Economía y religión (II)
Carlos Blank
Introducción
Al
abordar un tema histórico tan complejo como
el de los orígenes del capitalismo moderno nos enfrentamos ante una
multiplicidad de interpretaciones y puntos de vista posibles. Como señaló el
gran historiador y medievalista francés Marc Bloch en alguna oportunidad, el
capitalismo ha tenido tantos certificados de nacimiento como historiadores ha
habido interesados en el tema.[1]
Sin duda que algo similar podría decirse con relación al tema de la Modernidad
y sus orígenes, o con relación a los orígenes de la denominada Revolución
científica, por ejemplo. Hasta qué punto
una nueva realidad histórica hunde sus
raíces en el pasado o constituye una clara ruptura con él es algo que se presta
a las más variadas disputas, así como cuál es el peso específico que puede
dárseles a aquellos antecedentes que consideramos relevantes.
Por
otro lado, el gran historiador inglés John W. Burrow destacaba como propio de
la tradición alemana el vincular el ethos de un determinado grupo o
estamento social, la posesión de un determinado tipo de mentalidad, con el surgimiento del capitalismo moderno o
de la modernidad en general.[2] La importancia conferida por Sombart a la
mentalidad judía, Troeltsch al presbitarianismo y Weber al calvinismo y al puritanismo serían
los ejemplos más conocidos de este enfoque típicamente alemán, del que
obviamente Marx constituye la excepción. Es imposible ocuparse en tan breve
espacio de todas y cada una de estas interpretaciones. Anteriormente nos
ocupamos brevemente del enfoque de Weber. A continuación nos ocuparemos de
otros enfoques que complementan en cierto modo el enfoque weberiano y que, sin
desprenderse completamente de este enfoque “típico-ideal”, lo matizan o lo enriquecen con nuevos elementos
o ingredientes que fueron pasados por alto por Weber.[3]
Esto
nos lleva a plantearnos una serie de preguntas sobre la tesis de Weber. ¿Por
qué ha de ser el calvinismo en particular decisivo en el desarrollo del
capitalismo y no otras sectas protestantes? ¿O por qué el puritanismo? Si fue
el puritanismo el que sentó las bases del desarrollo del capitalismo
norteamericano: ¿cómo se explica que el Sur también puritano, o más, fuese
menos desarrollado desde un punto de vista capitalista que el Norte? ¿No fue el
catolicismo mucho más complaciente con la adquisición de las riquezas y no fue
en las ciudades renacentistas donde se desarrollaron los primeros focos del
capitalismo protegidas por el manto del catolicismo? ¿No fue Holanda durante
mucho tiempo católica bajo la égida de España y
desarrolló una economía capitalista antes de la migración de judíos y
hugonotes? ¿En qué medida los franciscanos, los benedictinos o los jesuitas
pudieron también favorecer este desarrollo, con su valoración positiva del
trabajo y el ahorro? ¿Pero fue el ahorro tan decisivo para el desarrollo del
capitalismo? ¿Y no era la escolástica tardía, en particular la Escuela de
Salamanca, mucho más lúcida con relación
a lo que determina el valor económico de los bienes, su utilidad relativa, su
escasez, en lugar del trabajo? ¿Y qué decir de otras confesiones religiosas? ¿No fue también la diáspora judía la que
fomentó el capitalismo en las nuevas ciudades y no ha sido precisamente al
judío al que se la asignado tradicionalmente el papel de prestamista, sin que ello
entrara en conflicto con sus creencias religiosas?
Todo
ello nos lleva a cuestiones aún más decisivas y que ponen en cuestión la tesis
central de Weber y otras del mismo cariz: ¿Fueron realmente determinadas
confesiones religiosas las que fomentaron la actividad capitalista o vinieron
ellas a posteriori a adaptarse a las nuevas realidades que imponía la actividad
capitalista y tratar de crear una atmósfera que no fuese tan hostil a su avance
inevitable, para no quedar rezagados o atrasados frente a estos nuevos desafíos
que imponía un nuevo modo de producción tan avasallante? ¿No será acaso que las
creencias religiosas fueron adaptadas acomodaticiamente o ex post facto a las nuevas realidades que la emergente economía
capitalista iba imponiendo a las sociedades de cada país, de tal modo que lo
que en un principio podía constituir un obstáculo al desarrollo capitalista
pudiese más bien favorecerlo o estimularlo? ¿Eran los capitanes de empresa
capitalista tan devotos antes de amasar sus grandes fortunas o se volvieron así para justificar ante sí
mismos y los otros la posesión de grandes capitales? ¿Tuvo esta conversión
tardía y forzada un efecto real en el desarrollo del capitalismo moderno? ¿Por
qué, en fin, tomar en cuenta las
creencias religiosas como centrales? ¿No
fue acaso también la creciente emancipación de la autoridad religiosa y del
pensamiento religioso, que representa la Ilustración por ejemplo, la que le dio un decisivo impulso al
capitalismo? ¿No desempeñaron también un
papel importante en todo ello factores
extra-religiosos, como los nuevos viajes de exploración, los nuevos inventos,
la nueva mentalidad científica, que culminaron en la era de la máquina y en la
revolución industrial?
Si
algo nos queda claro de todas estas interrogantes es la multiplicidad de
factores que intervienen en la explicación y comprensión del capitalismo
moderno, la complejidad del fenómeno, así como la dificultad de establecer o aislar un factor como el único relevante.
La compleja interacción de factores económicos, tecnológicos, sociales,
políticos y culturales desafía cualquier explicación reduccionista o simplista
de este tipo. Así la indudable
coexistencia de factores religiosos y económicos constituye un entramado mucho
más complejo de lo que una teoría causal unilateral pudiera inducirnos a
pensar.
Modernidad, capitalismo y religión
Como
se sabe, la tesis de Weber de que el calvinismo fue un factor decisivo en el
desarrollo del capitalismo moderno está estrechamente relacionada con su
análisis de la modernidad occidental entendida como un proceso de creciente
racionalización de la vida social o “desencantamiento del mundo” –“die entzauberung der Welt”. Llama
poderosamente la atención que una actividad tan mundana como el capitalismo
pueda entonces asociarse a algo tan alejado del mundo como la salvación del
alma y afirmar que el protestantismo ha desempeñado un papel primordial en ese
proceso de desencantamiento del mundo.
Por
lo pronto, vale la pena destacar que si el protestantismo representó por un lado una liberación o
emancipación del poder eclesiástico, también significó una acentuación de un
poder aún mayor y que abarcaba todas las esferas de la vida cotidiana.
