COSMOLOGÍA Y
TEOLOGÍA (IV)
Carlos Blank
El universo no sólo es más
extraño de lo que imaginamos,
sino de lo que podremos imaginar.
ARTHUR EDDINGTON
Introducción
La discusión
acerca de si el universo es finito o infinito se remonta al menos a los
filósofos presocráticos, así mismo la
discusión acerca de si existe un universo o múltiples universos o la
posibilidad de que exista un número infinito de universos infinitos. Claro está
que podemos decir que ha sido solamente a partir del Siglo XX que esta
discusión se ha planteado en términos científicos, vale decir, teóricos y
experimentales a la vez, y no en base a argumentos lógicos a priori o en
términos filosóficos o religiosos. La posibilidad de discutir estos temas desde
un punto de vista estrictamente científico es una posibilidad real que
solamente puede existe a partir de la masa de datos con que la astronomía y la
cosmología cuentan hoy en día. Aunque sólo sea por esta razón es indudable que
vivimos en una época privilegiada. Esto
no quiere decir, como veremos, que estas cuestiones estén totalmente zanjadas o
fuera de toda discusión. Ni tampoco que las cuestiones filosóficas o religiosas
sean completamente irrelevantes en este dominio.
A pesar de
que la data de que disponemos hoy en día es impresionante y desafía a las
mentes más imaginativas y creativas, esta data no representa, según algunos
estimados, más que el 10% o 20 % del universo cognoscible. Obviamente este dato
nos debe hacer muy humildes a la hora de pretender establecer una teoría
definitiva sobre el universo. A medida que ese conocimiento ha ido aumentando
exponencialmente en las últimas generaciones, el universo se ha ido mostrando
no sólo más extraño de lo que imaginamos, sino de lo que podríamos imaginar,
como dijo en alguna oportunidad el gran
astrónomo inglés Sir Arthur Eddington.
Los nuevos
telescopios[i]
nos revelan cada vez distintos tipos de estrellas, de estrellas de neutrones
como los pulsares o las cefeidas, de estrellas duales[ii],
por ejemplo, distintas formas de
galaxias, espirales o elípticas, los quásares, por ejemplo, de cúmulos y
supercúmulos de galaxias, incluso grandes murallas de supercúmulos[iii],
nos revelan, en fin, un complejo entramado o red de galaxias unidas por la
misteriosa materia oscura, aunque la mayoría de ellas se estén alejando entre sí a una velocidad
cada vez mayor por la también misteriosa energía oscura[iv].
La Vía Láctea pertenece, junto con la galaxia Andrómeda y otras, al vecindario
local. De hecho, en lugar de existir una velocidad de recesión o de alejamiento
constante, estas dos galaxias se van acercando entre sí y llegarán a fusionarse
en algún momento -todavía faltan afortunadamente unos 5.000 millones de años-
para formar una nueva galaxia como “Lacdrómeda”. Todo esto, que puede sonar a guión para una
película catastrófica de ciencia-ficción al mejor estilo hollywoodense, son
simplemente hechos o datos que podemos predecir, ceteris paribus, con un margen despreciable de error acerca del
futuro distante, y bien distante, por cierto. Si a todo ello añadimos la
pléyade de partículas que se crean en los aceleradores de partículas, la
complejidad del universo se hace más que evidente.
Como veremos
más adelante, si bien existe un consenso generalizado alrededor de la teoría
del big-bang y de la teoría inflacionaria para explicar el origen del universo
hace más de 13.000 millones años, no existe igual consenso acerca del final de
este universo o el modo cómo haya de terminar. Todavía menos encontramos un
consenso acerca de si ese big-bang o múltiples big-bangs nos ponen en presencia
de un Ser Superior que diseñase de antemano este universo o multiuniverso para
que nosotros tuviésemos cabida en él.
Moviendo el techo del universo: el
paso al universo infinito.
La
burbuja del mundo ha de hincharse antes de explotar.
ALEXANDER
KOYRÉ
Como ya
sabemos, la idea de un universo finito centrado en la Tierra inmóvil dominó la
cultura occidental durante más de 2000 años. Para que el modelo pudiese “salvar
los fenómenos” fue necesario recurrir a una serie de añadidos ad hoc, como el complejo sistema de epiciclos y el
punto ecuante de Ptolomeo. El sistema era tan complejo que Alfonso X El Sabio
dijo que hubiese asesorado a Dios para crear un modelo más simple del universo.
