de una cuestión que se cierra de una vez en la sanción.
El encarcelamiento es un acto sumamente complejo que supone aprehensión, traslado, lugar de reclusión, condiciones de aislamiento, trabajo, régimen interno y otras, pero sobre todo el paso del tiempo, en el cual se pueden dar múltiples situaciones, como cambios legislativos que impliquen menor pena, buena conducta del recluso lo que puede llevar a disminuciones significativas de la condena, cambio del lugar de reclusión, medidas sustitutivas y una larga lista de posibilidades que ponen de relieve que la cadena de imputación contenida en las normas penales puede ser muy larga e incluso impredecible.
Esto por no hablar de las circunstancias agravantes o atenuantes, incidencias, pagos de fianzas, apelaciones, colaboración o no con la investigación que puedan afectar la gravedad de la condena, en fin, no es tan simple la imputación, como tampoco es tan inmarcesible la causalidad, pero sobre ésta tenemos que decir algunas otras cosas más.
2)  Lo primero que llama la atención es que Kelsen ignora las objeciones de Hume contra la causalidad. Dicho muy brevemente, Hume niega: a) “que haya una relación lógica entre asuntos de hecho diferentes” y b) “que pueda haber cosa semejante a la necesidad natural”.[2]
Para Hume, la relación entre un evento A, que se tiene como causa y otro evento B que se supone el efecto, es producto de la costumbre, de haber observado de una manera reiterada y constante que uno sucede al otro, de donde surge la expectativa de que una vez se presente aquél debe, pues, presentarse también éste.
Pero es imposible a partir de un elemento individual diferenciado deducir nada lógicamente respecto de otro elemento también individual diferenciado. El ejemplo de Hume no puede ser más provocador. Observa un juego de billar en que una bola, impulsada por un taco, va a dar contra otras poniéndolas en movimiento; pero no logra ver cómo es que este impulso se transmite, no ve el poder, la fuerza entre una y otra.
Además, es completamente imposible predecir cuál será exactamente el movimiento de una bola a partir del movimiento de cualquier otra. Lo sorprendente de este ejemplo es que no obstante, pese al desplazamiento impredecible, es posible seguir jugando billar.
Se puede objetar rápidamente a Hume que seguramente no habrá visto ningún caso en que las bolas se hayan puesto en movimiento sin el impulso inicial del jugador, como no debe ser usual que el agua se ponga a hervir sin haberla expuesto al fuego. Pero ese es precisamente su punto. Que la nieve sea fría o el fuego queme es algo que sabemos por experiencia, de allí la asociación entre una cosa y otra, asociación que no está en las cosas sino en nuestra mente.
Si podemos afirmar algo con seguridad es porque lo hemos observado en el pasado y a partir de allí suponemos que va a seguir ocurriendo en el futuro, pero no tenemos ninguna garantía de que ello va a ser así. La idea subyacente es la de la uniformidad de la naturaleza, que va a seguir comportándose como lo ha venido haciendo hasta ahora, pero esta creencia no tiene ninguna base racional. Es sólo eso, una creencia.
Pero no entendemos las ideas de Hume sino cuando advertimos la diferencia entre establecer la verdad mediante lo que llama ‘relaciones de ideas’ y ‘cuestiones de hecho’. Las verdades necesarias provienen de la deducción, de la demostración, como ocurre en lógica, matemática, física. Las cuestiones de hecho siempre son contingentes, aquí procedemos por inducción, con base en la experiencia, estableciendo relaciones de causa y efecto, mediante un mecanismo de prueba, no de demostración.
Kant lo explica mediante su distinción entre juicios analíticos a priori, del mundo inteligible y los juicios sintéticos  a posteriori, del mundo sensible. En unos, la verdad está contenida en sí mismos, como que un triángulo tiene tres lados, son necesarios y universales. Los otros, nos dan conocimiento adicional, pero no son necesarios ni universales sino contingentes. Como en Hume, lo que ocurre en la realidad sensible podría no ocurrir o bien ocurrir de otro modo. No hay necesidad ni universalidad en la Naturaleza, ninguna necesidad puede establecerse a partir de la experiencia.
Cierto que Kant trata de salvar la posibilidad del conocimiento del carácter disolvente de Hume, mediante la creación de un nuevo tipo de juicio que llama sintéticos a priori, pero cuya consideración nos llevaría demasiado lejos. Por lo que convengamos en que para nuestros efectos es suficiente llevar la distinción hasta aquí.
