Decálogo
del Populismo Iberoamericano
Enrique
Krauze
(Tomado
del El País, 13 de octubre de 2012)
El
populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas
ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar para sí la paternidad
del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica: "pueblo".
Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón, quien había
atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y admiraba a
Mussolini al grado de querer "erigirle un monumento en cada esquina".
Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a Castro hasta
buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del "nuevo
socialismo". Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno
político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de su
contenido ideológico, sino de su funcionamiento. Propongo 10 rasgos
específicos.
1) El
populismo exalta al líder carismático. No hay populismo sin la figura del
hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los
problemas del pueblo. "La entrega al carisma del profeta, del caudillo en
la guerra o del gran demagogo", recuerda Max Weber, "no ocurre porque
lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y
él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, 'vive para su
obra'. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el
discipulado, el séquito, el partido".
2) El
populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella. La palabra es
el vehículo específico de su carisma. El populista se siente el intérprete
supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla
con el público de manera constante, atiza sus pasiones, "alumbra el
camino", y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios. Weber apunta
que el caudillaje político surge primero en los Estado-ciudad del Mediterráneo
en la figura del "demagogo". Aristóteles (Política, V) sostiene que
la demagogia es la causa principal de "las revoluciones en las
democracias" y advierte una convergencia entre el poder militar y el poder
de la retórica que parece una prefiguración de Perón y Chávez: "En los
tiempos antiguos, cuando el demagogo era también general, la democracia se
transformaba en tiranía; la mayoría de los antiguos tiranos fueron
demagogos". Más tarde se desarrolló la habilidad retórica y llegó la hora
de los demagogos puros: "Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben
hablar". Hace veinticinco siglos esa distorsión de la verdad pública (tan
lejana a la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en el
Ágora real; en el siglo XX lo hace en el Ágora virtual de las ondas sonoras y
visuales: de Mussolini (y de Goebbels) Perón aprendió la importancia política
de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a las masas. Chávez,
por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar hasta el paroxismo la
oratoria televisiva.
3) El
populismo fabrica la verdad. Los populistas llevan hasta sus últimas
consecuencias el proverbio latino "Vox populi, Vox dei". Pero como
Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el
gobierno "popular" interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al
rango de verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural,
los populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con
la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla.
En la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas -incluido un
órgano nazi- contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a
un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la "ley mordaza"
pendiendo como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en el mismo
sentido: terminará aplastándola.
4) El
populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos. No tiene paciencia
con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio
privado que puede utilizar para enriquecerse y/o para embarcarse en proyectos
que considere importantes o gloriosos, sin tomar en cuenta los costos. El
populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es
inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos populistas en materia
económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países
tardan decenios en recobrarse.
5) El
populista reparte directamente la riqueza. Lo cual no es criticable en sí mismo
(sobre todo en países pobres hay argumentos sumamente serios para repartir en
efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales
y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis:
focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.
"¡Ustedes
tienen el deber de pedir!", exclamaba Evita a sus beneficiarios.
Se creó
así una idea ficticia de la realidad económica y se entronizó una mentalidad
becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la propia Evita (que cobró sus
servicios con creces y resguardó en Suiza sus cuentas multimillonarias), sino
las reservas acumuladas en décadas, los propios obreros con sus donaciones
"voluntarias" y, sobre todo, la posteridad endeudada, devorada por la
inflación. En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte y reparte los beneficios
del petróleo), hasta las estadísticas oficiales admiten que la pobreza se ha
incrementado, pero la improductividad del asistencialismo (tal como Chávez lo
practica) sólo se sentirá en el futuro, cuando los precios se desplomen o el
régimen lleve hasta sus últimas consecuencias su designio dictatorial.
6) El populista alienta el odio de clases. "Las revoluciones en las democracias", explica Aristóteles, citando "multitud de casos", "son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos". El contenido de esa "intemperancia" fue el odio contra los ricos: "Unas veces por su política de delaciones... y otras atacándolos como clase (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo". Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a "los ricos" (a quienes acusan a menudo de ser "antinacionales"), pero atraen a los "empresarios patrióticos" que apoyan al régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.
7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece "Su Majestad El Pueblo" para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra "los malos" de dentro y fuera. "El pueblo", claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un Parlamento; ni siquiera la encarnación de la "voluntad general" de Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos, sino Groucho): "El poder para los que gritan el poder para el pueblo".
8) El populismo fustiga por sistema al "enemigo exterior". Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. La Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la guerra del 98, pero Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen, un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte, Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.
9) El populismo desprecia el orden legal. Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la "ley natural" y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez) el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la "justicia directa" ("popular, bolivariana"), remedo de Fuenteovejuna que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la Judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, al Poder Judicial.
10) El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la "voluntad popular". En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la vicepresidencia de la República. Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es el año 2020.
¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala yerba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de "soberanía popular" que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de Independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente "moderada" o "provisional": no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.
Para calibrar los peligros que se ciernen sobre la región, los líderes iberoamericanos y sus contrapartes españolas, reunidos todos en Salamanca, harían muy bien en releer a Aristóteles, nuestro contemporáneo. Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es "subvertir a la democracia".
Nota: Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres y autor, entre otros libros, de Travesía liberal.
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