Los encierros líquidos y creativos de
Ludwig van Beethoven (1770-1827)
David De los Reyes
(Filósofo, Universidad de las Artes, Guayaquil - UCV)
Dibujo de Shutterstock - Intervenida DDLR2020, mayo
La celebración de los doscientos
cincuenta años del nacimiento del gran Ludwig va Beethoven se ha visto reducida
o, en el mayor de los casos, clausurada. Ante lo sucedido en estas últimas
semanas por la pandemia a nivel global, sabemos que toda concentración pública
está prohibida por el temor de contagio humano. Una realidad que no depara ni
el encuentro ni la festividad, por los momentos, para este genio de la música. Sin
embargo, nos queda celebrarlo y recordarlo escuchando o estudiando su música en
los reducidos espacios de nuestra cotidianidad confinada. Bien porque
interpretemos y leamos sus obras, gracias a nuestras habilidades musicales, o
de escucharlas por las grabaciones en la reproducción electrónica-digital.
Las condiciones limitadas que nos conduce
el repetitivo lema quédate-en-casa, causado por el contagioso y criminal
virus chino rojo COVID19, ha cerrado toda posibilidad de cualquier invitación para
acudir a teatros y espacios públicos. Y entre ellos no menos están los conciertos
de música de cualquier tipo. Quedando reducida completamente nuestra movilidad
citadina a cualquier cita artístico-cultural, sin aún saber todas las
consecuencias reales para el contacto vivo del arte musical -o cualquier otro-,
en este obligado y conflictivo retraimiento pandémico espiritual universal. Mientras,
solo se nos permite salir para obtener los insumos requeridos para seguir
viviendo retirados en la individualidad inerte y en la aparente tranquilidad
de casa.
Pero no
dudo que se harán grabaciones este año de su obra y, de alguna forma celebrar,
desde la distancia física y a la vez la cercanía virtual, a Beethoven. Al menos
quedan portales en internet que incluyen música de excelentes grabaciones históricas
o interpretaciones novedosas actuales de esta portentosa creación musical del
romanticismo. Así es, en una primera instancia, respecto a sus obras
orquestales, sus sinfonías, sus conciertos y sus oberturas, entre otras. Podemos
escuchar interpretaciones de directores de culto como el legendario Wilhelm Furtwängler,
casi de principios del siglo XX, pasando por las no menos reconocidas de Bruno Walter,
sin dejar las de Herbert von Karajan y Leonard Bernstein, hasta llegar en el
siglo XXI con las de Nicolas Harnoncourt o Daniel Barenboim por solo decir dos directores
de los tantos excelentes que hay hoy. No menos pasa lo mismo con su música de cámara,
sonatas y pequeñas obras.
Pero ya que estamos en cuarentena
decretada tanto para los músicos como para los melómanos, no quisiera pasar la
ocasión de presentar algunos rasgos de su vida cotidiana en relación con su
proceso creador. No precisamente para imitarlo sino comprender mejor la
dimensión de su condición humana. El quehacer de su día a día trasmitido por su
discípulo y secretario, como también su primer biógrafo, Antón Schindler. Una estampa
particular y vivenciada del intempestivo compositor que encontramos en su cuestionado
libro titulado El Beethoven que yo conocí.
Schindler nos describe en su texto un
día común del compositor. ¿Qué hacía al levantarse? ¿Cómo se preparaba para
componer? ¿Cuáles eran sus hábitos cotidianos? ¿Cómo organizaba su día? ¿Qué lo
inspiraba del entorno? ¿Cuáles eran las ocupaciones para llenar las horas del
día posteriores a su trabajo como músico? En principio, nos podemos imaginar,
por lo simple y limitada, una vida muy distinta a cualquier músico o compositor
actual. Sus recursos y dispositivos eran otros, completamente artesanales, muy
diferentes a cualquier músico profesional de hoy rodeado de todo un arsenal tecnológico
estándar de dispositivos musicales.
Beethoven comenzaba el día temprano,
al amanecer, y emprendía, sin apenas perder tiempo, su trabajo musical hasta
bien pasado el mediodía. Convencido de que no sólo se requiere genio y talento para
hacer música, sino también de una constante disciplina del hacer que da cuerpo
al oficio. Concretando la obra fijándola y perfeccionándola en el papel.