La inexorabilidad que Kelsen atribuye a las relaciones causales no es aceptada por ningún científico, que seguramente preferiría hablar de probabilidades (estadísticas) o de hipótesis que deben ser probadas en cada caso y sólo se admiten provisionalmente, mientras no sean refutadas experimentalmente.
Bertrand Russell critica tanto el concepto de ‘causa’, del que considera deseable su total exclusión del vocabulario filosófico, como el principio de causalidad, “una reliquia del pasado que sobrevive, como la monarquía, sólo porque se supone erróneamente que no es dañina”[3].
Ahora vemos con toda claridad que la concepción de Kelsen de las relaciones de causalidad propias de las leyes naturales, como necesarias e inexorables, se aleja de una manera radical de los puntos de vista de Hume y de Kant, que más bien consideran que estas son contingentes.
Pero cuando opone las leyes causales a las leyes en sentido jurídico, mediante el concepto de imputación, en realidad está lanzando al Derecho a un limbo que no es del mundo natural, pero tampoco del mundo inteligible, el de las relaciones de ideas en que imperan las deducciones y demostraciones lógicas que son, éstas sí, universales y necesarias. No es una teoría ‘pura’ en sentido kantiano.
No en balde tanto Hume como Kant creían que las cuestiones de hecho se resolvían apelando a la costumbre y es allí donde éste ubica a las normas jurídicas, junto con las normas morales y religiosas.
Pero Kelsen hace algo enteramente distinto: trata de separar las normas jurídicas de las normas morales y religiosas, por un lado; por el otro, las aleja de las normas de la naturaleza, regidas por la causalidad; pero nunca llega a dar el paso de conducirlas hacia el mundo inteligible, el mundo de la razón pura, donde estarían junto a los universales, more geométrico, porque por definición las normas jurídicas no son inexorables, ni se emparentan para nada con las matemáticas o la lógica.
3)  La relación de Kelsen con la lógica también es terriblemente ambigua y cambiante. Al principio, parece admitir que las reglas lógicas son aplicables al discurso jurídico; pero luego se retracta y concluye que no, que las normas jurídicas por ser enunciados prescriptivos no cumplen ni pueden cumplir con la condición de ser verdaderas o falsas, requisito que considera indispensable para que les sean aplicables los principios lógicos. Esta es la base de su larga correspondencia con Ulrich Klug, de quien se considera a veces tributario y finalmente contradictor.
Si pudiéramos resumir este diálogo en muy pocas palabras diríamos que para Klug, siendo que las normas son enunciados de deber ser, pero enunciados al fin y al cabo, se les pueden aplicar los principios lógicos, como ocurriría con todo lenguaje inteligible.
En cambio, Kelsen concluye sosteniendo que la concatenación entre las normas no se corresponde con ninguna inferencia lógica, sino con la creación de nuevas normas. El acto de un legislador o de un juez no puede deducirse en forma inequívoca de la Constitución o de los Códigos. Para que una ley se aplique, se requiere no una deducción sino otra norma revestida de autoridad y ésta no es un acto de razonamiento sino un acto de voluntad.
No hay ni puede haber una inferencia de una norma general válida a otra individual igualmente válida, sino creación de nuevo derecho por el juez. A esto se podría objetar que sale del ámbito de la lógica, del puro razonamiento, para caer en lo empírico, lo contingente, de cómo realmente ocurren las cosas.
Para desembarazarse de la lógica Kelsen escapa al mundo real, de los actos de voluntad, que no son otra cosa que decisiones arbitrarias; pero lo extraordinario es que todavía quiera tener una Teoría pura del derecho, libre de toda contingencia empírica, del ‘ser’ de las cosas y consagrada al ‘deber ser’.
En este punto hace sociología jurídica, no ciencia del derecho en el sentido en que se lo había propuesto. Nos dice cómo funciona realmente el sistema y no cómo debería funcionar. La diferencia entre una inferencia lógica y la aplicación de una ley es el elemento de autoridad del que carece el científico, porque sus deducciones no son normas del mismo modo que las sentencias del juez no son deducciones.
No obstante, el argumento de Klug tiene una tenaz persistencia. Siempre que se utilizan las expresiones tan comunes en los juristas, como casi en cualquier lenguaje: Si, entonces, por lo tanto, en consecuencia, con tanta más razón, forzoso es concluir, es necesario o necesariamente, se está actuando (hablando) con lógica.