Pero
conviene tener en cuenta un hecho que hoy suele ser olvidado: la Reforma no
significaba únicamente la eliminación del poder eclesiástico sobre la vida,
sino más bien la sustitución de la forma entonces actual del mismo por una
forma diferente. Más aún, la sustitución de un
poder extremadamente suave, en la práctica apenas perceptible, de hecho casi
puramente formal, por otro que había de intervenir de modo infinitamente mayor
en todas las esferas de la vida pública y privada, sometiendo a regulación
onerosa y minuciosa la conducta individual. (Weber
1975: 29)
En
contraste con la posición relativamente relajada y permisiva de la Iglesia
Católica en los asuntos privados, el calvinismo era “la forma más insoportable que cabría imaginar
de control eclesiástico sobre la vida individual”, de tal manera que “lo que
hallaron censurable aquellos reformadores –nacidos en los países más
adelantados económicamente-no fue un exceso de dominación
eclesiástico-religiosa en la vida, sino justamente lo contrario” (p. 29) Weber
se pregunta entonces:
¿A
qué se debe, pues, que fuesen precisamente estos países económicamente
progresivos y, dentro de ellos, las clases medias “burguesas” entonces
nacientes, los que aceptaron esa tiranía puritana hasta entonces desconocida,
sino que incluso pusieron en su defensa un heroísmo del que la burguesía no
había dado prueba hasta entonces ni la ha vuelto a dar después sino muy
raramente: the last of our heroism,
como no sin razón dice Carlyle? (p. 29)
Como
ya vimos al desarrollar las ideas de Weber será esta “tiranía puritana” la que
juegue un rol decisivo en el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Fue
la pérdida del papel de mediador que había ejercido tradicionalmente la Iglesia
Católica y el creciente dominio de la conciencia religiosa que opera la
Reforma, lo que paradójicamente profundiza el proceso de desacralización y
desencantamiento del mundo al que se refiere Weber. Como señala acertadamente
Charles Taylor: “Dicha fe parecía requerir el franco rechazo de la comprensión
católica de lo sagrado y, por ende, de la Iglesia y su papel mediador.” (Taylor
1996: 232) y “allí donde no es posible la salvación mediada, gana suma
relevancia el compromiso personal del creyente.” (p. 233) La administración de
los sacramentos entra en clara contradicción con la fe protestante y como
señala Taylor “esta teología no era sólo
una negativa presuntuosa y blasfema a reconocer la única y total contribución
de Dios a nuestra salvación; era un intento prepotente de encadenar la
ilimitada soberanía de Dios. Era, por tanto, absolutamente incompatible con lo
que los protestantes definían como fe.” (p. 232)[4]
El
aporte más importante para Taylor de la Reforma es la valorización de la vida
corriente, la cual se ubica, siguiendo una tradición paulina y agustiniana, en
la esfera interior del hombre, en la conciencia, y supone también una forma diferente de
habérselas con las cosas. Esto supone, por un lado, “desprenderse del error
monacal que renuncia a las cosas de este mundo” y por otro lado supone evitar
el error de “dejarse absorber por las cosas tomándolas como un fin”. (p. 238)
Es esa doble condición ambivalente de apego y desapego al mundo, de “despegado
afecto”, lo que pone de relieve Weber en el “ascetismo intramundano” de los
puritanos, ese ascetismo “se debe encuadrar en las prácticas de la vida
corriente” (p. 239). Aquí cobra todo su significado el concepto particular de Beruf, “llamado” o “vocación”, el cual
se extiende más allá del sacerdocio o la vida monacal, y se instaura hasta en
los trabajos más insignificantes de la vida corriente. La importancia no está
en lo que se hace, sino en que lo que se haga se haga para agradar a Dios y de
la mejor manera posible. Citando Taylor a Joseph Hall: “Dios gusta de los
adverbios, y no se para en cuán bueno sea sino en cuán bien”. Para él “Hall
capta la esencia de la transvaloración implícita en la afirmación de lo
corriente. La vida superior ya no puede definirse por una ensalzada índole de actividad; se refleja en el espíritu con el cual uno vive lo que vive, hasta la más mundana de las
existencias.” (p. 240) Y refiriéndose a
la tesis de Weber, Taylor destaca lo siguiente:
Aquí
vemos la base para una veta de la tesis
de Weber sobre el protestantismo como terreno abonado para el capitalismo.
Weber pensó que la noción puritana de la llamada contribuía a propiciar un modo
de vida centrado en el trabajo disciplinado, racionalizado y regular, a la par
que unos frugales hábitos de consumo, y que esta forma de vida facilitó mucho
la implantación del capitalismo industrial. Cabe esgrimir divergencias
concernientes a la última parte de la tesis, es decir, en lo referente al grado
de generalización de esa nueva cultura del trabajo entre los capitalistas y sus
trabajadores, o si fue o dejó de ser esencial para el desarrollo del
capitalismo. Pero la primera parte de la tesis parece bien fundada. Hay que
reconocer ciertamente que una de las influencias formativas de la ética del
trabajo de la cultura moderna capitalista, al menos en el mundo anglosajón, fue
aquella postura espiritual que hacía hincapié en la necesidad de un trabajo
continuo y disciplinado, un trabajo que debería beneficiar a la gente y por
ende ser eficaz, y que instaba a la sobriedad y al comedimiento el goce de los
frutos. (pp. 241)
Con
relación a la aparente paradoja que hay entre la creencia calvinista en la
predestinación del alma y que “la salvación por la fe generara tan ingente
activismo revolucionario”, no hay tal paradoja para Taylor. En cambio, sería
paradójico “si efectivamente se propusiera producir la salvación de aquellos cuyas
vidas se reordenan de tal manera. Pero eso hubiera sido una meta absurda y
blasfema.” (p. 244) Por el contrario, “el objetivo es más bien combatir el
desorden que apesta continuamente bajo la nariz de Dios.” (p. 244.) Se trataba,
en fin, de un objetivo más modesto: poner un poco de orden en este mundo.
También
Ernest Troeltsch, discípulo de Weber, desarrolla la tesis de Weber pero la
amplía para comprender el surgimiento de la modernidad. En especial nos parece
interesante su forma de comprender el carácter aparentemente ambivalente y
paradójico del protestantismo.
Cierto
que suele contar como mérito especial del protestantismo que puso término
a ascetismo y realzó de nuevo la vida
mundana. Pero hay que pensar que el
protestantismo ha mantenido con el mayor rigor la vista puesta en el cielo y el
infierno y que, al eliminar el término medio del purgatorio, los ha impuesto
con mayor efectividad, y que su cuestión central de la certeza de la salvación
se refiere a la salvación eterna del pecado original; también hay que considerar que el protestantismo ha
reforzado todavía los dogmas agustinianos del
pecado original absoluto y de la corrupción absoluta de todas las
fuerzas naturales, y teniendo en cuenta esto no se podrá menos de reconocer que desapareciera la
consecuencia ineludible de la idea
ascética y que sólo pudieron cambiar su forma y su sentido. (Troeltsch
1979: 45)
Para
Troeltsch, el protestantismo en general fue el que removió los obstáculos que
el catolicismo interponía frente al surgimiento de una mentalidad moderna.
