Rousseau
y la música:
las razones del corazón
Valentina
Marulanda (*)
Plaza en la Isla de Jean Jacques Rousseau, Ginebra, Suiza
Autodidacta y eterno diletante, quien llegaría a ser uno
de los pensadores más influyentes, leídos y por eso mismo, proscritos y
perseguidos de Europa, en un siglo iluminado y libertario, declara no saber cómo aprendió a leer, al no
haber frecuentado realmente la escuela. Apenas salido de la infancia Jean
Jacques Rousseau, destinado por herencia paterna a la actividad de relojero,
hace un breve tránsito como aprendiz de escribano y grabador, mas no pisó un
aula universitaria y su formación, hecha a jirones, es un modelo de
informalidad.
Como si hubiese llegado a ser músico, filósofo del
lenguaje, de la educación y de la política, novelista, por ósmosis y en los
caminos de la vida, una vida extraviada y trashumante, entre la huida
voluntaria y el exilio forzoso. Caminando, precisamente, por la ruta de
Vincennes, es donde dice él mismo haber tenido la revelación que lo lleva a
escribir su primera obra teórica, el Discurso
sobre las letras y las artes, trabajo que resulta premiado por la Academia
de Dijon y que lo sitúa en el terreno del pensamiento y la escritura.
De los oficios varios que para ganarse la subsistencia
asumió este personaje de novela, lo mismo en su terruño natal, Ginebra, que en
Francia e Italia, el que más le agradó y el que desempeñó con mayor constancia
fue el muy humilde de copista musical que en más de una ocasión lo sacó de
apuros.
“Sentí
antes de pensar: tal es el destino común de la humanidad que experimenté más
que nadie”1, una declaración que parece
respaldar el hecho de que haya sido un arte, la música, lo único que logró
acaparar el interés, el gusto y la vocación del niño y el joven Jean Jacques. A
partir de esta constatación se desplegará la reflexión del Ensayo sobre el origen de las lenguas, cuando afirma que las
primeras palabras de los hombres no nacieron de necesidades físicas, como la
sed, el hambre o el frío, sino de urgencias de tipo moral, como amor, odio,
piedad, cólera, y que, por lo tanto, “no
se empezó por razonar sino por sentir”.
Porque para responder a esas urgencias físicas no era necesario hablar,
y los hombres hubiesen podido entenderse mediante los gestos: “Las necesidades
dictaron los primeros gestos, y las pasiones arrancaron las primeras voces”2.
Por lo pronto, hay que remitirse a sus Confesiones: “Fuerza es que haya nacido
para este arte (la música), puesto que desde mi infancia me ha cautivado
siempre, siendo el único al que he tenido un amor constante en todas las épocas
de mi vida”. Sin embargo, esta inclinación no estuvo acompañada de particular
talento ni facilidad para su estudio y su ejercicio, según el balance que hace
desde la perspectiva de su madurez:
Lo más notable es que a pesar de haber nacido con esta predisposición, me ha costado tantísimo su
estudio y he tenido tan lentos resultados, que nunca he logrado, después de una
práctica de toda la vida, cantar de repente con seguridad3.
Tampoco es casualidad que una de las más tempranas
referencias, no aluda a cualquier música sino precisamente a la vocal, que se
le reveló a través de las canciones que entonaba “con voz dulcísima” su tía,
uno de los seres que asumieron su crianza tras llegar al mundo huérfano y en
precario estado de salud. Hacia los dieciocho años, y a instancias de su
protectora y amante, madame de Warens, realiza
una breve pasantía por el seminario y ¿qué es lo único que lleva consigo
Rousseau? Un libro de música que le ayudaría a soportar el encierro.
Debut escénico
El anhelo de hacerse compositor, lo impulsa inicialmente
a crear un nuevo Sistema de notación
musical, en el cual el papel pautado de pentagramas es sustituido por una
ordenación lineal, en cifras. Lo presenta a la Academia de Ciencias de París
con la aspiración de salir del anonimato, a su llegada a la capital francesa en
1742. Sin embargo, el máximo tribunal rechaza el trabajo, y al
año siguiente publica su Disertación
sobre la música moderna con la cual pretende explicar y al mismo tiempo
impugnar la fría recepción de su propuesta por parte de la Academia.
Su primera composición para la escena, Las musas galantes, con música y texto
suyos, se inscribe en la tradición francesa del divertimento y fue estrenada en
una representación privada en París, en 1745. Jean Philippe Rameau, figura
mayor del ámbito musical de entonces,
la encontró deleznable y éste fue
el origen de la disputa que separaría para siempre a los dos hombres. Para el
ginebrino, de hechura psíquica claramente paranoica, sólo una más de las muchas
polémicas que suscitará y protagonizará a lo largo de su belicosa
existencia.