Se aceptan explícita o implícitamente los principios lógicos de no contradicción y de inferencia, a los que tanto alude Kelsen, siempre que se articula un discurso inteligible. Asimismo ocurre cuando se redacta una norma que, aunque sea un enunciado prescriptivo y no pueda predicarse de ella que sea verdadera o falsa, sin embargo, no puede ser contradictoria, incongruente o absurda.
Por ejemplo, si se dice “quien por negligencia, imprudencia, impericia, incumplimiento de normas o instrucciones cause la muerte de una persona, será penado con la orden de mérito al trabajo”, se está haciendo humorismo, pero no una norma jurídica.
Asimismo, si se sanciona un homicidio con una pena de quince a veinte años de prisión; pero si el delito se comete con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y causando sufrimientos a la víctima, “la pena se reducirá a la mitad”; podría decirse con toda propiedad que una norma así sería completamente ilógica, porque se supone que los agravantes aumenten la pena como los atenuantes la disminuyen.
Pero ¿quién nos dice que los delitos más graves deben tener penas más graves y no lo contrario? Esto parece una cuestión de lógica, como que “quien puede lo más  puede lo menos”; también lo que tiene que ver con la gramática, sintaxis y pragmática del lenguaje, sin las cuales no podríamos pretender entendernos siquiera. Pero el análisis lingüístico del derecho nos llevaría, otra vez, demasiado lejos.
4)  En conclusión, las leyes de causalidad que rigen en la naturaleza no son necesarias ni universales, inexorables, como quisiera Kelsen, por su necesidad metodológica de oponerlas a las normas jurídicas regidas por el principio de imputación, éste sí, enteramente convencional.
Las que sí son necesarias, universales, inexorables, son las normas de la razón, las que rigen las relaciones de ideas, del mundo inteligible; pero definitivamente éste tampoco es el mundo del Derecho, según la terminología de Kelsen.
De manera que no sabemos si por conveniencia intelectual o por una concepción errónea aunque sea sincera, la propuesta de Kelsen lanza a las normas jurídicas a un limbo del que resulta harto difícil salir, a menos que se admita que esto es lo que quería lograr: un ámbito propio para las normas jurídicas, alejado de aquellos propuestos por Hume y por Kant, en sus esquemas respectivos.
Pero si las normas jurídicas no son inteligibles, dictadas por la razón, necesarias y universales; ni tampoco producto de las costumbres, hermanas de la religión y la moral, esto es, fundamentadas en la fe, las creencias o la conveniencia, entonces ¿qué es lo que son? ¿Cuál es este nuevo mundo que no es inteligible, ni sensible?
Si el lenguaje jurídico no responde a principios lógicos de no contradicción e inferencia, ¿a qué principios responde, para ser comunicable y podamos entendernos? Estas preguntas siguen lamentablemente sin respuesta y Kelsen, como los buenos profetas, nos deja abandonados a nuestra suerte en el desierto.
III.  Estructura lógica de la norma jurídica.
Es bien conocida la división de la norma jurídica en tres elementos: supuesto de hecho, consecuencia jurídica y el nexo entre ambos, la partícula deóntica ‘debe ser’. Así como la doble estructura, que se deriva de la constatación de que las normas así concebidas no postulan ninguna conducta positiva, en el sentido de conducta querida por el derecho, sino que se limitan a imputar sanciones para aquellas conductas que se quieren proscribir,  que caen dentro del tipo legal, el supuesto de hecho.
Generalmente se acepta la explicación de Kelsen de que existe una suerte de norma tácita, que llama ‘norma secundaria’, que sería la que contiene la conducta querida por el derecho, definida como aquella contraria a la que acarrea la sanción, que se halla explícita en la ‘norma primaria’.
Dejemos por un  momento a un lado las discusiones habituales sobre la norma primaria, en particular los problemas de las disposiciones sin sanción, que desde esta óptica no serían verdaderas normas jurídicas, por lo que, irónicamente, las normas secundarias serían normas, pero no jurídicas.
El problema sobre el que queremos llamar la atención es que la norma secundaria tampoco prescribe positivamente ninguna conducta, porque es simplemente la negación de aquella que es sancionada. Resulta evidente que si la conducta sancionada es ‘x’, entonces la conducta querida por el derecho sería ‘no-x’. El punto es que ‘no-x’ no es ninguna conducta en particular, en realidad puede ser cualquier ‘y, z, w’, siempre que no se incurra en el tipo ‘x’ que acarrea la sanción.