Buscando esa simplicidad, lo que logró sólo de manera parcial, Copérnico resucitó
el viejo modelo heliocéntrico de Aristarco de Samos, sin saber que ese
“pequeño” cambio de poner al Sol en el centro destruiría el paradigma
aristotélico-ptolemaico y establecería las bases de una nueva astronomía y de
una nueva física.
El universo
de Aristóteles era un universo espacialmente finito y acotado, con una esfera
móvil de estrellas fijas. Aunque para él el universo era eterno temporalmente,
la finitud del espacio era una premisa indispensable de su física, pues la
noción de un espacio infinito destruye la noción de lugar natural, más aun, la
noción misma de lugar. En un universo así no habría direcciones privilegiadas
y, por lo tanto, tampoco habría razones para moverse en absoluto. De igual modo
rechazaba la existencia del vacío, pues, al carecer de resistencia, la velocidad de los objetos sería infinita e
instantánea, lo que le parecía imposible y absurdo[v].
El sistema copernicano explica el movimiento aparente de la esfera de las estrellas fijas mediante el movimiento
de la Tierra, pero deja intacto el concepto de esfera de estrellas fijas. Vale decir, el universo es finito y la
distancia a las estrellas fijas es constante. Se trata, pues, de un universo
finito.[vi]
Como todo lo
demás, o casi todo lo demás, la concepción de la infinitud del universo se
origina con los griegos, y no cabe duda de que las especulaciones de los
pensadores griegos sobre la infinitud del espacio y la multiplicidad de los
mundos ha desempeñado un papel importante en la historia de la que nos vamos a
ocupar.[vii]
Ya Arquímedes
había advertido que el sistema de Aristarco implicaba un cambio fundamental en
la dimensión del universo y calculó el número de granos de arena de ese universo
en 1063, lo que traducido a partículas modernas coincide asombrosamente
con el número de Eddington de
protones y electrones: 1,57x1079 o 1080. Obviamente
ya antes muchos pensadores habían coqueteado con la idea de que el universo
fuese inmensamente grande aunque finito. La idea de que el universo fuese infinito
y de que hubiese un número infinito o cuasi-infinito de universos infinitos o cuasi-infinitos no era
extraña tampoco a los griegos antiguos. Contrariamente a lo que suele pensarse,
la mentalidad griega no era refractaria a la comprensión del infinito. En realidad, se ocuparon bastante
de ello y algunos, como los atomistas, lo convirtieron en la idea central de
todo su sistema. Incluso el rechazo al infinito actual en Aristóteles debe ser
entendido cum grano salis, pues hay también
importantes excepciones, como el Primer Motor o Motor Inmóvil.
Sin duda, el
trabajo más exhaustivo y penetrante sobre el tema es la extensa monografía de
Rodolfo Mondolfo, El infinito en el
pensamiento de la antigüedad clásica (Ediciones Imán, Buenos Aires, 1952), donde con gran erudición se analizan las distintas teorías
griegas clásicas sobre la infinitud y el vacío. En esta obra, sin duda
monumental, se corrige la visión clásica tradicional de la supuesta repugnancia
de los griegos a la comprensión del infinito y se destaca la deuda que el
pensamiento moderno tiene con relación a este tema. El infinito no está
relegado al mero espíritu dionisíaco sino que está también en todo el centro
del espíritu apolíneo, en el centro de las discusiones cosmológicas y éticas. El
espíritu griego es un espíritu poliédrico.
La otra obra
imprescindible para analizar el tema es la versión abreviada de una obra monumental
del pensamiento cosmológico, desde Platón hasta Copérnico, emprendida por Pierre Duhem y que quedó inconclusa debido a su muerte
prematura, nos referimos a Medieval Cosmology. Theories of Infinity, Place, Time,
Void, and the Plurality of Worlds (The University Chicago
Press, Chicago, 1985,). En ella se toman en cuenta los
importantes análisis de pensadores de la escolástica tardía, donde se produce
un inusitado interés por la naturaleza y
se revisan las tesis aristotélicas básicas sobre el cosmos. Por cierto,
Mondolfo y Duhem coinciden a menudo en afirmar que muchos de los argumentos contra la
cosmología aristotélica dejan mucho que desear y están muy por debajo del rigor lógico del Estagirita o, para utilizar
una expresión de Feyerabend, no se le puede considerar “un perro muerto”.