Casi diez años después se representa en la corte de Luis
XV su ópera de cámara, El adivino de la
aldea, también con libreto y partitura escritos por él. Con una historia de
tipo verista, unos personajes elementales, campesinos y pastores de carne y
hueso, y una música de gran simplicidad, en esta pieza reflejó Rousseau su
naciente pasión por la ópera italiana y logró una propuesta innovadora dentro
del panorama del teatro lírico francés de mediados del siglo XVIII, en el que
se imponían los argumentos alegóricos y muy complicados, inspirados en la
mitología antigua, con montajes igualmente abigarrados y el recurso a efectos
maravillosos.
Si bien la ópera
fue del agrado del monarca y produjo cierto impacto en el público, lo que
ameritó una nueva puesta en escena en la Academia Real de Música, como se
llamaba entonces la Opera de París, el filósofo desiste de la carrera de
compositor y toma una decisión crucial que él mismo anuncia:
“Árbitros de la música
y de la ópera, hombres y mujeres de moda, me despido de ustedes y celebraré
todos los días de mi vida el haber superado la tentación de aburriros una vez
más con mis divertimentos. En verdad, es hora de renunciar a los versos y a la
música y de emplear el tiempo libre que me pueda quedar en ocupaciones más
útiles y más satisfactorias, si no para el público, al menos para mí mismo4.
Con todo, en 1762 se deja tentar de nuevo por el demonio
de la composición y escribe, a dos manos
con un tal Coignet, un Pigmalión que
fue presentado una sola vez en Lyon. Fuera del género escénico, escribió unas
cuantas canciones.
Lo cierto, sin embargo, es que las partituras
rousseaunianas ni siquiera son registradas en la historia de la música y de la
ópera, ni están incorporadas al repertorio habitual de salas y teatros, aunque,
como curiosidad, o en razón de intereses musicológicos, puedan ser esporádicamente
ejecutadas y grabadas.
Sus incursiones en la escritura musical, como les
sucedería también a Nietzsche y a Theodor Adorno, han quedado como la afición
dominguera o la faceta pintoresca y menos conocida del autor del Contrato Social. Mientras tanto, Rameau,
blanco de sus injurias, siguió y seguirá ocupando el puesto que le corresponde
como músico eximio y como el gran representante de la ópera gala en la primera
mitad del siglo XVIII.
Perspicaz, Rousseau conocía las fortalezas y debilidades
de su oponente y por eso no dudó en afincarse en el terreno de la filosofía y
la escritura literaria para atacarlo con las armas del pensamiento. Era
realmente allí, y no en la escritura musical, en donde podía poner en juego su
talento y su superioridad y en donde, por supuesto, tenía con qué dejar sin
palabras al otro.
Rameau, en cambio, aunque tocado por el genio, era
músico, por encima de todo, pero además, en su faceta de teórico se relacionaba
con su arte desde gustos y parámetros totalmente diferentes, que ponían el
énfasis en el aspecto físico y matemático de la música, o mejor, intentaba
aplicar a la música las leyes y los métodos científicos, derivados de la
experimentación. Es así como su aporte teórico, vertido en el célebre Tratado de armonía que Rousseau, a su
turno, despreciaba, llegó a merecerle el apelativo de “Newton de la música”.
Siguiendo la línea trazada por el pitagorismo, Rameau
presenta la ciencia de la armonía como el fundamento de toda música, y por la
vía de los acordes entre los sonidos la relaciona con el orden universal. Que
la música fuera abordada de una manera racional, como cuerpo y fenómeno sonoro,
era algo que resultaba inadmisible para Rousseau. Este, en cambio, le atribuía
a la música la propiedad de ser mímesis de la vida interior, en cuanto expresa
sentimientos y pasiones, y los suscita en el receptor, con su correlativo valor moral. Para él era
simplemente el lenguaje de los sentimientos.
En el ojo del huracán
De las muchas querellas que colman las páginas de la
historia del pensamiento musical a lo largo de la centuria, la conocida como la
Querelle des bouffons tuvo particular
trascendencia y compromete a fondo a Rousseau. La representación que hiciera en
Paris en 1752 una compañía ambulante de cómicos, de La serva padrona, de Pergolesi, y la recepción inusitada de que
fuera objeto, contribuyeron a avivar una vieja rencilla y a generar una aguda
polarización entre los partidarios de la tragedia lírica, género de ópera seria
típicamente francés, a cuya cabeza se hallaba Rameau, y los de la ópera bufa
italiana, comandados por Rousseau.