Específicamente considera que “el
calvinismo sigue siendo el verdadero humus
del capitalismo burgués industrial de las clases medias” (p. 73), aunque es
evidente que este aporte es para él, como también lo era en Weber, totalmente
indirecto e incluso contrario a veces a sus propios puntos de vista. Por otro
lado, si ese “ascetismo intramundano” ha
profundizado el antagonismo entre el Cielo y la Tierra, es evidente que ese
antagonismo lo gana finalmente la Tierra. Por eso señala, en un tono muy similar al tono pesimista que hace
Weber de la “jaula de hierro” carente de espíritu, lo siguiente:
El
despliegue grandioso, pero también terrible, del capitalismo actual, con su
calculabilidad y su ausencia del alma, con su explotación y falta de compasión,
con su entrega a la ganancia por la ganancia, con su competencia implacable,
con su necesidad agonal de victoria y
con su triunfal alegría mundana por el dominio del mercader, se ha
desligado por completo de todo compromiso ético y se ha convertido en un poder
antagónico a todo auténtico calvinismo y protestantismo. (p. 75)
Posiblemente
haya sido Werner Sombart uno de los pensadores que haya comprendido mejor la
naturaleza caleidoscópica del capitalismo. Sin renunciar a la categoría de
espíritu, para él esta categoría tiene un alcance mayor que en Weber. Así
señala:
Tomo,
pues, este concepto en su sentido más amplio y no lo limito, como ocurre tan a
menudo, al ámbito de la ética económica, es decir, a lo moralmente normativo en
el terreno de lo económico. En realidad, esto constituye sólo una parte de lo
que denominamos el espíritu de la vida económica. (Sombart 1972: 14)
Para
Sombart la vida económica puede comprenderse a partir del predominio de una
mentalidad particular. Por ejemplo, en la mentalidad precapitalista y preburguesa predomina una
visión cualitativa del mundo, una visión carente de precisión y exactitud,
centrada en el concepto de satisfacción de las necesidades, satisfacción que
depende, a su vez, del rango social al cual se pertenece. Mientras que el
estilo de vida señorial estaba dominado por el exceso, el desenfreno, los lujos
y la ostentación, la vida de los campesinos y artesanos era una economía de
subsistencia, es decir, que ganaban lo suficiente como para ganarse el
sustento. Así pues, “la economía
precapitalista se hallaba efectivamente sometida al principio de la
satisfacción de las necesidades, es decir, que con su actividad económica
normal campesinos y artesanos no buscaban más que su subsistencia.” (p. 24)
Esto es lo que Sombart denomina una “economía de gasto”.
Habrán
de ser producidos tantos bienes como consuma, la cuantía de los gastos
determinará la de los ingresos. Primero le vienen dados los gastos, y de
acuerdo con ellos se fijarán los ingresos. A esta conducta económica la llamo
yo economía de gasto. Toda economía
precapitalista y preburguesa es en este sentido una economía de gasto. (pp.
20s)
Para
él, en cambio, la mentalidad capitalista está estrechamente ligada al espíritu
de empresa por un lado y al espíritu burgués por otro lado. El espíritu de
empresa se parece mucho a lo que Weber llamaba “capitalismo aventurero” o
“capitalismo de botín”, tiene que ver con ese afán de lucro ilimitado típico de
esa mentalidad del capitalismo salvaje. Para Sombart la mentalidad capitalista
surge cuando se extiende este afán de lucro más allá de ciertos grupos
tradicionales, como los judíos o el clero, y permea a todos los estratos
sociales. Se produce un incremento notable de la codicia como elemento
predominante de la acción, se da una “mammonificación de la vida”. Obviamente este afán de lucro no tuvo un
impacto económico inmediato en la vida económica y no podía por sí mismo llevar
a las empresas capitalistas. Desde siempre ha habido diversas formas de
lucrarse, muchas de las cuales se apartan u obstruyen el verdadero espíritu de
empresa capitalista. La búsqueda de tesoros, la caza de herencias, el
bandolerismo o la piratería, la magia o la alquimia, o una carrera burocrática
son ejemplos de ello. Mención aparte merecen aquellos que vendían su ingenio o
inventiva, los proyectistas o arbitristas.
Entre los cuales se encuentra una mayoría que se quiere hacer rico de
manera fácil y mediante ofertas engañosas que suelen terminar en estafas o
engaños generalizados. Los hay también, aunque sean minoría, aquellos que no se
burlan de las leyes y actúan con integridad y honestidad. Finalmente se
encuentra aquellos que se lucran mediante el juego puramente especulativo, por
ejemplo, en la Bolsa.
En
definitiva, el espíritu de empresa debe reunir las características de
conquistador, organizador y negociador. Del primero debe tener la audacia, la
perseverancia y la tenacidad en la realización de sus planes. Del segundo, la
capacidad de rodearse de los mejores, de seleccionar los mejores y de
aprovecharlos al máximo. Del tercero debe tener la capacidad para ser un buen
negociador, negociante y gestor, donde “negociar significa mantener una lucha
con armas intelectuales”. (p. 66)
Sin
embargo, todas estas características del espíritu de empresa deben ser
atemperadas por una gama de “virtudes burguesas” y, sobre todo, la virtud de la
santa economicidad o de la sancta masserizia. Esta virtud supone “la radical
condenación de todas las máximas de la forma de la vida señorial.” (p. 118)
Si la vida señorial está centrada en los gastos, la vida burguesa se centra en
los ingresos. Desde esta perspectiva el peor pecado es el despilfarro de los
ingresos, los gastos superfluos y, sobre todo, el despilfarro del tiempo. De la
ociosidad surgen todos los demás vicios. Existen diversas fuentes donde se
destacan las virtudes burguesas: el florentino Alberti, el francés Savary o el
americano Franklin. Todos ellos insisten en la importancia de la diligencia y
de la frugalidad, de la industria y, sobre todo, de la honestidad. Solo estas
virtudes pueden promover el crédito que es una de las fuerzas impulsoras más
importantes del capitalismo. Otro de los elementos fundamentales es el
surgimiento de una mentalidad calculadora que surge en las primeras ciudades
comerciales italianas durante el Renacimiento para pasar a Holanda
posteriormente. ´Para Sombart “Italia es, sin lugar a dudas, el país donde
primero se despliega el espíritu capitalista” (p. 145). Fue en las ciudades
toscanas donde apareció con mayor claridad este impulso capitalista por primera
vez.
No
obstante quisiera subrayar de nuevo el hecho de que fue sobre todo la ciudad de
Florencia la que dio al desarrollo del sistema burgués su mayor impulso: en
esta ciudad imperaba ya en el siglo XIV un afán febril (casi estamos tentados
de decir americano) del lucro; en todos los círculos existía una entrega casi
amorosa a los negocios. (p. 145)
Es
allí también donde se manifiesta por primera vez esta mente calculadora, ese amor por la
precisión y los números, que dominará la mentalidad capitalista y donde “se cultivó por primera vez la
mentalidad específicamente comercial”
(p. 146)[5].
Así, “la pasión por la riqueza y la diligencia en los negocios van cediendo su
sitio a una existencia cómoda, señorial, que vive de las rentas.” (p. 146) Se pasa de una economía de gasto a una
economía de ingreso, de excedentes, de rentabilidad.
Ahora
bien, hemos de tener presente que el auge de un ‘negocio’, es decir, de una
empresa capitalista, que empieza y termina siempre con una suma de dinero, está
vinculado a la adquisición de un excedente. Éxito en los negocios no puede
significar evidentemente más que una economía excedentaria. Sin beneficio no es
posible la prosperidad en los negocios (p. 180).
En
definitiva, “prosperar significa ser rentable.” (p. 180) Las normas del
empresario moderno son para Sombart: La racionalización de la actividad
económica, la orientación a la producción
de bienes de cambio, independientemente de su calidad, la caza de
clientes y, finalmente, la falta de escrúpulos morales en la obtención de
beneficios. En cierto sentido la mentalidad empresarial capitalista expresa los
mismos deseos infantiles de ser más grande, más rápido, más novedoso y más
poderoso.
Es
obvio que para Sombart no hay una única fuente del espíritu capitalista, sino
que hay diversas fuentes bastantes dispares entre sí, muy diversos factores que
contribuyen a su conformación. Dentro de
estos factores a destacar existen fundamentalmente tres: los biológicos, los
morales y los institucionales. Entre los primeros están todas aquellas personas
o grupos étnicos que tiene una mayor predisposición para desarrollar
actividades de tipo capitalista. La sangre etrusca de los florentinos, que a su
vez eran descendientes de pueblos comerciantes como los fenicios y
cartaginenses, explica en buena parte la facilidad de éstos para la actividad
comercial. También los judíos y los escoceses tienen este espíritu. En cambio
los celtas tienen un espíritu más festivo y relajado, lo que explica en parte
la poca predisposición a la actividad capitalista sistemático de pueblos
ibéricos, franceses o irlandeses. Entre
los institucionales estaría el Estado, la técnica y los movimientos
migratorios. Pero los que más nos interesa desarrollar son los morales, en
especial, las creencias religiosas.