También Arthur Koestler, Alexander Koyré y
Thomas Kuhn, han destacado el carácter conservador de las ideas de Copérnico
frente a muchos de sus predecesores y contemporáneos, el carácter esencialmente
aristotélico del universo copernicano. Para Koestler, el modelo copernicano es tímido, de poca
originalidad e imaginación, y está todavía atado fuertemente al peso de la
tradición aristotélica y eclesiástica. Para él sólo una mente conservadora como
la de Copérnico podía pensar posible reconciliar el modelo de la física de
Aristóteles con un universo heliocéntrico[viii].
Para Koyré,
en una interpretación más caritativa, él ya hizo suficiente al desplazar a la
Tierra del centro del universo y detener el movimiento de las estrellas fijas,
sería mucho pedirle que diese el paso hacia un universo infinito[ix]. A menudo se le atribuye a Nicolás de Cusa
ese paso hacia la afirmación de un
universo infinito, hacia una concepción que dejase atrás la cosmología antigua
y medieval dominante, anticipando la visión cosmológica moderna. Con relación a
este punto Koyré señala que “no podemos menos de admirar la audacia y
profundidad de las concepciones
cosmológicas” del Cusano, aunque añade:
Sin embargo,
debemos resistir esta tentación. De hecho Nicolás de Cusa no afirma nada por el
estilo. Cree en la existencia de las
esferas celestes y en su movimiento, siendo el de las estrellas fijas el más
rápido de todos, así como en la existencia de una región central del universo,
en torno a la cual se mueve como un todo, confiriendo ese movimiento a todas
sus partes. No asigna un movimiento
de rotación a los planetas; ni siquiera a nuestra Tierra. Además, en profunda
oposición a la inspiración fundamental de los fundadores de la ciencia moderna y
de la moderna visión del mundo quienes, correcta o incorrectamente, trataron de
afirmar la panarquía de las matemáticas, niega la posibilidad misma del
tratamiento matemático de la Naturaleza.[x]
El primero
que da el paso decisivo hacia un universo abierto será, según Koyré, Thomas
Digges, primer divulgador del modelo
copernicano en Gran Bretaña, extendiendo el techo de las estrellas fijas,
aunque “coloca sus estrellas en un cielo
teológico y no en un firmamento astronómico.”[xi]
Por eso, en realidad, “fue Bruno quien nos ha presentado por vez primera el
esquema o el boceto de la cosmología dominante durante los dos últimos siglos.”[xii]
Mientras Nicolás de Cusa se conforma con “la imposibilidad de asignar límites
al mundo, Giordano Bruno afirma con regodeo su infinitud.”[xiii]
Pero Bruno no sólo afirma la posibilidad de la creación de un universo infinito
por Dios, o incluso de un número infinito de ellos, sino que afirma que ello no
podía ser de otro modo dada la omnipotencia divina, pues la “creación divina, para
ser perfecta y digna del Creador, debe contener todo lo que es posible, es
decir, innumerables seres individuales, innumerables tierras, innumerables
astros y soles.”[xiv]
Pero a pesar de todo lo dicho y de reconocer la posible influencia retardada de
Bruno en la mentalidad moderna, la suya dista bastante todavía de ser una
mentalidad moderna. El siguiente párrafo es lo suficientemente elocuente como para
albergar dudas al respecto:
Giordano
Bruno, lamento decirlo, no es muy buen filósofo. La fusión de Nicolás de Cusa con
Lucrecio no produce una mezcla muy consistente y aunque, como he dicho, su
tratamiento de las objeciones clásicas contra el movimiento de la Tierra es
bastante bueno, el mejor que hayan recibido antes de Galileo, con todo es un
científico muy pobre, no entiende las matemáticas y su concepción de los
movimientos celestes resulta un tanto extraña. En realidad, el bosquejo que he
hecho de su cosmología resulta un tanto unilateral y no es totalmente completo.