Ambos bandos
representaban gustos, concepciones estéticas y maneras diversas de entender el
género, el arte de la voz y el efecto de la música en el hombre. El
enfrentamiento entre bufonistas y antibufonistas, que no tuvo nada de jocoso,
pero sí mucho de apasionado, es referido así por el propio Rousseau:
“Paris se dividió en dos bandos más enardecidos que si se tratara de una
cuestión política o religiosa. Uno, el más poderoso y numeroso, compuesto de
los grandes, de los ricos y de las mujeres, sostenía la música francesa; el
otro, más activo, más audaz, más entusiasta, estaba compuesto de los verdaderos
inteligentes, de las personas instruidas, de los hombres de genio5.
El primer grupo contaba con el apoyo del rey. Entre los
ilustres que se sumaron a la trinchera opuesta se hallaban ni más ni menos que
los Enciclopedistas, defensores a ultranza de la tendencia italianizante, así
como de abrir la música francesa a lo que ellos consideraban la enriquecedora
influencia italiana, por su apego a la melodía y su capacidad para expresar
sentimientos y conmover. Dentro del diverso grupo de filósofos ilustrados,
cuyos pesos pesados eran D’Alambert,
Diderot y Voltaire, el único que conocía desde adentro el lenguaje musical era
Rousseau y por lo tanto fue quien llevó la voz cantante en el affaire.
Como en efecto lo hizo en el vehemente manifiesto, Carta sobre la música francesa (que en
realidad ha debido titularse, contra la música francesa), publicado en 1753, en
donde no sólo pone en evidencia su erudición en teoría musical sino también su
capacidad argumentativa, amén de la escasa modestia de quien sabe con certeza
qué terreno pisa y de qué es capaz: “…Pues como dijera un sabio, al poeta le
corresponde hacer la poesía y al músico la música; pero sólo corresponde al
filósofo hablar con propiedad de una y otra”6.
En Rousseau, como en Nietzsche, resulta imposible separar
pensamiento y destino personal, como lo pone de manifiesto su actuación en esta
escandalosa diatriba, teñida de resentimiento y muy probablemente, de
frustración por su fallida carrera de
compositor. Con la franqueza que lo caracteriza y con su habitual estilo
enfático y, también hay que decirlo, a veces panfletario, y por eso mismo arbitrario
en no pocos aspectos, lanza los más punzantes dardos contra la música francesa
y por ende, contra Rameau.
Parte de un axioma: que hay pueblos más musicales que
otros. Por un lado, como lingüista, y desde la profunda convicción que tenía de
esa unidad originaria entre la música y el lenguaje que será retomada en el Ensayo sobre el origen de las lenguas,
analiza las características del italiano y del francés y su potencial para la
música. Así como la mejor gramática la
tiene la comunidad lingüística que mejor razona (no dice cuál sería esa
comunidad y no se sabe si al menos en este aspecto reconoce algún mérito a la
francesa), un pueblo es más o menos musical en la medida en que su lengua lo
propicie:
“Y si hay en Europa una lengua adecuada para la música es ciertamente la
italiana, una lengua dulce, sonora, armoniosa y acentuada más que ninguna otra,
y esas cuatro cualidades resultan particularmente convenientes para el canto7.
En tono incisivo plantea si es posible hablar de música
francesa y si no sería acaso más pertinente preguntarse si existe tal música.
Al final de la carta, y tras una larga
disertación, concluye que no hay ni melodía ni ritmo en la música francesa, en
la medida en que la lengua no se presta para ello. Aún más, que “los franceses
no tienen ni pueden tener música, y si llegaran a tenerla, peor para ellos”8.
Fuera
de la melodía nada
El otro frente de su alegato tiene que ver con la melodía
y la música construida sobre una sola línea melódica, aspecto medular de su pensamiento
musical. Defiende la melodía como elemento anterior y en contraposición a la
armonía, y por ser, a su juicio, lo más cercano a la naturaleza; por ser la esencia y el fundamento del arte musical:
“La naturaleza inspira cantos y no acordes, dicta la melodía, pero no la
armonía”9.
En la melodía, insiste, es donde se juega realmente la inventiva de un compositor y además de la
prosodia del lenguaje, define el carácter particular de una música nacional. La
melodía de cada nación es determinada por el acento de su lengua y si la música
no canta, por armoniosa que sea, no puede ser imitativa, y por lo tanto, aunque
consienta los oídos deja frío el corazón: no puede ser llamada arte.
A la melodía dedicará también un capítulo del Ensayo sobre el origen de las lenguas.
Ella, dice, es a la música lo que el dibujo a la pintura. Al igual que la
pintura es mucho más que el arte de combinar los colores de una manera grata a
la vista, la música artística es mucho más que el arte de combinar los sonidos.