Llama la atención que siempre se haya dado por sentado que si el derecho sanciona el homicidio o el robo, es porque quería que la gente no mate o no robe, sin advertir que ‘no matar’ y ‘no robar’ no son conductas positivas que puedan observarse, sino que comprende todas aquellas conductas posibles que no caigan en el tipo legal, conductas que no acarreen ninguna sanción.
Así, el derecho no nos diría ‘qué’ hacer, sino que si hacemos algo que caiga dentro del tipo legal, seremos sancionados. La norma secundaria no sólo es tácita, en el sentido de que no es una norma positiva explícita y es preciso suponerla implícitamente contenida en la norma primaria, sino que carece de contenido, no prescribe nada, estrictamente hablando, ni es una ‘norma’, ni podría llamarse ‘jurídica’ en el sentido de Kelsen.
De manera que resulta falsa su afirmación de que “la conducta que permite evitar la sanción es prescrita. Inversamente, una conducta está jurídicamente prescrita solo si la conducta opuesta es la condición de una sanción”.[4]
Kelsen sólo empeora un poco las cosas cuando cambia la nomenclatura para hablar, en lugar de normas, de ‘reglas de derecho’, a las que ya había definido como enunciados sobre normas que sí tendrían valor de verdad, para concluir que “no puede deducirse lógicamente la regla de derecho secundaria de la regla de derecho primaria”.
Las obligaciones no se deducen lógicamente de las reglas de derecho primarias, más bien habría “identidad” entre una proposición que afirma que un individuo está jurídicamente obligado a hacer algo y otra que diga que será sancionado si no lo hace.
Esta conclusión es tanto más sorprendente vista toda la argumentación anterior, porque el mismo Kelsen nos había enseñado que una norma que nos mandara a hacer algo positivo carecería de sentido si la conducta contraria no acarreara una sanción, sería una mera expresión de buenos deseos del legislador, sin alcance jurídico, ahora dice que “la primera expresa exactamente la misma idea que la segunda”.
Ahora bien, el derecho define esa conducta contraria y le atribuye la sanción; pero la primitiva, querida y quizás originaria, convertida en su reverso, se pierde en el olvido, no está definida en ninguna parte y como hemos visto, no podría deducirse lógicamente de la regla de derecho ni de la norma primaria.
El ejemplo de Kelsen es insatisfactorio, porque no puede deducirse lógicamente el deber de prestar el servicio militar de una norma que prescriba sanciones contra quien no atienda el llamado a filas. Debe existir previamente una ley de conscripción y alistamiento militar que establezca este deber y sólo en consecuencia unas normas penales que sancionen a quienes no lo cumplan.
Es lo mismo que el ejemplo de los impuestos. “No pagar impuestos” es pasible de sanción sólo si existe previamente la obligación jurídica de pagarlos, que no se deduce de la mera existencia de la sanción, sino que debe establecerse en una norma positiva.
No existe, pues, tal identidad entre la norma sancionatoria y aquella que impone el deber correspondiente cuyo incumplimiento acarrea la sanción. Quizás la confusión se derive de que las normas con las que comenzamos esta digresión presuponen deberes que no estaban explícitos en las normas penales positivas.
Por ejemplo, las normas que sancionan el homicidio, el robo, etcétera, presuponen que la gente no debe matar, ni robar; pero estos deberes no los establece el Código Penal. Muy distinto es el caso de obligaciones como hacer el servicio militar o pagar impuestos, que no existen si una norma previa no los establece. Entre estos deberes y las normas sancionatorias no existe tal “identidad”, tanto que la sanción entrañe la obligación, como decir que “usted está sancionado por no prestar el servicio militar” sea idéntico que decir “usted está obligado a prestar el servicio militar”.
No obstante, seguiremos discurriendo sobre la doble estructura de la norma jurídica como una ficción sugerente de cierta utilidad didáctica; asimismo con la distinción entre norma jurídica y regla de derecho, cuya utilidad es más discutible, como no sea para buscar un enlace entre el derecho y la lógica, al que ya nos referimos ut supra.
IV.  Noción de persona.
1) El profesor Uzcátegui declara explícitamente la influencia de la Teoría Pura del Derecho en su trabajo, en el Tema 16, dedicado al sujeto de derecho, así como el origen del título mismo de la obra, inspirado en las lecciones que impartía el profesor Pizani en la UCV, tituladas ‘Principios Generales del Derecho’, hoy ‘Introducción al Derecho’.