No
se le escapa a Sombart que muchas de las virtudes propias de la mentalidad
capitalista estaban ya contenidas en los pensadores antiguos, en particular, en
el estoicismo. Ya en los estoicos encontramos “esa exigencia moral de someter la vida a método y
disciplina, tan provechosa para el desarrollo del sistema capitalista.” (p.
230) Los Soliloquios del emperador
Marco Aurelio, por ejemplo, ofrecen “un pozo inagotable de estímulos y
enseñanzas”. Las virtudes “burguesas” como la diligencia, la frugalidad y la
honestidad están ya presentes en los decálogos morales antiguos. Escapa a los
límites de este trabajo, como al del propio Sombart, establecer una conexión
entre el moderno capitalismo y las virtudes morales que aparecían en la
antigüedad y que seguramente también pudieron ser una guía para importantes
hombres de empresa.
Para
Sombart es muy importante también reconocer el influjo que tuvo el catolicismo
en el desarrollo del capitalismo, sobre todo en ese “Belén del espíritu
capitalista” que fue Florencia y del que partió posteriormente hacia oras
tierras.
La
influencia de estas doctrinas sobre la mentalidad económica del nuevo hombre
fue tanto más profunda cuanto que aquellas eran capaces de producir estados
anímicos especiales, que por su naturaleza favorecían el crecimiento
capitalista. Me estoy refiriendo ante todo a la represión de los impulsos eróticos, tan propia de la moral
cristiana. Nadie ha reconocido tan profundamente como Santo Tomás que las
virtudes burguesas sólo pueden florecer allí donde la vida amorosa del hombre
está sometida a ciertas restricciones. Sabía que el ‘despilfarro’, ese enemigo
mortal de todo espíritu burgués, va casi siempre de la mano de una concepción
liberal en los asuntos de amor y que luxuria
–lujuria y lujo proceden de la misma raíz- nace la gula: sine Cerere et Libero friget Venus.Por eso sabía también que quien
vive con castidad y moderación es más difícil que incurra en el pecado del despilfarro
(prodigalitas), dando muestras, por
lo demás, de mayores dotes de administración. (p. 248)
Sombart
destaca que “para los escolásticos la
virtud económica propiamente dicha es la liberalitas:
la administración recta y judiciosa, el juste
milieu de la conducta, equidistante de los dos extremos: la avaricia (avaritia) y la prodigalidad (prodigalitas), consideradas ambas como
pecado.” (p. 248) Y añade que “no es sólo el derroche, sino también otros
enemigos de la vida burguesa, los que combate la moral cristiana, condenándolos
como pecados. Entre ellos la figura de ociosidad
(otiositas), considerada por la moral cristiana como ‘principio de todo
vicio’.” (p. 249) Así pues ya encontramos en el catolicismo ese trío de
virtudes que según Weber configuran la mentalidad capitalista y puritana:
“Junto con la Industry y la Frugality, los escolásticos enseñan
también la tercera virtud burguesa: la Honesty,
la honestidad, honradez u honorabilidad.” (p. 250) Para Sombart la Iglesia
Católica desempeñó un papel muy importante en la creación de la
“formalidad comercial” y fue mucho más
condescendiente con el capitalismo que “los fanáticos predicadores del
puritanismo en el siglo XVII.” (p. 255)
En
definitiva, para el cristiano ferviente el hecho de ser rico o pobre carece de
importancia: lo que importa es el uso que haga de su riqueza o pobreza. No es
la riqueza o la pobreza en sí lo que rehúye el sabio, sino únicamente su abuso.
Si comparásemos entre sí estos estados, el de pobreza y el de riqueza, la
balanza se inclinaría más bien a favor de ésta. (pp. 253s)
Si
Santo Tomás de Aquino defiende una visión estática y precapitalista, su gran
comentarista, el cardenal Cayetano, “dice que todo el mundo debe tener la
posibilidad de mejorar su condición y, por ende, de enriquecerse.”
Y
justifica esta posibilidad como sigue: quien posee cualidades (virtudes)
sobresalientes que le capaciten para elevarse por encima de su condición,
deberá también poder adquirir los medios que corresponden a su nuevo rango. Su ambición, su afán de riquezas, seguirá
estando dentro de los límites de su naturaleza; el nuevo rango está en relación
con su capacidad y aptitudes….Esta interpretación de la regla tomista abría a
los empresarios capitalistas el camino del ascenso. (p. 255)
Siempre
se ha destacado la oposición radical de la Iglesia Católica en contra de la usura como un gran
obstáculo para el pleno desarrollo del espíritu capitalista. Sin embargo, ello
no toma en consideración lo fundamental, a saber, que si bien se condena el préstamo a interés
bajo cualquiera de sus formas, se acepta el beneficio de capital en cualquiera
de sus formas. A lo que habría que añadir lo siguiente: “Sólo se hace una
salvedad: el capitalista ha de participar directamente en las pérdidas y
beneficios de la empresa. Si se mantiene a cubierto, detrás de la barrera, y no
quiere arriesgar su dinero, es que le falta valor, ‘espíritu de empresa’, por
lo que tampoco debe participar en los beneficios.” (p. 258) La razón de ello es
muy fácil de comprender y está en perfecta armonía con el propio credo
religioso arriba descrito: “Sabemos que no había nada que los escolásticos
condenasen tanto como la inactividad, y esto se refleja también claramente en
su doctrina de los beneficios e intereses: quien se limita a prestar dinero a
interés, sin actuar el mismo como empresario, es un perezoso que no tiene derecho a una retribución en forma de
intereses.” (p. 259)[6]
En
definitiva, en el catolicismo encontramos pensadores que “simpatizaban
plenamente con el capitalismo. Y esta simpatía es evidentemente uno de los
motivos de que se mantuvieran con tal firmeza fieles a la doctrina
canónica de la usura. La prohibición del
cobro de intereses, en boca de los moralistas católicos de los siglos XV y XVI
y expresado en terminología técnica, significa: No impidáis que el dinero se transforme en capital.” (p. 256) Así
el hecho de que ese espíritu capitalista se mudase a otras tierras debe
obedecer a otras razones y no al supuesto obstáculo que el catolicismo como
ideología imponía al capitalismo.
En
cambio, si alguna religión es diametralmente opuesta para Sombart al espíritu
capitalista esta es evidentemente la protestante. Para él, “el protestantismo
se anuncia en principio, y en toda la línea, como un serio peligro para el
capitalismo y, en especial, para la mentalidad económica capitalista.” (p. 261)
Y
si, pese a todo, seguimos afirmando que el puritanismo no trajo consigo la
destrucción total del espíritu capitalista, es porque creemos que el
puritanismo también poseía determinados rasgos que favorecieron –aunque no
intencionalmente- el desarrollo del capitalismo. En mi opinión el servicio que
el puritanismo ha prestado (aun sin quererlo) a su enemigo mortal el
capitalismo es volver a defender los principios de la moral tomista con renovado
y enfervorizado apasionamiento y con un espíritu más intransigente y definido.
