Un mundo de tiranos
David De los Reyes
Si hacemos un
pequeño inventario de gobiernos autoritarios a nivel mundial
encontraremos una larga lista de países que disfrutan de tan acomodado
estado para el bien de la patria y de sus habitantes, como proclaman cada uno
sus tiranos. La lista puede perfilarse así, en función de bienestar, calidad de
vida ciudadana y de habitad, estilo de gobierno, carencia del
reconocimiento de los derechos humanos, de las condiciones inhumanas de
trabajo, de la libertad de expresión, reunión, religión y estilos de vida
autónomos, de presos políticos por objeción de conciencia, eliminación
física de adversarios, maltrato a la mujer, entre otros.
¿Quiénes son
estos dioses mortales del oprobio gubernamental? Unos son conocidos, como
en América la dinastía de los hermanos Castro (+=1) en Cuba, de Chávez (+) y su
heredero Maduro en Venezuela, Daiel Noriega y su familia en Nicaragua; Evo
Morales. Otros producidos en la extinta y zarista Unión Soviética: Putin en
Rusia, Alexandr Lukashenko en Bielorusia.
También está el eterno cuestionado y presente en los medios de comunicación
occidental por su obsesión de misiles atómicos: la disnastia
Sung en Corea del Norte. El recién llegado: Ergogán en Turquía. Otros menos conocidos y carentes de interés para
el negocio de los medios de comunicación a nivel global, pero tan tiránicos
como el que más: Emomali Rajmonov en Tayikistán, Heydar Aliyev.y su
hijo Ilham Aliyev en Azerbaiyán, Nursultán Nazarbayev en
Kazakstán, Saparmurat Nizayov (presidente vitalicio) en Turkmenistán,
Islam Karimov en Uzbekistán, Yahya Jammeh en Gambia, Mohamed Uld
Abdelaziz en Mauritania, Idriss Déby en Chad, Omar
al-Bashir en Sudán, Afewerki en Eritrea, Ismail
Omar Guelleh en Yibuti, Siad Barré, y el poder fragmentado en distintos grupos
radicales a su caída, en Somalia, Mulatu Teshone en Etiopia, Salva
Kir en Sudan del Sur, Michel Djotodi en República Centroafricana, Paul
Biya en Camerún, Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, Omar Bongo y su hijo Alí
Bongo en Gabón, Omar Bongo en el Congo, Yoweri Museveni en Uganda, Paul Kagame
en Ruanda, Pierre Nkurunziza en Burundi, José Eduardo Dos Santos en
Angola, Robert Mugabe en Zimbabwe, Mswati III en Swazilandia, Abdelaziz
Buteflika en Argelia, Gaddafi (+) en Libia, Abdullah II en Jordania, Bachar Al
Asad en Siria. Hasán Rouhaní en Iran, Salmán bin Abdulaziz en Arabia
Saudita, Zayed Al Nahayan en los Emiratos Árabes, Abd
Rabbuh Mansur al-Hadi en Yemen, Hamad al Zani en Qatar, Salman Al Jalifa en Bahrein, Qabus
al Said en Omán, Muda
Hassanal Bolkiah en Brunei, Vajiralongkorn
en Tailandia, Htin Kyaw en Myanmar, Hun Sen en Camboya, Trmb
ĐĐm Quang en Vietman, Ashraf Ghani Ahmadzai en Afganistán, Bounnhang Vorachith en Laos. A esto debemos
añadir dos grandes potencias mundiales: Xi Jinping en China y el nuevo presidente estadounidense
Donald Trump por sus políticas migratorias, su racismo abierto, su
política pulsional, su muro californiano para el turismo blanco y sus vetos a
los medios.
Un mundo donde la democracia y el constitucionalismo están puestos en
duda o negados; donde las leyes se diseñan e interpretan, la mayor de las
veces por no decir siempre, según los intereses del sátrapa de turno.