Y propone lo siguiente. “Por ello consideramos que la clasificación correcta que debe hacerse en nuestro Código Civil en su próxima reforma sobre la persona jurídica es: persona jurídica Individual (hoy catalogada como persona ‘natural’) y, persona jurídica Colectiva, conceptos que se ajustan con precisión a la terminología jurídica actual”[5].
Propuesta que nos ofrece un excelente punto de partida para otra controversia, sobre todo porque no se corresponde con los puntos de vista de Kelsen en este particular, para quien resulta irrelevante la distinción entre persona individual y colectiva, siendo ambas igualmente ‘personas jurídicas’.
Ciertamente la noción de persona es uno de los puntos más discutidos y discutibles del esbozo que hace Kelsen de los tópicos jurídicos básicos en su Teoría pura del derecho. Se pasea de un extremo al otro y propone algunos enunciados que resultan enigmáticos, por decir lo menos, lo que los hace ideales para algunos ejercicios de interpretación.
Comienza haciendo una distinción entre persona física y persona jurídica, aclarando que “la persona física no es el hombre”[6]. Éste no tiene nada de jurídico, si acaso será una noción biológica, fisiológica y psicológica. Es necesario distinguir al hombre de la persona, que sí es un concepto jurídico: “estas dos nociones definen objetos totalmente diferentes”, dice.
Acto seguido, procede Kelsen a integrarlos en un solo concepto. Critica a la teoría tradicional haber separado la persona física del hombre de la persona jurídica que “no es un hombre sino alguna otra cosa”. Al no distinguir entre hombre y persona, la teoría tradicional es incapaz de concebir la persona física como persona jurídica y “reunir a  estas dos personas en una noción común”.
Para la Teoría pura del derecho, por el contrario, la persona física y la persona jurídica son ambas la misma cosa, la personificación de un orden jurídico, de tal modo que no hay diferencia esencial entre estas dos clases de personas, ya que “la persona física es también una verdadera persona jurídica”.
Hay que distinguir primero, para luego integrar. Si todo esto no fuera suficientemente confuso, Kelsen agrega que ambas personas son “ficticias” y añade en una enigmática frase que lo único real es la conducta: “sólo son reales las conductas humanas”.
Para Kelsen las personas no son otra cosa que un haz de obligaciones, responsabilidades y derechos subjetivos, o bien un punto donde convergen derechos y obligaciones. Para una concepción así, es irrelevante que en ese centro haya un elemento o varios.
Quizás esta sea la conclusión a que quiere llegar. La persona jurídica se convierte así en “un punto de imputación”. Los actos los realizan ciertos individuos, pero son imputados a “un sujeto ficticio”, la representación de la unidad de un orden jurídico.
De lo poco que llevamos expuesto se desprende claramente que la distinción entre personas individuales y colectivas no es kelseniana y aunque habitualmente se atribuye a la doctrina italiana, el Código Civil Italiano prefiere distinguir entre personas físicas y personas jurídicas.
No se nos da noticia de que el código civil alemán, austríaco o algún otro haya acogido una distinción semejante, entre personas individuales y colectivas, no obstante, resulta interesante observar qué viabilidad podría tener una reforma en este sentido.
2) El Código Civil de Venezuela toma como punto de partida la distinción entre personas naturales y personas jurídicas, definiendo las primeras como “todos los individuos de la especie humana”. Lo interesante es que todas las instituciones subsiguientes tienen como trasfondo esta definición, implícita o explícitamente.
Ciertamente, instituciones como el matrimonio, parentesco, consanguinidad y afinidad, mayoridad y minoridad, nacimiento y muerte, causales del divorcio, separación de cuerpos, posesión de estado, filiación, reconocimiento, patria potestad, alimentos, entre otras, sólo tienen sentido teniendo presentes a personas naturales y no tendrían ninguno desde una posición completamente abstracta, como la de la Teoría pura del derecho.
Quizás en este caso le estaríamos exigiendo algo para lo que no fue hecha y para lo que no puede servir, porque su intención es descriptiva no prescriptiva, tiene aspiraciones teóricas, no de resolver los problemas prácticos de la vida cotidiana de la gente real, lo que sí debe hacer, obviamente, el Código Civil y en general toda legislación.
La propuesta de Kelsen es eliminar el ‘dualismo ideológico’ y no deja de producir cierta perplejidad que una teoría de tanta aceptación no se haya bajado nunca a la práctica para constatar su esterilidad. Por ejemplo, resulta cómico plantearse un matrimonio no entre un solo hombre y una sola mujer sino entre “centros de imputación normativa”.