De hecho, la visión del mundo de Bruno es vitalista, mágica; sus planetas son
seres animados que se mueven libremente a través del espacio según su propio
entender, a la manera de los de Platón y Pattrizzi. La de Bruno no es en
absoluto una mentalidad moderna. Sin embargo, su concepción es tan poderosa y
profética, tan razonable y poética que no podemos menos de admirarla a ella y a
su autor. Además, ha influido, al menos en sus aspectos formales, tan
profundamente sobre la ciencia y la filosofía modernas que no podemos menos de
asignar a Bruno un lugar muy importante en la historia intelectual humana.[xv]
En el tortuoso camino hacia el universo infinito
moderno no podemos dejar de mencionar a Johannes Kepler. Fue él, sin duda, el
que dio al universo iniciado por Copérnico su más acabada expresión y lo
deslastró de sus remanentes aristotélicos y ptolemaicos. Se deshizo de los
epiciclos, del movimiento circular perfecto y uniforme, se deshizo incluso, malgré lui, de los cinco poliedros
regulares pitagóricos y platónicos que tanto amaba, desmontó el sistema dual de
su tiránico mentor Tycho Brahe, y tuvo
que poner al Sol en una de los focos de una elipse, en cuya órbita los planetas barren áreas
iguales en tiempos iguales, más rápido cuando están en más cerca –radio menor-, más lentamente cuando se alejan –radio mayor.
Las leyes de Kepler hacían que el reloj cósmico funcionase con precisión
matemática. Se pasa del mundo del “más o menos” al universo de la precisión,
como señala Koyré. Sin embargo, Kepler tiene buenas razones para rechazar el
carácter infinito del universo. Razones metafísicas y religiosas, pero
científicas también, entre las cuales se encuentra la imposibilidad de
determinar la distancia de los objetos en un universo infinito, lo que haría a
la astronomía simplemente imposible. A
la postre, las razones por las cuales rechaza la infinitud del universo son las
mismas de Aristóteles.
Así pues,
hemos de admitir que Johannes Kepler, el gran pensador verdaderamente
revolucionario, estaba, no obstante, ligado a la tradición. En último análisis,
Kepler sigue siendo un aristotélico, si no por lo que atañe a la ciencia, sí en
lo que respecta a su concepción del ser y del movimiento.[xvi]
El paso
siguiente en este proceso de infinitización será dado, aunque con cierta
ambigüedad, por Galileo Galilei. Siguiendo la tradición de Niccolò Fontana,
apodado Tartaglia –el tartamudo- y
Giovanni Battista Benedetti, Galileo será el verdadero fundador de la
nueva física matemática y el más implacable crítico de la física aristotélica y
del cosmos aristotélico. Posiblemente la imagen de oportunista y propagandista
que han destacado Koestler y Feyerabend le haga justicia. Posiblemente también
su fama de terco y presuntuoso, su realismo ingenuo e impenitente, en contraste
con la mayor cautela epistemológica que aconsejaba el cardenal jesuíta
Bellarmino. Pero es posible que estas características sean necesarias también
para que el nuevo espíritu de los tiempos termine imponiéndose. Debemos
comprender las ideas de un pensador en el contexto en el cual fueron emitidas y
en el caso de Galileo esto es
especialmente cierto, como también en el caso de Descartes que veremos a
continuación. Tras ese aparente orden racional que emerge en el Siglo XVII, hay
una atmósfera bastante enrarecida de intolerancia y “cacería de brujas”. Ese
siglo comenzó precisamente con la ejecución de Giordano Bruno, seguida de la
Guerra de los Treinta Años (1618-48) entre católicos y protestantes, lo que
hizo que la Inquisición de lado y lado se reforzase. Lutero era más crítico de
Copérnico que la propia Iglesia Católica, la cual fue bastante indulgente al
principio, al punto de que las ideas de Copérnico fueron llevadas por los
propios jesuitas a China. Se dice que Kepler perdió gran parte de sus bienes y
tuvo que hacer gala de su ingenio para poder salvar a su madre de la hoguera
protestante.
