Mi encuentro con
Bernardo Mandeville
David Sparrow (*)
Era una tarde fresca en Londres, donde la bruma del río Támesis se entrelazaba con el bullicio de la ciudad. Yo, David Sparrow, un capitán de navío de aspecto robusto, me recliné en un banco del parque, mi tricornio descansando a mi lado. Como bien sabe quién me ha leído antes, había sido pirata en mi juventud, navegando los mares del Caribe, cosa de la que no me arrepiento en nada, pero pasados los años uno se cansa de aventuras riesgosas en alta mar. Ahora me dedico al comercio de rones, cacao, café y azúcar entre Venezuela y Francia. Cargaba la mayoría de las mercancías en el puerto de Cumana, pero en Carúpano compraba el mejor ron que se conseguía por esos lados de Dios y luego las llevaba al puerto de Le Havre o de Marcella en el país galo. Sin embargo, esa tarde me había dado cita con uno de mis amigos más entrañables, con quien siempre al encontrarnos, era un alegre placer mutuo. Así que, a mi lado y llegado a la hora puntual, me acompañaba mi querido Bernardo Mandeville, un influyente filósofo y escritor de origen holandés, pero que se había vuelto más inglés que mi persona, conocido por sus polémicas ideas sobre la moral, la sociedad y la importancia del vicio sobre la virtud para el desarrollo y la prosperidad de las naciones.
Luego de los inevitables saludos nos sentamos. En un breve silencio observábamos a la gente pasar. Mandeville, era famoso, conocido y maldecido a la vez, por su obra La fábula de las abejas, en la cual desafiaba las normas sociales de su tiempo y exploraba la naturaleza humana con un enfoque satírico y provocador. Al rato comenzamos la conversación y la inicié hablando en torno a la importancia, como era ahora para los dos, de recurrir a compartir una buena compañía siempre que se pueda, lo cual no es muy frecuente en estos tiempos.
—Siempre he pensado que soy un gran amante de la buena compañía. ¿Tú no? —le dije rápidamente, sonriendo con nostalgia.
Bernardo giró la cabeza, su mirada aguda e incisiva se posó sobre mí.
—¡Claro! Es lo que pide una inteligencia despierta. Pero antes de hablar de eso, permíteme describir el tipo de persona con quien yo elegiría conversar, espejo en el que te puedes reflejar tu imagen. Creo que son fundamentales estas palabras para iniciar. Es como podemos comenzar a hablar acerca de un tema. Definiendo sus aristas previas.
Me incliné hacia adelante, interesado en su opinión, pero siempre recordando las noches y sus días en mi nave, donde pocas conversaciones amenas se dan. A no ser por mis intercambios habituales con mi tripulación o con algún oficial del quehacer marino en medio del océano, sobre alguna que otra conversación del día en torno a líquidos y materiales obstáculos que nos impone la navegación o de las faenas en sus pormenores de un bergantín, dado a la tarea de transportar mercancías entre los dos mundos, me quedaba en mi camarote con mi querido instrumento y la música del laúd llenaba el aire y el paso del tiempo mientras chocaban las olas contra el casco del barco.
Queriendo oír las palabras de mi apreciado amigo, lo alenté.
—¡Adelante! Me gustaría escuchar tu opinión de ese buen conversador que piensas entre tus oscuras entrañas de buen conocedor de la especie humana.
—Este individuo ideal del que quiero hablar para tener una buena conversación debería tener ciertas cualidades. Sólo diré algunas entre muchas. En principio, haber sido educado con cuidado, completamente inmerso en nociones de integridad y respeto. Debe tener aversión a la vulgaridad y la deshonestidad. Además, debería dominar nuestro idioma y tener conocimientos de otros, como lo tenemos ambos. Frances y castellano son imprescindibles desde ahora en adelante, así como un entendimiento básico de lenguas clásicas como el latín y el griego, que ayudan a tener una mayor compresión de nuestro ser y nuestro mundo.
Asentí, imaginando a alguien así, un compañero ideal para mis largas travesías por los corredores acuáticos marinos, donde siempre asecha cierto grado de incertidumbre. Por ello he tenido que aprender otras lenguas, las de los nativos de los lugares del Caribe por los que paso en mis viajes. A veces unas palabras conocidas pueden salvarte la vida en esos confines. Y le dije:
—Eso suena coherente. ¿Y qué más?
