miércoles, 13 de septiembre de 2023

Trabajar, relajarse, no pensar

David De los Reyes


En el trigal, DDLR2023/Redes Sociales Vegetales. 



Ray Bradbury nos refiere, en su magnífico texto Zen en el arte de escribir, que debemos, como creadores y cercanos al arte, trabajar todos los días en lo que nos da el sentido y el placer de la vida. Su lema para encontrar el estado zen en la escritura son tres condiciones. Primero, trabajar, segundo: relajarse, y tercero: no pensar. Son tres condiciones que debemos procurar en nosotros cuando vamos a escribir o a crear en cualquier instancia del arte. Tres condiciones que no nos pueden caer mal a la hora de entablar la creatividad en alguna actividad de las poiesis artística y de la creación en general. Lo he experimentado con mi instrumento, la guitarra. Cuando toco, estudio y practico. Sobre todo, cuando ya he memorizado la pieza que he estado estudiando varias semanas y que ahora se trata de procurar el sentido musical, más allá de los obstáculos técnicos, de digitación. La parte que sigue es la que llamamos de interpretación. Cuando el cerebro y la anatomía de nuestras manos, de nuestro cuerpo, tiene que juntarse con la sensibilidad y la vibración emocional de lo que puede llegar a expresar el sentido musical de una obra. Sin ello, la música que tocamos deja de tener alma. En eso va todo.

Cuando somos jóvenes pensamos que la rapidez del instrumento, o del terminar una obra (¡sea la que sea!), es lo más importante de alcanzar, de lograr con los dedos sobre el instrumento o con el orden de los materiales elegidos. No dudo que puede ser, por ejemplo, un paso de cierta importancia para la comodidad de nuestro manejo con el instrumento, en mí caso. Pero cuando pasa el tiempo, los años, cuando ya hemos obtenido ciertas ventajas por el tiempo trasegado en horas de estudio, por las dificultades técnicas que nos arroja cada obra que hemos acumulado en nuestra memoria e inconsciente, comenzamos a querer no tanto la velocidad, o la perfección técnica. Vamos a la búsqueda de la emocionalidad, del gusto de tocar, del matiz, de la modulación temporal caprichosa, del placer de saber darle vida a un trozo musical, a una obra que, sin nuestro interés, es, prácticamente, un cadáver musical, obra muerta. De eso está lleno el mundo de los músicos. De obras que reposan en las gavetas cementerio, esperando el tiempo de los justos. Las obras de música son un permanente acertijo respecto a su suerte a su resucitar.  ¿Cuántos años no han permanecido silenciadas, desconocidas, arrumadas, olvidadas, perdidas grandes composiciones que han entrado en el tobogán del silencio, de no encontrar un intérprete que las asuma? Nuestra época (¡y refiero desde el siglo XX hasta este primer cuarto de siglo XXI!), ha sido un gran trampolín para sacar obras que permanecieron por siglos entre las sombras, en el hades del abandono. Digamos no de autores consumados hoy, como los clásicos Vivaldi, Bach, etc., para ser eurocéntricos…. sino de aquellos otros que apenas han sido nombrados, retomados por una curiosidad musicológica de cierto investigador, y que han sido más autores locales, de cierta región, que tuvieron un tiempo de presencia entre un público local, o de los gustos de una sociedad efímera, o de un estilo que ha dejado estar de moda, o con un interés comercial para redimirlos.

Cantidad de compositores que han quedado silenciados casi para siempre. De obras que se han tocado una sola vez, otras que nunca se tocaron, otras que se presentaron a concursos y que al no quedar entre los premios ofertados se metieron en un cajón y que una vez pasado el autor a mejor vida, la obra quedo en el limbo de los tiempos.