No es de
extrañar, entonces, que en cuestiones que pudiesen molestar las autoridades
eclesiales, Galileo, quien por lo demás
era un creyente católico y tenía una hija monja, tuviese que hacer también gala
de su gran talento dialéctico y disfrazar a menudo sus opiniones, por más
seguro que estuviese de ellas, por más seguro que estuviese de que en las
cuestiones de la naturaleza es la ciencia y no la Biblia la autoridad. A pesar
de haber tenido un trato bastante condescendiente por parte del Santo Oficio y
de ser amigo del Papa, Galileo fue obligado finalmente a abjurar o retractarse
de sus creencias y se mantuvo bajo arresto domiciliario en las afueras de
Florencia hasta su muerte en 1642, el mismo año en que naciese el genio que
completaría la obra iniciada por Galileo y Kepler, nos referimos a Isaac
Newton. Así pues, es perfectamente comprensible
que con relación a la infinitud del
universo fuese bastante cauteloso o, incluso, bastante ambiguo.
Ciertamente,
en el debate acerca de la finitud o infinitud del Universo, el gran florentino,
a quien la ciencia moderna debe quizás más que a cualquier otra persona, se
abstiene de tomar partido. Nunca dice si cree una u otra cosa. Parece no haber
llegado a una conclusión sobre el asunto e incluso parece considerar la
cuestión como insoluble, aunque se inclina hacia la infinitud. [xvii]
Posiblemente,
dice Koyré, que esto se deba simplemente
a su falta de interés por las cuestiones cosmológicas generales y por la
mecánica celeste. Se sabe que nunca respondió a Kepler, quien estaba interesado
en saber su opinión sobre sus leyes. De allí que no tenga nada de descabellado
el siguiente juicio de la posición de Galileo.
Galileo no
aceptaba la posibilidad de órbitas no circulares, ni estaba dispuesto a considerar un aumento del tamaño del
universo. Esta última negativa significaba que se adhería a la idea de un mundo
bastante pequeño para que el desplazamiento paraláctico de las estrellas
distantes fuera perceptible si la tierra se movía. Absorto en refutar a Tycho,
no advirtió que defendía un mundo en donde no había espacio para la teoría
heliocéntrica, porque si las estrellas no estaban a enorme distancia, la
ausencia de paralaje anual se tornaba una poderosa justificación de la
inmovilidad de la tierra.[xviii]
Será Descartes el que da el siguiente paso decisivo
para mover el techo del universo y haga explotar esa burbuja en la cual estaba
todavía encerrado. Aunque la posición de Descartes es mucho más clara y
contundente que la de Galileo, no deja de presentar ciertas ambivalencias o
reticencias. Para Descartes lo único positivamente infinito es Dios. Aunque
Dios ha creado el mundo por un acto de su libre voluntad, para Descartes es
imposible y además completamente superfluo tratar de conocer los designios de
Dios, conocer los propósitos que Dios tenía en mente al crear el universo. Con
Descartes se completa esa geometrización del universo, el proceso de
homogenización y matematización del mundo, donde las cualidades sensibles
desaparecen y así mismo cualquier idea de finalidad. Se trata, por cierto de un
espacio matemático continuo y denso, donde tampoco hay vacío. La materia es
coextensiva al espacio, espacio y materia son lo mismo, no hay espacio entre
las cosas, sino cosas en relación a otras cosas. Lo único que podemos afirmar
con seguridad del mundo es que tiene una extensión tridimensional, está lleno
de vórtices o remolinos.[xix]
Como han señalado diversos autores, la idea de Descartes parece contra-intuitiva,
pues si bien es imposible imaginar materia sin extensión, sin espacio, sí es
posible imaginarse un espacio vacío, el espacio como receptáculo donde están
las cosas o entre las cosas. Pero no es este el punto que nos interesa, lo que
nos interesa destacar es que la posición de Descartes es el ejemplo típico de
una idea equivocada que nos lleva en la dirección correcta, pues para defender
su teoría de los vórtices y la identidad
de la materia y la extensión, Descartes
debe defender la infinitud del universo o, mejor dicho, su carácter indefinido.