(p. 266)
De este modo lo que hace la ética puritana es
simplemente “exigir de un modo tajante la racionalización
y metodificación de la vida, la represión de los instintos, la metamorfosis
del hombre impulsivo e instintivo en el hombre racional.” (p. 266) Por eso “atribuir cualquier manifestación del
espíritu capitalista al puritanismo es limitar demasiado el concepto de
capitalismo.” (p. 272). El protestantismo acaba aceptando unas nuevas reglas de
juego a pesar de su repulsa a ellas y termina convirtiendo en normal lo que
solo puede ser la conducta personas fuera de quicio.
La
religión se había convertido en una obsesión que privaba al hombre de la razón.
Prueba de ello es el hecho, de otro modo incomprensible, de que la doctrina de
la predestinación tuviera como resultado el imponer a los calvinistas una vida
rigurosamente conforme a las exigencias de la Iglesia. Razonando por simple
lógica, el hombre de espíritu sano se hubiera dicho: puesto que mi voluntad y
mi conducta no pueden cambiarme mi destino, ni pueden asegurarme la
salvación o evitarme la condenación eterna, vivamos según mi antojo. Pero,
evidentemente, no se trataba de personas en su sano juicio, sino de
perturbados. (p. 240)
Finalmente,
el judaísmo es la única religión que nos ofrece un “programa” cien por ciento compatible con el capitalismo, es el único “que
contiene en su totalidad las doctrinas que favorecen el capitalismo,
desarrollándolas hasta sus últimas consecuencias lógicas.” (p. 274) Es evidente
que “el mundo judío sabía apreciar la riqueza
cuando los cristianos vivían aún el ideal esenio de la pobreza, y la
teología moral judía predicaba aquel furioso y extremo racionalismo cuando en
el ánimo de los cristianos anidaba todavía la religión de amor
paulino-agustiniana.” (p. 275) La clave de ello está en que el judaísmo
permitía un trato diferente a los extranjeros que a los propios judíos: si
estaba prohibido cobrar préstamos a interés a los propios judíos, ello no solo
estaba permitido con los extranjeros sino que era obligatorio por ley.
En
suma, Sombart reconoce la complejidad
del fenómeno de los orígenes del capitalismo y reconoce la influencia de las
religiones en su conformación, aunque también destaca otros factores de
naturaleza biológica y social en su conformación. Con relación a los factores
morales, reconoce la influencia de factores filosóficos, en particular, la
filosofía estoica, así como las variadas influencias del catolicismo, el
judaísmo y el protestantismo. Si bien el judaísmo es el que tiene más claras
conexiones con la mentalidad capitalista, también señala la importancia que
tuvo la doctrina cristiana, en especial
la escolástica tardía de la baja Edad Media, así como la propia
institución del papado en el fomento del capitalismo. El mejor ejemplo de esta
mentalidad capitalista incipiente fue el de las ciudades comerciales italianas
del Renacimiento, como Génova, Venecia y, especialmente, Florencia. También
destaca la importancia que tuvieron los extranjeros y las migraciones forzosas
producto de las persecuciones religiosas que se desataron con la revocación de
Edicto de Nantes en 1685. No deja de
reconocer que el protestantismo también haya tenido una función catalizadora en
este proceso, aunque es obvio que fuese más claramente anticapitalista que las
dos anteriores y que ello fuese más un resultado inesperado que deliberado. Finalmente,
en una expresión que nos recuerda también la sombría “jaula de hierro”
weberiana, señala Sombart:
Este
acto puramente mecánico de aplicar el método de negocios más perfecto en cada
momento basta con repetirlo de modo automático para alcanzar siempre la cota
máxima de racionalización económica. El sistema anida bajo el caparazón de la
empresa capitalista en forma de un espíritu invisible: ‘calcula’, ‘lleva los
libros’, ‘hace cuentas’, ‘fija los salarios’, ‘ahorra’, ‘registra’, etc. Se
opone al sujeto económico con poder autoritario: le exige, le obliga y no descansa;
crece, se perfecciona. Vive su propia vida. (p. 355)
Economía y Religión: ¿mito o
realidad?
A
continuación quisiéramos desarrollar la crítica a la tesis weberiana emprendida de manera
implacable y bien documentada por Kurt Samuelsson. Él no sólo ataca la tesis weberiana sino que
considera que en general están sobreestimadas todas aquellas conjeturas que
establecen un nexo causal entre la religión y la economía, entre las cuales
está la de Weber, por supuesto. Desde su
punto de vista muchas de las llamadas críticas contra Weber no hacen sino
reproducir los mismos errores que critican pero por otros medios y mantienen casi sin discusión que las
creencias religiosas juegan un papel decisivo en el desarrollo del capitalismo
moderno y terminan “aceptando el concepto básico de un lazo indisoluble, digno
y susceptible de un atento estudio, entre la religión y la economía.”
(Samuelsson 1970: 39)
Entre
estos autores menciona a Felix Rachfahl, Werner Sombart, Lujo Brentano, William
Ashley, R. H. Tawney, H.M. Robertson y W. Cunningham, entre otros.[7] Algunos
consideran que se ha sobrevalorado la influencia del calvinismo o que se ha
exagerado la diferencia entre éste y el luteranismo o, incluso, con el
catolicismo. Otros han destacado la importancia de factores extra-religiosos,
como ya viéramos en el caso de Sombart.
Sin embargo, para todos ellos la tesis de Weber merece ser estudiada con
detenimiento y reformulada de alguna manera, en lugar de ser rechazada
completamente.
De
este examen de la controversia resulta claro que incluso los escritores que han
criticado las teorías weberianas punto por punto, al final han sido lo bastante
amables con él concediendo a sus teorías una cierta plausibilidad. Conceden que
Weber exageró, que sus generalizaciones son resbaladizas, que dejó de lado
otros factores además del protestantismo, que la relación entre el
protestantismo y progreso económico no son tan directas o tan inmediatas como
Weber pretendía. Sin embargo, al final llegan a admitir que las premisas
básicas de las afirmaciones de Weber son válidas. Aun los escritores más
críticos como Robertson, después de atacar desde varios puntos la correlación weberiana, vuelven la cara de la
moneda y afirman que la relación es
precisamente la opuesta: fue la actividad económica la que provocó el cambio
religioso, y no la religión la que transformó la actividad económica. A mitad de camino entre el Weber al derecho y
el Weber al revés se encuentran los que, como Tawney y Kraus, hablan en
términos generales de una interacción entre los cambios económicos y los
religiosos, de la capacidad de la economía para transformar la doctrina
religiosa y de la capacidad de esta doctrina transformada para, a su vez,
‘profundizar’ y ‘fomentar’ el espíritu del capitalismo. Estos autores, inclinados
al compromiso, creen que conceptos falsos pueden perfectamente tornarse válidos
simplemente tomando un poco de cada uno y refundiéndolos en un ‘término medio’
o en un ‘tanto como’ de nociones totalmente opuestas. (pp. 57s)
A
continuación Samuelsson pasa revista a los dicta
de los pensadores puritanos del siglo XVII, en particular, a los de Richard
Baxter, por ser el que Weber toma como punto de referencia para compararlo con
la “mentalidad capitalista” de Benjamin Franklin. De todo este análisis infiere
algo muy diferente a la tesis de Weber y en general su interpretación de los
textos le parece bastante pobre e incompleta.