Los puntos de convergencia de obligaciones, responsabilidades y derechos subjetivos, no tienen sexo, no pueden ser violadas, seducidas, quedar embarazadas, tampoco sufrir de impotencia, incurrir en adulterio o separarse de cuerpos.
Resulta que la persona natural recorre el Código Civil como una columna vertebral y sería ciertamente arduo replantearse prácticamente todas las instituciones jurídicas que son relevantes para la vida real de las personas de manera de dar cabida a una concepción abstracta cuyo provecho práctico no se alcanza a vislumbrar.
3)  No queremos dejar de notar otra cuestión discutible. La distinción entre persona natural y persona jurídica no es equivalente a la distinción entre persona individual y colectiva. Si toda persona natural es individual, no toda persona jurídica es colectiva.
Pongamos solamente como ejemplo las fundaciones, que no tienen substrato personal y las firmas personales, que son personas jurídicas con un solo miembro. Pero incluso el profesor Uzcátegui dice que esta concepción “explica también por qué la herencia yacente tiene personalidad jurídica”; pero muy difícilmente podría predicarse de ella que sea una persona individual o colectiva.
La paradoja de Kelsen no está solamente en un uso no muy estricto del lenguaje, que le permite hacer constantemente alusión a las ‘personas’ para designar con esta palabra a elementos no jurídicos, un sentido que él mismo había  prohibido, como cuando habla de “estas dos personas” o “estas dos clases de personas”; sino que al final concluye que ambas “son ficticias”, la única que existe es la persona jurídica, con lo que la natural, sencillamente, desaparece.
Pero no desaparece definitivamente. Las personas jurídicas no pueden manifestarse sino a través de ‘individuos’, que no pueden ser otros que los “individuos de la especie humana”, la persona natural de nuestro Código Civil, sólo que sus actos son imputados a sujetos colectivos.
Exactamente lo mismo que ocurre cuando se las divide en individuales y colectivas, tras lo cual no se puede dejar de vislumbrar a la persona natural, puesto que la persona colectiva no es otra cosa que un conjunto de estos individuos, asociados con fines determinados.
Quizás como consecuencia de esta paradoja es que Kelsen concluye que lo único real es la conducta, queriendo decir que ella es la regulada por las normas, o bien que la norma lo que tiene en la mira es la conducta como tal, no quien la realiza.
Pero esto sí que es un salto al vacío, porque la conducta siempre es la conducta de alguien, no hay conducta sin sujeto. Finalmente, las consecuencias jurídicas tendrán que recaer sobre el autor, porque la conducta misma no puede ser sancionada.
Quien va a la cárcel, paga la multa, debe indemnizar o tiene deberes jurídicos en general, es una persona humana, un ser doliente y moliente, del que Kelsen ha hecho grandes esfuerzos por librarse de él, pero que reaparece invenciblemente.
La razón de la paradoja es muy sencilla, si quitamos a los seres humanos, el derecho pierde todo asidero, como seguramente cualquier otra manifestación de la cultura. El final de este camino nos conduce a la humanidad del derecho. Los ejercicios de abstracción llevados al extremo siempre conducen a paradojas de las que ésta, de eliminar una noción de persona de la que después se tiene que echar mano para  poder explicarse, es apenas un singular ejemplo.
V. La Norma Fundamental.
Esta idea de Kelsen sí que ha sido objeto de críticas más frecuentes, particularmente por haber buscado un fundamento para su sistema jerárquico de normas positivas fuera del sistema positivo. Ciertamente, llama la atención que una teoría jurídica ‘pura’ encuentre su base de sustentación en una norma que “no es puesta sino supuesta”, en una hipótesis que si se cumple, todo el sistema tiene sentido, pero si no, éste quedaría sin fundamento.
Pero esta no es la única contradicción. En la presentación del tema, Kelsen busca el soporte de cada norma en una norma superior de la cual sería aplicación, remontándose a la Constitución y buscando la sustentación de ésta, llega hasta la primera Constitución y una vez allí no encuentra otra cosa detrás que el acto de un usurpador, esto es, un acto arbitrario, propiamente fundacional, como podría pensarse que fue la revolución contra el antiguo régimen (Francia) o de independencia (Estados Unidos), dando por sentado que si este acto inicial se tiene por legítimo, entonces todo lo que se derive de él también lo es. Parecería una cuestión de consecuencia lógica, no histórica.