La segunda
consecuencia importante de la identificación de extensión y materia consiste en
el rechazo no sólo de la finitud y limitación del espacio, sino también del
mundo material y real. Asignarle límites no sólo es falso y aun absurdo, sino
también contradictorio. No podemos postular un límite sin trascenderlo por el
mero hecho de postularlo. Hemos de reconocer, por tanto, que el mundo real es
infinito o, más bien, indefinido
(pues Descartes se niega a emplear aquél término en conexión con el mundo).[xx]
Por primera
vez el problema del techo del mundo, de la distancia de las estrellas fijas,
deja de ser un problema sobre el que debamos discutir verbalmente, y pasa a
ser simplemente un problema técnico de
observación y cálculo. La idea de infinitud desempeña un papel central en el
sistema cartesiano, “tan importante que se puede considerar que el
cartesianismo se basa totalmente en esa idea.”[xxi]
La razón por la cual Descartes utiliza el término de infinitud para referirse
solamente a Dios y usa el de indefinido para referirse al mundo puede
comprenderse a partir de su sistema filosófico. Para Descartes, la única
substancia real y positivamente infinita es la mente de Dios, las otras
substancias son finitas, pues derivan su existencia de otro ser. En especial, la mente humana, aunque tiene sembrada en su
seno la idea de infinitud, y entiende esta idea en contraste con la contingencia
de su propia existencia, es incapaz de comprender esta infinitud en todo su
alcance y profundidad. Pareciera entonces que Descartes reconociese la
infinitud en acto sólo en Dios, mientras que hablase de una infinitud puramente
potencial del mundo.
No cabe duda
de que Descartes está en lo cierto al pretender mantener la distinción entre la
infinitud “intensiva” de Dios, que no sólo excluye todo límite, sino que además
impide toda multiplicidad, división y número, y el mero carácter indefinido y sin
fin del espacio o de la sucesión de los números que necesariamente los incluyen
y presuponen. Además, esta distinción es completamente tradicional y hemos
visto que la sostenía no sólo Nicolás de Cusa, sino también Bruno.[xxii]
Aunque no es
descartable que esta distinción se hiciese para aplacar la ira de algunos
teólogos, dado los tiempos de intolerancia religiosa de ese entonces, lo cierto
es que está en perfecto acuerdo con su propia filosofía. Será labor de otros
pensadores la divinización e infinitización definitiva del espacio y el tiempo,
lo que finalmente llevará a unas de las más famosas polémicas de la historia de
la ciencia, a un verdadero conflicto de titanes, entre Isaac Newton – a través
de su discípulo Samuel Clarke - y Gottfried Leibniz, conflicto que Koyré ha
sugerentemente denominado como el conflicto entre “el Dios de los días
laborales y el Dios del Sabath”. El reloj cósmico nos habla de un Dios-relojero,
pero las facultades y competencias de ese relojero cósmico son motivo de una
agria discusión, como también aquella que tuvieron acerca de la prioridad e
independencia en la invención del cálculo infinitesimal. El universo se
transforma en una epifanía de Dios, en teodicea, enfrentando así a las dos
mentes más prodigiosas del Siglo XVII, “el siglo de los genios” o “el siglo del
genio” -“the century of genius”- , como
lo calificó Whitehead.
[i]
Hoy en día el telescopio terrestre más potente está en el desierto de Atacama
en Chile. Obviamente también debemos tomar en cuenta los telescopios espaciales,
como el Hubble y el Kepler, y los
modernos radiotelescopios, que pueden suministrarnos informaciones acerca de un
universo a distancias inimaginables hace apenas unos años. Aunque la idea de
que podamos observar el instante del big-bang o de la creación es algo que
mantiene toda su fascinación todavía.
[ii]
Dependiendo de la masa de una estrella ellas pueden evolucionar hacia una
supernova, un agujero negro, una estrella de neutrones, una gigante roja, una
enana blanca o una enana negra al enfriarse completamente. El Sol no tiene la
masa suficiente para estallar como una supernova y se convertirá primero en una
gigante roja y terminará como una enana negra. Aunque la vida promedio de una
estrella se mida en miles de millones de años, su colapso final, su muerte
térmica, es inevitable.
[iii]
Así se habla de la “Gran Muralla” para
referirse a un conjunto de galaxias a más de 500 millones de años-luz de la
Tierra, de 200 millones de años-luz de ancho y 15 millones de años luz de
profundidad. También se habla de la Gran Muralla de Sloam, ubicada a mil
millones de años luz de la Tierra y que tiene una extensión de 1.370 millones
de años luz, por lo que se dice que es el objeto más grande del universo
detectado hasta el momento. Nada de extraño tiene que a la vuelta de unos años
se detecte otro que duplique o triplique éste, y así sucesivamente. Aunque el
universo, suponiendo que exista sólo uno, sea posiblemente finito, es innegable
que sus dimensiones son inmensas y hacen aparecer a nuestra Vía Láctea como un
puntito insignificante en este vastísimo universo. Fue Kant posiblemente el primero
que planteó que estas nebulosas de estrellas fuesen otras galaxias o
universos-isla, perteneciese a nuevas galaxias en formación.