Los
textos que Weber interpreta no forman,
ni en San Pablo ni en Baxter, una concatenación coherente de razonamientos con
ideas conectadas lógicamente de la que se pueda deducir una diagnosis clara de
los problemas específicos que se someten a examen. El material de base lo
constituyen, en ambos casos, unas pocas frases, juicios que han hecho en
ocasiones aisladas, desprovistos de una mutua relación, a veces claramente
contradictorios, enmarcados en una retórica que hace imposible al lector de una
época más tardía determinar con exactitud su ‘significado intrínseco’, y con
mayor razón sacar inferencias tan delicadas como las que se propone Weber. (pp.
75s)
Samuelsson
destaca precisamente el carácter anticapitalista de los sermones de Baxter.
Para él, como para la mayoría de los puritanos, la riqueza es vista siempre con
sospecha, si no con franco rechazo, pues la riqueza, y el amor por las cosas de
este mundo que lleva implícita, puede fácilmente apartarnos de la verdadera
senda de la virtud y de la piedad. Para los puritanos “el amor a las riquezas
es ilegal cualesquiera que sean los medios empleados.” (p. 77) En definitiva,
“el concepto de la contribución de la doctrina puritana al surgimiento del
capitalismo ha llevado a una ciénaga de pensamiento incoherente, de
generalizaciones y reinterpretaciones.” (p. 83) y “las concepciones económicas
de los puritanos ni alentaron ni obstruyeron el espíritu del capitalismo.” (p
84) El que los hombres de negocio buscasen posteriormente un apoyo en ideas
religiosas ha dado “la impresión de una conexión que nunca existió.” (p. 84)
Una
de los argumentos más inconsistentes de Weber es el de la relación entre la
predestinación y el fervor en las empresas capitalistas. Ya Sombart había
señalado que esta relación es poco menos que incompresible desde una
perspectiva racional y Taylor que se trataba simplemente de poner un poco de
orden en este mundo, jamás pretender torcer la voluntad de Dios o querer
inmiscuirse en sus asuntos. La posición de Weber al respecto resulta bastante
ambigua y parece conferirle al calvinismo una originalidad inmerecida.
Toda
su exposición del concepto de la predestinación y del ethos de la vocación, de
la ‘santidad del trabajo’ en el calvinismo, tienen empleando una expresión
suave, una validez dudosa. El concepto de vocación ya había sido desarrollado
plenamente por san Pablo y también había insistido mucho sobre el tema san
Agustín, en cuya teología la doctrina de la elección, de los pocos escogidos
para la salvación, era un principio fundamental. Weber es incapaz de explicar
por qué tiene que ser precisamente con Calvino y el calvinismo, y no con san
Pablo, san Agustín o Lutero, cuando se empieza a utilizar la idea de la
‘santidad del trabajo’. De hecho no encontramos en Calvino el menor indicio de
una concepción de la ‘santidad del trabajo’, de la posibilidad de cambiar la
decisión de Dios, una vez hecha, o de saber algo acerca de esta decisión por medio
del éxito mundano. (pp. 86s)
Ni
en San Pablo ni en Calvino encontramos nada de esa búsqueda de conocimiento de
las decisiones divinas a través de la acción mundana, pues la única forma era a
través de una iluminación interior. Por eso Weber debe salirse de la doctrina y
acudir al hombre de la calle, al efecto que tuvo en los creyentes particulares.
Lejos de esa competencia y del ascenso típicamente capitalista por aumentar sin
límites la riqueza, los puritanos apoyaban la idea de mantenerse siempre en el
puesto que Dios había elegido para nosotros, recordando ese “amor por los
adverbios” al que hacíamos antes referencia. Como lo ha señalado Sombart, el
espíritu protestante era claramente anticapitalista y es extraño más bien que
no destruyera este espíritu emprendedor del capitalismo, con el cual el
catolicismo fue mucho más condescendiente.[8]
Sin
embargo, para Samuelsson el hecho de que pudiésemos encontrar antecedentes de
la mentalidad capitalista mucho antes de la Reforma y mucho más indulgentes con
el desarrollo de una incipiente economía capitalista, no debe ser tomado
necesariamente como evidencia de un claro vínculo entre las creencias
religiosas y la actividad económica.
De
todas formas el que sea posible observar los cambios que se produjeron en el
mundo conceptual eclesiástico mucho antes de la Reforma (incluida, como
observan Sombart, Tawney y Robertson, una mayor amplitud de miras en el campo
económico) y discutir la aparición del ‘capitalismo’ y del ‘espíritu del
capitalismo’ en los siglos XIV y XV, por ejemplo, no significa en absoluto la
existencia de una conexión necesaria entre estos dos fenómenos. (p. 93)
Una
de los importantes factores que no ha sido tomado suficientemente en cuenta por
Weber fue precisamente el de la ruptura con la Iglesia Católica, y en general
con el espíritu religioso, que se produjo por medio de la Ilustración. La
influencia que tuvo el puritanismo en las universidades fue desvaneciéndose poco
a poco. Muchas de ellas, aunque mantenían un sesgo religioso, lo combinaban con
un espíritu librepensador en asuntos de fe y a menudo estaban en franca
oposición a las creencias de Calvino. Así, universidades como Harvard, Yale y
Kings College –que dio origen a la universidad de Columbia- se opusieron a esa
“tiranía puritana” y dejaron entrar las corrientes del empirismo y el
racionalismo. También en Inglaterra y Alemania se mantuvo esta doble cara de
Jano: una combinación de pietismo con racionalismo ilustrado.
Esta
ruptura con el pasado –con el ‘genuino espíritu puritano’- no se debió sólo a
la acción de la Ilustración o de las filosofías secularizadas. También tuvieron
su parte nuevas creencias religiosas… En Nueva Inglaterra fue muy importante la
influencia de varias formas de arminianismo y aumentó en la segunda mitad del
siglo XVIII. Los arminianos enseñaban que el hombre nace con capacidad para
llevar una vida pecadora, o justa; rechazaban la doctrina de Calvino según la
cual todos los hombres se hallaban atados por el pecado original y Dios ha
elegido a algunos para la salvación, mientras a los demás los ha destinado a la
condenación eterna; predicaban la libertad de la voluntad y rechazaban la
predestinación… Culminación de estos elementos fue el Unitarismo de Channing,
con su visión más alegre de la vida, su amalgama de los elementos
‘racionalistas’ y ‘románticos’ de la Ilustración, su combinación de piedad y
tolerancia. (p. 99)[9]
Samuelsson
ve encarnado este espíritu ilustrado en Benjamin Franklin, quien mantenía una
posición cosmopolita a pesar de tener una formación puritana. Nadie mejor que
él para comprender precisamente ese espíritu de emancipación frente a la
religión, pues “aunque Franklin fue educado en el credo calvinista, su
religiosidad personal no estaba marcada por el calvinismo, ni era patentemente
puritana. Al contrario, la característica más relevante de Franklin era su
total emancipación.”(p. 102). Si en Franklin discurren simultáneamente la
tradición puritana y el “espíritu del capitalismo”, es para poner en evidencia
como pueden estar ajenas a influencias recíprocas, pues precisamente “las
normas generales que Franklin estableció, las virtudes que deseaba practicar no
son especialmente puritanas.”(p. 106), sino que encajan en un manual de buen
sentido común en los negocios, en los cuales la religión no desempeña ningún
factor especial y mucho menos “sugiere
que la actividad económica sea un deber ante Dios, o que el éxito en ella sea
prueba de su benevolencia.”(pp. 107s).
Algo
similar ocurre en el caso de los grandes capitanes de empresa, quienes
adoptaron tardíamente un punto de vista
que fuese compatible con sus actividades económicas, en lugar de haber sido las
creencias religiosas las que propiciaran sus empresas capitalistas. La nueva
realidad económica pedía a gritos una reforma de las creencias religiosas.