Estos pensamientos que tengo en este momento me llevan a sentir que vivimos en un permanente andar de Sísifo. Subir la cuesta con la piedra (¡la obra!), para volver a caer y arrastrarla otra vez. Pareciera que fuera así. Más pienso que no todo es un abandono, un sufrir, un castigo por estar tocados por el latiguillo de la creación. Que no todo es un silencio, dolor y pesadez. Lo que si pienso es que esas obras tuvieron un interés para quien las creó. La composición (¡o la interpretación!), es un juego que no sabemos, con seguridad, a dónde nos lleva, a dónde vamos a llegar. Y menos del destino que puede alcanzar la obra.  Y creo que lo que importa es hacer la obra. El meollo está en el hacer. Entrar en el estado zen de creatividad, que nos infiere Bradbury: trabajar, relajarse y no pensar.

No pensar. Si pensamos hacia el futuro por lo que hacemos no tendremos mucho entusiasmo de emprender un camino de creación. Y si miramos hacia el pasado no realizado es un estadio más estático que el futuro. Nos aparece en la mente el interrogante fulminante del ¿para qué? Y el para qué debe dejarse de lado. Es lo primero que debemos desprendernos. El para qué nos detiene, nos frena, nos frustra, nos aniquila silenciosamente. Y lo que tendríamos que perfilar sobre nuestras cejas es que el hacer nos lleva a activar nuestra inteligencia del querer hacerlo bien, de divertirnos, de construir y despertar algo que no existía antes frente a nosotros. Componer, crear, interpretar asumir el rigor de una disciplina que nos abra hacia nuevos horizontes impensados, fantásticos, y desconocidos personalmente nos lleva a que la vida tenga un saber y un sabor distinto. Que se distancie la sombra de la frustración y permitirnos arrastrar una idea hacía la ilusoria concreción del mundo del arte, de la mentira fabulosa de la ilusión artística que nos inyecta vida, nos plena de cierta emocionalidad benefactora y nos da un aire más puro del que respiramos entre la inercia de la cotidianidad del mundo, de la gente, de los aconteceres, de la abulia y la estupidez humana.

El arte tiene esa magia. Admiro al escritor de ciencia ficción Ray Bradbury y su enfática certeza de la importancia del hacer, del seguir arrastrando la piedra, y que al hacerlo, que puede volver a bajar la cuesta recorrida podamos,  por nuestra vital actitud retadora contra nosotros mismos,  vayamos construyendo un sólido muro de realidades personales, de acercamientos que nos llevan a entrever lo envolvente, lo divertido y lo lúdico que nos da todo ese acontecer que, si bien nos cuesta mantener en pie, en insistir en el proseguir, en no cejar en el impulso primario, hacia las potencialidades de nuestra inventiva, de nuestra imaginación y, de lo más preciado por este autor norteamericano, encontrarnos con nuestro inconsciente, con el redil donde acumulamos nuestras propias sombras, nuestros odios y nuestros amores, nuestros matices de misterio, nuestra experiencia original y única, que vendrán a ser como el gran saco de dónde pueden salir las ocurrencias menos pensadas, menos recurrentes para crear el estambre de la obra, del hacer que da sentido a la absurda vida. Ese saco, ese cerco de experiencias, de recuerdos, de hábitos, de situaciones es la cantera de dónde Ray nos dice que debemos seguir hurgando una y otra vez. Y hurgar significa trabajar, tener la calma relajada de la paciencia para continuar y de no estar en el presente devorador por la rutina del cansado mundo exterior. Hay que devorarlo, hacer un acto de antropofagia imaginaria, para que no interrumpa la cadena del sentido que vamos conformando con cada tecleo de la compu, o con los trazos de un pincel, o con la repetida actuación y la búsqueda de matices en un personaje teatral, o de la frágil e intensa interpretación de una obra musical. Trabajo, relajación y no pensar. Son las tres piedras fundamentales que nos regala el autor de Crónicas marcianas para que sigamos manteniendo el rumbo de nuestra navegación por los espacios misteriosos de la creación.

Gracias por el consejo, querido Ray.

     DDLR

 


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