Todo este giro hacia gobiernos de
carácter tiránico (bien se definan como de derecha o
de izquierda, términos obsoletos al día de hoy), nos dan
para indagar sobre ellos un abordaje en la filosofía clásica de la Grecia
antigua para un acercamiento de su comprensión. Escarbando en la
arqueología de las teorías y culturas políticas del pasado nos
topamos ya con una profunda preocupación ante tal fenómeno de injusticia
social. Por tanto no es para nada una situación nueva. Lo cambiante de la
antigüedad respecto a la actualidad es la capacidad extensiva e intensiva del
control injusto, aberrante, excesivo del hombre y de la involución de los
derechos humanos; notando la presencia, en muchos países, una especie de
neo-esclavismo colectivista. Nos enfrentamos con gobiernos de fuerza en que
hoy, como nunca, tienen un poder científico y tecnológico apto para la
represión física y psicológica de sus habitantes que no tuvieron los mentados
en la antigüedad.
Uno de los primeros
planteamientos teóricos de tales estados autoritarios lo
encontramos en el prolífico y comentado filósofo Platón, quién sufrió en carne
propia los tratos tiránicos por la dinastía de los dos Dionisos, tiranos de
Siracusa (hoy Sicilia, Italia), a quienes pretendía asesorar y educar. Sus
reflexiones en torno al modo y el carácter del tirano y de este tipo de
gobierno están presentes en sus diálogos República y Gorgias.
De ellos tomaremos algunas ideas que esperamos que sean de interés para
la comprensión de nuestro extensivo fenómeno en un mundo global tiranizado.
El diálogo República
contiene una propuesta filosófica completa del hombre y de la vida humana
en sus múltiples aspectos, en diversidad social y tipos humanos. El tema
central que le da vida a este cuadro filosófico antiguo es el problema de la
justicia. Para ello se plantea imaginar un modelo de Estado perfecto. Del
tipo de composición estatal para alcanzar el orden requerido en función
de una conducta humana implícita que, en la cotidianidad, lleve a cabo la
realización del ser justo, tanto en el ámbito personal particular como
social general. Como la mayoría de los filósofos antiguos, Platón también
se agrega al coro de filósofos que canta, en la tragedia filosófica de la
política, una verdad indiscutible: la misión del Estado es administrar la
gestión del bien común, y distribuir la justicia por igual a todos los miembros
partícipes de la sociedad política. El fin del estado es pensado como la
organización necesaria para el establecimiento de un orden justo. Sin justicia
no hay estado y menos democracia.
La necesidad de definir la justicia
la encontramos en el polémico personaje sofista que conformará al gobierno
surgido a la muerte del demócrata Perícles, el llamado gobierno de los 30
Tiranos. Nos referimos a uno de sus tiranos, Trasímaco, quien
aparece en el Libro I de República.
Trasímaco, en esa obra,
sostiene con Sócrates un extenso diálogo que se inicia al
preguntarle qué entiende por justicia. Y el sofista postulará con vehemencia su
idea de justicia. Esta es una imposición de los gobernantes, y entre
otras particularidades dirá que lo justo se establece con el
cumplimiento de las leyes. Leyes que no tienen otra intención que servir a la
conveniencia de los gobernantes. La justicia es un instrumento humano de
ejercer el poder y no tiene nada que ver con lo divino; para Trasímaco la ley
no posee ningún sentido de trascendencia. Su visión ofrece un sentido
egoísta y un ansia de poder presente en todo hombre. Los hombres
que aceptan pasivamente los intereses ajenos son considerados como
perdedores de la sociedad. Su concepto de justicia es el
característico del Tirano, pues la justicia no es otra cosa sino la
ventaja del más fuerte. Este “más fuerte” no está referido, en
principio, a ningún individuo particular, sino es la fuerza que dispone, por definición,
todo gobierno constituido, es decir, todo aquel que por cualquier medio,
de hecho, detenta el poder.