Pero
no fue el culto a Dios lo que llevó a dar culto a Mammon. Fue más bien la
necesidad de demostrar que la devoción a las riquezas no era necesariamente un
impedimento para la auténtica piedad. Y
la necesidad de afirmar esto era tanto mayor dado que muchos padres puritanos
habían insistido con tanta intensidad en la nocividad de las riquezas. La
religión tenía que revisar sus ideas, en parte, quizás, para no impedir la
transformación económica, pero sobre todo para mantenerse a la altura de la
evolución que desde algún tiempo avanzaba rápidamente, dejando atrás el mundo
de la agricultura a pequeña escala y la industria artesana pequeño-burguesa,
hacia una sociedad caracterizada por la industria a gran escala y un comercio a
escala mundial. (pp. 120s)
En
ese sentido, señala Samuelsson que “conviene tener presente, en especial, que
los testimonios que estos ‘capitanes de la industria’ –v.g.: Carnegie,
Rockefeller y Ford- nos han legado sobre su actitud ante la vida y su conducta,
fueron escritos en una época tardía. Fueron escritos en los años en que
necesitaban justificar su actividad y urgía explicar y defender sus
posiciones.” (p. 122) A este respecto, uno de los más influyentes ideólogos del
capitalismo norteamericano fue William Graham Sumner, quien fue un claro
defensor del darwinismo social, algo bien apartado del pietismo puritano. Para
Samuelsson, “entre la filosofía de Sumner, Carnegie y Ford, y la visión de la
actividad económica como un medio de ganar la salvación y la gracia de Dios,
que Max Weber asignaba al Calvinismo y a las sectas calvinistas, hay un
abismo.” (p. 133)
Para
Samuelsson si la tarea de encajar el espíritu puritano con la tesis weberiana
es infructuosa, el “considerar a los capitanes de la industria como exponentes
del espíritu protestante es una simplificación rayana en el fraude.” (p. 127)
Tomaron
de una variada gama de filosofías todo aquello que contribuía a defender su
conducta, su opulencia y su poder. Ya se invoque a Dios, o a Franklin, u otra
doctrina más generalizada, este fárrago ideológico se muestra –en la medida en
que es posible investigar en él- como una racionalización de hechos consumados
más que como una fuerza motivante.(p. 133)
A
continuación Samuelsson pone en duda que las virtudes seleccionadas por Weber
como decisivas para el desarrollo del capitalismo hayan tenido realmente ese
efecto o sean realmente compatibles con el capitalismo. El hecho de que algunos
capitanes de empresa tuviesen una apariencia sobria o austera no debe hacernos
olvidar el hecho de que poseyesen muchas mansiones y propiedades por doquier,
por lo que “un modo de vida rayano en lo fastuoso era mucho más típico que la
tacañería que Calvino, Colbert y los padres de la iglesia libre exaltaban como
ideal.” (p. 143) Por otro lado, si bien el ahorro pudo desempeñar un papel
importante al comienzo de las grandes fortunas capitalistas, este es del todo
insuficiente para explicarlas a largo plazo.
Aunque
ciertamente el trabajo duro ha contribuido a ellas con frecuencia, las grandes
fortunas son, y han sido siempre en su mayor parte, el producto de
‘especulaciones afortunadas’, de grandes lucros obtenidos con un riesgo y una
suerte considerable, es decir, de ganancias provenientes de la especulación y
del capital asociadas normalmente a grandes cambios estructurales e
innovaciones en la vida económica. (pp.144s)
La
existencia de grandes capitales obedece a toda una compleja serie de factores,
entre los cuales el ahorro desempeña un papel bastante menos importante del que
se suele asignarle.
Talento,
suerte consumada, buen ojo para las oportunidades de mercado, olfato para la
publicidad, trabajo constante, astucia rastrera, amplias ganancias en bienes
naturales, todos estos factores pueden explicar plausiblemente la formación de
una gran fortuna. Pero considerar el ahorro como el factor decisivo, o incluso
esencial, en lo que respecta a las grandes fortunas, es un absurdo total. (p.
147)[10]
Con
relación al interés, este ha tenido un papel contrario al que a veces suele
asignársele: los países que han tendido mayor desarrollo capitalista han sido
precisamente aquellos que han tenido tasas de interés bajas, por lo que se hace
insostenible que la acumulación de capital dependa de tasas altas de interés. Cabe
añadir además que fueron los mercantilistas los primeros que se dieron cuenta
de que los intereses se regulaban espontáneamente al haber una gran oferta de
capital y que el crecimiento económico se generaba gracias a bajas tasas de
interés. El cobro de altos intereses no era criticado por razones morales, como
en el caso de la usura en los debates religiosos, sino por razones
estrictamente económicas.
Finalmente,
Samuelsson considera que hay muchos países que difícilmente encajan en la tesis
weberiana y que la distribución de riqueza y confesión religiosa en muchos
casos contradice su tesis. Mucho antes de que surgiera el calvinismo, había
zonas económicas pujantes, como las ciudades italianas del Renacimiento, o las
de los Países Bajos, Alemania o Suiza. La tesis weberiana que establece una
correlación entre el credo calvinista y el desarrollo del capitalismo no
resiste un análisis detallado. No sólo en Italia, Holanda o Suiza, encontramos importantes focos de actividad
capitalista mucho antes de que se diera la Reforma, sino incluso este es el
caso particular de Alemania. Todo ello hace pensar que haya habido otras
razones tanto o más importantes que el credo religioso para el desarrollo del
capitalismo. La posición geográfica, la
distribución de las riquezas materiales o la liberación del feudalismo. En Alemania
“el elemento protestante en los principales distritos industriales y
comerciales está muy lejos de ser preponderante.” (p.182) El desigual
desarrollo de los EEUU entre el Norte y el Sur hace pensar también que las
diferencias no sean sólo de creencias religiosas.
Del
mismo modo que es posible ‘explicar’ la pujanza económica de Nueva Inglaterra
sin recurrir a las ideas religiosas, pueden explicarse también otros ejemplos.
En donde Weber veía a los Protestantes y a la Iglesia Reformada podemos
encontrar otros factores de los que se puede afirmar con mayor verosimilitud
que han promovido el comercio y la industria, la formación del capital y el
progreso económico. Inglaterra, los Países Bajos, Escocia, el mar del Norte y
las regiones bálticas de Alemania y Suiza. Todos estos países ofrecen otros
tantos ejemplos: su situación en las riberas atlánticas de las rutas
transcontinentales que se empleaban antes de la Reforma; el paso definitivo del
centro de gravedad del comercio europeo al Mar del Norte y al Atlántico, como
resultado de los grandes descubrimientos y de la obstrucción de las rutas
mediterráneas por los musulmanes; la frecuente incapacidad de la agricultura y
de las reservas para proporcionar un sustento adecuado. (p. 187)
Pero
quizás sea Bélgica el país que constituye el mejor contraejemplo de la tesis
weberiana.
Aun
con la mejor voluntad del mundo, este país, que durante muchos siglos estaba en
la vanguardia del progreso económico y ahora seguía de cerca a Inglaterra en la
carrera hacia la industrialización, no puede encajar en el marco de Weber.