El origen del sistema no es una norma positiva, sino una hipótesis en sentido estricto que ‘si’ se da por cierta, ‘entonces’ todo lo demás que se derive de ella también. Procede como en todo sistema deductivo, en que los axiomas no se explican según las pautas del sistema, sino que son el punto de partida de las derivaciones subsiguientes.
Por cierto, no se ve cómo construir un sistema deductivo sin capitular ante la lógica, en particular, a la regla de inferencia y el principio de no contradicción, tan denostados por Kelsen, como ya hemos visto.
Pero unos pasos más adelante Kelsen hace un análisis completamente distinto. La norma fundamental estaría constituida por el principio de la efectividad, de acuerdo con el cual un régimen establecido, aún mediante un golpe de estado o una revolución, si logra el asentimiento de la población, es reconocido por el Derecho Internacional.
Desde este punto de vista, la norma fundamental “es una norma de derecho positivo”. Dice que “no hay ya, en la base de los diversos órdenes nacionales, norma fundamental en el sentido específico, es decir, puramente hipotético, que le hemos dado”. Y agrega: “el principio de efectividad no es sino de un modo relativo la norma fundamental de los órdenes jurídicos nacionales”[7].
Aquí tenemos en pocas líneas que el principio de efectividad “constituye la norma fundamental” y acto seguido “no es sino de un modo relativo la norma fundamental”. No en balde queda la impresión de que la Norma Fundamental da un toque de misterio al sistema estrictamente positivo, científico, de la Teoría pura del derecho.
Pero este relativismo no es exclusivo de la norma fundamental concebida como una norma de derecho internacional. Cuando era concebida como una hipótesis básica, también estaba afectada de un relativismo recurrente. Kelsen llegaba a la conclusión de que ella indicaba cómo se crea un orden al cual corresponde “en cierta medida” la conducta efectiva de los individuos a los cuales rige.
“Decimos en cierta medida; en efecto, no es necesario que haya una concordancia completa y sin excepción entre un orden normativo y los hechos a los cuales se aplica.”[8] Asimismo, el orden normativo perdería validez cuando deja de estar “en cierta medida” de acuerdo con la realidad.
Se revela una implicación entre la validez y la efectividad de un orden jurídico; la primera depende “en cierta medida” de la segunda. No puede dejar de mencionarse que en el sistema de Kelsen, una norma es válida siempre que haya sido promulgada de acuerdo con lo dispuesto en otras normas generalmente superiores del mismo sistema, se trata de una validez formal. Pero aquí la validez se conecta con la efectividad, esto es, con el efectivo cumplimiento de sus disposiciones, es una validez material.
Kelsen concluye: “Se puede representar esta relación como una tensión entre la  norma y el hecho, pero para definirla es preciso limitarse a indicar un tope superior y otro inferior, diciendo que la posibilidad de concordancia no debe sobrepasar un máximo ni descender por debajo de un mínimo”[9].
Esto es, un sistema jurídico nunca puede pretender ser acatado en un cien por ciento, porque no tendría ningún sentido mandar a hacer aquello que se hace indefectiblemente; pero tampoco puede descender a un desconocimiento absoluto, porque un sistema que no sea cumplido “en cierta medida” carece asimismo de validez.
Un problema no despreciable es que no se sabe cuál es aquel máximo ni cuál puede ser este mínimo, ni  tenemos manera de establecerlos; por su parte, Kelsen no nos facilita ningún método para aproximarnos a alguna respuesta: no hay medición para la efectividad y en consecuencia, para la validez de las normas.
Resulta más plausible la solución del legislador venezolano al establecer que las normas sólo se derogan por otras normas y contra ellas no puede alegarse el desuso o práctica en contrario por antiguos o universales que sean. A esto es a lo que se puede llamar ‘validez formal’, independientemente de lo que pueda ocurrir en los hechos.
Pero por supuesto, esta solución es completamente anti-kelseniana.
VI.  Interpretación.
En materia de interpretación la posición del profesor Uzcátegui es más bien tradicional o conservadora. No hay distintas interpretaciones de la ley sino una sola, aquella que es adecuada al caso concreto, por lo que el juez debe limitarse a aplicarla, del único modo correcto posible. En esto consistiría la función de sentenciar, en encontrar esa respuesta única, “no la de aplicar el derecho a su arbitrio o real saber y entender”. Sólo así puede concebirse la “seguridad jurídica”, como meta esencial del Derecho y del Estado.