—También debería conocer las costumbres y tradiciones de épocas pasadas, y estar informado sobre la historia de su país y la sociedad actual; no menos que la de los países que visita y comercia, como es tu caso. Además, debería haber explorado disciplinas científicas y viajado disfrutando de diferentes culturas. Cosas que posees.
Sonreí, recordando mis preocupaciones y andanzas en los lejanos territorios por los que he pasado.
—Suena como alguien muy completo. Pero ¿no crees que es difícil encontrar a alguien así?
—Quizás. Pero cuando un grupo de personas encuentran a uno como él, ya sea por casualidad o porque lo planean invitándolo a una reunión, yo digo que es una buena compañía. La conversación siempre gira entre una que otra referencia efímera, en hablar de nada que no sea interesante o divertido.
Miré alrededor, observando a un grupo de caballeros que discutían animadamente en un rincón de la plaza Garlick Hill, que quedaba cerca del Muelle Three Cranes, donde siempre arribaba a desembarcar mis mercancías.
—Pero a veces, la mayoría de la gente parece disfrutar de la compañía ruidosa, incluso si no es de calidad. Eso es lo habitual. Los momentos de serena conversación no son muy buscados, más bien se tienen por molestos. Entrar en reflexiones algo pertinentes sobre la existencia y la condición humana se evade en la medida que se puede. Para nosotros, creo yo, preferimos la soledad que ese tipo de compañía.
—Exactamente. La mayoría de las personas con buen gusto, bien sabemos, disfrutarán de una conversación amena. Pero si pueden hacer algo más satisfactorio, seguramente dejarán de lado esa charla de bagatelas.
Con los brazos cruzados, me sumí en mis pensamientos, recordando las noches que me esperaban en mi barco, donde debía emprender la travesía atravesando el Canal de la Mancha, hacia las costas de Francia, quedando en compañía de mis libros y la solitaria música con mí laúd, como también a ratos en la escritura de mis historias en mi bitácora de vida, actividades todas ellas que eran mi verdadero refugio en esos tiempos de aislamiento marítimo. Así que le dije a Bernardo una inquietud que me perseguía.
—Entonces ¿Qué tu prefieres estar un poco solo, más que juntarte con tipos ruidosos que buscan permanente hablar sobre su situación de vida?
—Sin duda. Es mejor leer un libro o escribir que pasar la noche con hombres que solo critican, se burlan de sus compañeros y se quejan de los males del mundo, que muchas veces sólo están en su imaginación y no en la realidad cercana a ellos. A veces, prefiero la soledad a la compañía superficial.
Miré al horizonte, donde las nubes comenzaban a oscurecerse, presagiando la llegada de la noche.
—¿Y qué hay de esos que prefieren estar rodeados de gente, incluso si son aburridos?
—La mayoría de los hombres prefieren la compañía, pero no entiendo por qué este amor por estar con otros se considera algo positivo. Los más débiles son quienes más temen estar solos. Acuérdate de nuestro amigo Baruch Spinoza, a quién hace mucho tiempo no visito en Holanda. El cual, decía que un hombre es verdaderamente libre cuando vive por su propia voluntad, no según la de otro; es decir, aquel que sabe gobernarse a sí mismo, sin ser esclavo de sus pasiones. Este individuo puede estar en cualquier lugar, incluso en una habitación y, sin embargo, ser libre. Como nosotros, pues podemos permanecer, en mi caso en mi estudio y en tu caso en tu camarote, estando serenos, sin sentir la molestia de una angustiosa soledad. Todo lo contrario, sabemos bien que en la soledad disfrutamos con nuestra propia intimidad, de nuestros pensamientos y de lo que hacemos. Creo que a quien describimos antes como buena compañía bien puede parecerse esta descripción a la de nuestro tranquilo filósofo judío pulidor de lentes.
Me quedé en silencio, asimilando las palabras de mi amigo, mientras recordaba las veces que había preferido tocar mi laúd en la cubierta de mi barco al llegar a puerto en lugar de unirme a las ruidosas celebraciones en tierra que buscaban los marinos después de obtener su paga. Prefería experimentar el placer de sentir mis dedos recorrer sobre el diapasón y hacer sonar las cuerdas de mi viejo instrumento, interpretando las obras de compositores que he conocido a lo largo de mi vida. Son otros amigos en que las conversaciones solitarias con ellos me llevan a establecer una buena cercanía por la interpretación de sus dulces y melancólicas obras. Ellos son John Dowland, Robert Johnson y Johann Hieronymus Kapsberger, quienes me acompañan con su silencio físico, pero transportándome a un mundo sonoro de serenidad y belleza.