Bélgica es y ha sido siempre un país católico por antonomasia. (Durante mucho
tiempo ha sido también un país antijesuítico, por eso tampoco encaja en la
hipótesis de Robertson). (p.192)
En
resumen, por más fascinante y seductora que pueda parecernos la tesis
weberiana, sobre todo en la medida en que constituye una alternativa al enfoque
de Marx, existe una gran cantidad de hechos que la contradicen y se requeriría
de una permanente manipulación de supuestos e hipótesis auxiliares, una proliferación
permanente de hipótesis ad hoc, con
la finalidad de hacer que estos hechos recalcitrantes encajen en la teoría. Y
ya sabemos que una estrategia inmunizadora como esta habla muy mal del método
utilizado y constituye más bien una señal de dogmatismo y falta de espíritu
crítico. Para Samuelsson ha sido la manipulación oportunista de los tipos
ideales llevada a cabo Weber lo que explica su relativa aceptación y
generalización.
Aun
prescindiendo de la extrema vaguedad de sus conceptos, el método de Weber es
insostenible. No hay justificación para aislar, como él hizo, un factor en un
tipo de desarrollo prolongado e intrincado –no importa con qué claridad se
puede definir, o si es susceptible de ser aislado de los demás- y ponerlo en
correlación con un vasto aspecto de la historia de la civilización occidental.
En general, es una empresa desesperada intentar aislar un factor particular,
aun dentro de una secuencia de acontecimientos relativamente limitada, en un
país determinado y en un período de corto tiempo, con el objeto de determinar
en qué medida ese factor evolucionó en armonía con el proceso general que se
estudia, es decir, el grado de ‘correlación’ y ‘covariación’. Pero Weber no
duda en aventurarse en semejante empresa, con un fenómeno tan complejo como el
Puritanismo y con un concepto tan amplio como el desarrollo económico; y no en
un período breve de tiempo, sino en varios centenares de años; no en una región
demográfica determinada, ¡sino en todo el mundo occidental! (p. 233)
[1] Marc Bloch es considerado el historiador
francés más importante de su generación. En 1929 fundó, junto con Lucien
Febvre, la revista Annales d’histoire
économique et sociale, con una marcada oposición a la corriente positivista
dominante. En 1941 tuvo que abandonar la revista por su ascendencia judía. En
esa fecha pasó de lleno a la resistencia contra la ocupación nazi. Fue puesto
preso por la Gestapo y fusilado en 1944. Muchos de sus escritos fueron confiscados y
llevados a Berlin, donde fueron de nuevo confiscados por la KGB. Después de la
caída de la URSS fueron finalmente recuperados. Sus estudios sobre las
características peculiares de la Francia rural y sobre la sociedad feudal europea
son de referencia obligada, así como su estudio sobre el carácter taumatúrgico
y curativo de los reyes. También hizo un acucioso análisis de los factores que
llevaron a Francia a “l’étrange défaite”
–extraña derrota- durante la Segunda
Guerra Mundial y de la responsabilidad de los intelectuales franceses o de la
propia estructura del aparato burocrático francés en esa derrota. También son importantes sus trabajos sobre la
metodología comparada y el enfoque analítico en la historiografía moderna. Varios de sus libros fueron publicados en la
monumental colección de Henri Berr La Evolución
de la Humanidad.
[2] Véase (Burrow 2001: 166) En esta obra, llena
de erudición y de sutiles matices historiográficos, se destaca, al lado de las
corrientes de pensamiento más conocidas, la importancia de los movimientos
subterráneos y de “autores menores” que también configuraron la mentalidad
europea durante esos años. La lectura de este libro nos obliga a sumergirnos en
la complejidad de meandros y direcciones inesperadas que forman el curso del
desarrollo histórico de las ideas.
[3]
La construcción de modelos de racionalidad “típico-ideales” permite a Weber
establecer correlaciones de variables de estos modelos, le permite aislar
aquellas variables que considera más pertinentes o detectar en qué medida esta
correlación se desvía en la realidad. La desventaja es que estos modelos pueden
ser redefinidos o modificados con hipótesis ad
hoc para que los datos empíricos encajen en ellos, con lo cual convertimos
una estrategia perfectamente legítima, la construcción de modelos explicativos,
en una estrategia devastadora para la investigación, la inmunización a la
crítica.
[4]
Quisiéramos agradecer al profesor Jorge Díaz por habernos llamado la atención
sobre este libro, así como sobre las ideas de Troeltsch que analizaremos
brevemente a continuación. De más está decir que cualquier error de interpretación u
omisión es nuestra responsabilidad exclusiva.
[5]
No es casual que fuese en esta región toscana donde se originase también la
Revolución Científica y se pasara de la mentalidad “del más o menos” a la
mentalidad de “la precisión”, para
utilizar los términos de Alexander Koyré. Hemos abordado este tema, así como la
relación entre ciencia y religión, en la serie de trabajos de “Cosmología y
Teología” en este mismo blog.
[6]
Esto explica que en cierta época la Iglesia Católica prohibiese a los banqueros
la entrada a las iglesias y su participación en las misas. La propia Iglesia
adoptó esta posición y también estaba prohibido cobrar intereses a los
correligionarios y a los pobres desde luego, aunque no a los que profesaran una
fe diferente. La escolástica contemplaba las siguientes excusas: el damnun emergens y el lucrum cessans, el stipendium laboris, el periculum
sortis y la ratio incertitudinis, siendo
las dos primeras, formas de indemnización, y las dos últimas, formas legítimas de compensación por riesgo.
Así pues, al analizar la posición de la Iglesia Católica vemos que es mucho más
matizada de lo que a primera vista puede parecernos o recordarnos ciertas
admoniciones muy populares en contra de los ricos.
[7]
Para algunos de estos trabajos puede consultarse http://www.questia.com/library/book/aspects-of-the-rise-of-economic-individualism-a-criticism-of-max-weber-and-his-school-by-h-m-robertson.jsp
[8]
El mismo Samuelsson reconoce, como lo hiciese el propio Weber, la mayor
flexibilidad de la Iglesia Católica en estos asuntos, cuando dice que: “Es difícil
encontrar un terreno en el que las ideas de la Iglesia Católica hubieran
permanecido estacionarias. Podemos indicar algunas manifestaciones de esta
evolución mediante un sumario esquema: la controversia platónico-aristotélica
entre los escolásticos: Anselmo hacia el final del siglo XI; Abelardo, Bernardo
de Claraval y Pedro Lombardo, hacia la mitad del siglo XII; Buenaventura, cien
años más tarde; las exhortaciones de los franciscanos y benedictinos sobre el
ahorro y la alegría en el trabajo; el celo de los jesuitas en los negocios y
otros asuntos.”(Samuelsson 1970: 92)
[9]
Véase nota 5.
[10]
Hoy en día podemos ver esta contradicción entre los dos enfoques que hay para
salir de la crisis actual: los europeos aplican un programa de austeridad,
mientras que los norteamericanos aplican un programa de mayores gastos e
incentivos para reanimar el consumo y el aparato productivo.
BIBLIOGRAFÍA
John Burrow: La
crisis de la razón. El pensamiento europeo 1848-1914, Editorial Crítica,
Barcelona, 2001
Kurt Samuelsson: Religión y Economía, Ediciones Marova,
Madrid, 1970
Werner Sombart: El burgués. Contribución a la historia
espiritual del hombre económico moderno, Alianza Editorial, Madrid, 1972
Charles Taylor:
Las
fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós,
Barcelona, 1996
Ernst Troeltsch: El protestantismo y el mundo moderno,
FCE, México, 1979
Max Weber: La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, Editorial Península, Barcelona, 1974
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