En su segunda definición la
justicia se presenta así: en todas las ciudades lo justo es
siempre lo mismo, o sea, el interés del gobierno constituido. El
ejercicio del poder en este sofista termina siendo para provecho
del grupo dominante que gobierna, que en alguna ocasión puede llegar a
coincidir con los intereses del pueblo.
En Trasímaco la justicia,
en caso de existir, se presenta en el cándido súbdito sumiso a la ley, pero
nunca en el gobernante. La justicia, en definitiva, y si se tiene como un bien
necesario, será a lo más un bien ajeno o de otro,
es decir, no para quien la practica, sino para quien la usufructúa y, a su vez,
será más feliz cuanto mayores injusticias cometa en nombre de la justicia.
Pareciera que la perfecta felicidad resulta surgir de la perfecta injusticia,
de la injusticia integral. Afirmando que cuanto más fuerte es
la injusticia más digna es para el hombre fuerte y más señorial que la
justicia. Aquí la injusticia no trata de acciones pequeñas como hurtos, robos o
fechorías que no rinden sino por corto tiempo. La injusticia citada aquí
es la masiva y total –y por lo tanto completamente impune; es aquella que
una vez reducidos a servidumbre los ciudadanos de su nación,
sojuzga a otros Estados menos poderosos. La justicia es necedad a los ojos de
este aprendiz de tirano; la injusticia, sabiduría y virtud. Con
estas loas a la injusticia finaliza el discurso de Trasímaco.
El otro personaje platónico que
traemos a colación, y que refiere a la justicia como el derecho del más
fuerte, está presente en el diálogo Gorgias y es
el sofista Calicles, quien defiende al derecho natural. A la muerte de
Pericles se sumó al coro que polemizó sobre la relación entre ley y
derecho, afirmando que la naturaleza y la ley, son totalmente
contrapuestas. La ley, en principio, ha sido forjada para proteger a los
débiles; pero la naturaleza (tanto en los animales como en los humanos), hace
que los fuertes dominen a los débiles, lo cual es lo justo. Su postura es el
derecho del más fuerte. Lo justo es que el más fuerte mande al más débil y, por
tanto, posea más. Hizo énfasis en los valores vitales (naturales) puros
donde encontramos la exaltación por un tipo humano que encarna el apogeo
de la fuerza vital y el desbordamiento de todos los instintos. En sus palabras
está la elección de la tiranía y el desprecio por la débil democracia y del
humanismo. Para Calícles la democracia es el pacto de los débiles, reiterando
Platón su comentario sobre la democracia en República. Los
débiles constituyen un pacto entre sí para impedir, al amparo de la idea
de igualdad, el nacimiento del hombre superior. Esta concepción antigua del
derecho natural lleva a colocar el derecho del más fuerte por encima de las
artificiales convenciones de la ley.
Tanto en Trasímaco como en Calicles
presentan un culto a la fuerza, donde todo gobierno constituido viene a ser un
representante de la filosofía del poder. Para estos sofistas el empleo de
la fuerza no tiene su justificación por medio de la razón de Estado sino por el
simple y puro provecho personal del que manda, en este caso, el Tirano. Ante
sus gobernados debe comportarse como el pastor ante sus ovejas, las cuales son
cuidadas para esquilarlas, venderlas y comerlas según sea el interés
apetitoso de su dueño.
Esta concepción del derecho del más
fuertes la vemos presente como un hecho en la Atenas imperialista del período
de Perícles. Es Tucídides que presenta el ejercicio de esta ley del más
fuerte entre naciones. El historiador griego en su Historia de la
Guerra de Peloponeso (libro IV, 105) nos presenta su célebre pasaje al
respecto, cuando hace hablar a los embajadores atenienses con los de la
pequeña isla de Melos. Estos últimos apelan a la protección de los dioses,
celadores en su mítica concepción de la justicia, como supremo recurso, a lo
que contestan los atenienses esto:
“En cuanto toca a los dioses creemos con probabilidad y
por lo que se refiere a los hombres con absoluta certeza, que la
dominación es la necesidad de la naturaleza hasta donde alcanza la fuerza. Esta
ley no la hicimos nosotros, ni fuimos los primeros que la usaron, sino que la
encontramos como algo preexistente, y después de nosotros tendrá plena validez.