—Entonces, como lo aprecio yo, ¿crees que un hombre sensato puede estar solo sin problemas ante el círculo de su soledad cotidiana?
—Exactamente. Un hombre educado y reflexivo prefiere su soledad antes que lidiar con la tontería de la multitud. Un jardín o un desierto, como los libros o el laúd que encuentras en tu camarote de tu bergantín, pueden ser mejores compañeros que una conversación vacía.
Ambos nos quedamos en silencio, disfrutando de la paz del frío y húmedo atardecer en Londres, sintiendo que la verdadera compañía a veces reside en la creativa soledad reflexiva y en la búsqueda del conocimiento o en el gusto por el placer estético del practicar un arte.
Mientras el sol se ocultaba tras los edificios que se encuentran en torno al Támesis, comprendí que la verdadera riqueza de mi amistad con Bernardo radicaba en la profundidad de nuestras conversaciones. En ese momento, me di cuenta de que, al igual que las melodías que tocaba en mi laúd, la amistad y el conocimiento son las verdaderas notas que dan sentido a mi vida. En la soledad de mi camarote, rodeado de las obras de mis amigos compositores, sabía que siempre encontraría consuelo en los sonidos de la música y en la compañía de mi sereno amigo fabulador sobre la vida de las abejas, donde la belleza de las ideas florecía.
La carta enviada por Mandeville
Al llegar a Marsella, el 19 de diciembre de 1732, me dio el oficial encargado de la capitanía de puerto, la correspondencia enviada desde Londres de mi amigo Bernardo. Él sabía, por lo que hablamos, que al llegar al puerto francés de Le Havre estaría unos días y luego partiría inmediatamente en dirección al Mediterráneo, para descargar la otra parte de mi mercancía en Marsella.
Adelantándose a mi llegada a esa ciudad envió su magnífica carta desde la oficina de correo que está al lado de la iglesia St. Martin-in-the-Field, que queda cerca de su casa y según consta en el formulario de recibido que he tenido que firmar. La misiva refería toda una disertación sobre el último tema que tocamos cuando nos vimos esa tarde cerca del puerto del Támesis. Aquí la transcribo por su valor filosófico para los tiempos por venir y que los amigos de la buena conversación no pierdan de conocer las opiniones de tan preclaro pensador y amigo en estos tiempos azas de oscuridad, demencia, maldad e injusticias a granel.
Querido amigo y capitán David Sparrow
Me alegra mucho saber que estás bien y que tu navío navega con éxito por los mares de Francia. Me gustará, la próxima vez que nos veamos, saber más sobre tus interesantes aventuras y reflexiones en el mar de estos días que tienes por delante, después de tu partida del húmedo Londres. ¡Que no pasen muchos meses para volvernos a ver en la isla! Mientras, te mando estas páginas escritas con mis reflexiones acerca de la cuestión por el que discurrimos en nuestra grata conversación de hace varias semanas atrás, cerca del puerto de Three Crane. ¿Te acuerdas? Donde tratamos sobre un tema que, para ambos, tenía y tiene interés, el saber cómo deberían ser los amigos que nos proporcionan no sólo una buena conversación sino también de una buena compañía. Aquí van mis escuetas palabras sobre ello.
Para empezar, como bien sabes, soy un gran amante de la buena compañía y deseo ofrecerte una descripción del hombre que yo escogería para conversar, con la promesa de que, antes de haberla terminado por completo, descubrirás que es útil, aunque puedas, al principio, tomar por una mera digresión ajena a mi propósito. Voy a reiterar algunas ideas ya mencionadas en nuestra conversa pasada. Disculpa si te parece que repito mucho lo ya hablado en aquella ocasión.