[iv]
Sin caer en el virus de “precursionitis”, de encontrar precursores por doquier
y de extrapolar la mente moderna en el pasado, vale la pena recordar las
misteriosas fuerzas de amor y odio de las que ya hablaba Empédocles y que se compensan mutuamente. Posiblemente
la materia oscura que une y la energía oscura que aleja o separa no sean menos
misteriosas hoy en día de lo que lo eran las fuerzas de Empédocles.
[v]
En un instante la variación de la distancia y el tiempo tienden a 0, por lo que el cociente sería infinito o indeterminado.
Se requirió la invención de un nuevo cálculo que pudiese trabajar con estos
valores de la recta pendiente tangente en un punto, con valores diferenciales e
infinitesimales, siendo la velocidad instantánea la derivada primera y la
aceleración instantánea la derivada segunda.
[vi]
Vale la pena destacar que Platón al final de su vida apoyó la teoría de Filolao de que la
distancia a las estrellas fijas es infinita y de que la Tierra tiene un
movimiento de rotación. Fue posiblemente esta teoría la que revivieron algunos
platónicos durante la Edad Media y el Renacimiento.
[vii]
Alexander Koyré, Del mundo cerrado al
universo infinito, Siglo XXI Editores, México, 1979, p. 9.
[viii]
Arthur Koestler, The Sleepwalkers.
A History of Man’s Changing Vision of the Universe, p. 214. Koestler reconoce la actitud mucho más
revolucionaria de la escuela franciscana de Oxford o la ockhamiana de París,
así como de pensadores como Cusa,
Peuerbach o Regiomontanus dentro de la tradición germana de Copérnico, aunque
debe aceptar que fue Copérnico el que sentó definitivamente las bases del
modelo heliocéntrico.
[ix] Cf. Ibid. p. 36.
[x] A. Koyré, op. cit. p. 22. Koyré
considera a Bruno, a Kepler y al propio Descartes en una famosa carta a
Chanutt (6 de junio de 1647) como la fuente de esa confusión: la de atribuir al
Cusano la visión de un universo infinito. Aunque el Cusano niega la existencia
de límites en el universo “evita tan cuidadosa y continuamente, como el propio
Descartes, la atribución al universo del calificativo ‘infinito’ que reserva
para Dios y sólo para él”, Ibid., p. 12.
[xi] Ibid. p. 40.
[xii] Ibid. p. 40.
[xiii] Ibid. p. 43.
[xiv]
Ibid. p. 54. Podemos encontrar argumentos
similares, así como la posibilidad de que Dios crease el vacio, en pensadores
del Siglo XIV. Véase Alexander Koyré,
“Le vide et l’éspace infini au XIV siécle”, en Études d’histoire de la Philosophie, Editions Gallimard, Paris,
1981. Como se sabe, será mérito de Georg Cantor la elaboración de un sistema de
números transfinitos, es decir, de sucesiones de cardinales y ordinales
infinitos. El infinito actual cobra vida, así como un grado infinito de grados
infinitos, algo que seguramente hubiese asombrado al “finitista” Aristóteles.
[xv]
Del mundo cerrado al universo infinito,
p. 55.
[xvi]
Ibid. p. 86.
[xvii]
Ibid. p. 93.
[xviii] William R. Shea: La revolución intelectual de Galileo, Editorial Ariel, Barcelona, 1983, p. 110
[xix]
Esta teoría ya había sido sostenida por los antiguos griegos, Leucipo y
Epicuro. Lo curioso es que esta teoría de los vórtices es totalmente
cualitativa y está lejos del canon matemático que el propio Descartes exigiese
como Mathesis Universalis.
[xx]
Del mundo cerrado al universo infinito,
p. 100.
[xxi] Ibid. p. 102.
[xxii] Ibid. pp. 114s.
1 comentario:
Muy interesante, es un viaje por todas esas cosas que en ocasiones olvidamos..!
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