Sin proponérselo para nada, se coloca en una posición diametralmente opuesta a la que adopta Kelsen en su Teoría Pura. Interpretar es un paso intermedio en el proceso de aplicación de normas jurídicas, de manera que lo que hace el legislador al interpretar la Constitución para crear la ley, es lo mismo que hace el juez al interpretar la ley para producir una sentencia en un caso concreto. Ambos ‘crean’ derecho, normas jurídicas positivas, en el marco de competencia que les delimitan normas superiores.
Lo importante aquí es que las normas abren un haz de posibilidades, un abanico de respuestas posibles, todas perfectamente legítimas, entre las cuales el legislador, juez o funcionario, escoge la que considere más acorde con el caso concreto. No hay una única interpretación posible, ni una respuesta correcta per se, el juzgador toma una verdadera decisión: se trata de un acto de voluntad, no de conocimiento.
Una consecuencia completamente inesperada es que, llevada a su extremo, esta concepción excluye del ámbito de la ciencia jurídica el problema de la elección de la mejor solución posible, para convertirlo en una cuestión de “política jurídica”.
Siendo esto así, no puede haber ninguna certeza acerca de cuál pueda ser la solución para cada caso, puesto que hay muchos cursos de acción y salidas posibles, lo que hace perder la tan anhelada ‘seguridad jurídica’ en un laberinto de rutas alternativas. Concluye Kelsen que su Teoría Pura que sólo está comprometida con la verdad, “se ve obligada a destruir esta ilusión”, aparentemente sin ningún remordimiento.
Si éste es el caso de la seguridad jurídica, cabe preguntarse qué será entonces de otro fin esencial del derecho, como la Justicia. Kelsen la rechaza con idéntico rigor: “La Justicia absoluta es un ideal irracional o, dicho en otras palabras, una ilusión, una de las ilusiones eternas del hombre”[10].
Su rechazo a los fines del derecho se basa en su consecuencia con el enfoque científico que, según cree, no se puede aplicar al mundo de los valores, de manera que elegir entre varios fines posibles no puede ser un acto de razón, sino de voluntad.
Todo lo que esté movido por el sentimiento o la emoción, escapa del ámbito de la ciencia para ubicarse en el mundo de lo irracional. No puede haber elección objetiva, científica, en cuanto a fines. Así, la Justicia es un valor que no se puede definir racionalmente ni alcanzar objetivamente.
 En consecuencia, Kelsen no nos facilita una definición de justicia ni siquiera relativa, ‘su’ justicia remite a otros valores como verdad, libertad, paz, tolerancia, en fin, a la democracia, que sería el medio en que mejor podría realizarse aquel desiderátum, suerte de horizonte hacia el que deben orientarse nuestros pasos, sin la menor esperanza de alcanzarlo jamás.

REFERENCIAS

Ayer, A. J.   Hume.  Alianza Editorial. Madrid. 1ª edición, 1988. Traductor J. C. Armero.

Kelsen, Hans.  Teoría pura del derecho. Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA).                                                     Decimoséptima edición, julio 1981. Traductor: Moisés Nilve.
-          ¿Qué es justicia? Editorial Ariel, S.A., Barcelona, España. 2ª edición, noviembre de 1992.

-          Normas jurídicas y análisis lógico. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.
Primera Edición, 1988. Traductor: Juan Carlos Gardella.

Russell, Bertrand.  Misticismo y lógica. Edhasa.  Barcelona, España. 1987.

Uzcátegui, Mariano. Principios generales del Derecho. Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela.                                                  Primera Edición, 2003.




[1]  Kelsen, Hans. Teoría pura del derecho. Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA). XVII edición, julio, 1981. Págs. 26-27.
[2] Ayer, A. J. Hume. Alianza Editorial. Madrid, 1980. Págs. 101 y 105.
[3]  Russell, Bertrand. Misticismo y lógica. Edhasa. Barcelona, España, 1987. Pág. 181.
[4]  Ob. cit., pág. 76 y 78.
[5]  Uzcátegui, Mariano. Principios generales del Derecho. Universidad de los Andes. Ediciones del Vicerrectorado Académico. Mérida, Venezuela. I Edición, 2003. Pág. 316.
[6]  Ob. cit., págs. 125 y siguientes.
[7]  Ob. cit., págs. 144-145.
[8]  Ob. cit., pág. 141.
[9]  Ob. cit., pág. 142.
[10]  Kelsen, Hans. ¿Qué es justicia? Editorial Ariel. Barcelona, España. 2ª Edición, 1992. Pág. 59.

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