Puedo continuar señalando que una persona de este tipo debe estar, desde una educación temprana y bien dirigida, completamente impregnada de los principios de honor y vergüenza, mostrando siempre una aversión natural hacia todo aquello que conduzca a la impudicia, la vulgaridad o la falta de humanidad. Debe poseer un buen dominio del latín y tener conocimientos básicos de griego, además de manejar uno o dos idiomas modernos, aparte de su lengua materna, como ya hemos mencionado. Ha de estar familiarizado con las costumbres y hábitos de los antiguos, pero profundamente instruido en la historia de su propia nación y en las prácticas de la época en la que vive, así como, si le es posible, en las de los países que haya visitado. Junto con su conocimiento de la literatura clásica y contemporánea, debería haber estudiado alguna ciencia útil, haber visitado cortes y universidades extranjeras, y haber sacado verdadero provecho de sus viajes. Ocasionalmente, debería disfrutar del baile, la esgrima y la equitación, conocer algo de caza y otros pasatiempos al aire libre, pero sin apegarse demasiado a ninguno de ellos, considerándolos como ejercicios beneficiosos para la salud o entretenimientos que no interfieran con sus ocupaciones ni le impidan adquirir cualidades más valiosas. Además, debería tener nociones de geometría, astronomía, anatomía y del funcionamiento y economía del cuerpo humano. Entender de música como para ejecutarla es un logro - ¡cosa que a ti se te da muy bien! -. Sin embargo, hay mucho que podría argumentarse en contra, aunque personalmente preferiría que mi interlocutor tuviera al menos un conocimiento básico de dibujo, lo suficiente como para disfrutar y valorar un paisaje o para describir con claridad cualquier forma o modelo que quisiera explicar, sin que por ello se viera obligado a tomar un lápiz para hacerlo. Además, debería haber estado habituado desde temprana edad a la compañía de mujeres honestas, inteligentes y de conducta intachable. No debería, en ninguna circunstancia, dejar pasar más de una quincena sin mantener una conversación con damas, pues este intercambio fomenta tanto la cortesía como la sensibilidad necesaria en una persona de buen juicio.
No mencionaré los vicios groseros, como ser hipócritamente religioso, putañear más de lo debido, jugar, beber hasta perder la conciencia o reñir en cada sobremesa, todos actos de los cuales nos guarda hasta la más modesta educación; siempre le recomendaría practicar una templada virtud, pero no soy partidario de que un caballero ignore voluntariamente nada de los deslices y desmanes que ocurren en la Corte o en la ciudad. Es imposible que un hombre sea perfecto y, por tanto, puedo admitir algunas faltas si no puedo impedirlas; como, por ejemplo, que entre los diecinueve y los veintitrés años los ardores juveniles puedan a veces vencer su castidad, si lo hace con discreción; o si en alguna ocasión extraordinaria, vencido por la insistente solicitación de alegres camaradas, bebe más de lo que una estricta sobriedad permitiría, siempre que lo haga con poca frecuencia y que no perjudique su salud o su temperamento; o si, ante una gran provocación y con justicia de causa, alguna vez se viera arrastrado a una pelea que la verdadera sensatez y una adhesión menos estricta a las reglas del honor podrían haber evitado, siempre que ello no le ocurra en más de una ocasión; si, como digo, hubiese sido culpable de tales cosas, y nunca hablara ni, mucho menos, se jactara de ellas, podría perdonársele, o por lo menos disculpársele, si más tarde las abandonara y, de allí en adelante, fuera discreto. En ocasiones, los tropiezos de la juventud han logrado infundir temor en los caballeros, llevándolos a desarrollar una prudencia mucho más sólida que la que probablemente habrían alcanzado si no hubieran atravesado tales experiencias. Para mantener a un joven apartado de la depravación y de los actos abiertamente escandalosos, pocas cosas resultan tan efectivas como brindarle acceso regular a una o dos familias nobles que asuman como responsabilidad recibirlo con frecuencia. De esta manera, mientras se alimenta su orgullo, también se le mantiene bajo un constante temor a la vergüenza, lo que contribuye a moldear y refinar su carácter.