“Así como los sentimientos que despierta en nosotros la pintura no
provienen de los colores, el imperio que la música tiene en nuestras almas no
es de ningún modo obra de los sonidos (…) Es el dibujo, es la imitación lo que
da a esos colores la vida y el alma; son las pasiones que esos colores expresan
las que vienen a afectarnos 10.
En un momento en que la música instrumental conquista su
autonomía, para Rousseau, hablar de melodía es hablar básicamente de arte
vocal, porque cuando la melodía tiene voz, se llama canto, según la definición
de su Diccionario de música, publicado
en 1767, una obra que surge del desarrollo posterior de los artículos que, a
partir de 1749, y a instancias de su
amigo D’Alambert, redacta para la Enciclopedia.
Imposible ocultar su desprecio por la música “pura”, sin
un referente extramusical, lo que explica su pasión por la representación: la
ópera y el canto. Y es por eso también que lejos de ver en la emancipación de
la música con respecto a la palabra y el consiguiente auge de la música
instrumental un signo de progreso, los considera una pérdida que no se cansará
de lamentar:
“Desprovista de todo acento oral, adherida únicamente a las instituciones
armónicas, la música se hace más ruidosa al oído y menos dulce al corazón. Ya
ha dejado de hablar, pronto ni siquiera cantará y entonces con todos sus
acordes y toda su armonía dejará de hacer efecto sobre nosotros11.
El primer romántico
Hay que recordar
que los criterios de Rousseau en materia artística, y los de su época en general,
mantienen el apego a la Estética clásica y al concepto de mimesis como principio fundamental del arte y denominador común de
las Bellas Artes, según la definición de Charles Batteux. Es suya una idea que
será acogida por el pensamiento musical del Romanticismo: la superioridad de la
música con respecto a las demás artes, por su extraordinario poder para pintar,
sugerir, evocar con más fuerza y más penetración que la misma pintura.
Nostalgia del paraíso inexorablemente perdido, nostalgia
de esa humanidad mítica que la
civilización arrancó de la naturaleza, en donde el hombre era libre, puro,
bueno y feliz, y en donde la palabra y la música vivían en esa idílica
simbiosis. Frente al optimismo y la
confianza en el progreso, la cultura, el conocimiento y el avance de las
ciencias y las artes que jalonaron su momento histórico, el ginebrino expresa
escepticismo. Es que en lo cronológico Rousseau pertenece plenamente al siglo
XVIII, dentro del cual discurre su existencia; sin embargo, encaja con dificultad en el Zeitgeist
de la Ilustración.
No es posible leerlo y salir ileso. Uno puede rendirse a
sus pies, sentirse provocado o irritado, tildarlo de loco, como ya se ha hecho.
Imposible negar el hechizo de su prosa. Kant, su contemporáneo, no es de extrañarlo,
encontró absurdas y extrañas sus ideas, lo que no le impidió declarar:
“Necesito leer y releer a Rousseau hasta que no me cautive ya la belleza de la
expresión y pueda analizarlo todo con la razón solamente”12.
Más intuitivo que reflexivo, su corazón quedó detenido en
el arcaico pasado, mientras su razón avizoraba tiempos nuevos. No solamente
anticipa el Romanticismo como movimiento cultural, sino que su état d’esprit es el del romántico que se
opone al racionalismo del Siglo de las Luces. Rousseau representa al mismo
tiempo la regresión y el progreso, y sólo desde la paradoja se puede valorar su
legado y el aporte de su escritura y su pensamiento, no solamente musical.
NOTAS
(*) Este artículo fue uno de los últimos que nos envió nuestra apreciada amiga Valentina para compartir con los lectores de nuestro blog, en honor a la celebración de los 300 años del nacimiento de Jean Jacques Rousseau. Ella partió a su viaje eterno el 10 de octubre del presente año. Nos hará falta a todos aquellos que apreciamos su temple, sabiduría, juicio y profunda sensibilidad, más su vivo recuerdo sigue intacto con nosotros. David De los Reyes.
1 Las Confesiones. Los Clásicos. México,
W.M Jackson, 1972. Pag.4
2 Ensayo sobre el origen de las lenguas.
México, Fondo de Cultura Económica, 1996. Pag. 17
3 Las
Confesiones, Pag. 165
4 Lettre sur la musique francaise.
www.archive.org/details/lettresurlamusique.
5 Las Confesiones, Pag.351
6 Lettre
sur la musique francaise. Op. Cit.
7 Ibid.
8 Ibid.
9 Ensayo
sobre el origen de las lenguas. Op. Cit. Pag. 73
10 Lettre sur la musique francaise. Op.
Cit.
11 Ibid.
12 A propósito de Jean Jacques Rousseau y su
obra. En Rousseau. Ensayo sobre el
origen de las lenguas. Bogotá, Edit.Norma, 1995. Pag.66
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