Hacemos uso de ella en nuestro provecho, porque estamos convencidos de que si
ustedes o cualquier otro estuviera en posesión de la misma fuerza que nosotros
poseemos ahora, usarían aquella ley en beneficio propio. Por tanto no tememos
que los dioses nos causen daño alguno o nos coloquen en desventaja”.
Es así como piensan todos los que
ejercen el poder frente al conjunto humano y ante otras naciones débiles. No
hay dioses a los que se pueda encomendarse, no hay justicia divina sino sólo
negociación humana. El poder ejerce la fuerza, impone su exigencia y coloca la
balanza a su favor, sin que por ello se sienta que está siendo injusto. Es la
mirada desde la ley natural. Es la voz de la Atenas imperialista cargada
de hybris (desmesura) y de pleonexia (ambición
permanente) que Platón criticará en su dialogo Gorgias, respecto al
juicio que hará a Pericles, de quien reconoce mejoras para la ciudad de
Atenas pero no puede considerarse un modelo o un espejo para
los gobernantes, pues incentivó el gusto por la conquista y el exceso
imperialista a sus ciudadanos en relación a las otras ciudades-estados más
pequeñas.
Sócrates advierte que la
justicia no puede ser este atropello del más fuerte en beneficio propio.
La justicia se vive y se adquiere; es la virtud en tanto excelencia o
perfección específica del alma humana. Es la virtud que ordena nuestra conducta
no en función y provecho de nosotros mismos sino para la convivencia armónica
con los otros. La podemos observar y vivirla al encontrarla tanto al
interior del individuo como en la organización del Estado.
En Platón no existe para nada
la razón de Estado (concepto renacentista por excelencia:
Maquiavelo será uno de sus albaceas). Pero el maestro advertirá que la
justicia estriba en un permanente hacer en la medida que cada quien haga
lo que le corresponde en el teatro social existente: los gobernantes-guardianes
gobernar, los soldados que combatan y mantengan la seguridad y el orden, y la
clase económica productiva, producir. La justicia existirá en la medida en que
cada uno de los ciudadanos se atengan a lo que deban hacer, sin entrometerse en
ninguna actividad que habite en la ciudad y que no le competa. No entrometerse,
hacer cada uno lo suyo y no lo del otro.
Al final del libro IV de República Platón
termina afirmando la tesis inicial: la justicia es incondicionalmente
preferible a la injusticia. Del mismo modo que la salud corporal es
el equilibrio entre los diversos humores. La salud del alma, a su vez, será la
debida proporción o equilibrio entre la función gobernadora de la razón y la
función ancilar de los apetitos (como la concupiscencia o el coraje). Su
idea de buen gobierno se centra, frente a la perenne injusticia de la tiranía,
como el que sabe repartir el poder entre las distintas instituciones del
Estado, de forma tal que cada uno de los poderes controle a los demás de
acuerdo a un sistema de frenos y contrapesos. Tal división, antes de percibirla
Montesquieu, se encuentra en la antigua Grecia al practicar la
repartición de las competencias entre la asamblea y los consejeros.
Este cuadro filosófico no deja de ser
menos revelador para comprender el carácter y la continua resurrección de la
personalidad tiránica en un mundo de permanente conflicto y carencias, de
ambiciones y soberbias personales. Platón da todavía una certera mirada a
tanto oprobio y aberración política global.
® David De los Reyes
[1] Filósofo.
Profesor de la Universidad de las Artes (Guayaquil), y Universidad Central de
Venezuela (UCV)
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