Al levantarse comenzaba con su
inamovible y exigente aromático y exótico ritual pagano. Desayunaba un café que
era preparado por él mismo con una precisa y matemática obsesión neurótica. Tenía
su propio récipe para el amargo, caliente y negro brebaje. Su habitual café mañanero
estaba compuesto, ni más ni menos, por sesenta granos tostados de semilla arábiga
por taza. Tanto era su empeño que, además de haberlo molido al momento, contaba
los granos para lograr su dosis exacta. Hecho esto y con el cuenco de café en
mano, pasaba a su desordenado escritorio cerca del piano y trabajaba toda la
mañana hasta las dos o las tres de la tarde. Llegado ese momento tomaba un descanso para
salir a caminar, paseo que favorecía a su imaginación creadora. Tal hecho ha
sido confirmado por meticulosas investigaciones al reconocer que su mayor
productividad musical la hizo durante los meses cálidos. Época del año que
podía salir a esparcir, sin mayores inconvenientes, su espíritu, dando un pie por
los campos aledaños a su ciudad. Posteriormente tomaba su almuerzo. Seguidamente
emprendía otro rato de vigorosa caminata, ocupando así lo que quedaba de luz en
el día. En ese intervalo de tiempo al exterior
no es que dejase de pensar en su creación. Como aficionado peripatético moderno
de la creación musical, siempre iba apertrechado de un lápiz y de papel pautado
en sus bolsillos. En ellos registraba las ideas que surgían al pairo en su
andar. Al final del día se dirigía a una taberna a leer los periódicos que le
trasmitían los sucesos del presente. En la noche recibía visitas o iba al
teatro. ¿La cena? Espartana. Un cuenco de sopa y alguna sobra del
almuerzo. No negaba el gusto de comer
con una buena copa de vino. Pero también prodigaba la costumbre muy alemana de
beber una jarra de cerveza y fumar su pipa después de cenar. Pocas veces se le
escucho trabajar en las noches. Sólo en los momentos de impostergables
compromisos editoriales o conciertos; tomaba ese tiempo nocturno para la conclusión
de urgentes obras aún sin terminar. Se iba a dormir a horas tempranas. Alrededor
de las diez de la noche era un buen momento para acostarse a descansar. La
estación anual del invierno era un tiempo de recogimiento. Salía lo necesario y
estaba cerca del calor de la estufa de su aposento y se quedaba, por lo
general, leyendo.
También vale la pena mencionar lo referente a otro aspecto curioso que
nos transcribe su discípulo de los inusuales hábitos de aseo y baño de
Beethoven. Lavarse y bañarse estaban entre las necesidades más imperiosas
de Beethoven. Si en el día no tenía que salir de casa por algún asunto
particular, no tenía que vestirse formalmente. Se quedaba en paños menores. Y
emprendía su matutina toilette ante su jofaina donde vertía portentosas jarras
de agua sobre sus manos. Esta situación le proporcionaba una particular y
pequeña felicidad que acompañaba cantando escalas a pleno pulmón o tarareando con
voz escandalosa alguna melodía que le rondara en ese instante por su mente. Seguidamente
bailaba taconeando el suelo de madera a lo largo de su habitación. Muchas veces
regresaba a su estudio a trascribir en su cuaderno de apuntes la idea musical
en ciernes. Luego volvía a verter agua encima de su cuerpo deleitándose con su
canto efusivo. Eran los momentos de una exaltada y feliz meditación creadora en
movimiento, que nadie se atrevía perturbar. Los sirvientes que ayudaban en las
labores de casa se destornillaban de risa ante él, cosa que le molestaba y les increpaba
su malestar mostrándolo aún más ridículo.
Tales hábitos líquidos de aseo creativo musical fueron constantes. También
fueron causa de permanentes situaciones conflictivas con su casero. Sus baños
matutinos los hacía a un lado de su dormitorio, pues no había en ese entonces un
cuarto específico de baño. Así que, cuando emprendía su refrescamiento,
derramaba agua a borbotones. Agua que se filtraba entre los intersticios del
piso de tablones de madera, hacia los pisos inferiores. Motivo que le valió
tener una impopularidad como inquilino incontrolable de la tranquila ciudad de Bonn
o de Viena. Agua, taconeos, cantos exultantes, excitación dionisiaca y espontaneidad
musical formaron parte de su entorno mañanero. Ante tanta capacidad expansiva
creadora, y sin poder vivir el compositor alejado del vecindario y en casa
propia, los inquilinos estaban en un permanente pleito, reclamando por su particular,
incivilizado y excéntrico comportamiento. Eran exaltados momentos de inspiración
húmeda beethoveniana, en que su soberbio genio incontenible conjugaba su fogosa
manía de juntar limpieza corporal con inspiración musical. Nada humano le fue
ajeno.
Bibliografía mínima
Schindler, Anton 1996: Beethoven as I Knew Him (1860), Donald
W. MacArdle (ed.), Constance S. Jolly (trad.). Mineola, Nueva York.
Solomon, M. 1998: Beethoven, 2.ª ed. rev., Nueva York, Schirmer Books.
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