jueves, 1 de noviembre de 2012


La regla de oro de la crítica
Carlos Blank

Óleo de Francis Bacon

Con las palabras ocurre lo mismo que con el dinero: su circulación excesiva produce inflación y pérdida de valor. Precisamente eso es lo que ha pasado con la palabra “crítica”, de tanto circular en los predios intelectuales ha ido perdiendo valor  y se ha convertido en un adjetivo multiuso que las corrientes más disímiles entre sí pretenden secuestrar y tomar para sí. Como señalaba Passmore,  en el campo de la filosofía habría preciosas contiendas legales si aplicásemos la ley de patentes a todas las marcas filosóficas donde aparece el término “crítico”[1].
De este modo, el término de “crítica” se ha convertido en una suerte de antibiótico de amplio espectro que sirve para curar una variada gama de enfermedades y dolencias del espíritu. Ese carácter genérico de la crítica va en desmedro de su eficacia y poder. La crítica pierde su aguijón crítico y se convierte en una mera etiqueta deseable, pues es obvio que nadie quiere aplicar a su postura el adjetivo de dogmático, nadie se declararía dogmático por todo el cañón. Todos quieren ser críticos y, más aun, autocríticos. Lo cual nos enfrenta inevitablemente a la paradoja del crítico: toda posición es revisable, incluso aquella que afirma que todo es revisable. El declararse crítico no me hace inmune a la crítica sino todo lo contrario,  me convierte en blanco directo de ella. La crítica se muerde la cola o se convierte en un dogmatismo reforzado.
La única forma de salirnos de ese círculo vicioso y de la paralización del juicio que implicaría la revisión permanente de toda postura es reconociendo ciertos principios mínimos que estuviesen fuera de toda discusión. Reconocer la capacidad que tenemos de comunicar nuestras ideas por medio del lenguaje sería uno, pues sin este reconocimiento no podría ni siquiera comenzar cualquier crítica racional medianamente decente y seria de algo. Si dudamos incluso de la herramienta del lenguaje como medio de discusión o como vehículo de comunicación entonces sería imposible la crítica y la única alternativa sería el silencio del místico. Sin este marco referencial mínimo no habría ninguna posibilidad de ejercer el pensamiento crítico. Un escepticismo radical es contrario al ejercicio crítico. De allí la importancia de hacer  uso apropiado del lenguaje, de expresar con claridad y rigurosidad nuestras ideas, pues la oscuridad y falta de rigor en el uso del lenguaje suele ser el refugio más utilizado por aquellos que evaden la crítica y siempre se autocalifican de incomprendidos o demasiado profundos para ser entendidos.
Quizás el elemento fundamental de toda discusión crítica es el de la disposición a escuchar los argumentos del otro, el tener una actitud abierta frente a la posición del adversario, el estar dispuesto a ser convencido por el otro si este esgrime argumentos sólidos, el ser capaces de reconocer nuestros errores y falsas creencias. Sin esta disposición previa cualquier crítica estaría condenada al fracaso, desembocaría en un “diálogo de sordos”. Esta es, en cambio, la regla de oro de toda crítica. La aplicación de esta regla de oro es particularmente importante en el ámbito de la política, donde precisamente es más difícil encontrar una zona de consenso mínimo.  Como señala Popper  con su estilo acostumbrado:
“Todos sufrimos de una debilidad poco científica: el querer tener siempre la razón; y esta debilidad parece estar particularmente extendida entre los políticos, tanto profesionales como aficionados. Pero la única forma de aplicar a la política algo parecido a un método científico es la de dar por sentado que no puede haber una acción política que no tenga inconvenientes, que no tenga consecuencias indeseables. Estar alertas frente a esas equivocaciones, analizarlas y aprender de ellas, esto es lo que tanto un político científico como un estudioso de la ciencia política deben hacer. La aplicación del método científico en política significa que el gran arte  de convencernos de que no hemos cometido ninguna equivocación, de ignorar éstas, de esconderlas, de hacer recaer sobre otros la responsabilidad, queda reemplazado por el arte más grande de aceptar la responsabilidad, de intentar aprender de ellas y de aplicar este conocimiento de tal modo que en el futuro podamos evitarlas.[2]

Si en algún terreno es indispensable esa disposición permanente al pensamiento crítico, esa actitud de apertura para revisar nuestras acciones y sus consecuencias imprevistas, ese terreno es precisamente el de la política –por no hablar de la vida cotidiana de cada uno-. Cerrarse a la crítica es posiblemente el peor y más garrafal error del político y este cierre puede significar en definitiva su propia extinción o desaparición.  Desde este punto de vista, la crítica deja de ser un ejercicio inútil o un lujo que no pueden permitirse los hombres de acción que presumen de ser realistas o pragmáticos, y se convierte en una necesidad indispensable de la vida humana y social, pues hace posible las rectificaciones permanentes a las que está expuesta la propia existencia o el diario vivir. Realidad y crítica se solicitan mutuamente, están permanentemente unidas entre sí. Cerrarse completamente al espíritu crítico es cerrarse a la propia vida y a su carácter cambiante y variable, es condenarse a morir.    


                                                                



[1] John Passmore hace alusión específicamente al “realismo crítico” en los siguientes términos: “Si la ley de patentes fuera aplicable a  las marcas filosóficas, la de ‘realista crítico’ habría dado lugar a algunas preciosas contiendas legales. Ser realista y, no obstante, estar libre de toda sospecha de ingenuidad fue un programa que atrajo a una gran variedad de filósofos, por diversos que fueran sus objetivos en todos los demás aspectos”, 100 años de Filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 281. Podríamos añadir que  todos los que quieren vender una marca filosófica determinada convierten a la crítica en su producto o ingrediente más importante. La crítica se convierte en un elemento omnipresente para el mercadeo del pensamiento filosófico, independientemente, y eso es lo curioso, de los contenidos específicos que se defienden. Hasta los que defienden posiciones radicalmente opuestas coinciden en valorar la crítica, hay un consenso en torno a la importancia de la crítica, con independencia de la trinchera ideológica que se ocupe. Lo cual no deja de sonar bastante irónico y paradójico.  
[2] La miseria del historicismo, Alianza, Madrid, 1981, p. 102.

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