Un hombre de regular fortuna, convenientemente preparado como indico, que siga perfeccionándose a sí mismo y se dedique hasta los treinta o cuarenta años a conocer el mundo, no puede ser desagradable para conversar, por lo menos, mientras goce de buena salud y prosperidad y no le ocurra nada que le amargue el carácter. Cuando una persona de esta naturaleza se encuentra, ya sea por casualidad o por decisión, con tres o cuatro semejantes y acuerdan pasar unas horas juntos, a este grupo lo denomino buena compañía. En estas reuniones, nada se dirá que no resulte útil o entretenido para alguien sensato. Es posible que no siempre coincidan en sus opiniones durante la conversación, pero no habrá disputas, ya que cada uno estará dispuesto a ceder primero ante quien piense diferente. Hablarán de manera ordenada, uno a la vez, y con un tono moderado, suficiente para ser escuchados claramente por todos los presentes. El mayor placer de cada participante será el de procurar agradar a los demás, algo que saben que se consigue escuchando con atención y mostrando una actitud aprobatoria, como si cada palabra fuera especialmente valiosa. Las personas con cierto buen gusto sabrán apreciar este tipo de conversación y, con razón, la preferirán a la soledad cuando no tengan otra forma de ocupar su tiempo. Sin embargo, si pueden dedicarse a algo que les prometa una satisfacción más profunda o duradera, seguramente renunciarán a este placer para entregarse a aquello que consideren más significativo. Pero ¿no prefiere uno, aun no habiendo visto un alma en quince días, seguir solo mucho más tiempo, antes que juntarse con tipos ruidosos, que se deleitan en la contradicción y tienen a gala el buscar pelea? ¿Acaso no prefiere quien posee libros dedicarse a leerlos sin cesar o a escribir sobre diversos temas, antes que pasar las noches en tertulias con hombres partidistas que creen que la nación está perdida mientras se permita que sus adversarios políticos sigan existiendo en ella? ¿No es más deseable permanecer solo durante un mes y acostarse antes de las siete, que mezclarse con cazadores de zorros que, tras pasar el día entero intentando inútilmente romperse el cuello, se reúnen por la noche para seguir poniendo en peligro sus vidas bebiendo, y que, en su alegría, emiten dentro de la casa más ruidos que los ladridos de sus perros cuando están tras la presa? No tendría yo en alta estima a un hombre que no prefiriera agotarse caminando o, en caso de estar encerrado, entretenerse esparciendo alfileres por toda la habitación para luego recogerlos, antes que pasar seis horas en compañía de una docena de marineros comunes el día en que reciben su paga.
Reconozco, sin embargo, que la mayoría de las personas, antes que permanecer solas durante un tiempo prolongado, prefieren someterse a las situaciones que he mencionado; pero lo que no logro entender es por qué este amor por la compañía, este intenso deseo de sociabilidad, se interpreta de manera tan favorable hacia nosotros, como si fuera en el ser humano donde reside un valor intrínseco que no se encuentra en otros animales. Pues, si de esta inclinación hacia la compañía y de esta aversión a la soledad se quisiera deducir la bondad de nuestra naturaleza y el noble amor del hombre por su especie, sería razonable esperar que estas características fueran mucho más marcadas y vehementes en los mejores representantes de la humanidad: en los hombres de mayor talento, virtudes sobresalientes y hazañas destacadas, así como en aquellos menos inclinados al vicio. Sin embargo, la realidad demuestra todo lo contrario.
Los espíritus más débiles, los más incapaces de gobernar sus pasiones, las conciencias culpables que aborrecen la reflexión, los inútiles que no pueden producir por sí mismos nada de provecho, son los mayores enemigos de la soledad y los que pueden aceptar cualquier compañía antes que pasarse sin ella; al paso que el hombre educado y prudente, capaz de pensar y contemplar las cosas y al cual muy poco perturban sus pasiones, puede soportar la soledad mucho tiempo sin disgusto; y para evitar el ruido, la necedad y la impertinencia rehuirá veinte compañías; y, en lugar de toparse con algo que desagrade a su buen gusto preferirá su retiro o un jardín, y aun menos que esto, un terreno baldío o un desierto, antes que la vecindad de ciertos hombres.
Estas son mis reflexiones sobre el tema que deseaba hacerte llegar.
Como siempre, me alegra saber que estas bien, y te imagino sobre el timón de tu navío, navegando con éxito en dirección de la proa al puerto de Marsella. Así que te deseo un viaje seguro y próspero. Esperando verte pronto y volver a compartir contigo nuestras conversaciones y reflexiones.
Tu amigo,
Bernardo Mandeville
El 22 de noviembre de 1732, en St. Martin Lane, Londres
(*) Del libro: David Sparrow: Theatrum Caribeum, t.2. Londres. 1757, p.280s
Trad. David De los Reyes, Guayaquil, noviembre 2024
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